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GUILLERMO FERNÁNDEZ:
UN RÍO DONDE TANTO SE DESUNE

Desperté aquella madrugada con un verso de Guillermo Fernández (1932-2012) en la cabeza: “Un río donde tanto se desune”. Ignoraba que su repetición hacía eco de una profecía cumplida. Además, no quería cargar con esotéricas preocupaciones antes de tomar un vuelo a Guadalajara, donde pasaría las vacaciones de Semana Santa en casa de mi amigo Jorge Esquinca; así que, después de tomar un vaso de leche, regresé a la cama y volví a conciliar el sueño.

Horas después, tras recoger mi maleta en el aeropuerto, hablé por teléfono con Esquinca y de inmediato me comunicó la muerte de Guillermo. Abordé un taxi como pude y me dirigí a casa del primero. Ahí, en el transcurso de la tarde, fueron llegando amigos en común para recordar a Fernández entre vasos y ceniceros llenos, pocas palabras y canciones de Leo Dan, Procol Harum, Raphael, The Doors y Lucha Reyes. Aún no era de noche cuando Esquinca improvisó un altar de muertos en la sala: prendió una veladora y la colocó sobre la portadilla de Arca (2010), nombre de la última reunión poética de Fernández; alrededor, dispuso un caballito de tequila y una postal con la imagen de san Francisco de Asís.

Alguien mencionó la absurda pero insalvable distancia entre vivos y muertos que, días atrás, podían haber coincidido en cualquier punto del planeta. Sin pensarlo, cité el verso de Guillermo (“Un río donde tanto se desune”), que pareciera haber sido escrito a orillas del Leteo y que compone, con sus escasas once sílabas, un poema titulado “(Oído en un sueño)”.

Quiero pensar que, mientras lo oía reiteradamente, un río pasaba por mi sueño, pero lo único que recuerdo es una larga escalera por la que yo subía a solas.

* * *

Lo conocí en 1997, previo a un festejo organizado en Guadalajara para celebrar la aparición del más reciente libro de Esquinca. Participaríamos en él desde Fernando del Paso y el propio Guillermo, pasando por el padre y los hermanos de Jorge, hasta Ricardo Castillo, Ernesto Lumbreras, Luis Vicente de Aguinaga y yo, que me sentía el homenajeado por ser el más joven de la mesa.

Tras una borrachera campal en la cantina La Alemana, el poeta y editor Julio Ramírez, el músico Guillermo Zapata y yo nos enfilamos junto con Esquinca rumbo a su departamento, titubeantes pero a pie. Al llegar, a la entrada de una tienda de novias contigua al edificio de Esquinca, nos esperaba Fernández; charlaba animadamente con David, su compañero, y daba manotazos al aire mientras fumaba, como si hubiera querido disipar alguna imprecisión histórica junto con el humo del cigarro. Acto seguido, se cubrió la frente con la palma de su mano derecha, en señal de su acostumbrada incredulidad.

Guillermo se incorporó de un salto y se acercó a saludarnos. Jorge me presentó con él: “Este es Hernán, de quien te hablé. Pese a su corta edad, es buen poeta y un melómano tremendo”. Mientras subíamos las escaleras, Fernández y yo empezamos a platicar. Para sorpresa de mi genio inédito, la conversación no giró en torno a mis poemas sino a la música. “¿Y quién o qué te gusta? Perdón –rectificó con sorna–, estás muy chiquillo para saber. Lo que te quise preguntar es: ¿a qué compositor escuchas con frecuencia?” Mi respuesta fue un inventario: de la A de Albinoni a la Z de Zemlinsky. En plena letanía, Fernández dio otro manotazo al aire y me interrumpió: “¡No, joder! ¡Uno solo!” Sobresaltado, atreví un tímido “Mahler”. “Ajá, conque Mahler… ¿Y qué de Mahler, maestrito?” “La Resurrección.” “¿Y cuál movimiento de la Resurrección?” “El primero.” “¿Y qué del primero?” “El inicio.” “¿Por qué?” No supe contestarle; tan sólo me encogí de hombros y bajé la mirada. Guillermo se detuvo entonces en el rellano del segundo piso y me miró fijamente; después, mientras sonreía y me desordenaba el pelo, dijo: “Ya me estaba preocupando. Nomás de oír el nombrerío aquel, pensaba que tendrías gusto de poeta o burócrata. Pero a que no conoces La canción de la tierra…” Temeroso, dije que no con la cabeza. “Es más amanerada que la Resurrección, pero menos mocha. Puro hic et nunc, como dicen los profesores. Nada de vida futura ni esas cursilerías.” Esquinca abrió la puerta de su departamento y Guillermo dio por terminada nuestra conversación: “Pero, oyendo a ese primer Mahler, ¿a poco no dan ganas de creer que un día regresaremos a este mundo?”

* * *

En El ruido eterno, Alex Ross afirma que el cierre de la Segunda sinfonía de Mahler, mejor conocida como la Re­ surrección, “suena como la venganza que se toma la música de un mundo antimusical, ruido tratando con desprecio al ruido”. Contra la falsa sublimidad de la poesía, Guillermo hizo suya aquella venganza a partir de La hora y el sitio (1973), su obra mayor. Poemas corrosivos, afilados como armas blancas para protegerse de la oscuridad, escritos de la cintura para abajo:

Para estos días en que me da por mirar al fondo de mí mismo

basta un poco de carne en el hocico de la lujuria.

Me falta juventud para vender el alma.

Estoy cansado de rascarle a las palabras

y esta urgencia de hablarle a mi propio corazón y que me crea.

(“La hora y el sitio, III”)

Una prueba de la lírica bronca de Fernández es su bestiario –y que, a excepción de Eduardo Lizalde, Jaime Reyes y Juan Carlos Bautista, transmite una ferocidad infrecuente en la poesía mexicana–: perros de la soledad contagiados de rabia humana, empiojados ángeles de la guarda que acarician el sexo de los niños y aplastan cucarachas “con su implacable escoba celestial”, palabras como asnos o “alertados murciélagos”, moscas que fornican “en círculos calientes de tristeza”, peces que nadan en el estuario del éxtasis sexual, cuervos que medran “en el paciente corazón”, un príncipe-poeta convertido en un sapo cuya “fealdad halló en el contentamiento / hasta convertirlo en su obra perfecta”, “el grácil monstruo rubio” del amor en cautiverio, el silencio que engorda “como gato castrado”… Criaturas cuyo cántico desgañitó el franciscano Fernández. Onomatopeyas que tratan con desprecio al lenguaje humano: contrafábulas. De ahí la dedicatoria de La hora y el sitio: “A todos los chimpancés pasados, presentes y futuros”.

* * *

Pero no todo en Guillermo era ciencia paranormal o biología evolutiva. A veces, simplemente, eran lecciones de teología. Un domingo por la tarde, afuera del Templo de Santa María de Guadalupe, en el pueblo de Atlacomulco, comenzó a recitar el “Cántico espiritual” de san Juan de la Cruz. Al concluir la decimosegunda lira, en la que el Alma avisa a Dios que irá a buscarlo y Este la disuade amorosamente (“¡Apártalos, Amado, / que voy de vuelo! Vuélvete, paloma, / que el ciervo vulnerado / por el otero asoma / al aire de tu vuelo, y fresco toma”), un gorrión se posó en el antebrazo de Fernández.

De acuerdo con la tradición judía, los gorriones cantan porque pueden ver cómo desciende el alma de un recién nacido desde el Guf (o Salón de las Almas). Pero este gorrión en particular alzó el vuelo unas liras después y se perdió entre el follaje de un ahuehuete.

* * *

Ya despiertos y frente a una taza de café con cardamomo, Guillermo lamentaba no haber podido escribir un poema sobre una imagen que lo obsesionaba: cómo la luz del día parece delinear el fugaz contorno de un ángel.

“La luz es el primer animal visible de lo invisible”, según Lezama Lima. Fernández, sin saberlo, había inaugurado su bestiario con el poema que no pudo escribir.

* * *

Publicó trescientas páginas de poesía en medio siglo, pero su trabajo como traductor de la literatura italiana, sin paralelo en nuestra lengua, lo llevó a publicar decenas de miles. No es que Guillermo tuviera cada vez menos que decir, sino que lo hizo, preferentemente, con sus traducciones. Los poemas inéditos que llegaba a mostrar eran fruto de una exasperante lentitud y una desconfianza crónica. Abominaba a los poetas fecundos porque “no tienen tiempo más que para leer sus propios versitos”. En cambio, admiraba a los que tenían el valor de callarse a tiempo.

La traducción era otra cosa: le permitió, no sin alivio, darle voz a incontables otros, de Dante Alighieri a Valerio Magrelli. Reanimó a vivos y muertos, los hizo hablar en perfecto español mexicano. Como a sus amigos y a sus propios asesinos, los hizo sentir en casa. Guillermo fue un anfitrión que no dudó en servir a sus invitados el último sorbo de alcohol o de vida que le quedaba.

* * *

En un capítulo dedicado a Mahler, Ross cita una carta del músico vienés: “Soy muy consciente de que, como compositor, no voy a encontrar ningún reconocimiento en esta vida. (…) Mientras sea el ‘Mahler’ que camina entre ustedes, ‘un hombre entre hombres’, tengo que estar preparado como creador para un trato ‘demasiado humano’. Sólo se me hará justicia cuando me haya sacudido el polvo de esta tierra”. Ese fue, sin megalomanías, el destino de Guillermo. Apenas tuvo reconocimientos mientras vivió. Su trato cosechó la humanidad frontal que había sembrado. Junto a su tumba, al pie del volcán Xinantécatl que tanto amaba, los amigos esperamos que se le haga justicia, tanto por el conjunto de su obra como por su muerte.

* * *

Evitaba oír “La despedida”, el movimiento final de La canción de la tierra; traía, según me confesó, mala suerte. Mahler mismo, por una creencia heredada de Beethoven, decidió eliminar el título de Novena sinfonía a La can­ ción… Hubo tan malos augurios durante su factura, que Mahler intervino los poemas de Mong-Kao-Yen y Wang Wei, empleados en aquel movimiento, con líneas de su puño y letra.

Él habló, y su voz estaba anegada en lágrimas: “¡Oh, amigo mío, la fortuna no me fue benévola en este mundo! ¿Adónde iré? Voy a vagar por las montañas. Busco reposo para mi corazón solitario. Emprendo el camino a casa, a mi morada. Ya nunca más vagaré en la lejanía. Mi corazón está tranquilo y aguarda su hora”.

* * *

“¿Y qué de Mahler, maestrito?” “La Resurrección.” “¿Y cuál movimiento de la Resurrección?” “El primero.” “¿Y qué del primero?” “El inicio.” “¿Por qué?” El propio Mahler, que compuso aquella sinfonía tras el cortejo fúnebre de su amigo Hans von Bülow, redactó el primer movimiento con preguntas retóricas: ¿Qué sigue ahora? ¿Cuál es el significado de la vida y la muerte? ¿Tienen sentido ambas? ¿Hay vida después de la muerte?

Hace años, Guillermo me pidió una respuesta clara y sin rodeos. Se la doy ahora, imaginando que coloca la palma curva de su mano en el oído: porque los vivos son los únicos que pueden oír música en los funerales. Mahler escribió los primeros minutos de la Resurrección para que los muertos, al otro lado del “río donde tanto se desune”, pudieran escucharla sin tener que regresar al mundo.

II

BELLE DAME SANS NOM

Escasos autores han provocado tantos atropellos en nombre de la razón poética como Emily Dickinson (1830-1886). La falla, claro está, no es de origen, sino de los estudiosos que la califican de “oscura” y “misteriosa”: aparentes halagos que no se distinguen de las críticas que recibió en vida, incluyendo las de su mentor, T. W. Higginson. Aunque la poeta ignoraba el destino de su obra, siempre tuvo claro el rumbo que debía seguir y depositó su confianza en los instrumentos escogidos para llevarla a cabo, a saber: una ortografía que distingue entre sustantivos “tótems” (aquellos que componen el universo íntimo de Dickinson) y “tabúes” (referencias comunes y corrientes del mundo exterior), otorgando mayúsculas sólo a los primeros; una puntuación que sustituye la mayoría de los puntos y comas por guiones largos –esos que en los Himnos a la noche (1800) de Novalis, por ejemplo, ya constituían las pausas semánticas, marcas de sentido y hasta grafías de orden musical con que la poeta indicará los límites de su discurso–; una prosodia que elimina distintos vocablos, frases hechas y conectores en busca de una expresión libre de muletillas. (Búsqueda similar a la que, ni más ni menos, le costó la cordura al poeta venelozano José Antonio Ramos Sucre, cuyos últimos volúmenes eliminan el pronombre relativo “que” en una clase suicida de estilismo.)

Last but not least, un tono ingenuo para emprender sus averiguaciones, entre domésticas y subatómicas, sobre la conciencia, la naturaleza, el ser, la muerte, la inmortalidad o el deseo. Su rechazo al pentámetro yámbico es, en ese sentido, una oposición al verso oratorio, que lo mismo funciona para el diálogo y el ensayo que para el canto y el monólogo en Shakespeare, Pope, Milton, Wordsworth, Keats y Browning. Dickinson pretendía mucho menos; percibió que su mundo de sensaciones sólo podía representarse con una especie de interiorismo formal. Como parece resumir el poeta, ensayista y traductor Ricardo F. Herrera, Dickinson tenía

un gusto innato en comprimir los grandes temas en espacios de dimensiones reducidas. Aun en sus poemas más extensos, el deleite por el detalle es bien perceptible, detalle que puede llegar a imantar con su energía la totalidad del texto (…) La ley que ha concebido esos mundos cerrados e intensos puede formularse así: obtener fuerza expresiva a partir de la máxima compresión verbal.

La planeación de “espacios de dimensiones reducidas” obligó a Dickinson a eludir los moldes prestigiados de la poesía occidental. A diferencia de su paisano Walt Whitman, a quien nunca leyó porque le dijeron que era “vergonzoso”, Dickinson no se cantó a sí misma para insertarse en la joven y vigorosa sociedad norteamericana, sino para apartarse de ella. Sus canciones, como las de san Juan de la Cruz, son “canciones del alma en la íntima comunicación”, no la epopeya surgida de la voz fundacional de todo un pueblo.

Ni la amenaza de permanecer inédita hizo que Dickinson modificara tan inquietantes elecciones. Es probable, incluso, que sus mil setecientos setenta y cinco poemas fueran escritos contra dicha amenaza. Como sostiene la filóloga Amalia Rodríguez Monroy, “gracias a esa renuncia temprana [la de darse a conocer] nuestra poeta, libre de toda atadura al imperativo social, crea una obra tan excepcional y renovadora como secreta”. Pero tal obra, insisto, es víctima de un formidable absurdo: en su clandestinidad, ha sido profusamente citada, interpretada, traducida y hasta imitada alrededor del mundo. Dickinson misma, quien apenas puso un pie fuera de su casa en Amherst, Massachussets, y que en los últimos años ni siquiera abandonó su habitación, ha sido elevada a personaje central en ensayos, novelas, películas, programas televisivos, obras teatrales y libros de poemas. Baste mencionar Mi Emily Dickinson (1985), ensayo de la también estadunidense Susan Howe; La bella de Amherst (1976), monólogo de William Luce protagonizado por Julie Harris durante su primer y exitoso montaje en Broadway; La hermana (2003), novela de la argentina Paola Kaufmann sobre la familia Dickinson y cuya narradora es Lavinia, hermana de la poeta; A Quiet Passion (2016), película del galés Terence Davies; Archivo Dickin­ son (2018), gabinete de curiosidades líricas de la también argentina María Negroni; y en México, las traducciones realizadas por Gilberto Owen, Rosario Castellanos o David Huerta, así como tres conjuntos de poemas: Amherst Suite (2010) de Alberto Blanco, Una forma es­ condida tras la puerta (2012) de Francisco Hernández y Cámara nupcial (2015) de Jorge Esquinca.

¿A qué se debe el equívoco protagonismo de una poeta que llegó a afirmar “¡Qué aburrido –ser– Alguien!”? Quizá al recelo disfrazado de admiración en una época de nombres y apellidos artísticos, de trending topics y hashtags. La literatura moderna y contemporánea ha sido pródiga en dichos cultivadores. Sin embargo, Dickinson entraña una especial complejidad: no dejó de escribir, como Arthur Rimbaud o Juan Rulfo, ni cosechó la fama inmediata (e indeseable para él) de J. D. Salinger. Lo que Dickinson prefirió no hacer –parafraseando a Bartleby, el escribiente de Melville, patrono de la renuncia creativa–fue publicar. De ahí que en su obra no se observen fracturas, sino una impecable coherencia interior. Del primer al último poema, Dickinson jamás pensó en títulos, secciones o conjuntos, sino en las células de un organismo vivo. A su muerte dejó cuarenta volúmenes manuscritos como un diario sin fechas redactado en verso. Según Owen, “luego [de leer a la poeta] aprendemos cuán superficial y vana es nuestra búsqueda, si los datos reales de su biografía estaban, vivos y ardorosos, en sus poemas y en su epistolario”. Lo demás son hipótesis, franquicias del silencio.

Pero Dickinson, en el fondo de su buscado anonimato, deseaba dialogar –discretamente, si se quiere– con el mundo. Sus poemas no fueron concebidos para leerse en público, sino para entregarse a un lector póstumo e imposible. Si Dickinson no recibió carta a vuelta de correo, fue porque su dirección era la misma que la de su incógnito destinatario.

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