Kitabı oku: «Ritual de duelo»

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«Isabel de Naverán escribe una de las más hermosas epístolas al amor materno que la literatura ha dado durante los últimos años. Se trata de un relato con el que la autora toma la palabra para decir algo urgente y necesario: que los cuidados son, casi siempre, lugares conflictivos, sitios donde se miden las tensiones entre ideología y empatía, entre gestión de la esperanza, dolor y solidaridad». —Valentín Roma

«Echar de menos a alguien es un acto cotidiano compuesto de gestos pequeñísimos. Los rituales del duelo son los rituales de la vida: ahí, en esa repetición a veces buscada y a veces inconsciente, se fragua la cercanía con los que perdemos y, a la vez, nunca terminamos de perder. Tal vez por eso Isabel de Naverán no solo habla aquí de su madre, diagnosticada con una enfermedad degenerativa y mortal, sino también habla con ella, en ese tú a tú de las minucias íntimas y relacionales. Los muertos nunca dejan de estar con nosotros: qué verdad más cruenta y más entrañable la de este libro. Todo queda grabado en la escritura porque está todavía en el cuerpo: palpitante, cercano, inextinguible». —Cristina Rivera Garza

«Dos mujeres –madre e hija– embarcadas en un viaje colectivo que recorre los pliegues del amor, la ayuda y la reparación. Isabel de Naverán escribe una historia excepcional sobre qué significan los cuidados, cómo construyen nuevas formas de posicionarse en el mundo. Se trata de un libro que no se contenta con formular preguntas intempestivas, sino que además se ocupa de responderlas, vivir sus contradicciones y aprender de ellas». —Valentín Roma

Isabel de Naverán (Getxo, 1976) investiga en el cruce entre el arte, la coreografía contemporánea y la performance en proyectos de curaduría, edición y escritura. La preocupación por el paso y uso del tiempo subyace a sus investigaciones, centradas en la transmisión corporal y la revisión del concepto de tiempo histórico desde prácticas efímeras y fugitivas.

Actualmente es curadora de Artes en vivo en el Departamento de Actividades Públicas del Museo Reina Sofía e investigadora asociada a Azkuna Zentroa, con La ola en la mente (2021-2022), una propuesta centrada en la escritura somática como forma de curaduría.

En 2010 funda, junto a Leire Vergara, Miren Jaio y Beatriz Cavia Bulegoa z/b – Oficina de arte y conocimiento, proyecto al que permanece vinculada hasta 2018.

Editora de los libros Hacer Historia. Reflexiones desde la práctica de la danza (2010) y Lecturas sobre danza y coreografía (junto a Amparo Écija, 2013).

Desde 2016 desarrolla Envoltura, historia y síncope, una investigación de largo aliento en torno al cuerpo en la Historia y a las historias de los cuerpos en el ámbito de la coreografía contemporánea que en 2021 ha sido publicado como libro por Caniche.

Ritual de duelo es su segundo libro como autora.


Ritual de duelo

Isabel de Naverán


Autoría Isabel de Naverán

Corrección Sonia Berger y Gemma Deza Guil

Diseño de colección Rosa Llop

Imagen de cubierta Lorea Alfaro

Maquetación de cubierta Cristina Irisarri

Producción del ePub Bookwire

Edición consonni

C/ Conde Mirasol 13-LJ1D

48003 Bilbao

www.consonni.org

Primera edición:

febrero de 2022, Bilbao

eISBN: 978-84-16205-86-8

Esta obra está sujeta a la licencia Creative Commons CC Reconocimiento-NoComercial-SinObra-Derivada 4.0 Internacional CC BY-NC-ND 4.0.

Los textos, edición, traducciones e imágenes pertenecen a sus autoras/es.

La escritura de este libro ha podido desarrollarse gracias al apoyo del programa de becas de investigación Topo de AZALA Espacio de creación.

consonni es una editorial con un espacio cultural independiente en el barrio bilbaíno de San Francisco. Desde 1996 producimos cultura crítica y en la actualidad apostamos por la palabra escrita y también susurrada, oída, silenciada, declamada; la palabra hecha acción, hecha cuerpo. Desde el campo expandido del arte, la literatura, la radio y la educación, ambicionamos afectar el mundo que habitamos y afectarnos por él.

A mis hermanas y hermanos, a mi padre. A Jon y a Marko.

Son las doce de la mañana, la hora en la que paras todo para pensar en P. En mitad del pasillo, un gesto de recogimiento que replica El ángelus de Millet, para ir de fuera hacia dentro, y de dentro hacia lejos, donde está él, puede que haciendo eso mismo, pensaba yo al verte y al verle a él desde ti. Creo que así lo habíais acordado.

Desde que ella murió, a las doce de la mañana despego los dedos del teclado, coloco las manos sobre los ojos, a veces con la excusa de un breve descanso de la retina, la palma cóncava, formando un hueco, dejando posar allí la mirada, pero sin mirar, solo por verla a ella, por verte a ti, en ese calor oscuro y suspender unos segundos todo lo demás. Seguirte de cerca, cercarte y acercarme, durante un momento, a esa parte que se da estando juntas, una zona específica, provocada por tu manera, su manera, de mirar, ella en mí y yo en ella, replegadas. Acaso eso también se acaba físicamente, una materia que muere o es lo contrario, crece de forma distinta por su falta. Puede que se dé en un nuevo estado, una forma imposible de ser antes de su ausencia, una nueva mirada, distinta a cuando era junto a ella y la miraba sin mirar y a veces sin ver. Cuando te miraba solo percibiendo un calor en esa piel, una humedad precisa, que era, que es, justo esa y no otra, esa misma, la que puedo ahora intuir, no sin el esfuerzo de levantar las manos del teclado y disponer los ojos a oscuras. A las doce de la mañana se da este triángulo en el que tú paras sobre tu hijo con ánimo de acercarlo y yo sobre ti con ánimo de saber, con deseo de sorber, de lamer, de beber, de besarte y tocarte, de estar un poco más cerca y sentirte como me sentía a mí estando junto a ti en transformación, cambiando junto a ti.

De camino a Algorta, en el metro, me encontré con una compañera de facultad a quien hacía años que no veía en persona. Días atrás ella había publicado en FB unas fotografías en blanco y negro de unas manos arrugadas. Aproveché para comentarle que me habían recordado a las de mi madre. Son las manos de mi hijo al salir de la bañera, dijo. Pero, por el encuadre, aislado de todo fondo, no se apreciaba el tamaño real ni la edad. Me gustaría proponerle a mi madre una sesión de fotos profesionales, con alguien que pudiera apreciar y captar el estado de sus arrugas ahora. Hazlas tú. Y busqué el momento de decírselo, pero nunca me parecía oportuno.

El presente del cuidado se imponía a cada segundo. Con absoluta urgencia dejaba de lado toda posibilidad de contemplación o de deleite. Al entrar en la casa de Algorta la actividad se centraba en sostener la situación a un ritmo hiperralentizado en el que pasaban muchos segundos entre una pregunta y su respuesta, y otros para repetir de nuevo hasta entender lo que decía, ayudarle con una complicada maniobra de equilibrios y contrapesos de los cuerpos a levantarse y pasar de la silla de ruedas a la silla donde se sentaba para comer; de esta a la de ruedas hasta la butaca; de nuevo a la de ruedas que era de anchura justa para pasar sin rozar las paredes de un pasillo estrecho hasta su habitación, al fondo de la casa, donde la luz azulada por el efecto de unos oscuros pinos se refleja sobre la pared pintada de un suave violeta. Esta habitación queda siempre bajo un halo de luz de amanecer, un alba constante sobre la que, a pesar de no haberlo planteado siquiera, te realizaba fotografías mentales, estudiaba distintos ángulos y encuadres durante los pocos minutos que dormías, y te imaginaba desnuda, plena en tu estado, habitando un cuerpo en mutación microscópica. Desde aquella conversación en el metro, mi mirada quedó filtrada por el deseo de fotografiarla y así quizás estudiarla desde un ángulo de visión determinado, poder verla, verte, a través de una intimidad mecánica que captara y detuviera lo que, sin solución de continuidad, se iba, te iba, paralizando.

A partir del segundo o tercer año del diagnóstico, empezó a tener dificultades para caminar y tenerse en pie por sí misma. De improviso se caía siempre hacia delante y hacia un costado, efecto de graves consecuencias provocado por la ataxia sintomática de la enfermedad: un brusco movimiento muscular de las piernas que, además de caídas, generaba miedo por la incertidumbre ante la posibilidad de caer. Instalamos todo tipo de protecciones en las esquinas de las mesas y muebles, y prótesis en las paredes de la casa, una cama articulada y una grúa, barandillas en los pasillos, sistemas de agarre junto al váter y dentro de la ducha, en la que también se instaló una silla abatible sujeta a la pared. A pesar de todo, no pasaron muchos meses hasta que el de la ducha comenzó a ser un momento de peligro y de tensión. Pronto, cada vez que la visitábamos, una a una, las hermanas la ayudábamos a lavarse. Yo intentaba evitarlo a toda costa, y recuerdo con intensidad la sensación de las primeras veces y la rabia que me producía la situación. Mi incomodidad por no saber cómo hacerlo bien, qué tipo de presión debía ejercer con mi mano enjabonada sobre su cuerpo desnudo y vulnerable, qué tipo de caricia o cuál era la velocidad justa para no violentarla. Porque yo sí me sentía violentada ante aquel cuerpo que se me hacía grande y envejecido, pero que aún era lo suficientemente fuerte para quejarse. Estaba acostumbrada a bañar a mi hijo, que entonces tendría dos o tres años, a tocarlo en cada zona de su cuerpo sin distinción, sabiendo que no hay juicios preestablecidos para una madre y su hijo en el momento del baño. Con ella, sin embargo, el pudor actuaba sobre mí con vergüenza y también con pena, mientras ella se agarraba con fuerza a la barra instalada para mantenerse firme por unos pocos minutos. Y pronto aquello se convirtió en algo más mecánico, algo práctico que demandaba a menudo, pues estar limpia era de lo poco que tenía para sentirse mejor. Y pronto también, el pasar de un cuerpo a otro, de mi madre a mi hijo, en dos casas, dos estancias, dos trayectos, de ida y vuelta, se hizo agotador. Observé cómo vivir en esa tensión constante, entre dos personas que parecían necesitarme, quererme junto a ellas, fue secando toda alegría y todo deseo, e instalando una sensación de impotencia por no poder estar y de dolor físico.

No estar presente físicamente a la vez para mi madre, cuya vida se iba terminando, y para mi hijo, cuya vida comenzaba. Por momentos, sus contrarias evoluciones coincidían, y me resultaba sorprendente lo mucho que llegaban a parecerse en sus necesidades.

Somos una familia numerosa. Yo, la pequeña de seis nacidos en una horquilla de ocho años. Cuatro hermanas y dos hermanos; sus hijos e hijas, que son nueve en total; y nuestras parejas. Mi padre. Nos volcamos para aliviar el peso de la situación provocada por la inesperada enfermedad.

La demanda de una atención específica, como hija y como madre, se activaba en gestos físicos concretos como acercar la cuchara a la boca, acariciar un cuerpo, arrimar mi cara a la(s) suya(s), susurrar(nos) en la intimidad, mirar(nos) a los ojos. Por momentos me parecía acompañar a un mismo ser que, repartido en dos personas, era una misma forma de amor. Pero, con el tiempo, la incapacidad por conciliar ambos cuidados, sumada al dolor de una pérdida que se anunciaba como inevitable, generó una gran sensación de deuda. Esta sensación psíquica tenía su correspondencia física en forma de constante lumbalgia, migrañas y dolor visceral. Como si toda la presencia que desplegábamos a su alrededor, de manera colectiva y múltiple, nunca fuera suficiente.

Un día, no recuerdo si antes o después de la ducha, me pidió que la sentara en el váter. La ayudé, estando ya desnuda, y avancé discretamente hasta el lavabo, hablando, como solíamos hacer, a través del espejo. En ese reflejo la observé, sentada con su cuerpo musculoso a pesar de todo, fuerte, sobre el fondo de azulejos color rosa pálido, una pequeña ventana de cristales velados a su izquierda, por la que una luz muy tenue, grisácea, entraba y se reflejaba metalizada en su piel. Me pareció que estaba más hermosa que nunca. Sus tetas grandes descansando tranquilas sobre el vientre plegado que a su vez cubría el pubis. Las piernas obedientes y simétricas, sus pies desnudos sobre la baldosa también rosa. Me sorprendió la piel tan morena después de tanto tiempo alejada del sol. No se distinguían marcas de ningún tipo de bañador, era un mismo color uniforme y dorado en la superficie húmeda, y tenía el pelo blanco echado hacia atrás. La miraba a través del espejo pensando en mi proyecto fotográfico que nunca le conté. Aun así, estás más bella que nunca, mírate. La enfermedad impedía los movimientos voluntarios, imponiendo los mecánicos, y eso provocaba que ella tan solo repitiera lo que se le decía. Se daba cuenta. También, a veces, cada vez más, nos reíamos de esas repeticiones algo teatrales. Estás más bella que nunca, ¿ves?, mírate, más bella que nunca, incluso así. Más bella que nunca, repetía con voz ronca y bien despacio: que nun-ca, que nun-ca. Y las dos nos reíamos. Eso es. A través del espejo. Entonces le costaba mucho hablar y casi solo lo hacía cuando era necesario, para indicar cuestiones prácticas, necesidades puntuales. Me pareció que a esa altura ya había claudicado o redirigido su frustración, y que se centraba en tener lo más cerca posible a mis hermanas, a mis hermanos y a mi padre.

Poco a poco las sesiones en el baño rosa fueron como rituales. Completamente desnuda, la abrazaba con todo mi cuerpo para levantarla y sentarla en la taza. Cada vez que la alzaba en mis brazos, con fuerza, corríamos el riesgo de caernos hacia el lado derecho, que era hacia donde siempre viraba sin querer. Como una gran columna rellena de arena mojada nos inclinábamos a punto de caer y volvíamos con esfuerzo al eje, hasta rotar los cuarenta y cinco grados que nos permitían que la sentara. La enfermedad también hacía que su cabeza se inclinara hacia delante y hacia un lado, provocando un fuerte y continuo dolor en cuello y cabeza. En esos momentos de baile que teníamos en el baño ella aprovechaba este gesto de la inclinación de la cabeza para apoyar su boca en mi cuello y besarme repetidas veces. Entrar en un movimiento y repetirlo era algo que había aprendido a valorar. Lo difícil era salir de la repetición automática, desagarrarse o deshacer el movimiento que había empezado. Nos reíamos con esa lluvia de besos que yo recibía con alegría.

Durante ese periodo, mis hermanas compartían sus técnicas para el momento de la ducha y el baño. Me sorprendía la soltura y la ligereza con que contaban cómo se metían desnudas con mi madre en la pila y se duchaban junto a ella, quizás, imagino, abrazándola, en lo que yo, imagino, sería una fiesta, un momento lleno de risas y de frescura, sin la gravedad que para mí tenía y que ella perfectamente conocía, pues un día estando agachada me tocó la cabeza diciendo hija, me da pena que tengas que hacer esto. La alegría de mis hermanas continúa también hoy y es algo que admiro y que envidio.

Durante los primeros años de enfermedad caí en la cuenta de que, cuando pensaba en mi madre, aún la veía mentalmente con su aspecto de joven. Una mujer de unos cincuenta y cinco años, de pelo moreno y sonrisa abierta, de carácter fuerte y decidido, con quien yo acostumbraba a hablar con energía y muchas veces a la gresca. Cuando pensaba en ella, guardaba solo esa imagen, archivada su identidad en una cristalización de relaciones y afectos. Siendo consciente de ese desfase entre mi recuerdo de ella y su estado actual, me propuse mirarla. Y vi que no la reconocía. Miraba su cara, sus manos, su gesto, ahora condicionado por la enfermedad que provocaba una suerte de rictus facial, lo que en los estudios médico-científicos que describen la enfermedad llaman cara de susto porque los ojos se quedan abiertos como asombrados. Con esos ojos asombrados se me hacía desconocida. La falta de pestañeo hacía que se le secaran y le picaran. Buscamos modos de paliar esta sensación con infinidad de tipos de gotas, humedeciendo el ambiente e inventando ejercicios de descanso para la retina. Debido al nistagmo, a veces los globos oculares se movían involuntariamente hacia los lados o se quedaban fijos en un punto indeterminado sin poder moverse de nuevo y eso hacía que pareciera que estaba ausente. Para recibir una mirada directa había que colocarse en un punto exacto de su ángulo de visión, ya que le costaba mover el cuello, sobre todo hacia arriba y, al estar casi siempre sentada o tumbada, quedaba demasiado baja para establecer una relación social con quienes la rodeaban. Nos situábamos a su alrededor de cuclillas, gateando por el suelo o girando el cuello, y todo se reordenaba coreográficamente. Había una zona por delante y hacia abajo que desde el inicio se volvió borrosa y conflictiva, pues le impedía realizar por sí misma tareas como leer, escribir o coger la comida del plato que tenía delante. En sus diarios de aquellos meses se percibe perfectamente el deterioro de la escritura provocado por la dificultad con respecto al ángulo de visión sumado a la torpeza creciente del movimiento de las manos y los dedos. Su frustración también crecía.

Fue en ese periodo de aumento de los síntomas cuando intentaba verla en su estado, reconocerla en su presente y el mío. Y este doble camino tenía lugar en una temporalidad similar, muy lenta mientras sucedía, pero increíblemente veloz al recordarla. Ella avanzaba hacia la inmovilidad, alejándose de todo contacto con su exterior más próximo, a medida que yo aprendía a verla, acercándome. Se ejercía un doble efecto: de velo hacia una nebulosa y de desvelo hacia una nueva percepción. Sin duda era algo desconocido para ambas. Durante ese tiempo en que ejercitaba ver lo que tenía delante me resistí mucho a pensar, como a veces y tanta gente decía, por decir, que ella no es la que era. Pero nunca oí decir algo así ni parecido a mi padre o a mis hermanos. Claro que no era como antes, pero entonces fue plenamente, intensamente, así. Cómo aprender a verla, reconocerla y reconocernos ahora, es una de las preguntas que me hice durante los últimos meses. Reconocer, ver, escuchar cómo es, qué desea y qué necesita, qué está queriendo decir, cómo puedo acompañarla sin proyectar una imagen previa ni una fotografía posterior.

La doctora de cuidados paliativos que atendió y dispuso lo necesario para que se diera su muerte en casa me contó después cómo, durante las semanas previas, había observado que yo trataba a mi madre como si no estuviera enferma. Y quizás fuera cierto porque, excepto en los momentos de angustia, su juicio y su consciencia siempre fueron lúcidos y sus órganos vitales no estuvieron dañados. Yo siempre decía que mi madre no estaba enferma, sino que tenía una enfermedad.

Cuando llegó el momento, la doctora preparó un tubo de morfina y sedante, que se dispensaría a goteo durante el tiempo necesario y vino a casa un viernes a explicarnos su funcionamiento. Al parecer, era importante respetar la dosificación y dejar que la maquinaria corporal fuera desactivándose paso a paso. Sin embargo, contábamos con dosis de refuerzo en caso de que notáramos intranquilidad o angustia. Por lo demás, el cuidado quedaba en nuestras manos y durante esos tres o cuatro días nos ocupamos de todo. La casa estaba llena de mis hermanos y mi padre, todos revoloteando del salón hasta aquella última habitación, ahora iluminada con una lamparita que proyectaba en el techo figuras de cristales. Antes de marcharse, la doctora se sentó a los pies de la cama y cogió la mano de mi madre. Se dieron mutuamente las gracias entre sorprendentes carcajadas. Es que está ya muy cansada, Isabel, dijo, está agotada.

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