Kitabı oku: «Del umbral de la piel a la intimidad del ser»
DEL UMBRAL DE LA PIEL A LA INTIMIDAD DEL SER
IMAGINARIOS DE LA GLOBALIDAD PSICOCORPORAL
DEL UMBRAL DE LA PIEL A LA INTIMIDAD DEL SER
IMAGINARIOS DE LA GLOBALIDAD PSICOCORPORAL
Ignasi Beltrán Ruiz
Maria Beltrán Ortega
TITULO: Del umbral de la piel a la intimidad del ser
Imaginarios de la globalidad psicocorporal
AUTORES: Ignasi Beltrán Ortega ©, 2020
Maria Beltrán ©, 2020
COMPOSICIÓN: HakaBooks - Optima, cuerpo 12
DISEÑO PORTADA: Hakabooks©
ILUSTRACIÓN PORTADA: Carolina Muscatelo ©
ILUSTRACIONES: Carolina Muscatelo ©
1ª EDICIÓN: noviembre 2020
ISBN: 978-84-18575-55-6
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A MODO DE PRÓLOGO
En los días de mi más remota antigüedad, cuando el temblor llegó a mis labios, subí a la montaña santa y hablé a Dios, diciéndole:
—Amo, soy tu esclavo. Tu oculta voluntad es mi ley, y te obedeceré por siempre jamás.
Pero Dios no contestó y pasó de largo como una potente borrasca.
Y mil años después volví a subir a la montaña santa, y volví a hablar a Dios, diciéndole:
—Creador mío, soy tu criatura. Me hiciste de barro y te debo todo cuanto soy.
Y Dios no contestó; pasó de largo como miles de alas en presuroso vuelo.
Y mil años después volví a escalar la montaña santa, y de nuevo hablé a Dios, diciéndole:
—Padre, soy tu hijo. Tu piedad y amor me dieron vida, y mediante el amor y la adoración a ti heredaré tu Reino.
Pero Dios no me contestó; pasó de largo como la niebla que tiende el vuelo sobre las distantes montañas.
Y mil años después volví a escalar la montaña santa, y hablé a Dios de nuevo, diciéndole:
—¡Dios mío!, mi supremo anhelo y mi plenitud, soy tu ayer y eres mi mañana. Soy tu raíz en la tierra y tú eres mi flor en el cielo; juntos creceremos ante la faz del sol.
Y Dios se inclinó hacia mí, y me susurró al oído dulces palabras. Y como el mar, que abraza el arroyo que corre hasta él, Dios me abrazó.
Y cuando bajé a los valles y a las llanuras, vi que Dios también estaba allí.
Khalil Gibrán
UNA CARTA DE PRESENTACIÓN
DESDE LA PIEL
A partir de una idea compartida con la coautora de este libro, mi hija María, vamos a desarrollar un prólogo con la intención de que sea como una carta de presentación de la piel; entendemos que atípica, como otros muchos aspectos que desarrollaremos a lo largo del texto. Aunque la idea original nunca fue hacer algo típico y estructurado de manera convencional; por tanto, veamos como se desarrolla el factor sorpresa.
La idea es que paseemos por diferentes itinerarios. En ellos irán cambiando escenarios, en los que aparece lo que denominamos el umbral de la piel y el espesor del cuerpo, en una estructura que va cambiando con vientos de origen diverso. Pensamos que eso aportará una lectura interesante, útil e incluso lúdica.
Aunque el tema va de asuntos humanos transcendentes, a veces será como un juego de niños, que descubren cómo brota una pequeña corriente de agua en el suelo facilitando que se vaya encharcando poco a poco; para así, trazar surcos de forma espontánea en la tierra siguiendo lo que sería el discurrir natural descendente, fluido y saltarín. Contemplándolo, os invitamos a dejaros llevar por el trazado del cauce de este texto, de la superficie a la profundidad, sin ninguna pretensión ni límites.
Confiamos, con toda cordialidad, que lo que escribimos aquí os pueda ser útil y su lectura agradable. Como pintores, hemos hecho sobre el lienzo blanco un largo trazo, que impregna primero su superficie, pero acaba penetrando en lo más profundo de su trama que, en definitiva y en este caso, es el paso a través de la propia piel, a la trama de lo humano.
Si ello llama vuestra atención y os invita y motiva a experienciar algunos de los apartados que desarrollaremos, nos sentiremos felices de haberos acercado percepciones a propósito de un tema multifactorial y complejo, pero que aporta grandes perspectivas, y que hemos podido trabajar durante décadas en su parte aplicativa y docente en la universidad y en un hospital universitario. Nos ha dado resultados muy interesantes, sobre los que aún trabajamos, en la perspectiva de la clínica médica hospitalaria y también en todos los aspectos psicocorporales que se derivan.
La entrada viene de la mano de una primera carta de presentación, que es como se nos ha ocurrido, desde un relato personal, breve, que tiene que ver con mi formación como profesional en psicoterapia, hace ya algunos años.
De todas las formaciones psicoterapéuticas que ocuparon una larga época de mi vida, siento que he extraído un buen aprendizaje, del cual creo seguir realizando una síntesis, que aplico primero a mi propia vida, y desde ahí la adapto a los diversos modelos. El resultado de la experienciación de su resultante es terapéutico, sobre todo en aquellos aspectos que estoy convencido de que, por la intervención del binomio corazón-mente y la empatía sutil que se desarrolla, nos ayudan a conseguir progresiva, cálida y también a veces con cierto sufrimiento, los aspectos que nos humanizan.
De todos estos aprendizajes, su lluvia caló en mí poco a poco, pero llegó tan profunda a mi trama personal que aún en el silencio siento las goteras de todo aquello que llovió y sigue lloviendo y espero que llueva hasta la última página del calendario.
Cuando hablo de ello, suelo añadir el hecho de haber tenido la fortuna de encontrar profesoras con maestría, que es como lo llamo yo. Todo el proceso ha sido muy heterogéneo; en algunos casos, algunas con excesos cognitivos y casi conductuales; otras, más proporcionadas entre los diferentes aspectos; otras, más humanistas, y algunas integradoras. Creo que todas me ayudaron a una vivenciación profunda de las experiencias, conocimientos y perspectivas que me transmitían, (me cautivaron) Y quiero destacar en este particular prólogo una de las vivencias —a propósito del tema que da nombre al libro y que será una muestra— de lo que se va a ir derivando.
Va de pieles ¡como no! Estaba hacia el final de una formación de psicoterapia y empezamos con algunos aspectos peculiares del psicodrama, hablando con un profesor (se me ocurre «potente» en muchos aspectos) de densidades del cuerpo y fuerza vital de transmisión. Él era muy sólido, ocupaba un espacio, sin duda alguna, indiscutible; la voz era acorde con el personaje; a veces, cuando subía el tono, llegaba a ser atronadora. A mí, de siempre, las personas que tienen esa potencia o gritan, en principio, me suelen llevar al pasado, a un aspecto de mi niño pequeño hipersensible al grito, o a las voces excesivas, sobre todo cuando están desubicadas de situaciones extremas o contextos que lo requieran, me cuesta tolerarlas; pero en este caso, lo consideré adecuado y terapéutico entre estos escenarios.
Bien, con el susodicho maestro, al que llegué a apreciar y respetar, vivíamos con intensidad los dramas que nos traía para trabajar, ¡y vive Dios que grité en algunos! Hasta entonces no sabía, o no me atrevía; al menos hasta ese punto, con esa potencia enorme que sale del interior; sobre todo, si te dejas y no se queda atravesada en la garganta, que se angosta por alguna o demasiadas emociones.
La escena de la primera sesión fue un típico corro de aprendices de psicoterapia, respirando profundo uno al lado del otro, con la fantasía fácil de hacer algo afectivo, simpático o lúdico (como era habitual) con nuestros compañeros con el fin de presentarnos, o algo más corporal y comprometido para poder mostrar nuestras cuerdas en el asunto, ya que llevábamos varios cursos trabajando juntos.
Nada de eso, de pronto sonó una voz muy potente y en un tono muy grave, que parecía provenir del fondo de la tierra, que inundó todo el escenario y más allá (no penséis que exagero, por favor) con una ola de vibración. Dijo: «Ahora os vais a presentar a vuestros compañeros»; creo que todos pensamos «qué simpleza», cuando volvió a resonar la voz: «Para ello, os quitaréis la ropa». Enseguida se oyeron preguntas: «¿Toda la ropa?», respuesta: «Sííí, en cueros». No había margen a réplica.
Vino una primera fase de pieles pálidas (tal vez de miedo), algunas sudorosas, otras ahora congestionadas, ahora gélidas, y otras naturales como la vida misma. Y al final, con la mezcla variopinta de pieles y sus expresiones, la tribu entera (menos el gran jefe) en cueros. Surgió una escena llena de personas diversas que parecían distintas a las conocidas, todas cercanas a un montoncito de ropa. Mi piel intuía un cierto peligro indefinido cuyo origen no identificaba, pues yo me sentía bien sin ropa en aquel contexto; aun así, tenía la sensibilidad a flor de piel, y a pesar de ello me sentía como más unido que nunca a mi grupo, y experimenté un curioso sentimiento muy agradable de pertenencia, que intuí colectivo, y creo que daba cierta tibieza al frío asunto.
La historia continúa: «Ahora —dijo con la voz en tono más grave y resonante que yo había oído en mi vida—, van a salir de uno en uno y, dando unas vueltecitas, se presentan como quieran a todos sus compañeros; eso sí, mirándose bien mirados» Y fuimos saliendo todos, de uno en uno; algunos decían algo, otros no. Se movían, gesticulaban o danzaban, o se quedaban como estatuas. En mi turno, paseé tranquilo por el círculo, con prudencia, poniéndome a prueba y mirando los cuerpos y los ojos de todos mis compañeros. A mí, la danza y el exceso de gesticulación nunca se me han dado bien, y acabé sintiéndome algo torpe, como un personaje rígido y desubicado de una tribu extinguida de trogloditas que se movía en medio de otra tribu mirando cuerpos; hasta ahí, no muy bien, pero después de unas vueltas, cuál no sería mi sorpresa al descubrir que, de alguna forma, leía de forma intuitiva los jeroglíficos encriptados en las pieles desnudas de mis compañeros; los reconocía, más allá de cualquier otra cuestión, los sentía en su piel viva y vibrante y resonaban en la mía, y en aquel momento (no era delirio, era lucidez), sentí un cambio profundo en mi mirada hacia la otra persona; todo fue muy emocionante y de una gran sensación de viveza y libertad. Esta primera presentación en sociedad a flor de piel y leyendo la carta de presentación de otras pieles fue para mí toda una experiencia; creo que condicionó parte mi futuro y, seguro que, mezclada con otras experiencias, hizo posible que hoy desarrolle la parte que escribo de este texto.
Tal como lo hacía este profesor, fue tan potente el aprendizaje, la Gestalt y el psicodrama, que me despertaron una vocación de actor que tenía escondida; luego pensé que ese tren ya había pasado para mí y que, de momento, no quería ir a otros lugares ni hacer otras cosas; me sentía bien en la estación en la que estaba. Aunque desde entonces (siendo solo actor de mi propia vida), nos os podéis imaginar lo que he llegado a teatralizar y a hacer el payaso; como terapeuta he interpretado los más variados personajes y escenas, en las que intentaba magnificar algo para ayudar a la persona que trataba a entrar en una cierta dinámica, a entrar en su propia escena. Con aquella pretendida y especular situación que le presentaba y que a ella misma le era difícil de resolver sola, de algún modo le facilitaba entrar en escena con la expresión corporal y la verbal; en contacto atento con todos mis sentidos, que percibían su drama, la ayudaba a aflorar y expresarse desde su propio cuerpo, así contactaba de manera más fácil con lo pendiente. Ese trabajo de aflorar desde el interior a la propia piel, de alguna forma vivificaba la lectura posterior que yo hacía, para establecer prioridades terapéuticas en una nueva lectura.
Antes, para soltar las corazas (y casi por protocolo) habíamos trabajado desde la piel, lo que permitía centrarnos en aspectos prioritarios, que luego confirmaríamos, vistos desde los engramas de su propio cuerpo, con una nueva lectura perfeccionada tras los ejercicios (lo veremos a lo largo del texto).
Desde estas líneas, mil gracias por los aprendizajes que me dieron cientos de personas al confiar en mí para resolver sus asuntos conflictivos con mi participación terapéutica. Todas ayudaron a que diera fuerza a mi voz y mi expresión, en consonancia con el sentimiento que fluía desde su sufrimiento y sus emociones, que potenciaron mi discurso desde el corazón y, también si era necesario y se requería, dejándolo surgir desde mis entrañas.
En el proceso y con el tiempo, me he sacado muchas corazas; tantas, que ahora mi piel, casi en un desnudo natural, me permite sentir más el contacto con la vida y atenderla; atender y atenderme en los más pequeños detalles, a pesar de mis múltiples despistes. A veces es tanta la intensidad que siento como un pequeño desgarro en algunas zonas de la piel, con más frecuencia en el tórax, al lado del corazón —en el argot decimos que es el pericardio, que se aprieta—; entonces, un pequeño escalofrío me eriza el vello y se produce un profundo sentimiento, indefinido en el momento que sucede, que sacude todo mi ser, que se conmueve expresando pequeños espasmos (a veces intento disimular para que la persona que está a mi lado no se asuste o se inquiete). No digo nada, en realidad, siento que se están resquebrajando más corazas del corazón y capas de mi ego, y manteniéndome asisto a su caída.
Cuando llega a ese límite, la experiencia de la vida es tan intensa que roza la polaridad ignota y oscura de la persona, de la vida; es como la otra cara una moneda fría y sin ningún tipo de relieves, exenta de refugio alguno. Es más, si miras su reflejo, conecta con la sensación de haber perdido el guía interior, pero por fortuna, dura unos instantes, respiro y lo suelo volver encontrar. Creo que no solo es un nuevo aprendizaje para mí, sino también para el trato con el paciente, al que ahora puedo transmitir de forma lúcida y llena de fuerza unas informaciones que se recogen a flor de piel y que insinúan posibles nuevas rutas fértiles a seguir. Como de alguna forma cita Machado en sus versos al respecto, que traduzco desde mi sentimiento: «Cuando tú estás yo no estoy, y si yo soy tú no estás».
No hay otro remedio, o confrontas o huyes despavorido. Pero, por qué no, saludar esa cara, sin prisas, con amabilidad, sin miedo y de forma decidida, como diciéndole: «Te reconozco en el aviso, pero yo no te llamé, aunque ya sé que cuando tú decidas entrarás sin que lo haga»; de hecho, yo no tendré que hacer nada, y la superficie de la moneda se convertirá en un reflejo de tu propia vida, que siempre podrás cambiar. Solo necesitas cambiar la mirada, subirla muy por encima del ombligo, aunque sea en el último instante.
Para quitar drama, escribiré una frase que le sentía a mi madre y que creo es una expresión propia de Andalucía: «Me ha entrao la muerte chica», se dice cuando algún tema importante o inconsciente lleva aparejado un escalofrío. Si nos dejamos vivenciar todas esas pequeñas muertes chicas, ligadas con frecuencia a la ruptura de ataduras (que pueden ser muy diferentes), y no ofrecemos tantas resistencias (del todo innecesarias; incluso inútiles, si no extremamos el valor suplementario de aferramiento que le damos a algunos aspectos magnificados de nuestra vida), si nos vamos desapegando poco a poco, podría ser que el escalofrío final lo fuera menos, o que no fuera.
Yo no lo sé con certeza, pero sí pienso al respecto que, si estuviéramos más atentos al tránsito transcendente —y no tanto al miedo a perder un constructo cultural al que llamamos cuerpo y que hacemos depositario de una vida—, cambiarían y serían muy diferentes nuestras percepciones del mundo. Si reflexionamos sobre ello, son una amalgama de conceptos culturales. Aceptarlo hace que todo cambie en la vida y en sus tránsitos.
Así, mientras vamos navegando entre luces y sombras, aprovechemos —yo así lo aconsejo y lo practico y vivo: cuando tengo ganas de reír, río; cuando tengo ganas de llorar (a menos que el entorno no lo permita), lloro, como una magdalena, me emociono con cualquier brisa rozando mi piel y voy viviendo muertes chicas, y algunas no tan chicas.
En esos tránsitos por las terapias y la propia evolución, poco a poco mis manos perdieron crispación y ganaron ternura, y creo que mi corazón se hizo más grande, y mis razones, los conocimientos que ocupaban un lugar inmenso y los conceptos que los adornaban, se van diluyendo, y lo hacen hasta tal punto que, cuando toco los cuerpos de las personas, puedo tocar y traspasar el umbral de su piel con toda naturalidad, sin dificultad alguna, en el preludio de una respiración. Entonces, puedo leer con toda atención en sus pieles, con los ojos y todos los sentidos ubicados en mis manos. Leo las diferentes historias, que se reflejan desde la profundidad a la superficie, porque ambas cosas son a su vez conceptos muy relativos; eso sí, siempre lo hago con el permiso explícito de la persona, con un respeto casi sagrado por lo que leo y con una atención absoluta a lo que verbalizo al respecto de la lectura, si es que creo necesario hacerlo.
En el inicio del proceso terapéutico y de forma previa, me dejo un rato a mí mismo, me posiciono con la persona; es como una calibración y una salida del dualismo al mismo tiempo, lo hago en una sintonía respiratoria y de mis oscilaciones posturales (ya lo veremos con detenimiento), y solo cuando siento que hay un cierto orden y empatía, entro en la lectura de su superficie, siguiendo su cartografía individual mientras se abre de forma progresiva el umbral de la piel.
Lo hace desde el prólogo previo que facilita dicha apertura a la intimidad táctil. Así, con la consciencia despierta, empiezo a buscar, y una vez localizado el sesgo en la trama personal de sus tejidos, dejo que mis dedos trabajen en esa urdimbre*, siguiendo una guía que percibo y que no es otra que la fuerza regeneradora y el sentido de la propia naturaleza sabia de la persona. Yo no hago casi nada; así, tal como suena. Entonces, es como quien lee un libro de tal calado y profundidad que no caben juicios ni razonamientos; lo que estás leyendo es lo que es, y en ese momento todo lo demás desaparece y aparece el trazo único del drama de algunas cuestiones humanas, a las que podemos dar una pequeña asistencia, que crecerá de manera exponencial por las leyes de los sistemas no lineales* que rigen cualquier sistema biológico y el propio Universo. Por esta ruta se pueden llegar a transformar muchos aspectos conflictivos de la persona, desde las claves de la memoria de su propia piel.
Lo que es placer o felicidad en el ser humano no necesita de esas lecturas, más bien de caricias de complacencia, o miradas de complicidad, y aunque parece que todo es samsara*, también hay muchos motivos de felicidad y placer. Pero cuando el sufrimiento llega a un límite, creo que se necesita una medicina sutil, que el terapeuta puede dar, porque ya la tomó y la experimentó lo suficiente; al menos, hasta el punto de llegar a ese nivel de lectura e reinformación sensorial de la piel que la persona precisa. Luego, con la información, el paciente y su médico interno se arreglan solos en un proceso natural de homeostasis.
Como iremos viendo, a ese proceso le siguen otros cambios, que conforman un contínuum de consciencia desde el terapeuta a la persona y su interior. Luego, en ocasiones se requerirá un trabajo personal de otro tipo, tanto para el paciente como por nuestra parte. Para prepararnos básica y continuamente se requiere que la persona desee encontrar y entienda los temas irresueltos y el sufrimiento a ellos adherido, tratarlos y poder reconocer de forma vivencial la carta de presentación del conflicto, vista desde las conexiones sin límites que tiene a flor de piel.
Dr. Ignasi Beltrán y Ruiz