Kitabı oku: «Amar o morir»
AMAR
O
MORIR
Israel Moreta
Amar o morir
Primera edición: Abril 2021
©De esta edición, Luna Nueva Ediciones. S.L
© Del texto 2019, Israel Moreta
©Edición: Genessis García
©Diseño y Maquetación: Gabriel Solorzano
©Ilustración y portada: Israel Moreta
©Creación ebook: New book Moon
Todos los derechos reservados.
Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra,
el almacenamiento o transmisión por medios electrónicos o mecánicos,
las fotocopias o cualquier otra forma de cesión de la misma,
sin previa autorización escrita del autor.
Luna Nueva Ediciones apoya la protección del copyright y
está en contra las copias ilegales realizadas sin permisos expreso
del autor o del sello editorial Luna Nueva S.L
El copyright estimula la creatividad, defiende la diversidad
en el ámbito de las ideas y el conocimiento,
promueve la libre expresión y favorece una cultura libre.
Edicioneslunanueva@outlook.com
Luna Nueva Ediciones.
Guayas, Durán MZ G2 SL.13
ISBN: 978-9932-8856-8-8
ISBN Digital: 978-9932-8856-6-4
Para los que ya no están.
Prólogo
Intento pararme para ayudar, pero él lo impide. El exuberante sudor que desciende desde mi frente se torna helado. Miro su rostro, muy dubitativo. Él está conmigo y eso es en extremo improbable.
Con sus esqueléticos dedos, me recoge un mechón de cabello que reposa en el centro de mis cejas; luego, angustiado, transporta sus entumecidos y pálidos labios hacia los míos.
Recuerdo que, al empezar el viaje, mi apreciación sobre la ética y la idiosincrasia familiar, aunque disparatada, me era reconfortante... Hoy, no tiene incidencia en mí. Por experiencia sé que si alguien se burla de tu dignidad, es insano acomplejarse y no defenderse: ¿será de valientes retar a los infames y desfogar tempestad por la piel cuando suceda? A pesar de que me lo he repetido constantemente, la cobardía me ha echado de menos, y hace no mucho me solicitó una tregua.
Su inquisidora mirada nos manifiesta que somos dos pervertidos y despreciables humanos, que encomiendan su vida al arma de fuego que oscila en su trémula mano izquierda. Después, una risa maliciosa se auto invoca de sus temibles fauces, mientras aprieta el gatillo.
Cuando dispara el primer tiro, los nervios finalmente emergen, y las fisuras de mi corazón se multiplican: constituye una arcaica advertencia de que él no está jugando, y que me matará como lo había prometido tiempo atrás.
Es incierto mi destino… el de los tres. Y con el ardor que flamea en el costado de mi pantorrilla, claramente es más arduo liberar los pensamientos.
¿Y si no lo salvo?
¿Habrá perdón?
¿Habrá olvido?
¿Me castigará la culpa?
Los recuerdos, ¿me castigarán en cada amanecer?
Si bien es cierto que le prometí que jamás lo abandonaría, hoy estoy seguro que no podré cumplir con mi promesa. En este momento su vida corre peligro, y es mi culpa, otra vez. No tengo dudas. Él lo sabe muy bien, quizá por eso no ha dejado de mirarme con escepticismo.
El asesino, sin embargo, aún sigue de pie al otro lado de la playa, sosteniendo y apuntándonos con descaro su arma; sabe que debe rescatarlo de mis manos, de mi carne y desunirlo de mi alma. Es una inventiva de su absurdo pensamiento, que nuestro amor lastimosamente no ha podido destruir.
Una nueva bala asesta en el pico de la roca que está debajo de la palmera. Nuevamente y por alguna razón el oleaje se paraliza. Le coloco su sombrero favorito no sin antes sacudir la arena de la copa. Él sabe que lo amo demasiado… Ambos lo saben.
Decidido, tomo un enorme respiro, aplaco los nervios y me entrego a su afrenta. Hago el mayor esfuerzo para borrar todo el dolor que me aqueja, y que en mi rostro se puede denotar. Así pues, cojeando, me apresuro a apartarlo, puesto que se acomodó delante de mí; pero con entereza él despliega el más cálido de sus abrazos, lo que involucra que mi corazón peticione concordia. Cuando cierro los ojos, los disparos atinan en mi corazón.
Capítulo 1
AARÓN
Con incertidumbre doblo la nota y la apilo junto con mi celular, a un lado de la lámpara que reposa sobre las novelas de ciencia ficción, encima de mi escritorio. Antes de partir, guardo en mi mochila la rastra de pozo que hallé entre los artilugios de mi abuelo, una soga, varias mudadas, una fotografía de él, herramientas y todos mis ahorros. Cargo el equipaje. Son las dos de la mañana. Mis padres duermen. No notarán mi ausencia al menos por esta noche.
Con mucha delicadeza, muevo las cuatro cajas de historietas que obstruyen la puerta del balcón de mi cuarto; las apilo una sobre otra detrás de mí y después giro la perilla, muy sereno. Cuando estoy al otro lado, el espectáculo nocturno de las luces que titilan en lo alto de la ciudad aquieta mi ímpetu, así como los fríos abrazos que me obsequian los alborozados espectros de la madrugada.
Cierro los ojos e inhalo. No hay marcha atrás. Apenas me sujeto de la baranda del balcón, calculo la distancia que hay de donde estoy, a la reja de seguridad de la ventana del primer piso. Encajo la punta de mi pie derecho encima de la reja procurando no rozar la ventana, y estiro mi cuello para ver dónde acaba la pared; construyo un gancho con mis dos manos, para sostenerme de los balaustres de hierro y, con el pie izquierdo, piso en la siguiente reja, contrayendo a la vez mi torso. Aunque los nervios quieran traicionarme, impulso mi cuerpo y extiendo la mano derecha como un resorte, hasta sujetarme de la primera reja de la ventana; después mi otro brazo y listo. De un salto, termino en la acera con las rodillas magulladas.
Los callejones están atiborrados de serpenteantes constelaciones, como si formaran una flecha, que pareciera guiarme hacia mi lóbrego destino. Desde ahora, la esperanza ya no patrocinará mi existencia. Es lo último que me arrebataron.
En cuanto curvo la esquina del callejón, reflexiono sobre las lágrimas que emanan, quizá no sean las últimas, así que, con el puño de mi chaqueta las seco. Doy un último vistazo a la casa en donde crecí, ¿papá y mamá, adivinarán el porqué de mi huida? Si no es así, la nota que les dejé se los aclarará.
El viento helado lastima mis oídos, por ende, me cubro con la capucha después de sacar unos guantes de lana de la mochila. La buena noticia es que, si bien todo el mundo me hizo creer que Elliot fue producto del coma, las secuelas de su leal e incondicional amor han clarificado mi mente; por consiguiente, me han encauzado a la clarividencia. Elliot, está allí, afuera, en alguna clínica del país, quién sabe de qué tipo, esperando que lo rescate.
Muchos me han reiterado que la esperanza es lo último que se pierde; lo admito, la perdí desde nuestra primera batalla. Perdí la esperanza en la humanidad. Por si fuera poco, también perdí la esperanza en mí. Ya no hay remedio conmigo. Si en mí se ha desarrollado algún tipo de enfermedad como los “normales” lo llaman, es una pena, porque no hay cura…. Es lo que pienso. Es agotador disputar con las injurias y el odio que reciben a diario personas como nosotros, solo por el hecho de sentirse y amar diferente.
No sé si haya antídoto para dejarlo de amar, o si alguien como yo llegó a sanarse en algún punto. Aunque soy joven para entender el amor, sé que es ilógico prohibirlo. No somos una enfermedad o unos pecadores como nos han catalogado, tenemos un propósito en esta vida; la única diferencia, es que padecemos y sufrimos el doble que los demás. Sí, es la única diferencia. Nuestras elecciones nos hicieron merecedores a batallas que solo nosotros conocemos. Nuestras elecciones nos han hecho únicos, pero no diferentes. Papá y mamá entendieron y aceptaron sus diferencias cuando decidieron unirse, quiero decir que, el uno amó lo que le hacía diferente del otro. Pero cuando mis diferencias aparecieron, se deshicieron de mí y prefirieron callarme que aprender a amarlas y aceptarlas.
Mamá, tal vez tiene razón:
—No hay justicia para nosotros.
—Jamás encajaremos con normalidad.
—La aceptación quizá demore o nunca llegue.
Pero prefiero encajar en él que en el mundo.
Es todo lo que necesito.
Ahora más que nunca sé por quién debo luchar y quién es mi única familia: Elliot. Mi elección por lo general será él.
Capítulo 2
El mutismo de la ciudad me da mucha desconfianza. Miro a los costados, atrás, adelante y viceversa; aunque la visión esté empañada por la niebla, estoy seguro que nadie me sigue.
Doy con el pasaje que queda detrás de las instalaciones del colegio. Con cierto resquemor, pego mi espalda a la pared de la vivienda adyacente y camino, tratando que las lámparas de la calzada no me localicen.
Enseguida converjo delante de un altísimo muro de bloques de hormigón, masco el miedo y lo escupo junto a una pila de escombros.
Pasmado, estudio la distancia que hay del suelo a la cima del muro, de manera que, la afasia me domina. Solo el croar de los sapos me distrae de cierta manera. Tomo un respiro hondo y dispongo ambas manos en posición.
Algunos agujeros del muro me sirven de peldaños y presas de escalada, de modo que, como si se tratase de un rocódromo asciendo. A la mitad del trayecto, con una mano desato de uno de los tirantes de la mochila el gancho de cuatro puntas, mientras que, con la otra mano, me sostengo del agujero más ancho. Tomo impulso y arrojo el gancho a la cima con mucho brío. Al tercer intento jalo la cuerda para cerciorarme que precisé en mi objetivo. Desencolo mi palma izquierda del hoyuelo, y con ambas manos sujeto el tronco de la soga. Decidido y para nada temeroso, comienzo a escalar el muro, pegando y despegando un pie, a la vez que alterno mis manos.
Jadeante, llego hasta la cúspide, donde para equilibrarme reposo ambas palmas; con esfuerzo sobrehumano retengo mi cuerpo en el aire, y con los pies amortiguados, me elevo levemente encima del muro. Tomo asiento para descansar y observar por tres segundos el vasto panorama de la academia, que está cubierto de otra espesa capa de niebla; luego, sin vacilar, coloco en dirección opuesta la rastra de pozo y desciendo. Intento no bufar demasiado, debido a la tensión que ejerce en mis muñecas la cuerda.
A un metro de mí, veo el césped de la cancha de fútbol. Me suelto y con un trampolín alivio el golpe. Zarandeo la cuerda, la halo hacia mí para recuperarla, pero fallo. ¡Bah!, cuando la encuentren ya me habré ido. A pasos gigantes y silentes, cruzo el terreno de juego que confluye con el despacho de Rosy.
Llego al salón y lo primero que hago es una inspección visual del lugar. La puerta principal por razones obvias está cerrada. Arqueo las cejas y frunzo el ceño demasiado irritado. Rodeo el despacho para llegar a la parte trasera, en donde hay un huerto escolar y una ventana grande.
Saco de la mochila un rollo de cinta adhesiva de doble cara, desprendo uno de los adhesivos y lo coloco por encima de toda la ventana. Repito el ejercicio cuatro veces, cubriendo con mayor precisión los marcos circundantes. Con un martillo puntiagudo de goma, doy varios golpes en el centro del cristal, y, tal como lo vi en algunos vídeos de YouTube, una secuencia de venas blancas se dibuja sin ningún ruido; por suerte, los pedazos de vidrios rotos se adhieren al papel adhesivo. Bien hecho. Saco unas tijeras, ensarto el filo en el espacio que hay entre los vidrios cuarteados, y recorto meticulosamente por debajo de los marcos. Es por la premura que recorto solo la mitad de la ventana. Con cuidado, desuno el papel adhesivo junto con los cristales pegados y los dejo en el suelo. Boquiabierto, visualizo el enorme hueco negro enfrente de mí.
Sin pensarlo dos veces entro en el cuarto, enciendo la mini linterna que escondí en mi bolsillo trasero y redirijo mi atención al escritorio de la esquina; abro el cajón secundario de la derecha y rebusco en el interior. Apunto con una mano la linterna y con la otra desocupo varias hojas del curso de nivelación, una calculadora y tres marcadores de pizarrón. Abro más el cajón y reviso en el fondo. Cuando doy con la cajita, la destapo para ver si sigue ahí. Sonrío.
—¿¡Quien está allí!?
Mi corazón se petrifica y mi pulso se acelera; no obstante, guardo la caja en mi mochila y cierro con muchísimo cuidado el cajón. Sigiloso, escapo por la única salida no sin antes apagar y guardar la linterna.
Me adoso a la pared del despacho, y en cuclillas me traslado hasta llegar a una de las esquinas del salón. Saco mi cabeza por un borde de la pared, y en cuanto diviso al conserje y a su sabueso inspeccionando la cuerda colgante, me pongo más nervioso.
—Vaya, vaya, Max. Parece que tenemos a un ladronzuelo rondando por aquí. Tal vez esta noche tengas suerte y consigas algo de comida extra —dice el conserje, con voz muy ronca.
Ni bien comienzo a elaborar algún tipo de plan en mi mente, los vidrios que olvidé recortar colisionan contra el piso. A continuación, se me paraliza la respiración.
—¡Por allá, Max! Este tipo no es tan astuto después de todo.
No hay tiempo para planes. Me alisto a correr una vez que los enfurecidos ladridos se tornan más fuertes. Cuando salgo despavorido por detrás del despacho, los gritos del conserje atenúan mi valentía.
—¡Allá va, Max! ¡Atrápalo! ¡Atrapa a este sinvergüenza!
Corro buscando la salida, con afán de que el perro no me alcance. Esquivo varias hortalizas sembradas en U en medio del camino, y salto varios asbestos voluminosos como un deportista profesional. A diez metros de llegar al portón, giro a la izquierda a toda velocidad, me meto entre la espesura del jardín y el aula del cuarto “D”.
Los ladridos se potencian. No lo medito y salto para alcanzar el primer brazo del árbol que crece próximo a la cerca de piedra que rodea el colegio. El perro muerde la basta de mi pantalón, así que con escalofríos muevo atolondradamente el pie derecho de un lado a otro, hasta que se este desune de mí.
Trepo para llegar al segundo brazo del árbol. Calculo unos dos metros hasta la cerca. Esta vez tampoco lo medito. Reúno las energías necesarias, y de otro espontáneo impulso salto. Jadeo fatigado, mientras cuelgo del filo de la cerca.
—¡Por acá, Max! Carajo, dónde están esas malditas llaves. ¡Max! ¡Max!
El conserje y su perro están reclamando mi cabeza de nuevo.
El portón tarda en abrirse, así que aprovecho para trepar. El asfalto está a unos seis metros de donde estoy, pero es tarde para medir el efecto de mis acuciantes decisiones. Doy con el concreto y me aturdo por un ligero instante. Me apoyo con las rodillas, pero estas requetiemblan. Con el mayor de los esfuerzos, muevo las piernas para alejarme lo más pronto del colegio. Cuando estoy en la autopista mi suerte se cosifica.
Todavía pávido y con las fuerzas restantes, me agarro de la compuerta posterior de la camioneta que se entrecruza con mi ser desertor, y doblo mis rodillas en el parachoques para agazaparme. Apenas la camioneta voltea en la primera esquina, me despido entre dientes del conserje y Max, que están desconcertados buscándome.
Una vez la oscuridad se condensa, inclino mi cuerpo encima de la compuerta, reposo, con mucha cautela, mi rodilla derecha sobre el balde de la camioneta, y hago un medio giro en el aire. Tal parece que el chofer aún no se percata de mi presencia. Eso me alienta en buena medida.
Capítulo 3
Boca arriba, contemplo la alborada que envuelve la ciudad; es un cuadro hermoso, con sus ocres y anaranjados, que se amalgama con una poderosa brisa que sopla a mi alrededor.
Estiro mi cuello encima del balde de la camioneta para ver si estoy cerca. El vehículo se dirige al norte, por lo que me es familiar todo el trayecto.
Después de diez minutos la camioneta se detiene. Si llegué hasta aquí, qué más da si el chofer me llama la atención. Desembarco en el semáforo y, en efecto, el claxon del auto me informa que él estuvo al tanto de mi presencia. Me ruborizo un instante.
Aunque he tenido muy buena suerte, presiento que la incertidumbre embota mi voluntad de seguir con mi plan. Debe ser porque antes nunca me había escapado de casa. ¿Podré seguir a costa del galimatías que mi mente crea como medida de prevención y autoprotección? Es comprensible que en mi travesía la confusión me quiera contener. Dar la vuelta y regresar quién sabe me ayude demasiado. Tal vez aún esté a tiempo de recuperar la carta y romperla, intentar con mi nueva vida, alentarme a descubrir si es posible volver a empezar. ¿Lo será?
Siento excesiva culpa por ser diferente, ya que esa ha sido la causa de mis desgracias hasta hoy. Quizá esa particularidad tenga un propósito más adelante y lo desconozco, o tal vez mi razonamiento solo esté nublado. Así es nuestra naturaleza: sentirnos culpables de no poder pensar con libertad.
Elliot ya no vive allí. Me cuesta enlazar la mirada al hogar que nunca lo vio nacer. Prefiero mirar con incomprensión, los frívolos aposentos de los santos, que nos han castigado por ser incompatibles con las leyes naturales de la vida. Aprieto los brazos de la mochila, trago un agónico suspiro, curvo a la derecha y sigo las peligrosas ideas de mi cabeza.
Cuántas veces más vagaré por lugares como este, en donde el amor se conoció. Cuántas veces más lo escucharé hablar con mi corazón.
La estación del tren sigue allí, su ambigüedad se empareja con mis incorpóreos y peculiares recuerdos. Al pasar por debajo de las herrumbradas vigas que sostienen el arco de la taquilla, me doy cuenta que es difícil borrar lugares como este: es difícil borrar recuerdos que encajan todavía en el corazón. Cuando estoy al otro lado del pasaje, miro cómo un vagón fenece lentamente entre las hediondeces del acero oxidado y el tiempo.
Debo armarme de valor, buscar una solución para el embrollo que germina en mi cabeza, olvidarme de los malos consejos y establecer una tregua con mis miedos para utilizarlos a mi favor; después de todo, echar la culpa a todo el mundo cada vez que me siento mal es inútil. Me relajo sin antes comprender que mi mejor arma para madurar es aprender de mis lecciones.
El sol de esta mañana persigue mi angustiado paso, tanto que no espera para cocer mis cachetes. Todo sigue siendo tan real hasta ahora, si no fuera por el tono beige de la vegetación. Circunspecto, deambulo en el paisaje que vio madurar nuestro amor, cuando abrazados nos balanceábamos de un lado a otro cazando nubes e, intencionalmente, sobrellevando la pareidolia; aquellos días reíamos sin parar, e indagábamos sobre qué hacer a diario, para dar con alternativas que nos salvasen de aquella malaventurada relación. ¡Bah!
Me cuelo entre los matorrales que crecen hasta el pecho y elevo la quijada para ver. El agua del manantial sigue siendo tan clara, así como mis recuerdos, que se van tejiendo como las enredaderas colgantes de aquí.
Como un saltamontes, desciendo por el improvisado graderío que el tiempo derrumbó. La ternura del lugar me recibe como si no fuera ajeno a ella.
Él está sentado a mi derecha. Me sonríe como diciéndome “Adelante, mor. Métete al manantial. No seas miedoso”. ¿Podría contraponerme a tan perfecta y fiel expresión? ¡Jamás! De igual forma, sus ojos me presumen el poder que tienen sobre mí. Sin oponerme, tomo posición entre sus brazos. Él es más alto que yo, por lo que es fácil escuchar los murmullos de su corazón cada vez que me acerco a su pecho. Quisiera que el momento perdure eternamente, pero es inevitable pensar en las complicaciones. Por ahora, solo me entrego a su sonrisa, que emerge de la nada dándome la vida.
Despierto cuando presiento que una lágrima se desliza hacia mi barbilla. Mi alucinación ha equilibrado de cierta manera mi estado emocional.
Advierto a mi corazón que se normalice, en tanto descubro y desenmaraño el mensaje que esconde una flecha, dibujada en la pared, que crece en el centro del manantial. Con pavor echo la mochila a un lado, desanudo los cordones de mis viejos zapatos, me despojo de mis calcetines y hago un doblez simple hasta las rodillas con la basta de mis pantalones. No lo pienso dos veces y meto mis pies desnudos en el agua para indagar de qué se trata.
A contracorriente, camino por el manantial que me llega más arriba de los tobillos. Me introduzco en un túnel, donde la luz escasea y las lianas enroscadas se alzan hasta dos metros desde mi cabeza. Es un túnel sombrío. Los alrededores están compuestos de ramificaciones, bejucos, algunas flores de loto, y toda variedad de telas de araña. No pierdo de vista ningún detalle de cada rincón.
A mitad del trayecto, a más de mis pensamientos, solo me acompaña el murmullo del agua. ¿Eh, puede ser? Los escasos rayos de luz que se introducen entre las lianas, apuntan hacia un objeto conocido. Apresuro más el paso y, absorto, piso tierra.
No es posible.
Uno de los sombreros favoritos pork pie que solía usar Elliot, cuelga dentro de una funda transparente, sobre una estaca de madera que está clavada en el suelo. La duda me incapacita y la impresión por supuesto que transmuta la cordura en paranoia.
Con un sacudón, me desahogo de las hojas secas y las basurillas de la copa. El sombrero tiene una banda negra que no había visto antes: ¿Será una pista? Por otro parte, la estaca está pintada de blanco, y cerca de ella, hay una vasija de barro enterrada boca abajo, la misma que tiene una segunda flecha blanca dibujada encima, ¿eh?; me muerdo los labios, la destapo, y ni corto ni perezoso, el olor a moho penetra en mi nariz. Hay otra funda transparente, que contiene más envolturas dentro, como si de una protuberancia se tratara; me agacho a recogerla y despego todas las cintas adhesivas. Saco una grabadora.
Sujeto con mi axila el sombrero y guardo la funda de plástico en un bolsillo de las hombreras de la mochila. Regreso por donde vine.
A estas alturas no puedo cauterizar el dolor, sigo pensando en él y eso es suficiente para lastimarme de nuevo. Elliot, sabía que vendría, sabía que no lo iba a abandonar. Me conocía perfectamente. Ahora bien, no sé si estoy a tiempo, si el tratamiento funcionó en él, o si en mi búsqueda encontraré singulares sorpresas que me estremezcan como estas.
Sin antes calzarme los zapatos, asciendo por el graderío derruido. Tomo asiento sobre el césped, coloco el sombrero de Elliot más la grabadora a un costado, abro la mochila y saco la caja negra; pienso en ella y gruño cuando la miro. Saco el celular de la caja y aplasto el botón de encendido. Murmuro retahílas de hechizos con el objetivo de contar con la batería suficiente.
Trago saliva cuando la pantalla se enciende y el logo de la operadora destella. Cuando el indicador de cobertura móvil se activa, el celular se sacude en la palma de mi mano. Chequeo la pantalla del celular algo entusiasmado, luego presiono un botón y los números se acrecientan.
Mi ritmo cardiaco se desactiva. Aún no estoy preparado para una nueva aventura, pero el tiempo se agota. Oprimo el botón de la bandeja de mensajes, y leo desde el más antiguo:
Todo coincide a la perfección. Me pregunto qué más no sé. Los mensajes son claros; de hecho, me informan lo que nuestro amor ya ha revelado: cascada, donde hallé su carta de auxilio; manantial, nuestro primer escondite; flecha, incluso el tiempo se ha negado a borrarla; banda, ¿acaso será la del sombrero?
Coloco el celular sobre los hierbajos, y palpo el sombrero en busca de algún significado que pueda asociar con el mensaje. Con más atención, examino la banda con mi dedo pulgar, entonces una turgente presencia me impide actuar con naturalidad. Ofuscado, rebusco debajo y encuentro una nota. Desdoblo el papel y comienzo a leer:
Ücretsiz ön izlemeyi tamamladınız.