Kitabı oku: «La capital del olvido»

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Horacio Vázquez-Rial

LA CAPITAL DEL OLVIDO


Créditos

Título original: La capital del olvido

© Horacio Vázquez-Rial, 2004

y Herederos de Horacio Vázquez-Rial

© De esta edición: Pensódromo 21, Barcelona, 2020

Diseño de cubierta: Pensódromo

Editor: Henry Odell

p21@pensodromo.com

ISBN print: 978-84-121166-8-7

ISBN ebook: 978-84-121166-9-4

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ÍNDICE

Prólogo del editor a esta edición

1. En una novela, en una película

2. Lo que contó Ledesma / 1

3. Lo que imaginó Romeu / 1

4. Lo que contó Ledesma / 2

5. Lo que imaginó Romeu / 2

6. Lo que contó Ledesma / 3

7. En la tarde siguiente

8. Discretamente

9. En Buenos Aires, mientras tanto

10. Llegadas internacionales

11. Un héroe anónimo

12. Fiesta y demás

13. Un tipo solitario

14. Soñar con despertarse

15. Tampoco fuiste vos

16. El vuelo

17. El precio de las cosas

18. La versión Galdós (de lo que contó Ledesma)

Para Enrique de Hériz

Prólogo del editor a esta edición

Fiel a un estilo que otorga gran importancia a la expresividad verbal y a la construcción del relato, en La capital del olvido —novela ganadora en 2004 del V Premio Fernando Quiñones— Horacio Vázquez-Rial nos envuelve en una trama que, por un lado nos transporta al pasado, a la época de la dictadura militar en Argentina, de las desapariciones y de la venta de niños secuestrados. Por otro, propone una línea de continuidad entre la violencia de la guerra civil española y la de la ignominiosa dictadura argentina. Doble horizonte mediante el que pinta un dramático fresco del salvajismo contemporáneo. Una trama dura y dramática que nos introduce en la búsqueda del pasado y, a la vez, en el intento de olvidarlo, a través de unos personajes que buscan el silencio, el perdón, la justicia o la venganza, y que vuelven de entre los muertos para remover la conciencia de los vivos.

Una parte importante de la acción se sitúa en Buenos Aires, escenario de los crímenes de golpistas civiles y militares, y del drama de las víctimas. Otra parte tiene su origen en la personalidad canalla de un español que ha amasado una fortuna aprovechando tanto la guerra en España como la degradación argentina.

En esta novela Horacio Vázquez-Rial trasciende los límites de la novela negra y propone una reflexión sobre la ética en situaciones límite, sobre la capacidad de manipulación que proporcionan el poder y el dinero, sobre el victimismo, la cobardía y el complejo de culpa de una sociedad que busca su refugio en los peligrosos territorios de la desmemoria.

La acción inmediata se sitúa en la actualidad y desde esta se retrocede varias décadas. Un investigador revuelve en el pasado y desvela un intrincado nudo de crímenes, ambiciones e inmoralidades de las que emerge la denuncia de la falta de moral individual y colectiva de nuestro tiempo. Todo se relaciona con una terrible historia de secuestros, asesinato, tortura y robo de recién nacidos.

Como señala Luz C. Souto1, un contexto en que los crímenes de lesa humanidad que permanecen impunes y donde la búsqueda de justicia se convierte en una lucha por la memoria colectiva a la vez que en una denuncian de la pervivencia de los intereses de las dictaduras en los estados democráticos.

Diálogos, acción y un ritmo trepidante nos atrapan en una trama que genera preguntas tanto sobre la historia cercana y remota de España y Argentina como sobre la complejidad y maldad del ser humano.

Una novela estremecedora que nos muestra que la codicia del ser humano por el dinero y por el poder no tiene límites.

1 En una novela, en una película

Durante mucho tiempo no pude formarme una idea sobre su persona. Tenía un modo de ser agradable y cualidades agradables, pero había algo que no me acababa de gustar.

RAYMOND CHANDLER,

El largo adiós

«Es del carajo», murmuró Romeu a la espalda de la mujer que le había abierto la puerta y que ahora le precedía en el camino hacia el jardín donde le esperaba el hombre que le había llamado. Así, exactamente así, pensaba en ese momento, empieza El sueño eterno, alrededor de las once de la mañana, a mediados de octubre. Pero yo no soy Marlowe, ni le he dicho a esta señora, que no es un mayordomo, que me llamo Doghouse Reilly, porque me falta sentido del humor. Y tampoco Joaquín Ledesma es el coronel Sternwood, ni tiene asma, ni pasa su vida encerrado en un invernadero. Apenas si en un jardín. Pero igual, es del carajo.

Joaquín Ledesma no se parecía a Charles Waldon, que había hecho el papel en la versión de Hawks, ni a James Stewart, que le había reemplazado en la de Winner. A Romeu, que no se sentía Bogart ni Mitchum, le recordaba más a Juan Ramón Jiménez, con su calva y su cara afilada y su barba breve, una especie de paradigma del viejo caballero español imaginario.

Ledesma fumaba y tomaba café. Ofreció con un gesto lo que había sobre una mesa con tapa de mayólica, y Romeu se sirvió una taza y encendió un cigarrillo.

—¿Le pasa algo? —preguntó el anfitrión, observándole.

—No, no se preocupe. Son restos de una ilusión que me asaltó al entrar. Un error, una fantasía. Me pareció estar en el comienzo de una novela policial. Cosas que perturban, pero se olvidan.

—Tal vez no se haya engañado tanto como supone. Le he pedido que viniera por algo que tiene mucho de policial y mucho de novela.

—Yo no soy un detective, amigo Ledesma. Sólo un lector de historias negras. Con y sin investigador. Con y sin justicia.

—¿Sin justicia?

—Sí. Son las que prefiero. La mayoría de las novelas policiales terminan en una aclaración. Al principio, nada es lo que parece. Al final, alguien averigua cómo son las cosas realmente. Es agradable. Gratificante. Pero falso. La vida no funciona así. Nunca llegamos a ver con claridad, nunca quedan atados todos los cabos. Rara vez hay víctimas absolutas o asesinos absolutos. Cuando los hay, la víctima lo es, sobre todo, del azar. Y el asesino es un psicópata que dispara a un objetivo imaginario. Cuando median los argumentos humanos, la codicia, la lujuria, el resentimiento, la falta de poder, todo es confuso. El deseo es confuso. Siempre hay algo que no se alcanza a poseer. Que se llegue a matar por ello o no, es casi secundario. Hay muchos modos de matar. La vida es desprolija.

Ledesma coronó el parlamento de Romeu con un aplauso que sonó abundante, como si él solo fuera muchos. Era un hombre verdaderamente elegante.

—Muy bueno lo suyo, Joan. La vida es desprolija. Gran frase.

—No es mía. La dice una amiga muy querida.

—¿Sabe? Siempre me ha fascinado escucharle. Es usted un intelectual. De los de antes, de los inteligentes.

—No sé si inteligente. Intelectual, sí. ¿Para qué necesita un intelectual?

—No necesito exactamente un intelectual.

—En ese caso, no le sirvo.

—Usted es también un hombre de acción. O lo fue. Creo que lo es.

—No, no lo soy. Tal vez lo haya sido, pero ya sabe usted que cada siete años se renueva hasta la última célula del cuerpo. Y ya hace más de siete años que tuve que ver por última vez con algo parecido a la acción.

—¿Qué pasa en esa novela de la que me hablaba? Esa que empieza con un encuentro como el nuestro. ¿Qué pasa en esta escena?

—Pasa que el coronel Sternwood, un sujeto como usted, viejo y rico, pero con unas hijas a las que hay que proteger de sí mismas, contrata a Philip Marlowe, un hombre de acción, para que las vigile y averigüe en qué está metida la menor, llamada Carmen. Por ella le están sometiendo a un chantaje. Como ve, una situación muy diferente de ésta.

—Ah, ya, El sueño eterno. La conozco. Pero no se apresure, Romeu. No saque conclusiones excesivas cuando no sabe de la misa la mitad.

—¿Tiene usted alguna hija de la que yo no tenga noticia?

—Podría decirse que sí.

—¡Hombre, me quita un peso de encima! Llevo años preguntándome quién heredará todo lo suyo.

—Todo lo mío. Que no es poco, como imaginará.

—Lo suficiente para no trabajar nunca más, en mi mezquina interpretación de lo humano. Ayer, después de hablar con usted, entré en internet. Entre lo que aparece y lo que no aparece, unos cien millones de dólares. Y el poder necesario en algunos directorios para hacerlos valer unas diez veces más. Pero esa parte no se hereda, a menos que se tenga un talento comparable al suyo. Malvendiéndolo todo para convertirlo únicamente en dinero, que es lo que yo haría, unos cincuenta millones contantes y sonantes. Sólo con los intereses, podríamos dedicarnos al estudio durante varias generaciones. Cifras así producen premios Nobel y presidentes, hasta en los Estados Unidos.

—Buen cálculo. De una exactitud escalofriante. Propio de un hombre de acción. Yo le llamé y usted se informó debidamente.

—Propio de un historiador, Ledesma, que es lo que soy. Tengo la costumbre de tratar el presente como si ya fuera pasado. Los métodos de investigación son casi idénticos.

—¿Cuánto hace que nos conocemos?

—Veinticuatro años. Hacía poco que había muerto Franco. Le hice perder bastante dinero con mis delirios de editor exquisito.

—Usted también perdió. Y, a diferencia de mí, no lo tenía.

—Es cierto. Y sigo sin tenerlo. Ya lo he aceptado.

—No hace falta que lo acepte. Eso se puede resolver.

—Olvídelo. Los mecenazgos son demasiado comprometedores.

—¡Coño, Romeu! ¡Me habla como si le hubiese hecho una oferta por su alma!

—Me la va a hacer. También trato el futuro como si ya fuera pasado.

—Le voy a hacer una oferta, pero no por su alma. Sólo por un trabajo. O una misión. O un favor personal que nadie más que usted puede hacerme. Y créame que no he llegado a esa conclusión sin considerar el asunto desde todos los ángulos. Como comprenderá, no se hace todo el dinero que yo hice sin saber elegir a los hombres adecuados para cada cosa.

—La curiosidad me ha hecho perder la mayor parte de mi vida, Ledesma. Me he entregado a ella como al tabaco, sabiendo que me va a llevar a la tumba a cambio de una cierta serenidad. Soy absolutamente incapaz de marcharme sin escucharle.

—Y cuando me haya escuchado, no le quedará otra salida que negociar conmigo. ¿Quiere más café? Es un cuento largo. ¿Tiene algo que hacer esta tarde?

—No, nada que hacer. Y sí, quiero más café. Y cigarrillos, que se me están acabando.

—Mandaré a buscar.

Además del café y el tabaco, pidió jamón, pan con tomate, tortilla y vino, y lo hizo servir en el interior de la casa.

—Ahora que está todo dispuesto para el cuerpo —resumió Romeu—, alivie mi espíritu confesándome qué precio me ha puesto.

—No se lo he puesto yo —rió Ledesma.

—¿Hay alguien más en todo esto?

—No, no, no me ha entendido, y es normal que así sea. Una de las tantas cosas que uno aprende haciendo negocios es que el precio siempre lo pone la otra parte, lo sepa o no. En este caso, el precio lo ha puesto usted, sin saberlo.

—Ya. Está bien, es razonable. Ha de ser un precio bajo. He vivido mal. Tanto mis logros como mis aspiraciones son más bien pobres.

—Sí, ésa es la forma de estimar una situación. Naturalmente, yo investigué antes que usted. Y es cierto que ha vivido mal. De una manera muy valiente, hay que reconocerlo. Pero sus libros no se venden demasiado, y sus ingresos como profesor son eso, ingresos de profesor. Todo sumado, suponiendo que pague en término la hipoteca sobre su casa, su patrimonio equivale exactamente a la milésima parte del mío. Unos cien mil dólares. Veinte millones de pesetas. Podría ser peor, tratándose de un hombre honesto.

—Pero sospecho que no hará usted igualitarismo.

—No. Si le entregara la mitad de lo que poseo, por el mismo hecho de entregársela, se devaluaría.

—Lo sé. Sólo bromeaba.

—No haré más que quintuplicar su riqueza y saldar todas sus deudas.

—Nadie ha ofrecido nunca tanto por mi persona. Con eso, podré pasar tranquilo el resto de mi vejez.

—¿Vejez? No es usted tan mayor, Romeu. Yo he cumplido los ochenta y cinco, y ya me ve.

—Yo, cincuenta y tres. Y no llegaré a los ochenta. Dentro de veinte, si todavía estoy por aquí, se me caerán las babas y me mearé encima.

—¡No diga barbaridades, hombre!

—No son barbaridades. ¿Acaso tiene usted algún diente postizo?

—No. Sólo he perdido dos muelas, de atrás, y nunca las reemplacé porque no hacía falta.

—¿Se da cuenta? A mí no me queda una sola pieza natural.

—Lo sé. Una de sus deudas es con el dentista, por los implantes.

—Hasta el más mínimo detalle, por lo que veo.

—Sí.

—Yo, en cambio, no sé nada.

—Ahora lo sabrá. Todo.

Romeu se sirvió una copa de coñac. Ledesma, un vaso de vino.

—¿El sueño eterno es su novela preferida? —preguntó.

—No.

—¿Por qué?

—Porque tiene un final casi satisfactorio. Prefiero El largo adiós.

—¿Sin justicia?

—Sin justicia. Por eso es gran literatura.

—En la historia que le voy a contar tampoco hay justicia. No he tenido tanta suerte como el coronel… ¿cómo es?

—Sternwood.

—Eso, Sternwood. ¿Ha oído hablar de Giulia Brenan?

—¿Cómo podría no haber oído?

—Dígame lo que sabe de ella.

—Que ha ganado un trillón de discos de oro. Que es la gran voz latina de los Estados Unidos. Que es una belleza. Que lo primero que escucho cuando me levanto, mientras tomo el primer café y fumo el primer cigarrillo, es una canción suya que se llama El olvido. Que dentro de nada actuará en Madrid y yo iré al concierto.

—Irá a verla.

—Y a oírla.

—Sí, las dos cosas. Irá conmigo al teatro.

—Encantado. No le imaginaba en esa situación, pero aprecio su compañía.

—Y después, iremos al camerino y se la presentaré.

—Aunque sé que tiene intereses en una discográfica, no le imaginaba relacionado con artistas. Pero le agradezco el gesto.

—No estoy relacionado con artistas. La discográfica simplemente los compra y los vende cuando conviene. Jamás los veo ni ellos saben que existo. Éste es un caso especial.

—¿Hasta qué punto especial? ¿Es su hija?

—Lo más parecido a una hija que he tenido jamás. La vi nacer dos veces.

—¿Ésa es la historia?

—Esa es.

2 Lo que contó Ledesma / 1

Le entendía, aunque hubiera deseado que no fuera así. No quería encargarme del caso.

LAWRENCE BLOCK,

Los pecados de nuestros ancestros

—¿Ha oído hablar de Sisley Pound?

—Fortuna mítica en los Estados Unidos —se apresuró a responder Romeu—. Se suicidó. Estaba casado con una española. De la jet, si no me equivoco.

—No se equivoca —confirmó Ledesma.

—Al menos una de las empresas que usted controla, la Desmond, metalúrgica, le perteneció alguna vez a él.

—Doble bingo.

—Déjeme seguir adivinando.

—Siga.

—Fue su socio.

—Sí.

—Giulia Brenan es hija de Pound.

—Correcto. ¿Qué más? —desafió Ledesma.

—¿Por qué no hija suya?

—Ella se quedó con el americano.

—Y usted optó por el papel de amigo dilecto de la pareja.

—Podría expresarse así.

—Debió de querer mucho a esa mujer para hacer eso —imaginó Romeu— ¿Cómo se llamaba ella?

—María Teresa. Teresa. Y sí, la quise mucho. Pero no crea que di esa puntada sin tener hilo. Primero, porque a ella nunca le había sido indiferente, y me permití conservar ciertas esperanzas. Segundo, porque pensaba que él, tarde o temprano, iba a desaparecer. Estaba muy loco aquel hombre. Un genio en el dinero, pero muy loco.

—¿Se proponía ser el amante cuando él no estuviera? No crea que no me cuesta hacerle una pregunta así, Ledesma. Me hace sentir anciano. Cualquier hombre de hoy se hubiera propuesto robarla, tirársela u olvidarla. Sin remordimientos.

—Yo no hubiera sentido el menor remordimiento. El remordimiento no es lo mío. Ella no estaba dispuesta. Citaba a Sartre: decía que elegir es renunciar y se quedaba tan contenta. Yo no hacía de amigo perpetuo, ni de familiar oficioso. Me quedaba a una respetuosa distancia. Si en ese entonces hubiese aparecido alguien que valiera la pena, seguramente no estaríamos hablando de esto ahora. Estoy hecho para el olvido. Pero el equilibro se mantuvo porque toda la historia duró poco. Primero, Teresa quedó embarazada y parió.

—A esa niña que ahora es otra.

—A esa. En su primera vida, se llamó Beatrice Pound Irigaray. Un nombre y unos apellidos absurdos, si bien se mira.

—Sí, un cocktail explosivo.

—Puede dejarlo en Betty Pound.

—Mejor.

—Después, al cabo de un par de años, Teresa enfermó de cáncer y murió. Un cáncer de esófago. Fulminante. En dos meses, dejó de estar.

—Espere. Deme fechas.

—La boda, en 1953. El nacimiento, en 1955. La muerte de Teresa, en 1957. El suicidio de Sisley, en 1958.

—O sea que Giulia Brenan tiene 45 años. La plenitud. Parece más joven.

—Sí, lo parece. Pero le pasaron demasiadas cosas. Tiene más edad de la que aparenta.

—¿Más edad o más sabiduría?

—Algunas cosas aprendió. Otras no. No perdió la omnipotencia. Hereditaria, supongo. Hija de ricos españoles y americanos.

—La crió usted.

—No. Había abuelas. Se ocupó la abuela materna, porque la niña estaba aquí, en Madrid. Una vieja hija de puta.

—Ésa es una definición precisa.

—No cabe otra. La metió en un internado. De gran categoría, eso sí. Se crió con monjas y aprendices de putas. De putas perezosas, además, porque el sueño de esas chicas era resolver su vida con un solo cliente. Casi todas lo consiguieron. Consiguieron marido, quiero decir. Lo sé porque todos sus triunfos se publican en la prensa. Algunas se modernizaron y se divorcian, despluman al primer imbécil y se buscan el segundo. Romances. En las revistas dicen que tienen romances.

—¿Mantiene ella alguna de esas relaciones?

—Ninguna. Todas creen que Betty ha muerto. Y en cierto sentido, es así.

—Pero verán su retrato en los periódicos, en las portadas de los discos…

—Ven otro retrato. Es otra cara. Pueden quedar algunos vestigios del pasado, pero sólo son eso: vestigios. Mínimos. No se apresure. Ya llegaremos a esa parte.

—¿Qué hizo usted cuando la mandaron a ese internado?

—Nada. No podía oponerme. La abuela tenía la patria potestad, podía decidir al respecto. En eso, Sisley no arregló las cosas como debía, no lo hizo bien.

—¿Hizo algo bien?

—Sí. Me dejó a cargo de la herencia. Fui su albacea, y administrador de los bienes de Betty hasta sus veintiún años, de modo que nadie pudo meter la mano en ese dinero. A la familia materna, me refiero.

—Mucho dinero.

—Difícil de imaginar, Romeu.

—A lo largo de esos años, ¿se vio usted con ella, Ledesma?

—Sí. Negocié visitas al internado. Algunas legales, a través de mi abogado. Ser su administrador me daba ciertos derechos. También algunas ilegales, sobornando a las monjas con falsas caridades. Abrí una cuenta a nombre de una parienta de la superiora. Unas pesetas para el convento, unas pesetas para esa señora, y todo el mundo feliz. La saqué a pasear unas cuantas veces. Nada clandestino. Ilegal, pero no clandestino: a la abuela le venía de perlas que yo me ocupara. No me iba a ceder la propiedad de la nieta, pero la aliviaba de sus deberes.

—¿Hasta cuándo duró eso?

—Hasta que Betty, a los dieciocho, decidió que prefería estudiar en los Estados Unidos.

—¿Qué estudió?

—Música, por supuesto. Canto, fundamentalmente. Pero lo maneja todo en ese terreno. No sólo varios instrumentos, sino toda la parafernalia técnica… Ya la dominaba en Madrid. Yo lo organicé todo con la anuencia de la abuela: podía salir del colegio para ir a clase en el conservatorio. Cuando se marchó, ya había completado esa parte de su formación.

—Hasta aquí, Ledesma, todo lo que me ha contado es normal. Con un vago toque Dickens, pero normal. Conozco biografías parecidas.

—Sí. Hasta aquí, todo normal, Romeu. Y lo que sigue también hubiera podido ser normal, si la Argentina hubiese sido un país normal.

—¿Qué tiene que ver la Argentina con todo esto?

—Usted vivió ahí —afirmó Ledesma.

—Me crié en Buenos Aires, y viví ahí hasta el setenta y cinco.

—Lo sé. También sé por qué regresó a Barcelona. Y cuándo volvió. Sé que, de tanto en tanto, viaja. ¿Le gusta ese país?

—Mucho. Es un país maravilloso. Pero, por momentos, es un infierno. El que uno ame un lugar no implica que lo recomiende.

—Tendrá que volver ahora —el tono de Ledesma no admitía réplica: lo dijo como si lo lamentara pero fuera inevitable. Y tal vez lo fuera.

—Deme una buena razón para ir a hacer algo allí —pidió Romeu.

—En eso estoy. En darle una buena razón. Déjeme continuar.

—Continúe.

—En los Estados Unidos, en Nueva York, para ser exactos, Betty conoció a Jaime.

—Un argentino.

—Sí. Un tipo encantador, por lo que parece. Seductor, como suelen serlo. Inteligente. Físico. Con más o menos la mitad de la cabeza llena de ciencia —estimó Ledesma.

—¿Y la otra mitad?

—Llena de revolución, marxismo vulgar mal digerido, culpas y ansias de redención, propia y ajena. Bazofia de época. Un hombre más preocupado por los demás que por sí mismo, lo cual constituye un peligro en cualquier caso.

—Jaime. ¿Cuál es su apellido?

—Era. Fainstein. Ninguna contradicción. Sisley Pound también era judío.

—Pero era rico. Y Jaime, sospecho, no lo era.

—No, no lo era —reconoció Ledesma.

—Triplemente víctima: judío, pobre y rebelde. ¿Qué hacía en Nueva York?

—Tenía una beca.

—O sea que pensaba marcharse de allí muy pronto.

—Tuvieron su cuarto de hora de felicidad perfecta. Tres meses. Al cabo de ese tiempo, él se despidió. Con lágrimas, sí, pero con una convicción mística respecto de su deber para con los oprimidos que aún hoy me da frío.

—Si he decirle la verdad, Ledesma, a mí también me da frío, pero siempre envidié a los tipos así. Yo nunca sentí esas cosas.

—Por eso está vivo. Pero también se metió en todo aquel barullo, ¿no?

—Correspondía hacerlo, si se tenía un mínimo de dignidad. Como correspondía huir si se tenía un mínimo de sensatez. No sé si son virtudes convergentes. Lo dudo.

—No lo son, no hace falta que dude. Pero Jaime no funcionaba por dignidad, sino por pasión. Y por un cierto delirio militar. Era otra cosa.

—Sí, era otra cosa. Sé lo que era, lo vi muchas veces. Estábamos en el momento en que él se despide.

—Se despiden, sí. Pero ella no tolera la separación, aunque él, tajante, no se desvíe de su proyecto. Él se marcha y, una semana más tarde, ella le sigue.

—¿Sin el acuerdo de él?

—Sin el acuerdo de él. En contra de él.

—¿Le encontró en Buenos Aires?

—Sí, tenía la dirección de la madre. Dio con él. No me pregunte cómo la recibió. No lo sé.

—Y tal vez no importe. ¿Vivieron juntos?

—Ella alquiló un piso. Él iba y venía. Pero la fue integrando a la familia. Comían con la madre los domingos en que él andaba por ahí. Fueron a la boda de una prima. Con limitaciones, ella era feliz.

—¿Usted estaba en contacto?

—Me escribía a veces. Lo hizo mientras pudo.

—¿Cuándo dejó de poder, Ledesma? Acelere, resuma, me está poniendo ansioso.

—Cuando los secuestraron.

—¿Los? ¿A los dos?

—A los dos. Quizá debiera decir a los tres, porque ella estaba embarazada.

—¡Joder! ¿Niño desaparecido?

—Niño y padre. De Jaime tampoco se volvió a saber.

—¿Y en eso quiere que me meta yo?

—Sí. En eso. Pero no se preocupe. No se trata de buscar al chico.

—¿Y de qué se trata, pues?

—De cuidarla a ella.

—Deme más detalles, por favor, Ledesma. Estoy realmente asustado. No sé quién es Giulia Brenan, no sé quién fue Betty Pound, no sé quién perdió un niño, ni cómo, ni qué me pide que haga. Esa parte de Buenos Aires me enferma.

—Escuche, Romeu. Escuche e imagine. Voy a empezar de nuevo.