Kitabı oku: «Macarrismo»
Akal / Pensamiento crítico / 99
Iñaki Domínguez
Macarrismo
¿Qué es el macarrismo? ¿Es acaso la cultura propia del macarra? ¿Su traslación estética? ¿Una inevitable consecuencia de su modo de vida? Después de la aclamada y exitosa obra Macarras interseculares. Una historia de Madrid a través de sus mitos callejeros, Iñaki Domínguez nos ofrece un ensayo interpretativo del fenómeno del macarrismo patrio y de sus macarras.
Partiendo de un intenso trabajo de entrevistas individuales y de exploración de sus narrativas personales y grupales, el autor nos ofrece una interpretación teórica y antropológica del macarrismo desde los setenta hasta la década de 2000, analizando el éxodo acontecido desde el mundo agrícola a la ciudad que sirvió de base a un nuevo lumpenproletariado urbano (caldo de cultivo del macarrismo); la relación entre territorialidad e identidad, tan característica del pandillero de los años setenta y primeros ochenta; las luchas callejeras entre los pijos y macarras de la Transición; la muerte de la pandilla y el nacimiento de la tribu urbana; la relación entre el macarra y las drogas, y la aporofilia estética, o actual romantización de la pobreza y la cultura barriobajera.
Iñaki Domínguez es licenciado en Filosofía y doctor en Antropología cultural. Al margen de su carrera académica, su historia personal se entrecruza a todo paso con la vida callejera y el mundo de las subculturas. En sus obras analiza fenómenos de la cultura popular desde una perspectiva científico social. Es autor, entre otros libros, de Sociología del moderneo (2017), Cómo ser feliz a martillazos. Un manual de antiayuda (2018), Macarras interseculares. Una historia de Madrid a través de sus mitos callejeros (2020) y Homo relativus. Del iluminismo a Matrix. Una historia del relativismo moderno (2021). Igualmente, lleva la sección «Palabra de modernólogo» en Radio 3 y escribe en medios como Vozpópuli o El Mundo.
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© Iñaki Domínguez, 2021
© Ediciones Akal, S. A., 2021
Sector Foresta, 1
28760 Tres Cantos
Madrid - España
Tel.: 918 061 996
Fax: 918 044 028
ISBN: 978-84-460-5165-7
INTRODUCCIÓN
Desde julio de 2018 llevo realizando trabajo de campo para comprender el fenómeno del macarrismo, aunque mi interés por las subculturas, las conductas socialmente desajustadas y la cultura callejera viene de mucho antes. Mi conocimiento del macarrismo se sustenta en experiencias callejeras propias, que se retrotraen a mi adolescencia, junto con entrevistas a unas doscientas personas vinculadas al imaginario callejero, muchas de ellas con una importante reputación (macarra) en grandes ciudades de España. Los individuos por mí entrevistados no han sido seleccionados arbitrariamente, sino que me he interesado por aquellos cuya reputación les precedía. Una parte fundamental del trabajo etnográfico que he realizado se ha sustentado en dicho proceso de selección, basado a su vez en un «olfato», el mío, para identificar los macarras y personajes más interesantes, cargados de lo que podríamos denominar numinosidad callejera. Es decir, aquellos poseedores de un especial aura en el imaginario colectivo y la mitología de las calles[1]. Estos individuos, pandillas o grupos han servido de pantalla a una proyección comunitaria: sus conductas han estimulado el interés de aquellos que han contemplado sus «hazañas» o han oído hablar de ellas, despertando en ese público espectador –inconsciente urdidor de relatos folclóricos– una especial fascinación.
Tanto en Macarras interseculares como en otros trabajos, he llevado a cabo una etnografía del macarrismo, en la que no solo he cartografiado parte de la historia del macarrismo callejero intersecular (aproximadamente, de 1965 a 2010), sino que he recopilado mucha mitología urbana referente a ese objeto de estudio. Podríamos decir, en términos kantianos, que he analizado tanto la cosa en sí del macarra –su ser objetivo– como la proyección subjetiva –fenómeno– de aquel que no solo contempla, sino que además construye y diseña parcialmente muchos de los relatos folclóricos mencionados. En última instancia y para simplificar, he entrevistado tanto a protagonistas como a espectadores y narradores que, aspirando a participar del mito, han contribuido, todos ellos, a crearlo, desarrollarlo y fijarlo en el imaginario social. Naturalmente, como estudioso que ha recogido tales fenómenos, represento un eslabón fundamental en dicha cadena productora de relatos y sentidos. Mi rol resulta muy relevante por la sencilla razón de ser prácticamente el primero en poner en papel la mitología mencionada, basando mi trabajo en entrevistas personales. Las obras que he publicado representan las únicas historias orales sobre la vida pandillera y macarra que existen en España. Cuando uno lee literatura sobre estas temáticas, ya sea en España o fuera de ella, lo que más choca es la extremada pobreza de testimonios orales. Tales obras antropológicas, de estudios culturales y otras disciplinas me parecen generalmente demasiado técnicas a la vez que pobres en datos etnográficos. Esto se debe, principalmente, a tres causas principales: 1. los autores de tales libros están demasiado interesados en escuchar su propia voz y sus propios análisis por medio de una típica palabrería académica; es decir, que prefieren lucirse antes que dejar que se luzcan sus objetos de estudio, que son los que en realidad habrían de hablar[2]; 2. los autores de tales libros son, en el 99 por 100 de los casos, ratones de biblioteca sin ningún conocimiento de primera mano de las calles, por lo que, entre otras cosas, tienen miedo de interactuar con delincuentes y matones; 3. la investigación objetiva a pie de calle puede parecer un arduo trabajo, siendo más fácil «investigar» frente a un ordenador desde un cómodo estudio, tomando datos de libros o directamente de Google. Esto último representa un verdadero problema que afecta al periodismo, las ciencias sociales y otras muchas disciplinas. Google representa un verdadero Matrix que nos nutre de pseudoconocimientos y representaciones defectuosas. De hecho, ha llegado la hora de combatir los enfoques posmodernos –fascinados con la representación, ya sea digital o de cualquier otro tipo– y alimentar nuestros conocimientos a partir de la experiencia y la interacción directa con los objetos a analizar e investigar, es decir, que habríamos de hacer prevalecer al fenómeno frente a nuestra potencia proyectiva.
Tras realizar dos obras principalmente etnográficas sobre macarrismo, he considerado oportuno –animado por mi editor Tomás Rodríguez, a quien se le ocurrió la idea del presente libro– escribir esta antropología del macarrismo, en la que analizar teóricamente los contenidos acumulados, analizados y experimentados en estos tres años de entrevistas y observación participante.
Quisiera dejar claro por qué en el título empleo el término «macarrismo» en lugar de «macarreo». Yo, personalmente, no había establecido distinción de significado entre ambos conceptos, hasta que leí una elogiosa reseña de Macarras en elblogdemiguelfernandez. En ella el autor, establece una distinción: a su juicio, el macarreo haría referencia al proxenetismo, mientras el macarrismo sería propio de una cultura callejera no necesariamente ligada a la prostitución. La lectura de esa reseña despertó en mí la necesidad de distinguir también entre ambas palabras. Pero, aunque estoy de acuerdo en la definición que hace del «macarrismo», no ocurre lo mismo con la noción de «macarreo». Personalmente, considero que la palabra «macarreo» sería ideal para referir al macarrismo trendy: la fascinación puramente decorativa por las barriadas, la marginalidad y las estéticas de la pobreza. El macarreo, pues, sería una forma de moderneo quinqui o trash que hace al moderno emplear códigos macarras para acumular prestigio simbólico al margen de los contenidos reales y dolorosos de la marginalidad, la delincuencia o la pobreza. Hablamos de un macarrismo posmoderno, sin referente. En definitiva, con la palabra «macarreo» hacemos referencia al moderneo macarra, al macarrismo de cartón piedra, de parque temático.
El libro que sostienes entre tus manos, pues, no es una antropología del macarreo, sino una antropología del macarrismo. Como se diría en la calle, esta es una antropología sobre la «gente real», aquellos que han vivido los barrios en primera persona.
[1] Este olfato o intuición personal no paracen haber ido muy desencaminados. Como prueba de mi aptitud para cazar «talentos macarras», tenemos que muy probablemente va a realizarse una serie de ficción basada en la Panda del Moco, mítica pandilla de pijos malos de los ochenta, que fue documentada por escrito por primera vez por mí en Macarras interseculares. Una historia de Madrid a través de sus mitos callejeros (Santa Cruz de Tenerife, Melusina, 2020).
[2] En una cultura posmoderna como la actual, en la que impera la subjetividad del autor, el objeto o el fenómeno –es decir el macarra o el pandillero– parece lo de menos. No cabe duda de que la posmodernidad está atentando gravemente contra el valor de la escucha.
CAPÍTULO I
El macarra
Historia y tradición de un fenómeno cultural
Como ya he señalado en otras ocasiones, en España el término macarra hizo primero referencia al proxeneta. La palabra procedía del francés maquereau[1]. Como ha ocurrido con otras tantas palabras, el significado de la misma fue cambiando con el tiempo. El abuso de dicho concepto, empleado a modo de insulto, hizo que la palabra macarra dejase de hacer referencia al proxeneta y se extrapolase su significación hasta hacer referencia a personajes callejeros, achulados, pegones, que en muchos casos eran pequeños delincuentes. Dicho tránsito lingüístico tuvo lugar seguramente en Madrid, desde donde pasaría a emplearse también en otras regiones españolas. No obstante, por poner dos ejemplos, en Cataluña y Valencia el macarra sigue siendo el «que vive de las mujeres». Lo que en Madrid llamaríamos macarra en Valencia vendría a denominarse garrulo.
Por su parte, el concepto de macarra como persona achulada ya desvinculada de la prostitución también ha variado con los años. Si en los setenta tenía un uso muy restringido y extremadamente peyorativo, la carga negativa de la palabra ha desaparecido en parte. Ya en los noventa la palabra macarra carecía en gran medida de connotaciones puramente negativas, y hoy parece que se ha convertido casi en algo elogioso. Como cualquiera puede comprobar, las grandes estrellas del trap o de música urbana, hoy estilos musicales plenamente integrados en la escena cultural mayoritaria, se disfrazan de macarras, de figuras marginales, a modo de constructos estéticos –falsas sombras junguianas– de cuya aparente negatividad parece emanar un aura de distinción sumamente atrayente para el público y que opera en beneficio del portador de dicha imagen. Podemos afirmar, pues, que el macarra está de moda a modo de supervivencia fosilizada con un valor eminentemente visual o virtual.
Para personas de más edad, sin embargo, el término sigue siendo un simple insulto. Como me dijo Pablo Díez, alias Lobo, el autoproclamado Justiciero de Usera: «Eso de “macarra”… ¡Esa palabra no me gusta!». Claro, Lobo nació en 1952 y en su juventud referirse a alguien como macarra era un simple agravio. Pero lo cierto es que, con el tiempo, tanto quinquis como macarras han venido a molar, siempre desde una posición nostálgica y estética, alejada de su realidad objetiva. Digamos que hay ciertas cosas que de lejos nos gustan más.
El macarra intersecular –aquel que opera entre los siglos XX y XXI, ya desvinculado del proxenetismo–, el tipo de barrio, achulado y pendenciero, surge, pues, en los sesenta como un híbrido conformado a partir de rasgos típicamente españoles, incluso castizos, y otros anglosajones, típicos de la cultura pop, que son importados a través del cine, la música, las bases militares estadounidenses, el turismo y todo aquello que podríamos entender como formas de imperialismo cultural anglosajón. El macarra original es un producto muy local, pero que, al mismo tiempo, se tiene a sí mismo como moderno, es decir, que se nutre, también, de estéticas venidas de Estados Unidos e Inglaterra. Los primeros macarras de los sesenta, gente como los Ojos Negros –liderados por Ángel Luis Telo Ronda y en cuyas filas militó el boxeador Dum Dum Pacheco–, eran jóvenes del barrio de Legazpi (excepto Dum Dum, que vivía en Carabanchel) que admiraban la moderna música de Camilo Sesto, al tiempo que emulaban a los protagonistas de películas como West Side Story (1961).
Ya en los primeros setenta, el macarra llevaba pantalones con grandes campanas y escuchaba el glam rock importado de Inglaterra o el rock duro de grupos como Deep Purple. El macarra de la época, descrito para mí por un informante que vivió los setenta y ochenta, se ajustaba al siguiente molde: «El macarra tenía un concepto político. Los macarras para nosotros eran gente más bien de derechas. Eran franquistas que se pegaban por todo. Gente de calle. Paco el Gori, que iba con pantalones de campana, con cinturones con una hebilla de cabeza de león, enseñando el ombligo. Se buscaban la vida también, pero con otra ideología. Esos eran lo que nosotros llamábamos macarras»[2]. Estos personajes llevaban flequillos cortos junto a largas melenas, pantalones de campana apretados y zapatos con plataformas al estilo de grupos como Slade o Gary Glitter. El primer macarra moderno fue un extraño fruto del mestizaje cultural dominante en el país a partir de los sesenta, cuando España se abrió a las influencias del Occidente liberal. Los españoles dejaron abruptamente de ser religiosos por medio de un proceso acelerado de secularización y quisieron vivir el momento desde el enfoque hedonista de un consumismo típicamente capitalista[3]. Muchos de los referentes de la juventud habían cambiado de la noche a la mañana, y el macarra pertenecía a una cultura juvenil boyante.
Los lugares preferidos del macarra setentero eran siempre entornos lúdicos: los billares, las verbenas y las discotecas de barrio. Estas últimas eran locales poco sofisticados muy diferentes a las discotecas del centro de la ciudad (una distinción apreciable en muchas ciudades españolas). En ellas las peleas tenían lugar con enorme frecuencia, especialmente en los setenta. El macarra autóctono de aquellos años era un hooligan para quien las formas principales de entretenimiento consistían en beber alcohol y pelear. Por otro lado, los billares eran entornos en los que los jóvenes de los barrios obreros podían divertirse, cuando las opciones para el esparcimiento juvenil eran muy limitadas. Ahí uno podía beber alcohol y había mesas de ping pong. En los setenta todavía no habían llegado los videojuegos a España. De hecho, el primer videojuego jamás comercializado es de 1971, por lo que los recreativos no fueron el ecosistema del macarra hasta la siguiente década. Las verbenas y las fiestas populares eran entonces más comunes que hoy y los coches de choque representaban una forma de diversión que incitaba a pelear a unos usuarios contra otros. Como me dijo el taxista Peseto Loco, a pesar de haber nacido en 1982, siendo de una generación posterior: «Los coches de choque eran pelea asegurada».
Los primeros macarras interseculares nacieron, principalmente, a partir de los años cincuenta. Desde 1946 hasta 1980 la cifra de personas nacidas en España no desciende anualmente de las 565.378 (la cifra más baja, del año 1950), unos números abundantes si los comparamos con los de la actualidad (en 2020 hubo en España 338.435 nacimientos)[4]. Si los miembros de la generación del baby boom estadounidense fueron los nacidos entre 1946 y 1964, aproximadamente, en España la explosión de la natalidad se da entre 1960 y 1975. Es este el grupo de edad más numeroso y nace con la recuperación económica del desarrollismo franquista. Estos números no pudieron dejar de proporcionar a la juventud un protagonismo inusitado. El boom del macarra viene propiciado por un contexto histórico en que las grandes ciudades están en construcción, tras el fin de una dictadura autoritaria y con la instauración de una democracia, en un proceso de transformación acelerado de la sociedad en el que tiene lugar la epidemia de la heroína, al tiempo que son consumidas otras muchas drogas. Estos factores hacen del macarra una pieza extremadamente visible de las ciudades del país. Por ello, el macarrismo cuenta por aquella época también con un protagonismo creciente que va desde finales de los años setenta hasta mediados de los ochenta, años macarras por antonomasia. Representa este periodo un boom del capitalismo, que coopta la identidad macarra haciendo uso de ella para la explotación cinematográfica, principalmente.
A finales de los años setenta el macarra muta. Los macarras de la Transición ya no llevan pantalones de campana y su indumentaria y gustos cambian. En palabras del novelista Gómez Escribano, que es del barrio madrileño de Canillejas: «[En el macarra] hay una transición porque antiguamente eran pantalones de campana y, luego, cuando me tocó abandonar la niñez, el típico uniforme era el pantalón de pitillo, las zapatillas deportivas Yuma… y luego el plumas azul. Llegó un momento que estaban muy cotizados los plumas azules, incluso la gente se los quitaba a otros niños. El uniforme era ese. Estamos hablando de la segunda mitad de los años setenta. Los pantalones de campana ya no se llevaban y si alguien los llevaba era objeto de burla, porque se llevaba el pitillo». Este nuevo macarra, pues, era el referente que aparece principalmente en películas de Eloy de la Iglesia como pueden ser Navajeros (1980) y Colegas (1982). Curiosamente, algunos elementos identitarios de esta figura perviven en personajes de los noventa. A finales de esa década no era raro ver chavales de barrio vistiendo pantalones vaqueros muy ajustados, junto con chaquetas también vaqueras y cortes de pelo mullet (con el cabello corto por arriba y largo por detrás)[5]. No hay que olvidar que ciertas supervivencias identitarias permanecen con el tiempo. Una de ellas, por ejemplo, sería el llamado tunning o el derrapar y fardar con el coche en el barrio. Esta práctica sigue vigente entre macarras, de hecho, al menos desde finales de los años setenta.
Precisamente, a finales de los años setenta la identidad macarra de los barrios empieza a mutar y el llamado cine quinqui establece una relación simbiótica con las calles en la que la ficción imita la realidad y viceversa. Esta nueva realidad, por su parte, está relacionada con la integración del gitano en barrios que antes de los setenta le estaban vetados. Tal integración da a luz una cultura quinqui que simboliza una síntesis entre el gitano y el payo callejero. De ahí que se hable de «cine quinqui», puesto que el quinqui no es del todo gitano ni payo, siendo una denominación ambigua que sirve para englobar diferentes tipos propios del mundo lumpen.
Curiosamente, la referida explotación del macarra callejero se inicia a partir de otra forma de explotación: el periodismo sensacionalista de sucesos. El llamado cine quinqui –que bien podría haberse llamado cine macarra– surgió, en gran medida, como respuesta a un incremento de la delincuencia juvenil ampliamente publicitado por medios de comunicación amarillistas[6]. Como afirma la voz en off de una famosa película de cine quinqui: se ha dado «un aumento de la delincuencia del 106 por 100 desde 1976 hasta 1982… un atraco cada 45 minutos. El 88 por 100 de la delincuencia procedía de barrios marginales». Según el Lute, célebre quinqui protagonista de inverosímiles fugas durante los últimos años del franquismo, la incorporación del quinqui a toda actividad ilegal está vinculada a un cambio de modelo social y económico: «Siendo nómadas por tradición, se nos ha obligado a convertirnos en sedentarios; siendo artesanos, nos encontramos en una sociedad tecnológica y hostil. Fue precisamente esa ruptura brusca con el pasado inmediato la que dio lugar a nuestra incapacidad para adaptarnos a un nuevo modo de vida y la que constituye la causa de la delincuencia quinqui»[7].
Dicho esto, tal incremento de la criminalidad entre los jóvenes era públicamente considerado –no sin parte de razón– el fruto de unas más distendidas normas y leyes, una mayor permisividad y el abandono de la llamada «mano dura» del franquismo. Aunque la falta de mano dura no fuera motivo suficiente para permitir el surgimiento de una ola de delincuencia –solo hay que ver el caso de Estados Unidos, donde conviven una mano durísima con aún mucha más delincuencia a pesar de ello–, sí es cierto que algo tenía que ver. Otro factor, sin duda, era esa explosión demográfica de la que hemos venido hablando, por la que había más presencia en las calles de jóvenes, algunos de ellos sin recursos. También podemos contar con factores como la incorporación plena del país a un modelo socioeconómico democrático-capitalista donde la mercancía es fetichizada y compulsivamente deseada por la ciudadanía, o con la integración precipitada de innumerables familias desde el mundo rural hasta entornos urbanos. Aunque las razones de este incremento en la delincuencia pueden ser muchas, digamos que parte de la opinión pública achacaba esta a una sola causa: la falta de autoridad propia de una sociedad democrática[8]. Cierto sector de la población miraba con nostalgia al reciente franquismo.
Al darle tanto bombo mediático a la delincuencia de esos años, muchos delincuentes juveniles se convirtieron en «estrellas» cuyas hazañas eran recogidas en prensa y televisión. Y, como ya se he dicho, la referida atención mediática fue la base de una atención cinematográfica que dio pie al nacimiento del cine quinqui a partir de 1977 con el estreno de Perros callejeros, de José Antonio de la Loma. Dicho esto, la infraestructura y el modelo cinematográfico de explotación ya existían desde tiempo atrás, por no hablar de una fascinación por el mundo marginal que bebía de las fuentes del neorrealismo italiano y la obra de Pier Paolo Pasolini. Al igual que ocurre con el cine tanto de José Antonio de la Loma como de Eloy de la Iglesia –dos referentes del cine quinqui, les gustase a ellos o no la etiqueta–, el neorrealismo hacía uso de actores amateur, con la intención de incrementar la espontaneidad y el realismo de las secuencias e imágenes representadas. Ese neorrealismo, por otro lado, quiso retratar –como el cine quinqui– la vida de aquellos que pertenecían a los estratos sociales más bajos: proletarios y lúmpenes. A su vez, al igual que el cine quinqui, proliferó justo después del fin de una dictadura, y vino a ser considerado también una muestra de cambio cultural y progreso.
La diferencia principal entre ambos géneros es que el cine quinqui estaba, quizás, más vinculado a la pura explotación, mientras el neorrealismo era más un cine social. No obstante, algunos autores de cine quinqui, como Eloy de la Iglesia –miembro del Partido Comunista–, sí se veían a sí mismos como creadores de cine social que aspiraban a cambiar la realidad a través de su arte. En este sentido, De la Iglesia dedica su película El pico 2 «a los presos que conocimos en Carabanchel y a todos aquellos que luchan contra la esclavitud de la heroína»[9]. De la Iglesia gusta de retratar las acciones y experiencias de los miembros del lumpenproletariado –muchos de ellos macarras– como fruto de una injusticia y desigualdad social sistémica y estructural. El quinqui, el macarra o el delincuente serían, de acuerdo con este modelo, figuras atrapadas en una compleja trama social en cuyo seno ocupan los más bajos escalafones[10]. A pesar de esta autoimagen que se arrogaba De la Iglesia como autor político, la crítica generalmente no compartía esta identificación. El Diccionario de directores españoles, de Pérez Gómez y Martínez Montalbán, describe al director vasco como «amarillista, altisonante y truculento»[11]; y lo cierto es que, a pesar de ser un director muy relevante histórica y comercialmente en el mejor sentido de la palabra, a sus críticos no les faltaba cierta parte de razón. En su defensa debemos decir que un autor no ha definirse exclusivamente por sus defectos, sino también por sus virtudes.
El cine quinqui ejemplifica muy bien el boom del macarrismo español, que sirve de base a dichas formas artísticas, pero que es, a su vez, azuzado por estas. Es decir, que los delincuentes juveniles inspiran algunas de estas películas –este es el caso del Vaquilla, que inspira Perros callejeros, o del Jaro, modelo del que surge Navajeros– y, a su vez, muchos chicos de barrio toman nota de este género a la hora de cometer nuevos delitos. No cabe duda de que dicho cine idealiza, realza y embellece la figura del quinqui, del macarra, del delincuente, algo que está en sintonía con una larga tradición española que hizo del bandolero un personaje de leyenda. Dicha figura era un forajido que robaba a las buenas gentes en los caminos menos transitados y vigilados, en los montes y los bosques. Estas zonas eran propicias para que los bandoleros se ocultasen tras cometer un delito. Eran, de algún modo, pandilleros, pues operaban en cuadrillas, una de las más famosas Los Siete Niños de Écija, quienes llegaron a controlar la carretera general de Sevilla a principios del siglo XIX. Algunos de sus integrantes tenían los siguientes nombres: Juan Palomo, Satanás, Malafacha, Cándido, El Cencerro o Tragabuches. Si para neutralizar la actividad criminal de estos personajes el rey Fernando VII recurrió a batallones de soldados especializados llamados Migueletes, la policía de los setenta inventó un dispositivo con pinchos para interponer en las rutas de niños bandidos como el Vaquilla y así detener sus coches, también llamado Migueletes. Muchos de estos bandoleros aparecieron en España en el siglo XIX, tras finalizar la Guerra de la Independencia contra Francia (1808-1814). Eran grupos de brigadas guerrilleras que habían luchado contra la invasión francesa y no se habían integrado adecuadamente en la sociedad post-napoleónica, por lo que hicieron de sus costumbres guerrilleras una forma de vida. Luego, con las Guerras Carlistas ocurrió otro tanto. Al igual que aconteció, más adelante, con algunos de los protagonistas del cine quinqui, muchos de estos bandoleros murieron jóvenes, consecuencia natural de su forma peligrosa de vivir. Dos legendarios ejemplos de ello fueron José María el Tempranillo y Luis Candelas, que vivieron veintiocho y treintaitrés años respectivamente.
Como los bandoleros, los protagonistas del cine quinqui –al igual que los miembros del lumpenproletariado internacional– fueron sublimados por la izquierda radical como luchadores frente a un orden de cosas injusto. Como dice el historiador marxista Eric Hobsbawn: «Al desafiar a los que tienen o reivindican el poder, la ley y el control de los recursos, el bandolerismo desafía simultáneamente al orden económico, social y político. Este es el significado histórico del bandolerismo en las sociedades con divisiones de clase y estados»[12]. Naturalmente, la motivación subjetiva del bandolero o el macarra delincuente no consistió nunca en desafiar el poder del sistema o en cuestionar políticamente el statu quo, sino en sucumbir a los entramados de tentaciones diseñados por este y en someterse a los imperativos del dinero o el mercado capitalista. También la propia guerrilla, como sistema de confrontación bélica, fue idealizada por pensadores de izquierda norteamericanos, como símbolo de resistencia frente al Estado.
La delincuencia, pues, no sería una forma de oposición al sistema, o un intento de derrocarlo, sino más bien una aspiración a participar del mismo y elevar la propia posición ocupada en él. Lo que hace diferir al burgués tradicional del delincuente es el medio a través del cual quiere lograr tal propósito. En el caso del lumpen, este solo podrá aspirar a incrementar su posición por medio de acciones ilegales. De este modo, su ascensor social y económico es el delito. Lo que ocurre generalmente en los análisis que realiza la izquierda del mundo lumpen es que, en estos, los más vulnerables socialmente son idealizados, entre otras cosas porque los escritores encargados de tales análisis no tienen contacto alguno con lo marginal, si acaso solo a partir de encuestas, estadísticas y datos en papel. Y lo cierto es que uno tiende a idealizar aquello que desconoce o que solo vislumbra en la distancia.
Por otro lado, en el mundo académico vinculado a lo antropológico, lo sociológico y, no digamos ya, en el marco de los estudios culturales, dotar a todo texto académico de una pátina de ideología progresista es fundamental no solo para medrar, sino para gustarse y mercantilizar las propias labores académicas de cara tanto al público y al alumnado como a la propia jerarquía académica, a causa de lo cual el lumpen sigue ocupando el lugar de víctima idealizada. Digamos que tanto delincuentes como académicos y burgueses prosperan y progresan como les es permitido en sus respectivos marcos, estructuras y contextos de acción. En este tipo de literatura, el lumpen es considerado siempre una víctima, y es esa calidad de víctima la que le provee automáticamente de bondad, puesto que por las víctimas uno suele sentir compasión, un sentimiento que embellece al que sufre. Pero, claro, dichos forajidos modernos no son solo víctimas, sino también, en muchos casos, depredadores capaces de una maldad y falta de compasión extremas. Esto se debe a que viven realidades muy concretas y duras, pero también al hecho de que son seres humanos y los seres humanos somos imperfectos.