Kitabı oku: «El Último Tinigua»

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Hablar de Hugo Mantilla Trejos es navegar en lo más profundo de un llanero de todas partes; de un gestor incansable, que ha recorrido –como muy pocos, valga señalar– todos y cada uno de los rincones de la gran planicie colombo-venezolana.

Pero, más allá de haber caminado su geografía completa, donde no existen límites ni fronteras políticas, Hugo Mantilla Trejos se ha adentrado en las profundidades del alma llanera para indagar las costumbres, la cultura, el lenguaje de sus habitantes, sus tradiciones orales; y a la vez, para cantar las tonadas, narrar las historias y plasmar en versos únicos el sentimiento y el sueño del auténtico llanero.

Nada mejor que sus palabras para describirlo: “Nací en Arauca, crecí en Casanare, profundicé sobre los misterios del Llano en el Vichada y senté mis reales en el Meta, más exactamente en Villavicencio, desde donde sueño, repaso el enorme paisaje llanero e imagino cómo el Creador concibió esta tierra de cantores y poetas. Después de andar y conocer esta hermosa planicie me he atrevido a pensar que soy más llanero que araucano.

Ese es Hugo Mantilla Trejos, investigador, filólogo, juglar, narrador, cuentero y poeta tradicional. Y un conversador como ninguno. Basta una pregunta o un chispazo para que toda su sabiduría salga a relucir con la mayor fluidez. Un sabio y un diccionario ambulantes, dicen quienes lo conocen.

El último tinigua y otros poemas llaneros recopila una selección de su poesía tradicional, escrita durante los últimos cincuenta años. Allí, en muchos de sus textos, hace un homenaje a la raza amerindia; pero también deja su huella indeleble en versos que plasman todo su conocimiento, sabiduría, visión y talento estéticos, sobre el universo al cual le ha entregado su vida entera: el Llano sin fronteras.

Jaime Fernández Molano


Título original: El último tinigua y otros poemas llaneros

Diseño y diagramación: Diego Torres

Diseño de portada: Diego Torres

Colección: Entre sueños y mastranto

Primera edición: Villavicencio, julio de 2015

© Hugo Mantilla Trejos

© Edición e impresión:

Entreletras

Calle 38 No. 30A - 25 edificio Banco Popular, Centro

Villavicencio, Meta, Colombia S.A.

ISBN: 978-958-59008-0-6

Hecho el depósito legal

Se prohíbe la reproducción parcial o total de este libro por cualquier medio posible sin la autorización expresa escrita del autor.

Gabriela, mi nieta de 5 años, radicada en Villavicencio, y Lucía, mi bisnieta de 3 años, quien vive en Arauca, son para mí, la extensión de mi vida o mejor, la continuación de un verdadero cariño por la cultura nuestra. Gabriela canta con una voz privilegiada, ya está dando sus primeros pasos en este arte y sus cualidades son innatas. Lucía baila joropo y a su corta edad se deja impregnar de la música y en cualquier escenario baila los sones alegres del arpa llanera.

Por eso a ellas dedico esta obra, sencilla por cierto, pero cargada de recuerdos, de realidades y anécdotas que seguramente siguen navegando en la memoria de los hombres de a caballo.

Presentación

Cuando escribí la letra de mi primera canción llanera me dije: bueno, este es el primer paso para comenzar a desarrollar algo que desde muy dentro brilla como una llama que arde cada vez más y crecerá en la medida que la alimente. Comencé a recopilar, en la mente, las imágenes que pasaban ante mis ojos cada vez que iba recorriendo al Llano.

Me formé de esa manera un gran retrato de donde extraería imágenes, con su dolor a veces, pero también con su belleza y alegría para dar así forma al verso, expresión genuina del alma.

Nací en Arauca, crecí en Casanare, profundicé sobre los misterios del Llano en el Vichada y senté mis reales en el Meta, más exactamente en Villavicencio desde donde sueño, repaso el enorme paisaje llanero e imagino como el Creador concibió esta tierra de cantores y poetas.

Después de andar y conocer esta hermosa planicie me he atrevido a pensar que soy más llanero que araucano.

Aquí, en Villavicencio se me abrieron las puertas y me di paso para poder mostrar las muchas cosas guardadas en el alma de éste juglar, que antes que poeta describe, de manera sencilla la grandeza de esta tierra donde el sentir se manifiesta en el vuelo de una garza, en el río que le corta la piel grisácea a la tierra y baja largo y quejumbroso por entre guamales y palmares sedientos de sol y de viento; a la noche con su silencio y su cargamento de misterios, a la mañana iluminada por un sol viajero que en una explosión de luz ilumina la llanura y da paso a un nuevo día sembrando la vida en cada hoja, en cada flor o en cada hombre que se acostumbró a mirarlo de frente al amanecer y despedirlo de espaldas al morir la tarde.

Gracias al Todopoderoso por su infinita bondad, porque es que DIOS en su grandeza ama la poesía y es llanero como el pariente Casimiro Topocho.

Casimiro es Sicuani.

Hugo Mantilla Trejos

Raza amerindia
El último tinigua

Esta tribu del alto Guayabero desapareció del planeta en el año del 2011, producto de la inconsecuencia de nosotros los mal llamados civilizados.

¡Hermano blanco!

quien creyera que ayer

mi raza era, un grupo de valientes

hombres, que trasegaron los caminos

con los pies escoteros

manchados de tanino,

pies de viajeros mudos

de ancestro peregrino.

Se conocían del oriente al poniente

las selvas milenarias

y la vida, les enseñó

a querer el cielo azul

y el ímpetu salvaje de los ríos,

por donde navegaron silenciosos

en un frágil potrillo,

oteando al mundo misterioso,

donde se vive alerta

y el aire circundante es oloroso

a palma en floración, a pomarroso.

¡Mi raza, mi raza! la tinigua

era fuerte y valiente,

y mi sangre era arisca

tenía el mismo color

del Caribe en su escama

era sangre liviana

india, pero no muisca.

Por milenios vivimos

el mundo fantasioso

donde nada faltaba.

El mundo era armonioso

la mujer era el símbolo,

el hombre laborioso

llevaba a la cocina

el pescado, el mañoco,

se celebraban fiestas

con danzas y cantos misteriosos.

Un día conocimos la selva

del lejano Orinoco.

mi hogar, el guayabero

ese río caudaloso

nada tenía que ver

con la fuerza del otro.

Este rinde sus aguas

sumiso, silencioso

cuando ya ha recorrido

su mundo cavernoso

y el horizonte abierto

se presenta a sus ojos;

después ya convertido

en el Guaviare hermoso.

Siempre tengo presente

el cañón majestuoso

por donde el guayabero

rompió en tiempos remotos,

los recios farallones

de pedruscos rocosos

y entre tumbos recorre

los paisajes umbrosos

de la selva imponente

del pariente piapoco.

Pero ahora nos cambiaron

la cultura se ha roto,

pues no la arrebataron

como bichos rabiosos,

los que se creen los dueños:

¡Y nosotros, nosotros!

Los blancos nos robaron la selva

les importa muy poco.

Siento rabia en mi ser

muy semejante al potro

que revienta la brida

en la puerta del “coso”

y corre desbocado

como el viento de agosto

dejando a cada paso

el dolor del acoso.

Las aves se marcharon

sin hacer alboroto,

se fue la maracana,

el turpial, el conoto

voló como vencido

y se fue al Mato Groso,

igualmente el turpial

de canto melodioso.

Un lamento se ahoga

cuando el sol agoniza

silente tras los yopos.

Grite tanto como me dio el aliento

fue testigo la roca

de colores hermosos

que sirven de camastro

al río portentoso

cuál es el guayabero

desde tiempos ignotos.

El Tinigua está solo

se le enmudeció el rostro,

se cerraron sus ojos,

se murió poco a poco

dejando en la penumbra

un adiós doloroso

lo mato la injusticia

¡lo matamos nosotros!

Señora Colombia

¡Señora Colombia

te ha nacido un hijo!,

no es blanco, no es negro,

es puro es un niño indio.

Nació como todos

con fuertes lloridos

con la diferencia de que allá en la selva

no oyeron el grito sino la penumbra

y el quedo silente

que preña la selva.

Nació solo…solo con la madre india

dentro del bohío.

Él no tuvo médico

vino solo al mundo.

Los gritos ahogados de una madre india

los trasmitió el eco

de la selva virgen

por todas las tribus,

y una clara luna

que filtra sus rayos

alumbró aquel nido.

Después, unos dientes cortan el ombligo

y una cataplasma de hojas y caraña

calma los dolores

trayéndole alivio.

Y por cuna? .un chinchorro de moriche fino

tejido por el indio macho que lo procreara.

Y entonces la madre,

con ese cariño,

que entregan las madres

le brindó en su leche jugo de fariña,

sin sabor a leche con sabor a insípido

y el niño se calma su hambre de nacido.

No tuvo regalos como todo niño,

no hubo la alegría como en otras partes

cuando nace un hijo.

El tiempo en la selva sigue de continuo,

con ojazos tristes ve el niño hacia el río

y escucha que aúlla

el perro que siente la pena, el olvido

en que esta su hermano…

su dueño, su amigo.

El viejo esguaza las aguas del río,

con los aleteos del frágil potrillo.

Mira en lontananza con ojos perdidos

que ya dejó atrás su viejo bohío,

con su vieja la india, con su mozo el hijo,

y hasta siente miedo del agua que tiembla,

del perro que aúlla…

Mientras en el aire, en el aire tibio,

se mezclan vapores de selva, vapores de río,

y un poco de paz allá en el bohío.

Transcurren los años

y ya desandado el largo camino

el indio encuentra que todo,

para el se ha perdido.

Y se encuentra solo,

no encuentra a su hijo,

no encuentra a su india,

se los ha llevado el pesado olvido

en que se desgranan las palmas dormidas.

No te das de cuenta señora Colombia,

es que no comprendes que somos tus hijos

Los abandonados, los desconocidos,

que sufren, que gimen,

los que lloran tristes al pie de los yopos

sintiendo tu olvido?

¡Señora Colombia

te ha nacido un hijo!

no es blanco, no es negro,

¡es puro, es un indio!

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