Kitabı oku: «Augustus Carp», sayfa 2
Capítulo III
Los estudios de mis padres en la educación de los hijos. Incidente exitoso de rechazo a la vacuna. Más ejemplos de la consideración de mis padres hacia los demás. La mala salud de mi madre. Mis padres contratan a una criada. De su apariencia y carácter. Características físicas de su hijo. Deplorables resultados sociales de la guerra. Presunción permanente del hijo de la criada. Le desairo. Afecto hacia un conejo gris. El cañón del hijo de la criada y el uso que hace del mismo. Escenas de violencia e intervención de mi padre. Intervención de la criada. Un párroco negligente. ¿Era también inmoral? Mi padre decide cambiar de templo y transfiere las visitas dominicales a Santiago el Menor de Todos.
Aparte de la mala salud de la que ya he hablado, y que se alternó con periodos de relativo bienestar, siempre he pensado que mis primeros cinco o seis años de vida fueron un periodo de lo más fructífero. Mi madre empezó a documentarse y leyó varios volúmenes sobre la infancia, a instancias de mi padre y siguiendo sus deseos y casi diríase sus órdenes, entre ellos: Las quejas de los niños, del doctor Brewinson, La dieta de la infancia, de la señora Podmere, Primeros pasos en la religión, del reverendo Ambrose Walker, El bebé y el infinito, de Wilbur P. Nathan, La ropa y los más pequeños, de la señora Wood-Mortimer, y el Diccionario de medicina doméstica de Jonathan y Cornwall. Cada uno de estos títulos, con la excepción del diccionario, fue obtenido en la biblioteca más cercana, y mi madre se acostumbró a partir de entonces a consagrar su hora de descanso por la tarde al análisis de estos volúmenes.
Así pues, mi madre, de acuerdo con las sugerencias de mi padre, se pasaba estudiando un capítulo cada tarde, o alternativamente tres páginas y media del Diccionario de medicina doméstica. Mi padre, tras regresar de la oficina y después de que mi madre lavara los platos de la cena —pues en aquella época no podíamos permitirnos una criada—, se sentaba a preguntarle lo que había leído durante el día, realizando casi diríase un examen. Si, como solía suceder dado que mi madre no estaba particularmente inclinada a la labor estudiantil, sus respuestas no satisfacían a mi padre, entonces él le imponía la juguetona tarea de repasar su lectura antes de irse a dormir. En dichas ocasiones, siempre que mi padre no se hubiera retirado para descansar, volvía a interrogarla cuando mi madre pasaba a darle las buenas noches. Si, por el contrario, las respuestas eran juiciosas y adecuadas, esa noche ella obtenía un beso adicional. Mi madre se aplicó con tanta seriedad a la tarea que empezó a bajar de peso, casi hasta perder el atractivo, y una vez, tras fallar el examen durante tres noches consecutivas, terminó por echarse a llorar. Por dicho estallido de debilidad femenina, mi padre la perdonó cuando ella le pidió perdón, y se limitó a señalar que lo que estaba en juego era mi futuro, por lo cual resultaba natural que no pudiera rebajar su nivel de exigencia.
Queda patente que desde el principio se me consideraba una tarea sagrada, encomendada al cuidado de mis padres, y esto solamente es un pequeño ejemplo del inmenso e infatigable cuidado con el que mis padres se volcaron en su deber. Al menos, bastará para poner de manifiesto que no subestimaban la altísima misión a la que se enfrentaban. Especialmente mi padre, quien, mientras los meses se deslizaban quizá con excesiva rapidez, desarrolló hacia mí un irrefrenable cariño y por esa razón, entre otras, escapé al tormento de las vacunas. Aunque el Diccionario de medicina doméstica de Jonathan y Cornwall abogaba por esta operación basándose en motivos históricos, mi padre poseía un instintivo, aunque no menos bien razonado, horror al bisturí. Le aquejaban con frecuencia molestos forúnculos y siempre daba instrucciones de no sajarlos, ya que prefería aplicarles cataplasmas hasta que la propia Naturaleza se ocupaba de su evacuación. Tampoco puedo decir que en mi caso su decisión no estuviera justificada por completo, si bien es cierto que he padecido, y sigo padeciendo, aparte de la referida indigestión, varias formas de neurastenia, una fuerte tendencia al eccema, a los dolores de cabeza occipitales, los eructos y reflujos gástricos, y la distensión flatulenta del abdomen. Sin embargo, y pese a que nunca me vacunaron, siempre he sido inmune a la viruela.
Una presciencia parecida bastó para protegerme de la angustia y la indignidad del castigo corporal. Pues aunque en principio mi padre era un ardiente defensor de esta práctica, y de hecho la aplicaba a varios de los hijos de sus parientes, jamás necesitó utilizarla en mi caso, según me dijo, ni tampoco se propuso infligirme ese castigo. Fue la derogación de esta regla, que no tuvo lugar hasta mi séptimo año, de la mano del hijo de una poderosa mujer de la limpieza oriunda de Hibernia, lo que me reveló por vez primera, en un estallido de conocimiento que jamás olvidaré, algunas de las más abyectas profundidades de la iniquidad humana.
Sucedió que poco después de mi sexto cumpleaños, mi padre se vio obligado a contratar a una criada, debido en parte al desvanecimiento que sufrió mi madre. Durante varios meses se había quejado de que le faltaba el aliento, siempre poco antes de emprender diversas labores domésticas, como la limpieza de los suelos, hacer la colada, el barrer las escaleras del porche y el cuidado y limpieza de las botas y zapatos. Con su habitual consideración, mi padre inmediatamente eximió a su esposa de otras tareas propias de su función, como el hornear pan dos veces a la semana, y tejer los calcetines y medias de toda la familia. Además, la excusó también de ocuparse de mis lecciones diarias de latín y aritmética. Puesto que estas asignaturas implicaban no poca preparación previa, eso fue por supuesto un considerable alivio, aunque se obtuviera poniendo en riesgo mi propio futuro intelectual. Sin embargo, a pesar de estas concesiones, mi madre siguió encontrándose muy débil, y finalmente, tal y como he referido, se hundió en la inconsciencia.
Durante un breve periodo de tiempo, pues, y tras consultar a los médicos, mi padre decidió buscar ayuda exterior, y con un notable sacrificio financiero contrató a una persona llamada señora O’Flaherty. Era la viuda de un sargento jefe y una de las señoras que contribuía a la limpieza de la iglesia. El párroco de Santiago el Más Menor la recomendó vivamente y, en ciertos aspectos que conducían a engaño, no estaba desprovista del encanto superficial de los miembros de su raza. Estaba ominosamente desarrollada, tanto por encima como por debajo de la cintura, y sus rasgos poseían una engañosa alegría, ciertamente despojada de inteligencia, pero muy animada. Esto, junto con un rostro dotado de cierto atractivo, bastaron por un tiempo para imponerse frente al carácter de mi madre.
Desde el principio mi padre albergó dudas con respecto a su carácter, pero dada la recomendación del párroco, decidió ofrecerle un empleo. Durante los primeros dos meses, aparte de su costumbre de canturrear, no se halló causa alguna de quejas en su comportamiento. Mi padre llegó incluso, a petición de mi madre, a permitir que la mujer trajera a su hijo más pequeño a vivir con nosotros. Se trataba de un rapaz algo vulgar y exuberante, unos meses más joven que yo.
Que este bribonzuelo, prácticamente una rata de alcantarilla, después se convirtiera en soldado en el Ejército, y más tarde alcanzara el rango de mayor en la última guerra, e incluso recibiera, según tengo entendido, algún tipo de condecoración o medalla al mérito, es uno de los trastornos sociales más lamentables de los que este conflicto bélico es responsable.
Desde el primer momento, con la sensible visión que la Providencia solamente concede a ciertos infantes, estudié al intruso con la mayor de las suspicacias. Obviamente había heredado el aspecto físico de su madre y, por lo que parecía, también las inclinaciones del padre, puesto que su principal herramienta de diversión consistía en un pequeño cañón, equipado con un muelle para imitar la propulsión del arma original. Se ofreció a prestarme el juguete en varias ocasiones durante su primera visita a la casa, pero yo decliné sus avances y me trasladé a otra estancia, donde proseguí estudiando el libro de los apóstoles, escrito para los jóvenes por un clérigo de Somersetshire.
Sin embargo, inasequible al desaliento e imperturbable frente a mi reticencia, que debería haberle bastado si se hubiera tratado de un niño con el más mínimo sentido de la empatía, Desmond, pues tal era su pretencioso nombre, repitió su ofrecimiento en el curso de su segunda visita. De nuevo rechacé su propuesta y me retiré, y posteriormente le mencioné el incidente a mi padre, que al instante dio órdenes de que, en el futuro, el chico de la señora O’Flaherty permaneciera dentro de los confines de la cocina.
—Me hará el favor de dejarle claro a su hijo —le dijo— que no puede molestar al mío, y que el hecho de que se le admita en mi casa no quiere decir que también pertenezca a nuestro círculo social.
Desafortunadamente, debido a la rapidez de su elocución, se produjo un leve defecto en la pronunciación de mi padre, y en lugar de «círculo social» dijo «cirso culal», y jamás olvidaré la mueca vulgar, apenas disimulada, con la que la señora O’Flaherty le prometió que se encargaría de solucionar el asunto.
Sin embargo, el sábado siguiente, un hermoso día de junio, mientras los geranios del jardín se ofrecían al paseante espléndidamente, Desmond O’Flaherty empezó a hacerme proposiciones de nuevo, desde la puerta abierta de la cocina. La entrada del salón volvía a estar entreabierta y yo quedaba claramente a la vista, pues estaba reclinado en el sofá. Al instante, reparé en que había traído su cañoncito con él, y que la punta estaba dirigida hacia mí. El chico me informó de que tenía el bolsillo lleno de guisantes secos para que hicieran las veces de munición y a continuación me invitó a participar en un juego de innegable carácter militar.
Me negué, y aún hoy recuerdo hasta el más mínimo detalle de lo que siguió. Me encontraba acariciando plácidamente un conejo gris, al que tenía mucho cariño y que había bautizado un par de días antes con el nombre del principal profeta, Isaías, cuando oí un ligero sonido metálico y, al instante siguiente, algo me golpeó en el dorso de la mano. No pude reprimir un grito de dolor, e involuntariamente apreté la mano encima de Isaías, el cual giró el cuello repentinamente como si fuera a morder mi dedo índice. Comprendí, gracias a mi dominio del Diccionario de medicina doméstica, las consecuencias fatales que de ese ataque podían derivarse, así que le arrojé lo más lejos de mí que pude y procedí a dejarme caer al suelo, sumido en la angustia y el más grande de los terrores. Con una expresión de reproche que me hirió en el alma, Isaías se refugió detrás del armonio, y en el mismo instante llegó una risa estridente desde donde estaba Desmond.
Exceptuando al hijo y a la madre, me encontraba solo en casa, pero no dudé en avanzar hacia la cocina y aplastar el cañoncito con el pie. Por dos veces lo pisoteé, con lo que me parecía una justísima indignación, y en un par de segundos lo había reducido a un montón de madera. Por un instante, Desmond se quedó callado. Le había cogido por sorpresa, sin duda. Pero entonces se abalanzó sobre mí con una especie de estruendo, y me golpeó con fiereza en la cara, que ya estaba arrasada por mis propias lágrimas. Traté de escapar mientras contenía una cascada de sollozos. Pero sus apetitos bestiales aún no estaban satisfechos. Volvió a golpearme por segunda y aún por tercera vez, en el cuello en ambas ocasiones, y a continuación prosiguió asaltándome, esta vez con su pie en la parte baja de mi espalda. Mis gritos, que ya alcanzaban la categoría de alaridos, atrajeron por fin a la señora O’Flaherty en el preciso instante en que mi padre regresaba del trabajo y abría la puerta de la entrada. En un santiamén me tomó entre sus brazos y le conté, entre sollozos, la horrenda historia. Noté que se echaba a temblar violentamente y después de recuperar el control, me depositó dulcemente en el suelo, a un lado. Luego avanzó hacia Desmond y señaló el aplastado cañoncito.
—Recoge eso —ordenó— y abandona esta casa para siempre.
Desmond replicó con insolencia que no pensaba hacerlo y mi padre se limitó, por toda respuesta, a soltarle un sopapo en toda la mejilla. Por un instante Desmond le miró furioso; luego bajó la cabeza. Después, cogió carrerilla y se abalanzó sobre mi padre, golpeándole con ambos puños. Mi padre se vio obligado a dejarse caer encima de una dura silla de madera que había en el vestíbulo, puesto que no se esperaba dicha reacción en absoluto, y de nuevo distinguí una sonrisa maligna en el rostro de la señora O’Flaherty. Pero su retirada fue momentánea, pues apartó al pequeño salvaje lejos de sí, y le propinó sendos golpes con su bastón. Sobradamente merecidos y con la misma puntería, el primero acertó al malvado primero en el costado y el segundo dividió el tegumento de su frente. Aunque se resentía de la embestida, mi padre se levantó sin pestañear y se disponía a reemprender su discurso, cuando la señora O’Flaherty reveló su verdadera naturaleza y le agarró ferozmente por los hombros. Como ya he dicho, era una mujer de físico repulsivamente sobredesarrollado, y empezó a sacudir a mi padre con tanta violencia que se le cayó la parte superior de la dentadura al suelo.
—¡Desgraciado! —chilló, blasfemando—. ¡Serpiente asquerosa, insufrible pedante avasallador!
Entonces, para mi horror y no menos para el de mi padre, le levantó, izándole del suelo. Por un instante, o así me lo pareció, creí estar a punto de caer víctima de una compasiva lipotimia. Pero no fue así, y distinguí a la señora O’Flaherty cuando hundió la cabeza de mi padre en su cubo. Se trataba de un cubo de lo más vulgar, que estaba lleno casi hasta los bordes con agua más bien sucia, y además contenía el trapo con el que solía lavar el suelo, rebosante de negritud. Por tres veces repitió la acción, llegando incluso a sumergirle la parte de atrás de las orejas, y cuando por fin le soltó y mi padre pudo recuperar el aliento, comprendí que jamás le había visto en un estado de tamaña agitación.
Siempre dueño de una elocuencia envidiable, emprendió tal denuncia de la conducta de esa mujer, correctamente suavizada para que ella alcanzara a entenderle, y fue su discurso de una severidad que superaba incluso a la de los escritos del tocayo de mi conejo. Una y otra vez, apasionadamente a pesar de sus dificultades respiratorias, se sintió obligado a conminar al Creador para que condenara al alma de la mujer a su justa perdición. Y cuando la señora O’Flaherty le tendió la parte superior de su dentadura, la arrojó al suelo con desprecio, una vez más. Finalmente, le ordenó que abandonara la casa al momento, y le informó con toda franqueza que pensaba denunciarla por asalto.
—Eso, eso. Quedará muy bien en los periódicos —dijo ella—. Primero le parte a un niño la cabeza con su bastón y luego usted termina con su propia cabeza metida en un cubo.
La malevolencia con la que pronunció estas palabras fue casi inconcebible. Pero como me dijo mi padre cuando la señora O’Flaherty hubo partido, planteaba cuestiones de la mayor gravedad que exigían una profunda reflexión por su parte. Pues aunque personalmente —in propria persona—2 pudiera ser su deber llevar a la mujer frente a un tribunal, no era menos importante, en tanto que administrador adjunto de una parroquia de la Iglesia de Inglaterra, evitar la publicidad negativa que pudiera producirse. Se inclinó finalmente por esto último y, en tanto que ejemplo de lo que podría llamarse su calidad de hombre de estado eclesiástico, siempre me ha parecido que arrojaba una peculiar luz sobre uno de los aspectos más sublimes de su carácter. Sin embargo, en cuanto a la negligencia, poco menos que rayana en lo criminal, del párroco de la iglesia de Santiago el Más Menor, siempre he albergado mis sospechas. De hecho, como mi padre le indicó abiertamente, no puedo sino pensar que su relación con la señora O’Flaherty no era todo lo correcta que debiera, pues no sólo censuró lo que, tras escuchar a mi padre referirle lo ocurrido, calificó de acción precipitada, sino que la tarde siguiente un conocido de mi padre le notificó que la señora O’Flaherty estaba fregando el suelo de la iglesia.
En esas circunstancias, no le quedó más remedio a mi padre que presentarse al momento en la parroquia, donde se enfrentó al párroco exponiéndole lo que ya he mencionado sobre su relación con la señora O’Flaherty, por lo demás muy natural. Pero su respuesta, por lo que me contó mi padre, no fue ni cristiana ni caballerosa y, por lo tanto y a su pesar, mi padre se vio obligado a transferir de nuevo sus visitas dominicales a un nuevo templo. Era un paso muy grave, pero la experiencia en la iglesia de Santiago el Menor le había preparado para ello y, en menos de cinco meses, se había convertido en uno de los prohombres cristianos que colaboraban en los servicios religiosos de Santiago el Menor de Todos, en Kennington Oval.
Mi querido padre en sus años mozos (extraído de un grabado de los parroquianos de la iglesia de Santiago el Menor).
Capítulo IV
Posteriores años de adolescencia y cruces adicionales. Progreso en mis estudios y en la música. Destaco en un juego en el mes de mayo. Destinado al internado Hopkinson. La Providencia vuelve a intervenir. Me convierto en una víctima de la dermatofitosis. Efectos devastadores de una pomada. El señor Balfour Whey y sus hijos. Un juez de paz brutal. Mi padre obtiene daños y perjuicios.
A pesar de quedar físicamente destrozado por el ataque que había sufrido mi persona a manos de Desmond O’Flaherty, las consecuencias espirituales y mentales de dicho ataque fueron aún más graves y prolongadas. Consciente por primera vez de la existencia en mi época de una depravación que hasta entonces ignoraba, durante varias semanas me resultó imposible recuperar mi anterior compostura o, de hecho, aventurarme sin compañía más allá del jardín de la casa. Tampoco podía, ni siquiera, contemplar la posibilidad de la llegada de una sucesora de la señora O’Flaherty.
Por ese motivo, aunque mi salud seguía debilitada, mi madre se vio obligada a retomar sus antiguas obligaciones, mientras que mi padre se reafirmó en su decisión de posponer mi escolarización durante otros tres o cuatro años. Previamente ya se inclinaba por esa opción, en parte debido a las protestas que yo me había obligado a hacerle y en parte por su deseo de ayudarme el máximo posible a soportar las cruces con las que la Providencia me había obligado a cargar. Muy por encima de la media en peso y número, ahora comprendo, por supuesto, que esas cruces eran un privilegio. Pero en los primeros días de mi niñez, pusieron a prueba mi fe hasta el límite.
Muchas veces, por ejemplo, después de una larga mañana de estudio solamente interrumpida por una ocasional taza de chocolate, me lanzaba con avidez a una sencilla pero abundante comida de cerdo asado y tarta de mermelada sólo para encontrarme, una o dos horas más tarde, retorciéndome de agonía en el sofá o incluso en algunas ocasiones viéndome llamado a que la comida volviera a salir por donde había entrado. Esta fue, quizá, la lección más dura de todas. Pero me hace feliz decir que al final la aprendí. Y todavía recuerdo el orgullo con el que mi padre, que se apresuraba a volver al salón con el receptáculo adecuado, me encontró por primera vez consolándome con algunos versículos apropiados de uno de los primeros capítulos del Libro de Job.
Ese solo incidente, como solía decir mi padre, era justificación más que suficiente de su decisión de posponer mi escolarización; y estoy bastante seguro de que si me hubiera visto expuesto a la propincuidad de muchachos de hechuras más duras, jamás habría sobrevivido para prestar servicio, como adulto, a los hombres y mujeres de mi tiempo. Ni tampoco, estoy seguro, habría alcanzado el nivel de desarrollo intelectual que logré entre mi sexto y mi undécimo cumpleaños. No solamente me había familiarizado de cabo a rabo con la Biblia, sino también con los evangelios apócrifos; era diestro en las divisiones simples y conocía la geografía de las Islas Británicas. También había terminado la lectura de la historia de Inglaterra hasta la era de la Reina Ana. Sentía una devota pasión por la música y de forma autodidacta había aprendido a tocar, de memoria, un buen número de tonadas e himnos conocidos, incluyendo algunas de las melodías más rápidas y sincopadas, de los fallecidos Moody y Sankey.3 Bajo la sabia guía de mi padre, también me deleitaba como corresponde a un niño con literatura ligera. Por ejemplo, pronto fui capaz de recitar de memoria algunas de las obras del poeta Longfellow, y aún recuerdo el goce que sentía al leer una obrita de ficción en la que Martín Lutero era uno de los personajes principales.
A pesar de lo feliz que era con algún volumen como los mencionados, con una libra o dos de chocolate y mi conejo Isaías, o bien dedicando una larga tarde de verano a leer el Libro de Himnos que acompañaba al Libro de Oración Común,4 también me gustaba salir a dar una caminata junto a mi padre, o incluso ejercitarme más enérgicamente con camaradas más jóvenes y apropiados a tal efecto. Emily Smith, la nieta de la señora Emily Smith, tía de mi madre, era una de esas compañías: una criatura amable, desafortunadamente albina, pero dotada de una naturaleza profundamente religiosa y compasiva.
Era uno o dos años mayor que yo y vivía con su abuela en New Cross, y junto a ella y algunos de sus compañeros de escuela, dedicaba mi tiempo a juegos sanos que llenaban nuestras tardes de alborozo. Uno de nuestros pasatiempos favoritos, según recuerdo, era el juego del escondite, que combinaba esfuerzos físicos y mentales a un tiempo; el otro, que nos gustaba mucho menos, era conocido como «Nueces en mayo».
El juego empezaba formando dos equipos iguales, y los miembros de cada equipo se quedaban uno al lado del otro, encarados en la misma dirección y sosteniendo las manos del otro. Los dos grupos se disponían, uno frente al otro, alegremente preparados para el juego, dejando suficiente espacio entre ambos para avanzar y retirarse. El equipo que resultara previamente escogido empezaba a aproximarse al otro, cantando al unísono una melodía ya establecida, con los siguientes e incongruentes versos:
Vamos a buscar nueces en mayo,
En mayo nueces, nueces en mayo
Vamos a buscar nueces en mayo
Una helada y fría mañana, vamos.
Estaba claro que no íbamos a buscar nueces en mayo; eso era obvio. Pero la risa inocente que esas palabras nos arrancaban era suficiente, en mi opinión y la de mis camaradas, para eliminar cualquier semblanza de mentira deliberada. Entonces, le tocaba el turno al equipo que había guardado silencio y que no se había movido: avanzaban al son de la segunda estrofa, preguntando festivamente cuál de ellos sería el escogido como el símbolo de las nueces de mayo. El primer grupo respondía designando al miembro elegido del segundo equipo, y estos procedían a inquirir, muy pertinentemente, mientras seguían avanzando:
¿A quién mandaréis a buscarla (o buscarlo, si fuera yo),
A buscarla (o buscarlo, si fuera yo), a buscarla (o buscarlo, si fuera yo)?
¿A quién mandaréis a buscarla (o buscarlo, si fuera yo),
A buscarla (o buscarlo, si fuera yo), una helada y fría mañana, a quién?
Entonces, los miembros del primer equipo seleccionaban a uno de sus camaradas para que fuera el emisario del mensaje, y con la misma melodía y gesto similar, anunciaban su elección al otro equipo. Se procedía a doblar por la mitad un pañuelo, para situarlo en la hierba, en paralelo y a medio camino de los dos equipos de jugadores, alegres y expectantes. Así, la nuez simbólica y su designado buscador tenían que enfrentarse el uno al otro a ambos lados del pañuelo extendido, agarrarse de las manos y pugnar por hacer que el contrincante cruzara el límite que marcaba el pedazo de tela. El ganador resultante se «quedaba con la nuez», jugador que pasaba a formar parte del equipo victorioso, y el juego seguía así con jolgorio renovado.
Al final lo que solía suceder era que uno de los equipos absorbía por completo al otro, y como yo solía estar en el bando de los que absorbían, mis servicios se solicitaban con gran frecuencia. Pronto descubrí, de hecho, que a pesar de mi mala salud, el juego de las nueces se me daba especialmente bien. Puesto que había heredado en gran medida la poderosa y sonora voz de mi padre, lograba imprimir un efecto dominador en los intercambios vocales preliminares, mientras que mi físico resultaba de notable ayuda en los estadios finales del juego. Pues aunque no era alto, tenía los brazos singularmente esbeltos, mi abdomen era grande y estaba bien protegido; mientras que mis pies, de longitud y anchura excepcionales, y arcos casi imperceptibles, me permitían conservar un tenaz control de la firmeza de mi postura cuando se trataba de derribar al oponente más allá del pañuelo.
Me convertí en un especialista del juego, tanto así que cuando fui a la escuela descubrí con amarga decepción que mi pasatiempo favorito ni siquiera estaba incluido en el programa de clases. Más tarde he sabido de las críticas que recibe dicho juego, tanto por motivos morales como físicos, e incluso mi amigo el párroco reverendo Simeon Whey alberga graves dudas con respecto a su idoneidad. En muchas ocasiones, hemos pasado largas veladas debatiendo acerca de sus efectos en el carácter cristiano, lo confieso. Pero me regocija confirmar que ha llegado a aprobarlo, incluso frente a otros. En efecto, como más de una vez le he dicho, tomándole el pelo, sus objeciones reales a dicho juego proceden de un factor personal; esto es, la falta de destreza en su práctica, que han constituido el grueso de sus prejuicios al respecto. Aunque es un notable jugador en el juego de las corrientes, así como en los múltiples juegos de palabras disponibles para el entretenimiento, en el juego de las nueces rara vez ha logrado, si es que alguna vez lo ha conseguido, evitar que le derribaran más allá del pañuelo. Sin embargo, fruto de mi vehemente defensa, ha permitido que dicho juego constituya uno de los espectáculos más destacados de nuestras reuniones anuales de la Escuela Dominical. Creo, además, que muchas de nuestras maestras aceptarían ser testigo de que sigo conservando mi vieja habilidad en el juego de las nueces.
Así fue como llegué a mis doce años, y aunque albergaba notables dudas, mi padre por fin decidió mandarme a una institución educativa del vecindario. La escuela Hopkinson para Hijos de Caballeros se encontraba en Jasmine Grove, una ubicación muy conveniente, al sur de Camberwell, e incluía en su digno exterior elementos característicos de casi todos los estilos arquitectónicos. Envuelta en un camino semicircular de gravilla, con puertas de entrada y salida, estaba flanqueada a ambos lados, y aislada por detrás, por un patio asfaltado.
Frente a las escaleras de entrada, dos pilares de color chocolate soportaban un pórtico clásico, y las ventanas de las estancias del primer piso estaban rodeadas de molduras propias del gótico. Las ventanas del primer, segundo y tercer piso respondían a un estilo más sencillo de arquitectura georgiana; sin embargo, de las esquinas anteriores del techo se elevaban torreones normandos. Entre ambas torres, el conjunto de tejas isabelinas ofrecía un contraste agradable, y había dos chimeneas, cada una de ellas equipada con un pararrayos, decoradas con relieves moriscos.
El sucesor del señor Hopkinson, fundador original de la escuela, era el señor Septimus Lorton. Unos setenta u ochenta hijos de los caballeros de Peckham y Camberwell asistían a dicha institución. Tendré más que decir acerca del señor Lorton más adelante, pero justo una semana antes de lo que habría sido mi primer semestre allí, la tierna e inescrutable Providencia volvió a intervenir. El agente de la nueva aflicción fue un parásito comúnmente conocido como tiña, del cual, en un breve periodo de tiempo, se habían establecido en mi cabeza no menos de cuatro colonias. Siendo así, mi escolarización volvió a posponerse por segunda vez, y por añadidura me vi obligado a sacrificar, por orden del médico y para evaluar con más detalle la extensión de la enfermedad, la mayor parte de mi abundante y atractiva mata de cabello castaño. Me reconcilié fácilmente con la primera consecuencia de la enfermedad; pero a la segunda, lo confieso, no pude resignarme con igual soltura. Así, noche tras noche mojé mi almohada con las lágrimas que apenas lograba contener durante el día. Pero aún no había sucedido lo peor. Pues cuando surgió una quinta y rebelde colonia, el médico al frente del caso aprovechó la ocasión para recetarme una pomada totalmente injustificada. Acabó con los parásitos, es cierto. Pero tan salvaje fue el efecto del violento medicamento que, a resultas de la terrible angustia que sentí, todo mi pelo desapareció.
Incluso en esta, probablemente la hora más negra de mi existencia, la Providencia había dispuesto un arcoíris en medio de la desesperación que desde entonces nunca ha dejado de reconfortarme. Herido en lo más profundo de su indignada paternidad, mi padre tomó medidas de inmediato contra dicho médico. Mientras, tanto la señora Emily Smith, abuela de mi pequeña camarada, y la tía que había permanecido al pie de las escaleras con la madre de mi madre, se ocuparon de cubrir mi lastimera cabeza con gorritas aterciopeladas, hábilmente bordadas con lirios.