Kitabı oku: «Afectividad ambiental», sayfa 3
Multiplicidades, enmañaramientos, líneas, senderos
Las multiplicidades, han dicho Deleuze y Guattari (2004), son rizomáticas, en el sentido de que son ramificaciones que van en todos los sentidos, y en donde cualquier punto puede conectarse con otro punto. En las multiplicidades no hay sujeto ni objeto, ni dualismos. Están en cambio compuestas de líneas ramificándose sin principio ni fin. Pues bien, para atender este concepto de las multiplicidades en el pensamiento ambiental, consideramos que vale la pena estudiar el reciente trabajo que ha desarrollado el antropólogo inglés Tim Ingold (2015). Aunque no se referencie en el trabajo deleuziano y guattariano, pensamos que su elaboración sobre las Líneas da una excelente primera imagen de lo que aquí queremos decir.
Según Ingold (2012), el ambiente podría verse como un enredo que incluye múltiples componentes humanos y no-humanos. Para él, todas las criaturas que componen este enredo relacional son pasajeras que se acompañan en el mundo en el que todas están presentes, y, a través de sus acciones y movimientos, van creando las condiciones para que otras vivan. Lo que el antropólogo desea expresar es que, aquello que llamamos “ambiente”, es una maraña de senderos o hilos entrelazados. Mucho más que una relación que emerge de la relación ecosistema-cultura —como piensa Augusto Ángel Maya—, el ambiente es un nudo de multiplicidades, una zona de enmarañamiento. Ingold (2012, p. 29) se apoya en el geógrafo sueco Torsten Hägerstrand (1976), para decir que al imaginar cada componente del ambiente “incluyendo humanos, plantas, animales y cosas, todos al mismo tiempo”, en una trayectoria continua de movimiento, encontrándose con otras trayectorias, podemos ver cómo los diversos componentes se van entretejiendo.
En efecto, al ilustrar ese ambiente, subraya Ingold (2015), bien podríamos comenzar dibujando una línea sinuosa en un papel con un color, asemejando una senda de movimiento de una criatura en un lugar. Pero dado que esa criatura no está sola, tendríamos que dibujar otros trazos de líneas, con diferentes colores cada una, que figurarían las sendas de otras expresiones de vida que han llegado a ese mismo lugar por otros caminos. Si fuéramos añadiendo sendas a esa ilustración colorida, poco a poco, la imagen se iría volviendo cada vez más enrevesada. Las líneas irían entrelazándose, conformando un enredijo, un nudo. Pero las criaturas no se quedan ahí, sino que más bien siguen deambulando, andando, siguiendo sus caminos por otras rutas, y por tal razón el nudo que podemos dibujar es solo provisional. Tendríamos entonces que imaginarnos que las líneas van desenredándose hasta hacer otros nudos, para volverse a desenredar y conformar nuevos nudos, y así sucesivamente. Como ese nudo gordiano es el “ambiente”, asegura Ingold (2012): una trama conformada por hilos de sendas de diversas criaturas y objetos que habitan un mismo lugar. Si lo viéramos desde adentro, dice Hägerstrand (1976), uno podría ver cómo las puntas de las trayectorias van siendo a veces empujadas hacia adelante, otras veces hacia atrás, yendo de un lado para otro, en todas las direcciones, sintiéndonos abrazados por el tapiz a medida que se mueven.
Cada sendero dejado por cada criatura es un tipo de línea de vida. Entre los habitantes que formamos estos senderos están incontables tipos de seres: algunos reptando, otros caminando, unos volando, otros excavando, otros nadando, otros surcando con sus flagelos en el éter, otros moviéndose a través de sus rizomas y raíces por debajo de la tierra, otros en las escalas temporales de las formaciones geológicas, todos ellos juntos, habitando el mismo lugar. Y en ese enmarañamiento no hay fronteras ni exteriores, pues la vida no puede contenerse. No puede cercarse. No hay entorno que nos rodee. No existen límites, ni fronteras, sino mallas de líneas en las que “distintos caminos se enmarañan por completo. Esta zona de maraña, esta malla de líneas entrecruzadas no tiene exterior ni interior, únicamente aperturas y vías” (Ingold, 2015, p. 148).
Visto en esa perspectiva, todos los componentes de esa gran trama, continúa Ingold (2012), no son seres, sino devenires: devenires pájaro, devenires herramientas, devenires plantas, devenires humanos, devenires bacteria, yendo de un lado para otro, formando un gran patrón de líneas entretejidas. No somos un orden escindido, tratando de hacer empalmes, sino desde siempre seres habitando junto a otros. Difícilmente podemos decir dónde termina una persona y dónde empieza su ambiente. Estamos tan enmarañados en el tapiz de los senderos, que no podemos pensarnos desde fuera, intentando acceder a “la naturaleza” —con lo que ello tiene de asociado a la exterioridad—, y menos pensar lo no-humano como “el entorno” o “medio”. En el rizoma de la vida cada línea está siempre moviéndose, entrelazándose con otras líneas que también se mueven, deshilachándose aquí e hilachándose allá, tejiendo en conjunto la gran trama de la vida.
Encuentros entre cuerpos
Esta noción de enredos y enmarañamientos en constante movimiento da una primera imagen no del todo satisfactoria, pero sí introductoria, para crear la epistemo-estesis ambiental. De nuestra parte, e inspirándonos en Spinoza, el pensamiento ambiental latinoamericano de Patricia Noguera y José Luis Grosso, la fenomenóloga mexicana Emma León, el neurobiólogo Francisco Varela, y la esteta Katya Mandoki, queremos seguir el planteamiento de Ingold, pero desde la noción de cuerpos entre cuerpos.
Para empezar tendríamos que preguntar, ¿qué es aquello que sigue senderos, caminos y rutas? ¿Qué es eso que se enreda y desenreda? Esas preguntas nos llevan inmediatamente a la respuesta de que quien se mueve y deambula, quien construye el ambiente como zona de enmarañamiento, es el cuerpo. Hablamos de los cuerpos-piedras, los cuerpos-agua, los cuerpos-aire, los cuerpos-fuego, los cuerpos-plantas, los cuerpos-animales, los cuerpos-humanos. Sin embargo, aún tendríamos que precisar: ¿qué es aquello que llamamos “cuerpo”? Para contestar ese cuestionamiento bien vale la pena remitirse al examen del cuerpo humano y la pregunta sobre si el cuerpo es nuestro “yo”, tal como lo preguntan los textos budistas del Abhidharma.
Siguiendo la explicación de Varela, Thompson y Rosch (1997, p. 89), tratamos nuestro cuerpo como si fuera nuestro “yo”. El cuerpo es el lugar donde están los sentidos, percibimos el mundo desde el cuerpo, “¿Pero de veras creemos que el cuerpo equivale al yo?” Pensemos cómo la configuración de nuestro cuerpo cambia permanentemente. Las células están en constante proceso de cambio —se calcula que cada hora cambiamos más de un millón de células de la piel— de modo que un organismo no es el mismo ni siquiera en el mismo día, y nunca es idéntico a sí mismo. Con los procesos de renovación celular un individuo cambia muchos de sus componentes de una hora a otra, y, en ese sentido, no podemos decir que sea el mismo individuo, pero, en otro sentido, tampoco es por completo distinto, en cuanto mantiene su estructura y su patrón organizativo.
Examinemos la cantidad de pequeños cuerpos que alberga nuestro cuerpo humano. Como se ha descrito, en él habitan unos cuarenta y ocho billones de bacterias, sesenta billones de virus, varios miles de millones de hongos y otros millones de ácaros, los cuales reunidos, resultan mucho más numerosos que las células del propio cuerpo. Quizá podríamos decir que “tengo un cuerpo que me pertenece”, pero ¿podríamos decir que esos cuerpos-microbios que viven en mi cuerpo me pertenecen? (Varela, Thompson y Rosch, 1997). Pensemos ahora en el agua. Sabemos que nuestro cuerpo está conformado por un setenta por ciento de agua, pero ¿esa agua hace parte de mi “yo”? La ciencia nos ha contado que cada molécula de agua ha existido durante miles de millones de años. Ella vino a la Tierra con asteroides y cometas, y desde ahí ha estado circulando a través de rocas, animales y plantas. Antes de que esa agua constituyera la mayor parte de mi cuerpo, estuvo dentro de océanos, lluvias, congelada en los casquetes polares, y fue parte de bacterias y dinosaurios (Jha, 2015). Esa agua no quedará quieta, sino que seguirá circulando una vez abandone el cuerpo y siga su deambular, sus rutas de movimiento.
Por cualquiera de las vías,6 no hay un fundamento para decir que exista algo en sí mismo que pueda llamarse de manera delimitada como “cuerpo”, en la medida en la que no podemos imaginar ningún cuerpo separado de su exterior por la frontera de su piel, o de sus escamas, corteza o caparazón. En realidad, ¿dónde empieza y termina un cuerpo? ¿Podría pensarse un cuerpo al margen de lo que habita y lo que lo habita? ¿Existe un cuerpo yoico? El cuerpo quizá debamos definirlo por el conjunto de relaciones que lo componen, no por una esencia unitaria, sino por la dinámica de relaciones corpóreas y extra-corpóreas que lo conforman. De hecho quizá la palabra cuerpo no sea un sustantivo, sino un verbo, un acto. No somos cuerpo, sino que en todo momento estamos en proceso de corporizarnos, de inter-encarnarnos a través de los distintos encuentros (León, 2017). La configuración de aquello que erróneamente llamamos “yo” no es más que una serie de encuentros, de senderos, como diría Ingold, de cuerpos deambulando que se encuentran con otros cuerpos, pero que también se desencuentran para seguir otras rutas en las que se encontrarán con otros cuerpos.
El filósofo budista Juan Arnau (2017, p. 111) nos recuerda cómo Berkeley “aseguraba que el sabor de una manzana no reside en la manzana misma, ni tampoco en la persona que lo saborea, sino en el encuentro entre ambas”. La manzana es el resultado de un flujo de encuentros, como la semilla y la lluvia, los microorganismos del suelo y el árbol, la cosecha y la mano del campesino, así como la persona es fruto del encuentro entre sus padres, y sus gametos, y de una multitud de encuentros en su historia de vida. La larga trayectoria de la manzana, diría José Luis Grosso,7 es la que nos toca, la que allega a nuestra lengua. El placer del sabor de la manzana es el placer de la relación, no en lo que está aquí adentro —mis papilas gustativas—; no en lo que está afuera —la piel de la manzana y su jugo—, sino el encuentro entre ambas superficies, una relación entre cuerpos. La manzana me toca, yo la toco. Estamos en contacto cotidiano con los seres del mundo, por eso dice Arnau (2017, p. 112), la persona y la manzana son encuentros, “en una cadena cuyo origen no podemos localizar”. Somos cuerpos entre cuerpos encontrándonos. Encuentros energéticos, químicos, sensibles a distintas escalas: desde la escala de la manzana y la boca de la persona, pasando por las partículas subatómicas que le subyacen, hasta las que acontecen a la escala de las constelaciones. Pero además de escalas diferenciadas, somos encuentros entre distintas velocidades: desde el vertiginoso movimiento de los electrones, o el acelerado ritmo de reproducción de las bacterias, hasta el lento movimiento de un árbol a través del suelo, o las lentísimas celeridades de las piedras. Somos entrelazamientos entre diversos tipos de cuerpos, entrecruzándonos por senderos dinámicos, en una relación entre escalas, velocidades y lentitudes.
Nuestra existencia es un inter-existir, un ser-estando, entre-estando, fluyendo, encarnándonos, creando estados que se desvanecen, para dar pie a nuevos estados. Con nuestros actos y los actos de otros, con nuestras sensibilidades y las sensibilidades de otros, estamos “acá”, transformándonos, intercambiando, trenzándonos, entre las distintas expresiones de vida, interactuando al interior de un universo sintiente que nos abarca. Spinoza enseñó que somos expresiones de vida, “vida dentro de la vida”, como diría Emma León (2017), tutelados por las interacciones de nuestros enredos relacionales. Lo que somos depende de lo que logra enmarañarse, de las composiciones de muchos y diversos organismos, cada uno de los cuales, está compuesto de otros organismos. Como muñecas rusas, nuestra vida solo es posible gracias a las vidas que llevamos adentro (Haskell, 2012). No somos, sino que inter-somos, expresaría el maestro budista Thich Nhat Hanh (1975).
Cuerpos entre cuerpos da cuenta de la inter-encarnación o la co-corporización que surge del encuentro entre una multiplicidad de fuerzas, energías, sensibilidades, humores, afectos que interactúan dinámicamente (León, 2017). Esta visión adopta una vía intermedia que toma en serio las interdependencias del pensamiento spinoziano y la crítica a la eliminación de la diferencia. No hay monismo, entendido como totalización, sino encuentros entre alteridades radicales. Diferencia ontológica. Cada cuerpo contenido en las diversas formas corpóreas, ya sea de carne y hueso, espinas y escamas, corteza y madera, interactúa diferenciadamente con los cuerpos con los cuales se encuentra. La alteridad radical y la renuncia a todo monismo totalizante radican en las especificidades morfológicas, históricas, filogenéticas y posibilidades estructurales de cada tipo de cuerpo.
Entonces podemos decir que la diferencia radical comienza con el cuerpo. Pues no es igual tener “manos que garras, pulmones en lugar de branquias, brazos en vez de alas, piel que escamas”, como asegura Emma León (2017, p. 56). Cada quien experiencia el mundo sensible a su modo, y vive sus procesos de co-corporización en el estar-siendo-entre-otros-cuerpos. A veces amalgamándose y fusionándose, a veces separándose y siguiendo nuevos senderos. Somos-siendo gracias al movimiento, al cambio, a la impermanencia; gracias a los fenómenos de entrelazamiento entre materia y energía. Los cuerpos, sus fluidos, sus fuerzas térmicas, sus energías vitales inundan y se transmutan con otros fluidos, otras fuerzas térmicas, otras energías vitales. La vida dentro de la vida radica justamente en la alteridad radical que caracteriza los encuentros entre los distintos cuerpos (León, 2017).
Sin embargo, es necesario señalar que los encuentros no son azarosos, como da a entender Tim Ingold con su imagen del nudo. Ellos obedecen a un patrón autoorganizativo que explica algunas de las regularidades que vemos en nuestro planeta, y que se amalgaman creando las proporciones y la belleza del flujo de la vida. Las matemáticas de Turing (1990) han mostrado cómo las rayas de una cebra, las manchas del jaguar, la disposición de los dedos en la mano, la espiral del caracol, la disposición de las plumas de las aves, la ubicación espacial de los predadores y presas, las circunvoluciones del cerebro, las células ciliadas del oído, o las formas de la vegetación, obedecen a una interacción particular de moléculas que siguen combinaciones reiterativas. En otras palabras: las moléculas se autoorganizan y retroalimentan de manera espontánea siguiendo un repetitivo patrón biológico. Las líneas dejadas por los senderos de Ingold, más que enmarañamientos, son patrones autoorganizados, fractales, diseños repetitivos, que explican el parecido entre la piel de un leopardo y ciertas formaciones acuáticas; las manchas de la cebra y las crestas que se forman en las dunas de la arena; el coral marino y las marismas; el ojo de un huracán y la concha de un molusco; o la piel de los reptiles y las colmenas de abejas.
Patrones, órdenes y estéticas de la vida
a) Dunas de arena. b) Manchas de cebra. c) Delta del Lena, Siberia. d) Pintas de leopardo. e) Raíces de árbol. f) Arroyos que vierten a la marisma de Doñana. g) Huracán. h) Concha de Nautilus pompilius. i) Marismas Parque Nacional Doñana. j) Coral cerebro. k) Piel de reptil. l) Colmena de abejas.
Los encuentros, mucho más que tropiezos fortuitos y desorganizados, siguen una lógica estética. Se trata de muchos procesos que se encuentran con otros procesos diferentes, que, al ligarse, van componiendo una danza de agrupaciones y reagrupaciones que siguen una sucesión necesaria (Hägerstrand, 1976). Precisamente gracias a que los distintos devenires no se encuentran desorganizadamente, sino que siguen los patrones que identificamos en las distintas formaciones biológicas y geológicas, es que podemos percibir la belleza de nuestro planeta vivo. El ambiente es entonces un proceso de encuentros, de entrelazamientos, sí —convenimos con Ingold—, pero es un proceso autoorganizado y dinámico en largas trayectorias co-evolutivas, por las cuales se van formando simetrías, proporcionalidades y formas repetitivas en lugares insospechados. Así es que consideramos hermosos todos los patrones biológicos: la simetría en las alas de la mariposa, el equilibrio en el rostro de los animales, la combinación de los colores de las aves. La armonía que brilla de las proporciones que surgen en las tramas de la vida.
“¿Sabéis su nombre? ¿El nombre de lo que es el Uno y el Todo? Su nombre es belleza”. Hölderlin. Hiperión o el eremita en Grecia.
Esta forma de pensar los misterios relacionales de nuestra Madre Tierra contrastan con la extraña noción moderna de “naturaleza” entendida como telón de fondo o exterioridad. Somos más bien senderos, agregados de movimientos, que siguen patrones en el trasegar de los elementos y sus ciclos, del entrecruzamiento de multiplicidades de devenires. La clave es que no partamos de un mundo desligado para ir luego a su encuentro, sino entendernos desde el principio “ya siempre habitando”. Cuando hablamos de ser humano y naturaleza, pareciese que las personas estuviéramos en un lado y la naturaleza en otro lado. Pero la multiplicidad que habitamos y nos habita no es un enfrente de las personas, no es un objeto exterior. No existen seres humanos y además naturaleza (Heidegger, 1994). Estamos “aquí no más” (Kusch, 1976) junto a otros, recibiendo las sensaciones y potencias de otros cuerpos con los cuales nos encontramos.
En este magma descentrado, lo que hay es una inconsistencia ontológica: no hay centro donde señalar con el dedo, y decir “ahí está”. Parece que se tratase de una ontología del cuerpo, pero tampoco hay fundamento en algo en sí mismo que podamos llamar, de manera delimitada, como “Cuerpo”. Es una ontología desparramada, vacía de todo centro, que se distribuye por el territorio de los cuerpos “entre” otros cuerpos. Y cuando decimos “entre”, estamos pensando el lugar donde coexiste lo propio y lo ajeno. Es una invitación a pensar no solo el cuerpo, sino el puente, que es, al fin y al cabo, el que permite que aparezcan las orillas que se coligan (Heidegger, 1994). Es por el puente, que aquí llamamos “entre”, como se establece la relación entre los límites envolventes de mí propio cuerpo y los otros cuerpos de los que dependo para mantener el patrón de organización que me compone. La frontera de mi envoltorio es la que permite cruzar el puente de lado y lado, reuniendo una encarnadura estructuralmente acoplada y un espacio exterior habitado.
La epistemo-estesis ambiental entiende que ningún cuerpo puede existir sin los otros, pues cada uno de ellos adquiere sus propiedades como resultado de sus interacciones con los demás. Sin embargo, existe también una paradoja, porque también es una ontología en donde no hay fusión y pérdida de la diferencia, como bien advierte Plumwood. Pues cada cuerpo, al mismo tiempo que se mantiene unido a otros, se distingue como una unidad diferenciada. Es una suerte de dialéctica entre continuidad y diferencia, en la que existe una unión indisoluble entre diversos modos de vida, pero justamente ese enlace vital de co-determinaciones es el que permite a cada organismo mantener su propia individualidad (Varela, 2000).
Aunque en su estructura y funcionamiento el cuerpo está conectado, empalmado e interrelacionado a otros cuerpos, no escapa a un envoltorio que encierra sus propios órganos, organizados en un patrón coherente. Si bien hecho de agua extraterrestre y polvo estelar, está organizado en una unidad que se regenera desde sí misma. Un cuerpo que, a pesar de estar compuesto por múltiples flujos de materiales, genes y energías, que provienen de fuentes diversas, las cuales a su vez están compuestas por otras fuentes que también están condicionadas por otras fuentes, mantiene su unidad y diferencia. ¿Es un cuerpo? Sí, hay un cuerpo. Pero es un cuerpo mestizo, hecho de mezclas y composiciones misteriosas, que se relaciona con otros cuerpos también conformados por otras mezclas y composiciones inescrutables. Un cuerpo que toma prestado por tiempos muy cortos el agua que fluye por el organismo, los materiales que lo alimentan, la energía que lo anima, y toda la exterioridad de fuerzas que encuentran en él un lugar momentáneo para morar.
El problema epistémico de aquello que llamamos “lo ambiental” consiste en entender que no existe separación, divorcio, sino enmarañamiento dinámico, preñez de proliferaciones que sigue patrones estéticos, pero, al mismo tiempo, comprender que entre los múltiples somos diferentes. Esa diversidad de encuentros explica la vida. Habitamos con otras alteridades, estando inter-penetrados, implicados, involucrados, en la espesa urdimbre de la vida. Por eso somos vida dentro de la vida, una forma de vida que mantiene su propia estructura y especificaciones, que no se disuelve en un todo mayor, pero que tampoco puede imaginarse al margen de lo demás.
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