Kitabı oku: «Inspiración y talento», sayfa 6
Por amor a la República
No fue el único flanco al que se enfrentó en 1931. Ese año fue elegida diputada por el Partido Republicano Radical Socialista. Aunque las mujeres no tenían derecho aún a ser electoras, un decreto del 8 de mayo de 1931 (denominado el «decreto de las faldas») autorizó a las mujeres mayores de 23 años y los sacerdotes a presentar su candidatura a las Cortes Constituyentes. Al conseguir escaño, se vio envuelta en la discusión sobre el voto femenino, una reivindicación que ya no podía postergarse y que la propia Kent había defendido. Pero la diputada y directora general de Prisiones rechazó en el Congreso aplicarlo de inmediato, y propuso esperar a que las mujeres se identificaran con la República, no fuera que la influencia del marido y el confesor guiaran su voto contra las reformas. Esa era la postura del Partido Republicano Radical Socialista. En un apasionado debate con Clara Campoamor, reconoció que al oponerse al sufragio femenino renunciaba a su propio ideal. Campoamor ganó el debate y el sufragio femenino se aprobó el 1 de octubre con 161 votos a favor y 121 en contra. A Victoria Kent no le gustaba demasiado recordar ese episodio, pero sí que, el día de la votación, el socialista Julián Besteiro, presidente del Congreso, la llamó por teléfono y le dijo: «Creo que hemos hecho una tontería». Lo mismo pensó ella cuando ganaron las derechas en las elecciones de 1933.
Zenobia Camprubí relativizó el duelo de Victoria Kent y Clara Campoamor en las Cortes porque sospechaba que tanto la obtención del voto como otros logros habían sido una concesión masculina. Aunque la argumentación de Clara Campoamor hubiera sido firme, la votación se ganó porque había bastantes parlamentarios que por convicción o razones tácticas querían dar ya el voto a la mujer, señaló la esposa de Juan Ramón Jiménez en la citada conferencia de Puerto Rico de 1936. Pero Camprubí hizo notar que parte de los diputados vivieron con regocijo la pugna dialéctica entre ambas.
La primera con su aire muchachil, sensitiva, reflexiva y concentrada; la segunda con el gesto un poco brusco y la voz bastante bronca. Las dos, de acuerdo en el fondo, pero Victoria Kent, temerosa de que la mujer española no estuviera aún lo suficientemente preparada para ser otra cosa que un instrumento ciego. Clara Campoamor, tan ansiosa de obtener el voto que estaba dispuesta a arrostrarlo todo, hasta las mofas de algunos diputados mal educados que coreaban sus voces.
Las guerras internas en el partido de Victoria Kent llevaron a Álvaro de Albornoz y a Marcelino Domingo a dar un giro a la izquierda y fundar el Partido Republicano Radical Socialista Independiente. Kent no dudó en irse con ellos. Solo sacaron tres diputados en las elecciones de 1933, así que ella se quedó sin escaño. Pero no se mantuvo inactiva y su correspondencia con Ángel Galarza y Francisco Barnés así lo atestigua. En 1934 se afilió a Izquierda Republicana. Como abogada defendió a varios exdiputados por injurias al ministro de Gobernación. Y en 1936 fue incluida a través de Izquierda Republicana en las listas del Frente Popular por la provincia de Jaén. Ganó el escaño y fue vicepresidenta de Justica y presidenta de Incompatibilidades en la Cámara.
El golpe de julio de 1936 impuso inexorablemente un cambio radical en su trayectoria. Se encontraba fuera de Madrid cuando escuchó la noticia por la radio y se apresuró a volver para ponerse al servicio del Gobierno. En los primeros meses ayudó en labores de urgencia: desde encargarse, como inspectora del Gobierno, de que las tropas del frente de Guadarrama tuvieran ropa de abrigo y avituallamiento, a pedir apoyo para niños sin familia en Unión Radio. Presidía la Comisión de Asistencia Femenina y se ocupaba de la evacuación de niños y jóvenes a colonias infantiles alejadas del conflicto. Como diputada acudió en 1937 a las Cortes reunidas en Valencia —donde se había trasladado el Ejecutivo y la clase política— y luego en Sabadell. En el terreno personal, su gran pesar fue la muerte de León Meabe, Leonchu, el hijo de su amiga Julia. El joven Meabe, licenciado en Ciencias Químicas, militaba en el PSOE y al comienzo de la contienda civil sufrió un accidente mortal en un laboratorio de explosivos. Julia Meabe, destrozada, se exilió con sus padres a Francia tras la caída del País Vasco, y más tarde a México. La amistad entre ambas se mantuvo siempre; el recuerdo de Leonchu, lo más parecido a un hijo en sus afectos, acompañaría a Victoria Kent toda su vida.
París, esperanza y clandestinidad
Mediada ya la guerra, su nombramiento como delegada del Consejo Nacional de la Infancia Evacuada (que llevaba aparejado el cargo de secretaria primera de la legación española en París, siendo embajador Ossorio Gallardo) la llevó a residir en la capital francesa. La derrota republicana, en 1939, le hizo ver que no volvería a España en mucho tiempo. Sus amigos de la Embajada de México en París le tramitaron un permiso de entrada para que se trasladara a su país, pero Kent pensó que no corría peligro y lo dejó pasar. Contaba con amigos leales y entrañables, como Adéle de Blonay, en cuya casa vivía gracias a un «irrisorio arreglo económico», según le contó por carta a su amiga Gabriela Mistral. Con Adéle de Blonay viajaba de vacaciones y hacía excursiones por los alrededores de París. Y permaneciendo en París, además, podía ocuparse «de los míos», le escribía a Mistral. Se refería a los españoles hacinados en campos de refugiados franceses a los que había que tratar de encontrar una salida y un destino. En ocasiones pedía dinero a sus amistades para sufragar viajes de refugiados o escribía a amigas de otros países para que se ocuparan de niños que habían sido evacuados. Gabriela Mistral donó los derechos de autor de su libro Tala «para esos pequeños».
El armisticio de 1940 entre Francia y Alemania y la división del país vecino en dos zonas, la libre y la ocupada, alteró la idea de permanecer en París. Ya no era un lugar seguro. En España, el Colegio de Abogados le había abierto expediente de depuración y fue acusada de pertenecer a la masonería y, posteriormente, declarada en rebeldía y condenada a 30 años de prisión. Franco había pedido a la Gestapo su detención, junto con otras personalidades republicanas, para que fuera repatriada. Un conocido del consulado español le advirtió a tiempo, a través de Adéle de Blonay, de que iban a ir a buscarla y abandonó su domicilio, pero al no poder inscribirse con su nombre en un hotel, pasó a la clandestinidad. Se presentó en la embajada mexicana preguntando por el secretario, pero al ser ya por la tarde, las oficinas estaban cerradas y no se encontraba allí. Acuciada por las circunstancias, convenció a los porteros para que le permitieran esperarle hasta el día siguiente para exponerle su situación. Así empezó la odisea que la llevó a vivir refugiada durante diez meses en la embajada mexicana. Más tarde, bajo la identidad ficticia de Madame Duval, se hospedó en un piso cedido por una familia que se había trasladado a una casa de campo durante la ocupación. En esos cuatros años Kent padeció y saboreó los límites de la soledad y la fuerza del pensamiento como único consuelo. Aislada en una habitación, solo le quedaba vivir con intensidad cada minuto, atisbando el porvenir.
Tras la liberación de París recuperó su labor con los refugiados y formó parte, por invitación de Corpus Barga, de la Unión de Intelectuales españoles, junto con Salvador Becarisse y Pablo Picasso, entre otros. A Picasso le había conocido en los años finales de la Guerra Civil y habían comido varias veces en el restaurante El Catalán, frecuentado por el pintor y sus amigos; las comunes raíces malagueñas y la solidaridad con los refugiados, junto con el impacto que produjo el Guernica en esos días, debieron unirlos. No es descartable que hubiera conocido o saludado a Dora Maar en El Catalán, aunque la artista no se sumara a sus almuerzos. Kent era un referente para el exilio francés. En 1945 asistió al Congreso Internacional Femenino y a iniciativa de la Unión de Intelectuales formó parte de un comité constituido por Corpus Barga, Teresa Andrés, José María Quiroga y José Giner Pantoja junto con hispanistas como Marcel Bataillon, (y el apoyo de Louis Aragon, Jean Cassou, François Mauriac, Paul Éluard y Pierre Enmanuel) «para levantar en Collioure un sencillo monumento a Antonio Machado en la plazoletita del pueblo, frente al mar, y delante de la casa donde el pobre murió». Así se lo contó Giner Pantoja a Alberto Jiménez Fraud en una carta de 10 de mayo de 1945. La idea prendió en el mundo intelectual francés, pero finalmente se sustanció en la colocación en abril de 1946 de una placa conmemorativa en el hotel Bougnol-Quintana, donde el poeta murió, y en los sucesivos homenajes que año tras año mantuvieron su memoria.
Victoria Kent se inició en el mundo editorial al crear, con Adéle de Blonay, Le Livre de Jour. Ella misma publicó, en su editorial Quatre ans a Paris, un libro de reflexiones novelado en el que a través de un alter ego masculino, Plácido, convertido en narrador, cuenta sus días de reclusión y clandestinidad en la Francia ocupada. Pero Le Livre de Jour no arraigó y Victoria Kent se planteó marcharse a América, donde tantos amigos la habían precedido. Un encargo de Naciones Unidas para que analizara la situación de los exiliados le llevó a residir un tiempo en Nueva York. Es probable que, durante esta primera estancia neoyorquina, entregara o hiciera llegar a su amiga Victoria Ocampo el manuscrito Cuatro años en París (cuya versión en castellano publicó Sur). Concluido el informe regresó a Francia, pero en 1948 marchó definitivamente rumbo a México. Allí creó la Escuela de Capacitación del Personal de Prisiones, colaboró con el Fondo de Cultura Económica e impartió clases y conferencias en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Contribuyó, asimismo, a fundar el Ateneo Español en México. Pero seguía en contacto con amigos de Nueva York y pensó que una mujer independiente como ella tendría en esa ciudad más futuro. La oportunidad de trasladarse a Estados Unidos surgió cuando fue nombrada experta en asuntos penales del Departamento de Asuntos Sociales de la ONU. Elaboró un programa sobre mujeres delincuentes en las cárceles de América Latina que los respectivos Gobiernos debían evaluar. Algunos respondieron que ya cumplían con lo solicitado, otros ni siquiera lo hicieron. No había perspectivas de cambio y a Kent le pareció que aquel era un trabajo más burocrático que efectivo. Decidió dejarlo, y en 1952 volvió al mundo de la edición. Una apuesta arriesgada, teniendo en cuenta que no había logrado aún hablar inglés fluidamente. Pero contaba ya con un núcleo de amistades cercanas y en especial con el apoyo de su amiga Louise Crane, vinculada a una millonaria familia ligada al Partido Republicano estadounidense.
La revista Ibérica por la Libertad
Louise Crane era una moderna gestora cultural que había estudiado en el elitista Vassar College. Su padre, Winthrop Murray Crane, había sido gobernador de Massachusetts y, a las buenas relaciones de su familia con el aparato del partido republicano, había que añadir el prestigio de su madre, Josephine Porter Boardman, en labores de mecenazgo. Había sido cofundadora del Museo de Arte Moderno de Nueva York (MoMA) y reunió una de las más importantes colecciones privadas de arte gracias a los incesantes beneficios de la empresa papelera familiar. La temprana muerte del padre acrecentó la influencia de la madre y de su pasión por el arte y la educación en Louise y sus hermanos. El círculo de compañeras del Vassar College llevó a Louise Crane a compartir afectos y proyectos con Marianne Moore, Elizabeth Bishop —una de sus primeras parejas sentimentales—, Mary McCarthy o Sylvia Marlowe. Louise Crane y su madre contaban con una variada agenda de amistades transversales, entre ellas personalidades moderadas del exilio español como Salvador Madariaga. Un mundo de poetas y artistas bien relacionado con el mundo académico al que Victoria Kent trató de adaptarse —aunque como contrapartida no faltaran antiguas compañeras de la Residencia de Señoritas, becadas en Estados Unidos o incorporadas a sus universidades tras la Guerra Civil, que le hicieron el vacío por rencillas ideológicas o personales—. Pero Kent no era precisamente una desconocida en Nueva York, sino una jurista prestigiosa con un cargo importante en Naciones Unidas que había dejado la puerta abierta para volver a México en caso de necesidad. Aunque la abogada no estaba acostumbrada al lujo y la exquisitez de algunos amigos de Crane, se sintió próxima o los que tenían ideas progresistas o estaban ligados a la cultura. Había en ella, además, una mezcla de austeridad y pragmatismo que no excluía su admiración por lo bello, lo bien hecho y lo sólido.
En el extenso círculo de Crane se encontraban también defensores de los derechos humanos como Nancy McDonald, compañera de colegio en Vassar y fundadora de Spanish Refugee Aid, una organización dedicada a ayudar a los exiliados españoles que contaba con claros apoyos en el mundo intelectual neoyorquino. Louise Crane, que tuvo ocasión de conocer en Nueva York a Federico García Lorca, según el testimonio de Carmen de Zulueta, frecuentaba la casa del exiliado Fernando de los Ríos y tenía amistad con el matrimonio Francisco García Lorca y Laura de los Ríos. Fueron unos amigos de estos últimos los que presentaron a Victoria Kent a Louise Crane para que intercambiaran clases de español e inglés. La editora y mecenas argentina Victoria Ocampo, cuyos viajes a Nueva York eran frecuentes y legendarios, Concha de Albornoz o la escritora Rosa Chacel, durante los meses que vivió en Nueva York gracias a una beca Guggenheim, formaban parte de redes de amistades comunes y facilitaron la puesta en marcha de sus proyectos. Con Victoria Ocampo la relación era antigua. La viajera Ocampo, admirada por Ortega y Gasset y amiga de María de Maeztu, conoció a Kent en Madrid cuando esta era directora general de Prisiones. Su pasión por Nueva York, una ciudad que visitaba siempre que podía, la llevó a coincidir años después con Victoria Kent y Louise Crane. De esta tenía referencias a través de otras amistades comunes. Fue Gabriela Mistral, amiga de Kent y de Ocampo, la que le habló a la editora de Sur de que Victoria Kent había hallado en Nueva York «una joya de niña» (por Louise Crane), «que la aloja y la alimenta con una nobleza grande, porque ella seguramente ya ha gastado sus ahorros». La correspondencia entre Victoria Ocampo con Victoria Kent y de ambas con Gabriela Mistral alimentó su amistad durante varias décadas, aunque pasaran temporadas sin verse. Nueva York volvería a convocarlas y unirlas.
Su relación con Zenobia Camprubí, por el contrario, no mejoró en el exilio. En su Diario de Puerto Rico 1951-1956, escrito desde la subjetividad propia de una escritura íntima y no destinada, en principio, a ser publicada, Camprubí narra en la entrada del 27 de febrero de 1956, lunes, la llegada de Victoria Kent (de visita a la capital) en un momento inoportuno, ya que estaba terminando de pasar a máquina La estación total, la nueva antología de Juan Ramón, y lidiaba, además, con diversas molestias producidas por el tratamiento del cáncer que sufría. De hecho, pasó parte del día en la cama. «Victoria me pareció tan cerrada y estúpida como cuando estorbaba, a cada paso, las Juntas del Lyceum. En donde no hay sustancia gris, ¿qué va a desarrollarse?». Un juicio severo escrito con la libertad de la madurez y la perspectiva de la enfermedad. Unos días después, el 1 de marzo de 1956 Zenobia escribe que sigue con dolores y que, tras ir a sus clases a la universidad, pasa las tardes en la cama, aun trabajando en ella. Y alude a que una amiga le había pedido si podía llevarla a ella y a su marido «a la cena de Victoria Kent y a la velada que le da Nilita», dando por descontado que iría. Camprubí relata que no pensaba ir, y que envió a su amiga y antigua socia Inés Muñoz para que la sustituyera en la velada. «Sólo el nombre de Victoria me extenúa, cuando ya estoy tan cansada», reconoció en el Diario. Se encontraba gravemente enferma, aunque tratara de hacer vida normal y seguir siendo esa mujer activa que todos esperaban que fuera, en especial Juan Ramón. Murió unos meses después, el 28 de octubre, a los pocos días de que su marido ganara el Premio Nobel que ella tanto había contribuido a conseguir
El Boletín Ibérica arrancó en un principio como una propuesta editorial destinada a recoger la situación de los refugiados españoles en América del Norte y del Sur y a denunciar la falta de libertades del régimen franquista. La defensa de la democracia era bien recibida en los círculos de opinión progresista estadounidenses, pero con un límite: la tolerancia cero al comunismo. A raíz de los Pactos de Madrid de 1953 que propiciaron que Estados Unidos reconociera el régimen franquista y firmara un convenio bilateral, el proyecto de Ibérica tuvo que reformularse. Victoria Kent entendió que tenía que ampliar sus objetivos y defender la democracia frente a todo tipo de dictaduras y no solo la franquista. De ese modo no resultaba sospechosa ante las élites norteamericanas y se protegía frente a la política exterior estadounidense. Era consciente de que, aunque Washington tenía como prioridad su relación estratégica con Franco, no descartaba una futura transición democrática en España al morir el dictador. Aprovechando esos resquicios, el Boletín Ibérica dio paso a la revista y editorial Ibérica por la Libertad, una publicación (inicialmente bilingüe y desde 1966 solo en castellano) en la que escribieron Salvador de Madariaga, Ramón J. Sender y años más tarde Enrique Tierno Galván. Publicaba noticias del interior de España, la mayoría firmadas con seudónimo y, como contraste, defendía las bondades del sistema democrático. Fue un ejercicio de oposición moderada a la dictadura que duró dos décadas, desde 1953 a 1974. Kent contaba con orgullo que sus fuentes en España eran tan fiables que ninguna de sus informaciones fue rectificada.
Victoria Kent mantuvo un permanente contacto con las autoridades republicanas en el exilio, en especial con Félix Gordón Ordás y Fernando Valera. Aunque ya desde 1945 las Cortes republicanas la integraron dentro del Gabinete, en 1951 fue nombrada ministra delegada en Nueva York del Gobierno español en el exilio, a fin de extender su presencia entre los refugiados de Estados Unidos. Un cargo oficioso y simbólico, ya que Washington no reconocía al Gobierno español en el exilio, pero con cierto valor de representación para dar voz a los refugiados. Victoria Kent pensó en un principio que el Boletín Ibérica no era ajeno a los objetivos políticos del Gobierno republicano en el exilio y que su labor editorial convergía con sus convicciones e intereses políticos. Pero en 1954 renunció a su cargo ministerial en aras de su independencia, aunque siguió colaborando de modo particular con el Gobierno republicano. Además de su labor editorial, Kent mantuvo vivo su perfil de conferenciante y en 1964 inició una gira por diferentes ciudades de Latinoamérica, invitada por sus amigas Gabriela Mistral y Victoria Ocampo y otras instituciones.
Louise Crane, amiga y mecenas
Victoria Kent y Louise Crane, a la que los amigos españoles de la abogada llamaban Luisa (e incluso Luisita), mantuvieron la edición de Ibérica gracias a la generosa contribución de esta última. En algunas etapas la edición neoyorquina alcanzó los 20 000 ejemplares, pero no era rentable. Además de su labor de editoras, Kent y Crane fundaron el Consejo Ibérico, una asociación de carácter más político, abiertamente antifranquista, que movilizó a diversas personalidades, desde Américo Castro y Juan Marichal a Víctor Alba (seudónimo de Pedro Pagés), pasando por intelectuales estadounidenses como Arthur Miller y Mary McCarthy. Convocaban movilizaciones y protestas puntuales, bien fuera contra la detención de los políticos españoles que asistieron al Congreso de Múnich o como rechazo a la visita del secretario de Estado, Dean Rusk, a España. Esta plataforma de opinión floreció en la etapa Kennedy, un político que entusiasmaba a Kent, y luego fue perdiendo fuerza.
En Nueva York, Victoria Kent tenía su propio apartamento, mientras que Louise Crane vivía con su madre en la lujosa residencia familiar de la Quinta Avenida. No obstante, la familia Crane tenía diversas casas de vacaciones y una de ellas, la de Redding, en Connecticut, fue uno de los refugios preferidos de Victoria Kent cuando acompañaba a Louise. A la muerte de Josephine, la madre de Louise Crane, Kent se trasladó a vivir con ella en la mansión neoyorquina. Ambas experimentaban ya los achaques previos a la vejez y necesitaban cuidados mutuos. En las relaciones afectivas de Victoria Kent el compañerismo era una pieza esencial. Muchas españolas, fueran las exiliadas Chacel o Carmen de Zulueta, o quienes como Ana María Matute, Carmen Conde o Soledad Ortega iban de visita a Nueva York, encontraron siempre la hospitalidad y ayuda de Victoria Kent y Louise Crane.
Victoria Kent realizó un primer viaje a España en 1977 con Louise Crane y, posteriormente, en 1978, regresó para presentar su libro Cuatro años en París, editado por Bruguera con una introducción de su amiga Consuelo Berges y un muevo título: Cuatro años de mi vida. El entonces director general de Prisiones, Carlos García Valdés, le presentó el libro. Le emocionó ver que era recordada y querida y que los nuevos responsables de Prisiones y del primer gobierno Suárez la agasajaban como si fuera una leyenda. Llegó a escribirle a Suárez haciéndole ver que el estado de las prisiones era el termómetro de la sociedad, que había que estar atento… Pero comprendió que representaba el pasado para aquellos jóvenes reformistas: era venerada como una reliquia, pero no tenía sitio en la nueva democracia. Se produjo la paradoja, además, de que, aunque el Gobierno en el exilio decidió disolverse tras las primeras elecciones democráticas, Victoria Kent mantenía viva la llama del ideario republicano y simpatizaba con Acción Republicana y Democrática Española (ARDE), el único partido que no fue legalizado para las elecciones del 15 de junio de 1977. El empeño en mantener la palabra republicana en sus siglas dificultó y alargó el trámite: ARDE fue legalizado finalmente en agosto de 1977. Pero Kent criticó esta demora y dijo que las elecciones de junio no habían sido del todo libres. Porque Victoria Kent, que se despojó de tantas cosas y que abjuró de algunas otras de carácter secundario, no dejó de ser nunca republicana. Era su fe principal. La Segunda República se lo dio casi todo. Y ella le fue fiel. Murió en Nueva York en 1987. Neoyorquina, española, y un poco extranjera en todas partes. Una lápida en Redding la recuerda. En ella, debajo del nombre, aparecen las fechas 1897-1987, y su lectura provoca cierta perplejidad: Kent siguió manejando en Estados Unidos que nació en 1897 mientras sus biógrafos mantienen la fecha de 1892. Cinco años de diferencia que encierran un pequeño misterio: o estudió demasiado deprisa si nació en 1897 (obtuvo el título de maestra en 1911) o deliberadamente eligió nacer cinco años después de su alumbramiento.