Kitabı oku: «No quiero ser una muñeca rota», sayfa 3

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Un hombre atractivo que se encontraba en el vestíbulo, hizo un vano intento de causar impresión caballeresca, sujetando una de las puertas giratorias, con la intención de que Eloise pasara por allí y hubiera un cruce de miradas como mínimo, pero el resultado fue una escena burlesca y ridícula, ya que el hombre atractivo acabó en el suelo con las piernas desparramadas bajo el sonido de las risas de todos los presentes, excepto la del infausto caballero, por supuesto. Eloise aprovechó para lanzar una mirada burlona y despectiva antes de darse la vuelta.

—¡Guauuuuuu! ¡Estás despampanante! ¡Qué cruel eres! Me superaste con creces —exclamó Vanina en cuanto vio aparecer a su amiga.

Se encontraba apoyada en la verja de los jardines del hotel, sujetando un pequeño bolso plateado.

—¡Dijiste que me pusiera guapa! Quise impresionarte con mi excelente gusto en moda milanesa —replicó Eloise con cierto desparpajo tan poco común en ella.

—¡Joder, pues lo has conseguido, preciosa! ¡Bueno y qué! ¿Qué te parece mi modelito edimburgués? —preguntó riéndose Vanina, mientras daba una vuelta sobre sí misma con expectación por el veredicto.

—¡Presentamos a la modelo Vanina Ferroni, proveniente de la preciosa ciudad de Edimburgo! Arriesgando como de costumbre, Vanina nos obsequia con un pantalón palazzo azul claro, un crop top blanco plateado que no deja a la imaginación el generoso volumen de sus pechos y un peinado de diadema trenza que realza su belleza de ninfa de los bosques. —Eloise consiguió imitar la voz de un locutor a mitad de partido.

—Jajaja, ¡qué zalamera eres!, pero la verdad es que tienes razón, me he superado a mí misma. —La risa cantarina de Vanina inundó los jardines que rodeaban el hotel—.

Las verdades son buenas para el alma, te gusten o no —dijo de repente Vanina.

—Creo que esa es tu faceta filosófica —añadió Eloise con una sonrisa en los labios—. Que sepas que me encanta.

Vanina la observó durante unos segundos sin creer que fuera sarcasmo y la agarró del brazo para caminar juntas hacia el taxi.

—Por cierto, Vanina, ¿dónde vamos a cenar? ¿Has reservado en algún sitio? —preguntó Eloise con una pizca de inquietud.

—¡Relájate! Claro que he reservado. Es el restaurante Botswana Butchery, me lo recomendó un taxista que conocí el primer día que llegué a esta preciosa isla. ¡Mira, allí está su taxi! ¡Vamos!, te voy a presentar a la joya de Nueva Zelanda.

—¡Hola, Anamul! —exclamó Vanina.

—¡Qué sorpresa más agradable! —dijo Anamul con una sonrisa tan amplia como su chaquetilla—. Las dos mujeres más bellas e inteligentes de esta isla se han encontrado. ¡Qué coincidencia más asombrosa! Contadme cómo fue, por favor, ¡tengo infinita curiosidad, señoritas! —suplicó Anamul, mientras abrió la puerta del taxi para que las dos mujeres pudieran ocupar sus asientos.

—La encontré yo, Anamul —intervino Vanina. Una sonrisa pícara comenzó a aparecer en su rostro—. La descubrí sola en un bar tomando un café y creí que necesitaba con desesperación mi compañía —explicó con evidente satisfacción personal.

—Yo me sentí acosada por una desconocida, pero fue tan amable que no pude resistirme a sus encantos —repuso Eloise riéndose.

—¡Eso es estupendo, señorita! El destino siempre juega un poco con las personas; ¡decidme!, ¿dónde queréis que os lleve en esta preciosa noche, señoritas? —preguntó Anamul introduciendo la llave del contacto y encendiendo el destartalado coche.

—Vamos a cenar en el restaurante Botswana, el que me recomendaste, ¿te acuerdas? —preguntó Vanina, colocándose el cinturón de seguridad.

—¡Oh, por supuesto! Es una delicia. Si queréis la humilde opinión de un simple observador, creo que la señorita Eloise va a disfrutar con la decoración de los platos y del propio restaurante y Vanina va a engullir la comida de la misma manera que el monstruo de las galletas de Barrio Sésamo. —Anamul soltó una carcajada y continuó—: ¡Por cierto! Ni se os ocurra absteneros de los postres, por favor, ¡son pura ambrosía!

—Anamul, he estado pensando dos largos días y creo que he encontrado la frase perfecta para los dos que me pediste buscar —intervino de repente Vanina, con su ya habitual cambio de conversación. Esperó a que el ambiente en el taxi fuera expectante y exclamó—: ¡La filosofía de las estrellas! ¿Qué te parece? —preguntó Vanina con inquietud.

—Creo que no existe mejor frase para nosotros, señorita. ¿Fue Aristóteles quien lo sugirió? —preguntó Anamul.

—El primer día fui directa a él —confesó Vanina ruborizándose—. Pero enseguida recordé el Timeo —diálogo escrito por Platón, considerado el más influyente de toda la filosofía—, donde se encuentra con mayor profundidad la relación entre la filosofía, el asombro por lo desconocido y los astros.

—Estoy impresionado, señorita Vanina. Realmente impresionado. Ahora tengo que proponerle otra tarea, quizás más compleja. ¿Te atreves con el reto?

—¡Por supuesto! ¡Vamos con ello! —contestó animada Vanina.

—Muy bien. El reto es encontrar o crear una frase perfecta para vosotras dos. Recuerda que tiene que ser inmejorable. —Anamul giró la llave del contacto y apagó el coche—. ¿Crees que serás capaz, señorita?

—¡Oh, por supuesto!, cómo sabes cuánto disfruto con un buen enigma sin resolver Anamul —chilló Vanina con evidente ilusión.

Eloise se bajó en silencio del coche recapitulando la conversación que habían mantenido Vanina y Anamul. Se sintió un poco inculta por no conocer el libro Timeo, y la verdad, es que tampoco sabía mucho sobre esos filósofos, pero decidió preguntar luego a su amiga, porque estaba del todo segura de que no la miraría por encima del hombro, ni la acusaría de ignorante.

Todas sus dudas se disiparon cuando vislumbró a unos cincuenta metros el restaurante. Anamul estaba en lo cierto, ¡qué ostentoso! ¡Y cuánto le gustaba aquello!El restaurante era una casa de estilo oeste americano con toques modernos y glamurosos. Las paredes estaban decoradas con lo que parecía la Alhambra de Granada, pero lo que más la impresionó sin duda alguna, fueron los cojines de diferentes texturas y colores que se encontraban por doquier. Había morados de terciopelo, amarillos sintéticos, negros bordados en blanco crudo de esponjoso algodón egipcio, cojines con estampados azules tipo denim, gris perla de pana, turquesas de piel con flecos… había tantos cojines diferentes que Eloise se encontró con la boca abierta dando vueltas en el vestíbulo como una muñeca rusa bailarina, hasta que Vanina fue en su búsqueda y su embelesamiento se esfumó enseguida.

—¡Eloise! Sí que te has quedado impresionada —exclamó Vanina—. ¿Quieres que cenemos o nos quedamos admirando el vestíbulo? —preguntó arqueando una ceja y con una media sonrisa en los labios.

—¡Quiero comer! Me muero de hambre —exigió con mucho entusiasmo.

—Así me gusta, ¡venga, vamos! Mira allí —dijo indicando a un hombre largo y delgado—. El maître que nos está esperando tiene cara de aguacate putrefacto. —Vanina compuso una mueca burlona para hacerla reír.

Las dos mujeres se sentaron en una mesita redonda, con pequeños farolillos iluminando la estancia y, unas orquídeas decorando la mesa en un jarrón de cristal níveo —blancura que asemeja a la nieve—.

—¿Qué quieren cenar esta noche, señoras? —preguntó el camarero con una voz tan gutural, que parecía salida de una tumba.

—¿Le importaría esperar unos minutos, por favor? Todavía no nos hemos decidido —dijo Vanina con una sonrisa del todo falsa.

—Por supuesssssto. —El camarero contestó alargando en exceso la s y, les lanzó una mirada de desdén mientras se alejaba de la mesa.

La carta era una espectacular obra de arte, eso había que reconocerlo. Eloise y Vanina se contuvieron al recordar que no había que comer con los ojos. Después de quince minutos de discusión amistosa, se decantaron por una ensalada —remolacha asada, queso feta de vaca, nueces, hierbas suaves y vinagre de Cabernet— y un Gnocchi de patata chamuscada —puré de calabaza con especias, piñones tostados, calabaza encurtida, oblea de parmesano, brócoli crujiente y albahaca— para compartir; después, Vanina decidió pedir Curry rojo de South Island Wild Goat —papas inca de oro, crema de coco, baby bok choy, hojas de lima kaffir, anacardos tostados y arroz jazmín cocido al vapor— y Eloise se decantó por un Wild Fiordland Red Deer —lomo de ciervo rojo, osobuco estofado, mantequilla marrón kumara, cerezas, setas del bosque, hojaldre y col rizada—. Ninguna de las dos sabía qué había pedido, no conocían ni la mitad de los ingredientes de los platos, así que decidieron probar suerte cerrando los ojos y apuntando con el dedo.

Para el postre no dejaron que la suerte apostara por ellas, optaron por una tarta de manzana —con caramelo de manzana, crumble de avellanas, nueces confitadas, ruibarbo y helado de caramelo de sal marina— para Eloise y una Val Rhona Chocolate Fondant —ganache de chocolate, miga de pistacho, mandarina y helado de haba tonka—, para Vanina. Lo endulzaron todo con un vino Château d’Yquem (cosecha 2003). Disfrutaron tanto con la comida, la fragancia de las orquídeas, la compañía mutua y la tenue luz que las acompañaba en aquella noche, que las dos mujeres no quisieron estropear aquel momento con ningún tipo de charla insustancial. Decidieron, de manera unánime, permanecer calladas y en completo silencio, para exprimir al máximo aquella sensación de bienestar extremo.

Al salir del restaurante decidieron andar un poco y aprovechar para pasear bajo aquel diluido manto de estrellas. Vanina se colocó el bolso plateado debajo de la axila para apoyar su brazo en Eloise y al hacerlo, tintineó un objeto en el bolso.

—¿Qué tienes ahí dentro? —preguntó Eloise como un cura en la Inquisición.

Vanina se ruborizó y dijo:

—Bueno, ya que tenemos algo más de confianza tengo que confesar una pequeña costumbre un poco asocial.

Se acercó al oído de Eloise y dijo susurrando muy bajito:

—Robo cucharillas de café en cada restaurante que voy a comer.

Eloise la miró atónita y se echó a reír como una cabra salvaje en medio del monte.

—Es un ritual que tengo desde que era pequeña, mi madre me regañaba, claro, pero es un instinto que no puedo deshacerme ni con el paso de los años —confesó Vanina.

Al despertarse al día siguiente, Eloise se encontraba flotando de alegría. No había tenido pesadillas, ni malos recuerdos, ni siquiera había pensado en nada, tan solo disfrutaba de cada minuto en aquella remota isla con su nueva amiga Vanina.

Se duchó con rapidez y decidió vestir unos vaqueros ajustados grises de Burberry, unas botas mosqueteras negras de Saint Laurent, un jersey de cachemir gris claro de Valentino, una chaqueta motera en piel negra de Burberry y un bolso de cuero en tono rosa empolvado suave de Valentino Garavani.

Esta vez no tuvo tiempo de hablar con el espejo, ya que Vanina la llevaba esperando en la recepción del hotel, hacía ya quince minutos.

Bajo corriendo las escaleras, derribando a toda persona que se interpusiera en su camino y al llegar al campo visual de Vanina intentó recomponerse y fingir que no había estado corriendo mientras respiraba más fuerte de lo normal.

—¿Ya estás preparada? —preguntó riéndose Vanina por el espectáculo de su amiga.

—Por supuesto —resopló intentando coger aire—. Llevaba preparada y esperando en la habitación media hora. —Eloise se defendió con desenvoltura—. ¡Ya te vale hacerme esperar tanto! ¡Qué desfachatez! —Jajaja, ¡mentirosa!, ¡vamos a la librería, anda! —Vanina posó su mano en el brazo de Eloise para ir juntas—. ¿Era en el Camp St O´Connell´s, no? —Sí, creo que Anamul dijo que se llamaba The Black CAT bookshop.

—Muy bien, ¡pues vamos para ya! —dijo entusiasmada Vanina—. ¿Qué te parece este libro? —preguntó alzando una pequeña encuadernación oscura, con los bordes dorados y un título en cursiva que decía Pequeños relatos.

—¡Cuesta 5,16 dólares! No estoy acostumbrada a comprar tan barato, la verdad, pero tiene muy buena pinta, ¡voy a comprarlo! —exclamó con alegría Eloise.

—¿Cuánto es en euros? —preguntó Vanina, a quien las matemáticas no se le daban muy bien.

—Pues con exactitud 3 €. Una ganga —respondió Eloise.

Fuera de la tienda, sentadas en un banco cerca de un parque, Eloise abrió su libro nuevo y leyó en voz alta para las dos. Parecía un pequeño ritual que habían diseñado sin proponérselo.

Al bajar la mirada me di cuenta del error cometido. No debí sentir ese decrépito sentimiento, no debí sentir miedo. Decidí cerrar los ojos y seguir caminando, la arena me quemaba la planta de los pies.

En un mundo paralelo, en el que hubiera estado con los ojos abiertos, hubiera visto esa piedra. Por fortuna, en este no.

Lo empecé a sentir en la uña del dedo más pequeño del pie, esa mezcla de abrumador cosquilleo con un suave sonido sordo.

Soy muy torpe. Me caí a favor de la arena.

Y así, con la cara hundida en la playa, me vino a la memoria esa espuma de maíz con merengue italiano que había cocinado el día anterior, porque de esa forma me sentía yo… pegajosamente dulce.

Las dos se quedaron en silencio mientras asumían con parsimonia ese pequeño relato sin sentido.

Vanina mantenía una postura rígida y se encontraba ensimismada, pero cuando Eloise terminó la lectura, se volvió a sentar de manera más cómoda en el banco.

—Lee otro, por favor.

No me acorde de ti cuando estaba en la ducha bajo el aire gélido, sino cuando entré en el lavabo y lo vi. Quise abrazarla, regocijarme en su porcelana fría al tacto, pero que a mí me transmitía un calor tan inmenso como el de evacuar todos esos sentimientos, que nunca quise que llegaran a mí.

Y lo hice. Obvio que lo hice.

Me permití besarla mientras mis brazos arqueados lo rodeaban. Ahora quería llegar más lejos, quería mucho más. Bebí todos sus flujos hasta saciarme, luego apoyé la cabeza en su lecho… y así me quedé. Dormida.

Dormida como aquella Psique en el castillo, esperando.

Esperando… a la taza del váter.

—¿Quién es Psique? —preguntó Eloise después de concluir la lectura.

—Fue una divinidad griega, tiene un mito interesante, ¿quieres oírlo?

—Por supuesto, ¡cuenta!

—Psique era la hija más pequeña y bella de un rey; Afrodita —que era muy envidiosa—, envió a su hijo Eros a lanzarle una flecha para que se enamorase del hombre más feo y cruel. Pero cuando la vio, Eros se enamoró de ella y la llevó a su palacio; allí solo la veía de noche —ya que no quería que se enamorase de su belleza—. Psique era muy feliz y estaba muy enamorada, pero… sus celosas hermanas creían que su marido era un monstruo y por eso no dejaba que la viese; así que instigaron a la ingenua Psique a que descubriera su rostro. Eros se despertó con una gota de aceite —en aquella época no había ni lámparas de gas, ni móviles con linterna tenue— y defraudado con su esposa decidió abandonarla. Psique estaba muy triste, tanto por hacer caso a sus hermanas como por haber decepcionado a su marido, y con esta escena en marcha, Psique habla con Afrodita para que la ayude —la misma que quiso su desgracia—. Y la diosa del amor le propone cuatro tareas imposibles para un mortal, las cuales, dejando la obviedad de lado, cumple Psique con ayuda, y de ese modo Zeus le hizo inmortal y recuperó a su amado.

—Qué historia más bonita. Me gustan los mitos griegos. —Eloise parpadeó unos segundos—. Pero… ¿Tú has entendido la historia?, o sea, ¿qué tiene que ver Psique con una taza del retrete? —preguntó Eloise con evidente esfuerzo por pensar en ello.

—Yo creo que intenta enlazar el amor que siente por una persona, con el objeto de una taza del váter. Y lo de Psique… pues supongo que significa que se encuentra en la situación anterior justo antes de colocarle la luz en su cara. Un momento tenso, en resumen —respondió Vanina.

—Sí, eso tiene sentido. La verdad es que yo no encontraba la lógica por ninguna parte —confesó Eloise con ciertos remordimientos por ser tan inculta.

—Lee uno más, por favor. El último, ¡prometido! Porque si no, vamos a llegar tarde a hacer puenting —suplicó Vanina, quien continuaba como… congelada por las historias.

Galileo-Galilei no tenía razón, la tierra no es redonda, es un puto paraguas.

Lo supe en cuanto lo vi por televisión. Todos los medios informativos gritaban como lunáticos.

Desde que lo descubrieron en un viaje al espacio, el planeta ha cambiado. El saber nos ha hecho más débiles, más pequeños, más invisibles.

Ahora el Gobierno nos ha impuesto unos paraguas a cada ciudadano de la Tierra y según la legislación tenemos que sujetarlo hasta que nuestra vida se acabe. Nadie puso objeción alguna. Todos teníamos miedo del cambio de forma de la Tierra.

Hasta cambiaron el símbolo del cristianismo por un paraguas…

Al principio fue divertido. Cada uno lo llevábamos de un color, lo combinábamos con nuestro estilo… era una especie de complemento adicional. Pero ahora no. Ahora, todo es menos divertido.

Nadie leyó la letra pequeña de la legislación impuesta. Todos los paraguas tenían una tecnología nunca vista y de la que nos dimos cuenta demasiado tarde… nos pesaba. El paraguas nos pesaba.

Prejuicios, problemas, cargas, dolores… el peso que tienes a lo largo de tu vida se quedaba allí, en el paraguas. Y cada vez, pesaba más.

Salías a la calle y los veías cabizbajos, con la mirada perdida; notabas el peso de cada uno. Sentirías lástima de ellos, si no tuvieras que soportar tu propio peso.

Y así pasaron los años, la gente moría aplastada por sus propios paraguas.

Hasta que un soleado día un joven huérfano —algo muy normal en la época— decidió tirarlo, y así, tal era el peso que había soportado, que su brazo se desprendió del resto del cuerpo. Cayó justo al lado de donde estaba situado su paraguas y continuó andando sin el brazo como si nada hubiese ocurrido.

—Este relato me ha encantado. Parece que refleja a la perfección nuestra sociedad actual, ¿no te parece? —Vanina no dejaba de mirar el reloj de su muñeca.

—¿Cuándo escribieron este libro? —preguntó Eloise.

—Mmmm… no sé, ¿no está la fecha en las primeras páginas?—No aparece ni el autor ni el año. Qué extraño, ¿no? —dijo Eloise con curiosidad.

—Pues la verdad es que sí. Es muy raro. En fin, vamos a cambiarnos que tenemos que hacer puenting, señorita —dijo Vanina saltando del banco como un pequeño canguro, para ponerse en marcha cuanto antes.

Capítulo 8

El viento nos llevó lejos. Nos separó y dividió. Paciente y tenaz tú, mi príncipe, no cesaste de intentar encontrarme.

—¡Vamos, Eloise! ¡No puedes estar tan cansada! —dijo Vanina entre risas, mientras la ayudaba a entrar en el hotel con los dos brazos.

—No estoy cansada, solo un poco débil por el cambio de altura —se defendió Eloise con dignidad.

Nada más cruzar la puerta de la habitación, Eloise entró a cuatro patas arrastrándose hasta la cama y allí, tumbada como un saco de patatas, dijo:

—¡Vanina, por la noche nos vemos! Ahora necesito descansar un poco… —susurró en voz baja. Se encontraba cerrando los ojos y abriendo con plenitud los brazos, para estirarse por completo en la cama abullonada.

Día TRES, segunda parte

(Nota: Efectivamente, los días también pueden tener diferentes partes…).

Al despertarse, Eloise se percató de dos curiosidades: la primera fue que continuaba vestida con la blusa negra con topos blancos de Hoss Intropia, el pantalón corto blanco con cintura de goma y las sandalias de estampado marrón y verde de Ravel Hobson; y la otra curiosidad fue la nota que estaba sujeta a un cenicero de cristal opaco; la cogió y se colocó en el puf cerca de su cama para leerla:

¡La experiencia ha sido una verdadera locura! He sentido el vacío recorriendo mis venas por todo el cuerpo, cuando estábamos en el aire flotábamos cerca de las nubes y las piernas no nos respondían, ¿te acuerdas? ¡Ni te imaginas lo que he disfrutado saltando al vacío! ¡Lo necesitaba! ¡Me ha encantado! ¿Te apetece ir a bailar esta noche? ¡No vale poner excusas baratas, eh! Yo tampoco creo que aguante mucho de pie, pero seguro que nos lo vamos a pasar genial. He preguntado al instructor del puenting y me ha recomendado un par de bares que cree que van a gustarnos. ¡Te espero a las nueve y media en el parque del hotel!

Vanina xx

Eloise se levantó del puf con excesiva energía y decidió darse una ducha de agua caliente, para evitar que los músculos se le agarrotasen más de lo que estaban. No recordaba si era mejor agua fría o caliente para recuperar la movilidad de los músculos, pero le daba igual. Se relamía de placer imaginando una ducha con agua caliente resbalando por todo su cuerpo, respirando el vaho que desprenden los aromas de sus jabones y potingues de alta gama. Pero también se imaginó que si fuera un dibujante de cómic sería una gárgola andante ahora mismo.

Por un instante muy diminuto pensó en dejarse llevar. Intentar tocar su cuerpo e incluso llegar al orgasmo; pero cuando estuvo lista para la batalla... su confianza se vino abajo como una montaña en pleno derrumbamiento.

Todavía no.

Todavía era muy pronto.

El conserje del hotel, un hombre de cincuenta años con muchas pecas en la cara se atusó la barba, colocó unos papeles que tenía encima de la mesa de recepción y alzó la mirada al ver a una joven desfilar por el suelo de mármol.

Eloise llevaba puesto un vestido de encaje rojo de Valentino con volantes, que entallaba a la perfección su esbelta silueta acompañado por unos tacones negros salones Rockstud —llamados así por estar terminados en punta, con una serie de tiras entrecruzadas cubiertas de tachuelas— de Valentino, combinado con unos pendientes de perlas de oro blanco de Tous y un bolso clásico negro de Saint Laurent.

El conserje ya conocía de vista a Eloise, pero esta vez sintió algo diferente al resto de los días. Tardó unos segundos en darse cuenta de que la diferencia se encontraba en su cabello; ya que esta vez llevaba dos moños atados en una trenza.

«Sí —pensó el conserje—. Está mucho más guapa con ese peinado».

El conserje desvió la mirada hacia la izquierda y recordó una etapa hacía ya demasiados años. Cuando su mujer se iba a trabajar y él podía subir al dormitorio y probarse todos los vestidos de ella. Recordó cuánto hubiese querido nacer en el cuerpo de una mujer y no en el suyo, repleto de pelos por doquier y un pequeño pene colgando de dos bolas tan pequeñas como canicas desgastadas. Suspiró recordando aquellos años.

Frunció el ceño al rememorar la situación que produjo su divorcio. Meneó la cabeza para evitar aquella molesta sensación y volvió a levantar la mirada hacia la chica con aquel peinado tan bonito.

—¡Vanina! ¡Estás arrebatadora! —exclamó Eloise. La cogió de la mano e hizo que diera una vuelta sobre sí misma mientras silbaba.

—Ya te lo dije, querida, tengo mis trucos —dijo Vanina riéndose con orgullo—. ¡Venga, vámonos! He pensado que primero vamos a ir al bar The Bunker, el sitio que nos comentó el instructor, ¿te acuerdas? —preguntó Vanina, tirando de Eloise para que se moviera y pusiera a funcionar sus dos piernas—.

Hace mucho tiempo que no salgo de fiesta, para serte sincera no recuerdo ni cómo se actúa —confesó Vanina en voz baja a su amiga mientras se dirigían al pub.

Eloise se rio sin intención de ofender, pero Vanina la miró entrecerrando los ojos y suspiró —como un toro antes de embestir al valiente o desafortunado torero—.

—Bueno… no lo dije con maldad, no te enfades, por favor. —Eloise intentó con rapidez defenderse suavizando la situación—. Creo que no deberías actuar de ninguna manera, deberías dejarte llevar por la música, el ambiente…y ser tú misma. Intenta disfrutar de la noche y puede que quizás bailemos juntas esta noche —concluyó Eloise, y para su sorpresa Vanina se relajó dándole un fuerte abrazo.

—Eres la mejor —admitió Vanina. Y allí, con la cara blanca como los muertos, Eloise continuó andando junto a su nueva y mejor amiga con una renovada sonrisa en el rostro.

El restaurante The Bunker era un lugar escondido de uno de los senderos estrechos de Queenstown, tenía un curioso salón muy acogedor creado dentro de un viejo depósito de esquí reformado por completo —dejando a la vista algunos artículos desgastados y viejos para dar el toque vintage—, y con grandes vistas al océano.

Eloise y Vanina estaban sentadas en una mesa caoba al final de la barra, bebiendo un negroni que les había sugerido el mixólogo —persona que estudia, investiga e innova la preparación de bebidas mezcladas— del pub.

En un rincón del restaurante, al lado de la cocina, había dos camareros y otra persona que vestía sin uniforme, hablando de manera acalorada:

—Vamos a ver, Aldo, ya no sé ni cómo explicártelo —dijo la persona sin uniforme a un hombre de poca estatura con la frente repleta de espinillas a punto de caramelo—. Las comandas tienen que colocarse en orden ascendente, o sea, según nos entren. No puedes ir dejando las comandas por donde quieras, ¿me has entendido? —preguntó con un tono de profesor de guardería.

El chico de los granos asintió con la cabeza y bajó la mirada hasta las rodillas, esperando que la bronca no durase demasiado. El otro chico no sabía ni dónde esconderse.

—¡QUE SI ME HAS ENTENDIDO, JODER! —gritó tan fuerte que Eloise y Vanina se giraron de manera inmediata hacia ellos—. Escúchame bien, porque no voy a volver a repetirlo. Como vuelva a ocurrir te voy a pegar una hostia que te va a doler más que depilarte los huevos con pinzas, ¿¡ME OYES?! En ese mismo instante, otro chico con tatuajes en las manos llegó corriendo hacia ellos:

—¡Jefe!, tenemos un problema. Los de cocina dicen que el lavavajillas no funciona y se niegan a fregar los platos… y… esto… que no tenemos platos. ¿Qué hacemos? —dijo acelerado y nervioso, esperando que también le gritase a él.

—Joder, qué paciencia debo tener con vosotros, de verdad —suspiró con profundidad y dijo—: Ethan, ¿cuántas veces tengo que decírtelo? —Se acercó al chico y ya calmado le susurró al oído—: No me des problemas, lo único que quiero son soluciones, ¿me entiendes? —Y acto seguido se marchó, dejando a los tres chicos plantados como árboles sin raíces.

—No me gustaría trabajar en hostelería —reflexionó Eloise—. No entiendo por qué dejan que les falten al respeto de esa manera, por muy jefe suyo que sea, hay ciertas formas de hablar a las personas. Parece que olvidan que son seres humanos como ellos. —Eloise se enfadaba cada vez más y subía el tono de voz a cada sílaba, mientras seguía hablando para ella misma—. Esos jefes, si se les puede llamar así, no son más que malas personas. No deberían estar viviendo.

Vanina estaba tocando con el tenedor la comida del plato, pero sin pinchar en ningún lado específico, cuando levantó la mirada y dijo:

—Como opinión, me parece muy desagradable que desprecien y falten al respeto, y es una falta de educación gritarles tan alto cuando hay clientes que lo están viendo todo. Pero no estoy de acuerdo contigo en lo de malas personas y, por supuesto, tampoco hay que matarlos. Me explico: creo que ese individuo que suponemos que es el jefe o el encargado, ha faltado al respeto a todas las personas de este pub y, por consiguiente, a sí mismo. Pero, aun así… siento que es lo que «me han hecho creer»… no sé si me sigues…

Lo que yo pienso en realidad, es que en este mundo hay dos tipos de personas: las ovejas y los lobos. Y existen dos opciones, o nacer o elegir cambiar. No quiero decir con esto que sea culpa de los chicos ser tratados de manera brusca, pero sí que es permitírselo. ¿Me entiendes ahora? Solo quiero que se defiendan, y si no… que se atengan a las consecuencias. Que en este caso en concreto es bajar la mirada y asentir.

Eloise se quedó pensando y al fin contestó:

—Pues yo creo que solo hay buenas y malas personas.

—Eloise, no puedo creer lo que oigo, ¿de verdad?, vamos a ver, no existen buenos o malos. Existen acciones y consecuencias. No puedes basar tu argumento en blanco y negro. ¡Recuerda la escala de grises! Te pongo un ejemplo: imagina que una mujer embarazada tiene una bomba atada —no sabemos si lo hizo ella para inmolarse o se la impusieron—, el caso es que la bomba va a explotar en un radio de 5 km, y toda persona que se encuentre cerca va a morir. Yo, en mi humilde opinión, no lo dudaría, dispararía contra la mujer en la frente y conseguiría desactivar la bomba. Mi pregunta es: y tú, ¿qué serías capaz de hacer? —Vanina dio un fuerte y largo trago a la bebida.

—Yo intentaría hablar con ella y hacerla entrar en razón —repuso Eloise con una voz temblorosa—. Jamás utilizaría la violencia. —Eloise contuvo una rabia interna que se moría por salir a relucir—. La violencia lo único que genera es más violencia.

—¿En serio?, ¿y si intentas acercarte a ella y justo en ese momento detona la bomba? ¡Todos mueren! ¿No te das cuenta? Hay momentos en los que no podemos controlar las acciones de otras personas, pero sí los resultados. Yo creo que es mejor quitar una vida, sea inocente o no, que matar a miles de personas. Aunque, claro, tampoco sabemos si son inocentes o no, porque puede que todas esas personas sean asesinas y/o violadores en masa. —Vaina alzó la ceja, cogió la mano de su amiga y se disculpó—: Ya dejo este tema, perdona, Eloise, ¿te encuentras bien?, pareces un poco indispuesta. Te has puesto tan pálida como la cera el día de Pascua.

—Mmmm… Estoy bien, en serio, no te preocupes. Creo que soy demasiado benevolente a veces. Creo que lo he sido durante toda mi vida. Disculpando a quien no tiene perdón. —Eloise aceptó la disculpa manteniendo la mirada en un punto bajo, mientras Vanina continuaba hablando.

Se despojó de sus pensamientos, como quien se desnuda antes de una ducha rápida y prosiguió hablando con su amiga, como si nada hubiese ocurrido. Como si el demonio que mantenía encadenado no hubiese conseguido las llaves para salir a jugar.

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