Kitabı oku: «Secuestro historias que el país no conoció», sayfa 2
Estábamos cerca; nos explicaron que era una casa campesina rodeada de cafetales, con un patio de tierra. No estábamos seguros del lugar donde tenían al plagiado, si era en la casa o en un cambuche o toldo cercano. Desde lo alto alcanzaba a divisarse el techo de la vivienda, una casa normal no muy grande, donde —según nos dijo la fuente— ocasionalmente vendían algunos productos alimenticios a los habitantes de esa región.
De un momento a otro comenzaron a sonar las ráfagas de las armas de fuego. El soldado que iba en la punta del pelotón de choque, con una ametralladora de gran capacidad, había hecho contacto con los bandidos que cuidaban al secuestrado. El cabecilla, alias “el Campesino”, reaccionó tirándose por un cafetal y disparando un arma semiautomática, debió haber sido una subametralladora. El soldado disparó, pero no se impactaron. Entramos en contacto armado intenso. Caían hojas de los árboles que eran atravesados por proyectiles. En esos momentos surgen liderazgos espontáneos, quizás derivados de la necesidad de sobrevivir. Hablé con los soldados y les dije:
—Tenemos que coronar la vivienda, debemos llegar a ella, porque si no, matan al secuestrado o se lo llevan.
Aquel día, con gran habilidad y destreza, jugándose la vida, los soldados se enfrentaron a los delincuentes. En medio del fuego les ganamos posiciones a los guerrilleros, los hicimos retroceder… y salieron huyendo.
Ingresamos a la vivienda… ¡y ya no estaba el secuestrado ni la guerrilla! Había un gran depósito de víveres, comida para mucho tiempo y una central de comunicaciones bastante moderna, aunque pequeña. A un lado, como a unos quince metros, tenían el cambuche con toldos donde dejaron equipos de campaña y más comida. Al revisar el lugar encontramos armas cortas, uniformes militares usados, cuadernos, manuscritos y muchas cartillas de adoctrinamiento marxista; también hallamos cerca de un millón de pesos que los secuestradores tenían para su sustento diario.
Luego seguimos revisando todo. Encontramos a una familia de campesinos de edad avanzada… ¡pobre gente!, soportar tanto tiempo a la guerrilla sin poder protestar. No sé si eran afines ideológicamente o por conveniencia, miedo o presión, pero de todas maneras eran personas de bastante edad; no era justo que anduvieran en esa situación.
Cuando iba a ingresar a la casa, escuché a mi lado un radio portátil. Era un «Yaessu dos metros», por el cual estaban comunicándose los secuestradores. Lo cogí, y junto con uno de los soldados, ya que aún no llegaban los oficiales, procedimos a escuchar lo que decían. Efectivamente, estaban dándose instrucciones… y mencionaron que llevaban al secuestrado.
Ahí nos dimos cuenta de que estaban muy cerca, que estaban mirándonos, no llevaban armas largas, ni armas fuertes, y buscaban llegar al sitio donde las tenían enterradas, para poner a salvo al secuestrado. Saber esto nos motivó y seguimos tras ellos para quitarles al plagiado, salvarle la vida era nuestro propósito. Si nos observaban significaba que estaban en la parte alta, que huyeron a la cima de la montaña, pero aún no la habían superado. Uno de los bandidos decía que estaba solo con el secuestrado, cuidándolo, pero que iba bastante ahogado, asfixiado por el esfuerzo, caminando muy lentamente. Los demás aún no hacían contacto, no sabíamos cuántos eran ni conocíamos más del estado de salud de don Julio César. Nuevamente, con empuje y valentía, los soldados, los detectives del DAS y del Unase, reorganizamos el equipo y comenzamos a ganarles espacios y a tratar de entender lo que ellos manifestaban por el radio. En un momento dado escuchamos:
—Se me están acercando y yo no puedo moverme, el secuestrado no puede andar más.
Con esa información persistimos en ubicarlos; continuamos la marcha hacia la parte alta. Desde allí continuaron disparándonos y hostigándonos, buscando proteger la huida junto con el plagiado. La vegetación era muy densa, cultivos de café, de plátano y otros comunes en la zona, poseedora de un clima medio bastante agradable.
De pronto escuchamos por el radio a uno de los sujetos quien, en voz baja, le comunica al cabecilla que el secuestrado se le había fugado.
—Se tiró por un barranco, se me botó por una loma.
Comenzaron los disparos. El sujeto quería impactar al secuestrado al ver que había logrado huir. Todo nuestro esfuerzo y nuestra marcha fracasarían si lo conseguía. Nos dirigimos hacia el sector de donde provenían las detonaciones, a unos ochocientos metros, y a partir de ahí las comunicaciones que escuchamos fueron muy pocas. Cada uno de los guerrilleros trataba de salvar su integridad. El bandido que estaba a cargo, alias “el Campesino”, quien era el tercer cabecilla del frente, fue el primero que huyó.
Quince minutos de marcha lenta, cuidadosa, expectante… De pronto, uno de los soldados logró hacer contacto y… ¡encontramos a don Julio César! La felicidad fue indescriptible. ¡Habíamos logrado el objetivo, teníamos con nosotros al secuestrado! Estaba muy agotado, por supuesto. Agitado, respiraba con dificultad, vestía un buzo verde de lana y botas pantaneras. Con las medidas de seguridad necesarias lo resguardamos, le dimos agua e hicimos que descansara sentado a un lado del camino veredal. Mientras tanto otro grupo reportó que tenía a uno de los secuestradores, a uno de los bandidos de las Farc.
Estábamos en lo más alto de la montaña. Apenas seis personas conformábamos el grupo que logró llegar al secuestrado. Uno de mis compañeros, hábilmente, consiguió un burro y en él subimos al rescatado, a quien se le puso un pasamontaña y una ruana para que no se dieran cuenta de que ya lo teníamos y que estaba con vida. Don Julio César estaba tan asustado que no recuerdo que nos hubiera agradecido. Era una persona mayor y lo comprendíamos. Los soldados que sabían de primeros auxilios le tomaron los signos vitales y se dieron cuenta de que estaba bastante delicado; necesitaba descansar. Montamos la seguridad, pero luego de diez o quince minutos de descanso, el mismo rescatado nos presionó para que abandonáramos el lugar, y bajáramos, porque temía mucho que volvieran por él. Comenzamos la marcha y en pocos minutos hicimos contacto con los demás soldados y el comandante del grupo y ahí sentimos que les habíamos ganado la partida a los bandidos. Fue una de las primeras partidas en las que participé del triunfo. Les ganamos a los secuestradores, a los bandidos que solo querían lucrarse y hacer daño.
Llegamos a la casa y allí encontramos niños de la vereda, muy curiosos al ver a los soldados. Recuerdo que yo llevaba pesadas raciones de campaña en los bolsillos del camuflado: bocadillos, panelas, lecheras, tamales. Empecé a regalar todo a los niños de la vereda, ya que para ellos estos productos eran novedosos y maravillosos; otros soldados hicieron lo mismo. Luego revisamos todo, se decomisó el material de intendencia y la comida que tenían los guerrilleros, se tomaron fotos del lugar. Con las debidas medidas de seguridad nos comunicamos por radio con las bases cercanas del Ejército. El mayor pidió que nos sacaran, que mandaran helicópteros, ya que a pesar de todo aún continuaban los disparos desde la parte alta. Ya estaban reorganizándose y rearmándose para atacarnos.
Al poco tiempo empezó a sobrevolar un helicóptero; según se nos informó era un aparato artillado que no venía a sacarnos, sino a disuadir con su presencia. Aunque nuestro grupo era grande, de alrededor de cincuenta integrantes de la fuerza pública, había que evitar que intentaran coparnos (hacernos prisioneros por sorpresa). El helicóptero disparaba ráfagas esporádicas sobre la vegetación, hacia la parte alta.
Así estábamos cuando recibimos la comunicación de que el helicóptero para el transporte de la tropa ya venía en camino. ¡Qué buena noticia! Teníamos que bajar aproximadamente cuatro kilómetros, a un lugar más despejado donde pudiera descender el helicóptero. Comenzamos a caminar y llegamos a una tienda; les dije a los soldados que pidieran gaseosa, pan, embutidos, papas, de todo… ¡Compramos casi toda la tienda! Pagué trescientos veinte mil pesos con la plata de las Farc, esa misma que tenían para sostener al secuestrado y a los custodios.
Llegamos al sitio, donde los soldados comenzaron a hacer humo para que las aeronaves se orientaran. Una hora después empezaron a sobrevolar dos helicópteros, uno de seguridad, artillado, y el otro de carga para llevar tropas. Este último bajó a tierra, el otro quedó en el aire prestando la seguridad. Cuando estaba casi por tierra, la sorpresa fue que venía con unas ocho o diez personas, oficiales del Ejército de alto rango y un fiscal, quienes llegaron a participar de las glorias de los demás. En cuestión de segundos algunos de ellos se bajaron, saludaron al comandante y en actitud displicente solamente hicieron una seña hacia nosotros y subieron a don Julio César. El fiscal Lemus descendió también y se dirigió a todos, nos saludó de mano y nos felicitó por ese muy importante éxito operacional. Cada rescate significa salvar una vida. Gracias a Dios, al planeamiento, a las fuentes, a todos. El fiscal estaba tan emocionado que cuando giró hacia el helicóptero, este ya iba a media altura y lo había dejado.
En el primer viaje del helicóptero viajó el comandante de la operación, el rescatado, dos oficiales más y el resto de los que venían allí. Los demás nos quedamos ahí, con la firme promesa de que el helicóptero iba, los dejaba y regresaba por nosotros. Había silencio y tensión. Gracias a la muy buena disciplina de los soldados nunca bajamos la guardia. Los disparos ya eran muy pocos, los guerrilleros sabían que habían perdido. Hablamos, comentamos la experiencia. Ya sobre las tres y media de la tarde, junto con el fiscal, le pedimos al oficial a cargo que comenzáramos a bajar a pie, ya que no iban a sacarnos y no podíamos dejar que la noche nos cubriera. Alistamos todo para marcharnos, sin embargo, los soldados seguían presionando por los radios para que mandaran el helicóptero, ya que el rescate del secuestrado se había dado, pero no podíamos permitir que se produjeran muertes entre la tropa, entre nosotros, porque se desdibujaría la operación. De pronto volvió la alegría: ¡el helicóptero regresaba! Eran las cuatro y cuarenta y cinco de la tarde y bajaba a sacarnos de allí, de la vereda San Gabriel de Viotá, donde le habíamos propinado un duro golpe a las finanzas guerrilleras. Nos subimos sintiendo una alegría inmensa… descanso… felicidad. Pensábamos cuánto éxito significaba esta operación. Ese día era mi cumpleaños, 6 de agosto de 1995. Cualquier otro año habría sido un día desapercibido, pero en este recibí un premio, un triunfo, un gran regalo de cumpleaños: rescatar a un secuestrado.
Nos desembarcaron en Bogotá, carrera 7.a con calle 106, Escuela de Caballería. Allí un oficial nos dio las gracias. —Muy bien muchachos…— ¡y chao! Junto con dos compañeros del DAS, en camuflado, embarrados de pies a cabeza, nos encontrábamos en plena carrera Séptima, más parecidos a guerrilleros que a representantes de la autoridad. Por supuesto yo había entregado el dinero que habíamos encontrado en la operación, así que no teníamos ni un peso para movilizarnos y ya todos estaban celebrando. Total, alegría de muchos —por no decir del pueblo colombiano— por el rescate. Lo veíamos en las noticias, todos los medios lo decían: ¡Don Julio César fue rescatado!
Nadie se imaginaba que los tres hombres sucios y llenos de barro que estaban botados en la séptima formaran parte de ese gran grupo que horas antes le había propinado un duro golpe a la guerrilla en Cundinamarca, al arrebatarle el principal secuestrado que en ese momento mantenían cautivo. No hubo de otra, cogimos un taxi, pedimos que nos llevara al barrio Teusaquillo, donde funcionaba el Unase, y con monedas más lo que pudo prestarnos un sargento, pagamos el taxi y terminamos durmiendo sobre viejos sofás que teníamos en la oficina.
Posteriormente se efectuaron las capturas, se vincularon otras personas, y don Julio César trató de recuperarse de ese golpe tan fuerte. Anímicamente estaba muy mal. Volví a verlo en alguna reunión, obviamente él no recordaba que habíamos estado en su rescate. Pasado un tiempo supe que había muerto en Anapoima. Muchas versiones se tejieron sobre su muerte… cómo murió, por qué murió… prefiero no comentar sobre ello sin estar seguro. Más bien eran chismes.
Desde ese momento quedé inmerso en el grupo antisecuestro Unase que, junto con el Ejército Nacional, la Fiscalía, el DAS, el CTI y la Policía Nacional, redujo en más de noventa y cinco por ciento el secuestro en Colombia. Logramos que Colombia pasara de ser el primer país secuestrador del mundo a tener una cifra manejable de secuestros.
CAPÍTULO 3
Presencia subversiva en universidades: una realidad
CONTINUAMOS CON EL SECUESTRO y posterior rescate de un joven bogotano, a quien llamaremos John K., hijo de un acaudalado transportador y comerciante de inmuebles en Bogotá. John K., era un profesional que trabajaba con su padre en actividades inmobiliarias. Sin embargo, buscaba hacer negocios que le permitieran independencia económica. Un allegado a la familia vio la oportunidad ilícita de conseguir dinero y buscó contactos en el mundo delincuencial para planear y llevar a cabo el secuestro.
Transcurría el mes de enero de 1995, fecha en la que John K., fue engañado para que, en el desarrollo habitual de sus negocios, se desplazara cerca de los municipios de Villeta y La Vega para conocer unos predios para algún tipo de desarrollo inmobiliario. Los bandidos no la podían tener más fácil: paraje rural donde no habría testigos ni mayor resistencia. Una vez allí, el joven John K., es reducido, sometido y trasladado al lugar de cautiverio en un sector sur de Bogotá, desde donde comenzaron a pedir a su padre, una gran cantidad de dinero: veinticinco millones de dólares. Los métodos de comunicación eran novedosos y diversos; llamadas telefónicas que al ser rastreadas arrojaban números no asignados, cartas con sellos y códigos. Las pruebas de supervivencia eran preguntas que enviaba la familia, cuya respuesta solo sabía el plagiado. Esto demostraba que nos encontrábamos ante una organización fuerte, integrada por varias personas que tenían diversas funciones ilícitas.
Mi jefe nuevamente me asignó el caso para realizar labores de inteligencia. El contacto con la familia lo mantenían el comandante del Unase y el jefe de la unidad del DAS. Al analizar las rutinas que se presentaban en este caso y luego de permitir que la familia entablara una negociación ficticia con los captores, logramos determinar que, para enviar las misivas extorsivas y las pruebas de supervivencia, los secuestradores utilizaban tres puntos de atención de una empresa de mensajería muy conocida en Colombia: en las oficinas situadas en la avenida 19 con carrera 4.a, en el barrio Carabelas y en Santa Isabel, en Bogotá. El grupo de trabajo determinó que los secuestradores estaban empleando varios métodos de comunicación, ya que llamaban a diversas horas y de diferentes abonados telefónicos. Llegaban cartas firmadas por un supuesto grupo de brigadas rojas subversivas. No sabíamos si al secuestrado lo tenían en Bogotá o en algún lugar cercano de donde había sido plagiado. Lo único que teníamos para continuar con la investigación era vigilar los lugares desde donde estaban enviándose las cartas. Entonces, junto con dos compañeros del DAS, procedimos a cubrir los diferentes sitios desde donde provenían los paquetes, y la mejor manera de controlar la situación era trabajar infiltrados en los puntos de atención de la empresa de mensajería. El área de seguridad de la firma autorizó el trabajo y así llegamos a prestar nuestros servicios como empleados corrientes. A mí me correspondió la oficina que más movimiento tenía, la de la avenida diecinueve con cuarta y allí ingresé a trabajar recibiendo paquetes, pesándolos, empacándolos y haciendo todas las labores de atención al público; cumplía horario de trabajo de lunes a sábado. Durante más de treinta y cinco días, estuve pacientemente, con poco tiempo hasta para almorzar, llegando a las ocho de la mañana y saliendo a las ocho de la noche. Se revisaban todas las cartas que cumplieran con determinadas características. Nadie podía saber que éramos «tiras», como coloquialmente nos llamaban a los detectives. Ese era nuestro cargo en el DAS, detectives y solamente el responsable de ese punto de atención sabía cuál era mi actividad.
Dentro de la rutina diaria no había pasado nada, no habían vuelto a mandar cartas extorsivas y no había información de que fuera a llegar alguna nueva. Estaban pidiendo cincuenta millones de pesos por enviar una prueba de vida, ¡por Dios! Ante la falta de dinámica en el caso, el jefe determinó relevarme del punto de mensajería y mandar a un nuevo funcionario, por lo que tenía que estar pendiente al día siguiente para el cambio. Llegué temprano, como siempre, y trabajé en la mañana. En la tarde llegó el compañero. Yo ya casi iba de salida y él se quedaría en el lugar. Estaba explicándole cómo funcionaban las cosas, cómo se atendía, cómo se les colaboraba a los compañeros de la empresa y también indicándole qué era lo que buscábamos. ¡Sí, buscábamos a una persona de quien no teníamos ningún tipo de información! Se debía determinar quién ponía la carta con pruebas de supervivencia o extorsivas, teníamos que orientarnos por la dirección del destinatario (cerca de la 102 con 11), que tuviera determinado remitente, pues los secuestradores utilizaban algunos alias ya conocidos. Generalmente era un sobre de manila, delgado, con poco contenido.
En ese momento, de forma providencial, llegó un sujeto de mediana estatura, trigueño delgado, aproximadamente de unos treinta y ocho años. Pidió el servicio de mensajería para un sobre que cumplía con las características y descripciones que ya habíamos determinado. Al darnos cuenta de esto, le pedimos al jefe del punto de atención que por favor lo atendiera y lo demorara un poco mientras nos organizábamos para efectuar el seguimiento. Tan pronto salió el sujeto procedimos a seguirlo. Para tal fin yo llevaba en un morral pequeño algunos elementos (dos gorras y una chaqueta) que me permitieran cambiar de indumentaria, por lo menos para variar un poco la apariencia. Habitualmente me movilizaba en una motocicleta oficial, pero preferí dejarla, llamar al jefe para que la recogieran, ya que teníamos que irnos en transporte público o a pie para poder efectuar mejor el seguimiento. Era una oportunidad única que no podía desaprovecharse. El sujeto procedió a tomar una buseta que iba por la calle 19 y giró hacia el sur por la carrera 30. En el mismo vehículo nos subimos mi compañero y yo; él ocupó un puesto delantero y yo me senté en la parte de atrás. Eran las tres y media de la tarde. El recorrido duró alrededor de cuarenta minutos y no nos despegamos ni un solo instante del sujeto, pues si llegábamos a perderlo, o nos detectaba, se pondría en grave riesgo la vida del secuestrado John K. El hombre se bajó frente al barrio Santa Matilde, con mala suerte para nosotros porque estaba buscando apartamento y entraba y salía una y otra vez a diferentes inmuebles que tenían avisos de «Se vende» o «Se arrienda». Afortunadamente nos dimos cuenta de lo que hacía, y así no caímos en el error de tener una dirección errada. Lo seguimos por más de ocho sitios, y mi compañero por algún motivo lo perdió. Cuando me di cuenta de que estaba solo, mantuve discretamente la vigilancia, ya que en una ciudad tan grande como Bogotá era imposible esperar que llegaran apoyos de manera rápida desde el norte, donde funcionaba el Unase. Finalmente, casi a las seis de la tarde, el individuo ingresó a una casa del barrio La Igualdad. Salió una señora, lo saludó amablemente y por su apariencia consideré que era la mamá. Mantuve la vigilancia por cuarenta minutos o tal vez una hora más.
En mi mente, claro, quedaron grabadas las características y facciones de este sujeto. Era una persona que aparentaba tener un modo de vida medio, vivía relativamente bien, con una familia constituida. Ya con el lugar de residencia ubicado, di dos vueltas a la cuadra. Estaba feliz, «había quemado la casa» del secuestrador. El término «quemado» se refiere a haber logrado ubicar la vivienda donde reside algún objetivo; es muy utilizado en el argot de autoridades. Tomé transporte público hacia mi casa, ya que la moto se había quedado en el punto de trabajo. Desde allí llamé a mi jefe, le di la noticia de que al día siguiente era probable que llegara una carta extorsiva a la familia y que yo ya tenía el lugar donde residía el sujeto que la había enviado. Me citó y pidió que llegara al día siguiente al Unase (que funcionaba en ese momento en el batallón Rincón Quiñones). Él iba a transmitir el mensaje para estar alerta de la carta.
Descansé bastante, incluso me levanté más tarde de lo habitual y posteriormente tomé transporte hacia la oficina, donde casi todo el Unase me esperaba ansiosamente. Se haría una reunión de trabajo que conllevara a la nueva línea de investigación. Instantes después de haber llegado a la oficina, la familia nos comunicó que habían recibido la carta extorsiva, que tenía las características que nosotros habíamos informado y, por lo tanto, la persona que habíamos seguido era, efectivamente, uno de los secuestradores que estaban pidiendo la gruesa suma de dinero y que mantenían cautivo a John K. Procedimos a diseñar unas tareas que nos permitieran mantener la vigilancia sobre el inmueble. Permanecíamos en ese lugar dieciocho o veinte horas al día, participábamos la mayor parte de detectives del DAS, Unase Cundinamarca y un buen grupo de integrantes del Ejército Nacional, oficiales, suboficiales y soldados. Durante los primeros días yo era la persona que más estaba en el lugar, pues les mostraba cuál era la casa, quién y cómo era el objetivo. Nuestro sujeto salía antes de las ocho de la mañana, tomaba el transporte sobre la avenida Quito y se dirigía a diferentes lugares. En la carrera 30, cerca de El Campín, se encontraba con una amiga o novia, otras veces iba al cine. Detectamos que todos los días sobre las siete de la mañana caminaba para llevar a su pequeño hijo a un jardín infantil cerca de su domicilio. La orden era seguir la negociación, pero mantener vigilancia permanente, y así logramos saber que el sujeto había hecho un contrato de arrendamiento. Posteriormente, en un día festivo, se mudó al nuevo apartamento, aproximadamente a unas quince cuadras del otro domicilio. Diagonal al nuevo lugar había un sitio de impresión, no sé cómo llamarlo, como una pequeña imprenta de publicidad y allí pedimos el favor de que nos dejaran montar un puesto de vigilancia. Accedieron.
Periódicamente informábamos sobre el desarrollo de nuestra labor a la fiscal delegada ante el Unase y al comandante Flórez. Tomábamos fotos y rutinas de este sujeto, de la persona que al parecer era su novia, de cuando iba a dejar al niño al colegio, de la familia, de la señora madre, de todos los que integraban su núcleo familiar y de las personas que se encontraban con él. Estas vigilancias se mantuvieron durante un largo tiempo, tal vez de treinta y cinco a cuarenta días, en espera de que la familia diera el aval para que procediéramos a hacer algún otro tipo de movimiento. Paralelamente estábamos investigando quién había entregado al secuestrado, qué persona había dado la información, porque si bien es cierto que los veinticinco millones de dólares que pedían era mucho dinero, también es cierto que la familia estaba en capacidad de pagarlos.
Mediante las vigilancias efectuadas se estableció que este individuo era el negociador, era quien hablaba con la familia y quien llamaba. Entonces tocaba identificarlo. ¿Cómo lo haríamos? Diseñamos un retén militar en una calle por donde él pasaba antes de llegar a su domicilio y abordamos a muchas personas, principalmente hombres, a quienes les pedíamos la libreta militar. Entre los abordados estaba el negociador y así obtuvimos el nombre. ¡Íbamos bien! Ahora teníamos otra línea de trabajo para averiguar toda su vida partiendo del nombre obtenido. Descubrimos que era un ingeniero de sistemas que dictaba clases en varias universidades.
Por otra parte, al efectuar los seguimientos logramos detectar la central de comunicaciones desde donde se efectuaban las llamadas a la familia, ya que cada vez que se producía una llamada extorsiva, previamente este sujeto había llegado a ese lugar. Funcionaba en un tercer piso, frente a la plaza de mercado del barrio 12 de Octubre. Todos los días realizábamos alguna actividad, tomábamos más fotos y más información de personas que se encontraban con él. Regularmente nuestro objetivo ingresaba a la Universidad Nacional, también a la Universidad Antonio Nariño y mantenía reuniones con diferentes personas. Vigilábamos igualmente a varios hombres que salían de las reuniones cuando se producían las llamadas a la familia para pedir el dinero. Uno de ellos era ya mayor, tez trigueña, delgado y de baja estatura. Se retiró del lugar antes que los otros, así que con un compañero lo seguimos; abordó un bus de servicio público hacia el centro, se bajó en la calle 19 con carrera 8a y caminó hacia el norte. Ingresó a una pequeña cafetería donde se encontró con un individuo de similar edad, quien lo esperaba. Le dije a mi compañero que continuara la vigilancia mientras yo conseguía un fotógrafo o una cámara para tomarles una fotografía y averiguar quiénes eran esos personajes. Me desplacé hasta un lugar cercano donde tomaban fotografías, me identifiqué con el encargado del local, le pedí que me ayudara con esa labor porque era para una investigación. Sin embargo, por temor no quería autorizar, pero finalmente uno de los empleados me acompañó y logramos tomar dos fotografías que pagué con mis recursos. Fotos que al día siguiente reclamé y envié con mi jefe para que se las mostraran al padre del secuestrado. Con sorpresa total, me informaron que el segundo sujeto era el tío del secuestrado, hermano del papá. Era casi un hecho que él lo había entregado. ¡El tío!
Por otra parte, la situación de la familia de la víctima era de total indecisión, no querían poner en riesgo la vida del secuestrado, el temor era muy alto, y hasta donde tengo entendido solamente el padre dio el aval para diseñar el operativo final que conllevaría al rescate de su hijo. Puedo decir que nos mandó razón para que continuáramos con los diferentes pasos investigativos y operativos mientras le dábamos tiempo a negociar.
Eran muchas las personas a las cuales estábamos siguiendo, quizá algunos amigos ocasionales de nuestro objetivo negociador y también a personas que estaban involucradas en el plagio. Una vez estructurado el organigrama inicial de la organización criminal, pudimos determinar que, a quien seguíamos, era uno de los mandos del grupo secuestrador, no era un participante común, no iba al sitio donde mantenían al secuestrado. En un secuestro extorsivo hay una división de tareas: unos entregan la información, otros hacen la inteligencia sobre el objetivo, otros levantan, unos cuidan, otros dirigen, unos financian, otros negocian, etc. Pero ¿cuál era el siguiente paso? Estábamos ante una organización grande, personas que ante cualquier tipo de amenaza o cercanía de las autoridades no iban a pensar dos veces en hacerle daño al secuestrado y en perdérsenos del radar. ¡El dinero que estaba en juego era una fortuna!
Diseñamos entonces un esquema de presión psicológica que pudiéramos emplear, en un futuro, sobre alguna de las personas que abordáramos. Sin embargo, nuestro mayor conocimiento era sobre el sujeto que puso la carta el primer día; teníamos todo sobre él, así que definitivamente era el elegido.
Y así es como muy temprano, a las seis y media de la mañana de un martes de abril de 1995, elegimos los mejores hombres que en ese momento integraban el Unase militar, tanto del DAS como del Ejército. Situamos dos carros en la ruta por la cual se movía el sujeto para llevar a su hijo al colegio, un camión carpado y otro vehículo campero que tenía una reacción más rápida. Los grupos Unase eran bastante integrales, después de que lograban estabilizarse daban frutos muy buenos. Era gente muy comprometida, gente que tenía claro que el objetivo era sacar con vida a una persona que estaba cautiva en calidad de secuestrado. A las seis y cuarenta y cinco el objetivo salió de su nueva residencia para llevar a su pequeño hijo al jardín infantil, lo entregó a la profesora, se despidió y no se devolvió a su casa, sino que tomó hacia la carrera 30 o la avenida NQS de Bogotá. La suerte estaba echada para él, para nosotros… y quizás para el secuestrado. Aquí la decisión era halar la punta del hilo para que nos condujera al final. Si nos equivocábamos el riesgo era inmedible para el secuestrado. Nosotros éramos autoridad, andábamos armados, teníamos un empoderamiento muy grande, casi imbatibles. Un oficial, dos suboficiales, un soldado y dos detectives del DAS (yo uno de ellos) procedimos a abordar a nuestro objetivo. El sujeto sabía que andaba en malos pasos, pero opuso resistencia y gritó que le íbamos a causar daño. En pocos instantes ya estaba dentro del camión donde se había acondicionado una caja grande oscura para trasladarlo a otro lugar, hacia las afueras de la ciudad. Llegaríamos a una zona boscosa con el objetivo, todo estaba milimétricamente calculado. No podíamos permitir que se comunicara, no podíamos dejar que mandara una sola señal porque nos mataban al secuestrado. Ya en marcha, se le dijo que se calmara, que saliera de donde estaba metido, que se sentara, pero seguíamos todos dentro del camión. Junto con un teniente estábamos acompañándolo, le indicamos cuál era la situación. Lo teníamos identificado. Tenía un carné de docente por horas de la Universidad Nacional y otro de la Universidad Antonio Nariño. Era claro que el sujeto había perdido y nosotros, como Unase, le íbamos ganando la partida. Tocaba aprovechar esa ventaja para lograr sacar el caso adelante.