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Capítulo I
El campo estructurante
EL ENCUENTRO ENTRE CIENCIAS HUMANAS
«El hombre es una encrucijada», afirmaba Nietzsche, y la historia reciente, la de advenimiento y desarrollo de las ciencias humanas, está, de hecho, jalonada de encuentros interpersonales, interdisciplinarios más o menos fecundos.
Así, se pone como ejemplo la feliz conjunción de una antropología en busca de sí misma (C. Lévi-Strauss) y de la fonología estructural ya reconocida (R. Jakobson). Sin embargo, el encuentro con la obra de V. Propp1, tan esclarecedor para el fundador de la antropología estructural, no se abrió a un verdadero diálogo, pues el pionero ruso del análisis del relato no concitó, al parecer, todo el interés que merecían sus trabajos, a pesar de haber recibido sinceros elogios de verdaderos críticos.
En el mismo capítulo de malentendidos y de espléndidos aislamientos, habría que incluir el caso, aún actual, del difícil encuentro entre la lingüística y el psicoanálisis, disciplinas, sin embargo, perfectamente contemporáneas y gemelas en su preocupación por el mismo objeto: el lenguaje2.
LA ILUSIÓN INTERDISCIPLINARIA
¿Qué pensar, qué augurar, en estas condiciones, del encuentro entre psiquiatría y semiótica?
¿No iremos, una vezmás, a poner en escena la ilusión inter disciplinaria justamente denunciada por A. J. Greimas y J. Courtés, en su Semiótica. Diccionario razonado de la teoría del lenguaje, a propósito de la aparición en los años cincuenta de una psico y de una sociolingüística?
Este acercamiento de dos disciplinas que han sido elaboradas de manera independiente, con miras a producir un nuevo campo científico autónomo, reposa en una ilusión, la ilusión de la interdisciplinariedad. En efecto, por poco que uno admita que una ciencia se define por sus métodos de aproximación y no por el objeto y por el dominio de aplicación, hay que ser bien ingenuo para pretender que dos metodologías, construidas separadamente, puedan ser consideradas como compatibles y homologables, cuando ya dos teorías lingüísticas y, a fortiori, dos teorías psicológicas no lo sean entre sí, si es que no pueden ser traducidas a un lenguaje formal, coherente y único3.
No trataremos nosotros de ninguna manera de intentar una «fusión» semejante entre psiquiatría y semiótica, utópica alquimia —en todo caso, en este nivel del encuentro— que no terminaría probablemente, como en los casos denunciados, más que en una dominación efectiva de una disciplina sobre la otra: así, la psicolingüística se escinde permanentemente en psicología del lenguaje o en lingüística psicológica.
Pero si rechazamos ese proyecto poco razonable de crear una nueva disciplina, una nueva aleación científica, queda aún por demostrar que la simple alianza no es deseable, posible y eventualmente fecunda, introduciendo, por ejemplo, oportunas homologaciones conceptuales. Alianza que se abra, como se podrá juzgar más adelante, al campo de una práctica renovada.
DISIMETRÍA DE LAS POSICIONES
Intuitivamente, es cierto, el psiquiatra y el semiótico traen entre manos un asunto común, el del sentido, término que engloba, entre otras cosas, la significación y la dirección. Pero esa reconfortante declaración no puede disimular todo lo que las separa, por reunidas que aparezcan en una búsqueda idéntica.
El psiquiatra, en el sentido más general del término, contrariamente al semiótico, se halla comprometido en un programa práctico de transformación: confrontado con la enfermedad mental (desde las dificultades más benignas hasta los estados psicóticos más graves), debe trabajar por el cambio positivo del sujeto-paciente, abrirle las vías para la resolución de sus problemas, hacerle posible la curación, por lo menos una mejoría, que sancione finalmente la calidad del programa. La psiquiatría afronta, pues, la infinita complejidad que encierra una multitud de fenómenos enmarañados, difícilmente delimitables y asignables a tal o cual aproximación científica.
El semiótico, como se constatará, se atiene, por razones epistemológicas evidentes, a una estricta delimitación de su objeto. Aunque este podrá parecer irrisorio al psiquiatra, que se ve constantemente obligado a encauzar una marea fenoménica multifactorial, polimorfa.
Ciertamente, el psiquiatra, incluso el tradicional, se convierte más en semiótico cuando se compromete en la lectura y en la interpretación de los signos, de los síntomas (cuya disciplina es la semeiología o semiología) que emite, conscientemente o no, el paciente a través de sus discursos verbales y no verbales; sus manifestaciones serán asimiladas a discursos, así como sus producciones en terapia, incluso cuando no son verbales.
Lo mismo que el semiótico, el psiquiatra trata de «leer», de «construir» el sentido de los discursos. Pero lo hace en la acogida directa, como destinatario, y siempre para responder a ellos, en el decir lo mismo que en el hacer (el conjunto de las prescripciones posibles): sujeto pragmático, el «Cuando decir es hacer»*, de Austin, lo caracteriza plenamente. Y lo que se denomina «interpretación» en psicoterapia no se inscribe si no se hace «acto», aunque solo sea por la revelación dinámica de un sentido oculto. Se puede, por lo demás, verificar la calidad de una revelación por el hecho de que no es únicamente mental, sino que se manifiesta corporalmente, en particular por medio de los ojos que se bañan en lágrimas o a través de los centros energéticos del sujeto.
El semiótico, por su parte, queda satisfecho con un proyecto notoriamente insuficiente, sin duda, a los ojos del psiquiatra; a saber, con la modelización del engendramiento de la significación en los discursos. ¡Hasta la interpretación parece exceder las fronteras de su campo de validez!
Aparentemente, la interfaz que enlaza las dos disciplinas es tan delgada que depende apenas de un hilo frágil, expuesto a romperse en todo momento. De un lado, un psiquiatra que pasa de un discurso «patológico» a otro, hermeneuta en tiempo real de los textos-síntomas, constructor de proyectos terapéuticos que tiene que realizar a veces con urgencia. De otro lado, un semiótico que trata de mostrar la necesidad de una detención, de una estasis (la semiótica no se ejerce, y eso es fundamental, más que sobre la vida detenida), para edificar pacientemente un simulacro del engendramiento del flujo, de la ola de significación ininterrumpida que el psiquiatra debe acoger, asumir, analizar, comprender, transformar, y eventualmente reconstituir su génesis.
Dicho esto, podrá descubrirse, más allá de las apariencias, todo un camino seguido tanto por la semiótica como por la psiquiatría, que abre un campo inesperado si, por suerte, el semiótico sale de su cognitivismo un poco solipsista, y el psiquiatra, de una práctica fundada en una concepción teórica totalizante.
CUATRO ETAPAS HISTÓRICAS
Psiquiatría y semiótica son términos complejos en el sentido de que etiquetan uninominalmente universos teóricos y metodológicos de gran complejidad y diversidad, con una carga hereditaria considerable.
Por tanto, se hace necesario precisar primero con qué recorridos, con qué opciones, una semiótica (como la de la Escuela de París) y una práctica psiquiátrica (la del sector que se dedica a los niños y adolescentes, en este caso) han podido constituir una interfaz productiva.
Podemos distinguir, históricamente, cuatro etapas que desembocaron en el encuentro del que surgió esta obra:
1. En el origen, existe una doble fundación (¿coincidencia o necesidad?): 1960 marca la oficialización por decreto de la psiquiatría de sector, que trata de romper con la tradición del asilo; en el año 1965, nace una escuela semiótica, por iniciativa de A. J. Greimas, que crea la que será llamada más tarde la Escuela de París*.
2. A partir de ahí, y paralelamente, se fueron edificando, por un lado, una práctica original (la de J.-P. Klein) en el seno de la psiquiatría de sector, y, por otro lado, una psicosemiótica en la línea de la semiótica greimasiana (la de I. Darrault-Harris).
3. Hacia 1985, tuvo lugar el encuentro inicial entre una práctica psiquiátrica infanto-juvenil alternativa a la hospitalización, a la institucionalización, y una psicosemiótica que, entretanto, se había abierto a la semiótica subjetal (propuesta por J.-C. Coquet*).
4. Finalmente, y esta obra es el producto y el testimonio, la psiquiatría de la elipse (denominación propuesta por J.-P. Klein para esta práctica psiquiátrica original) y la psicosemiótica subjetal se unen en el vivo interés que atribuyen a la creación como operador fundamental de cambio, como proceso privilegiado de transformación del sujeto.
EL CAMPO ESTRUCTURANTE
Cada práctica aparece oportunamente gracias a la evolución del pensamiento humano, y por eso no creemos que haya sido por simple azar el hecho de que la psiquiatría del niño y del adolescente y la semiótica sean prácticamente contemporáneas, con una diferencia de apenas una decena de años.
Dicho esto, durante todo el tiempo, el campo de las intervenciones en psiquiatría ha entrado en interacción con las conceptualizaciones de la locura, y se podría reconstruir brevemente la historia de esas intervenciones de la manera siguiente:
En el siglo XIX, la psiquiatría se delimitó en el marco del asilo. El psiquiatra Philippe Pinel escribió entonces: «Se ha constatado por la experiencia que los alienados casi nunca se curan en el seno de sus familias». Preconiza, pues, una «restricción extrema a permitir que los alienados se comuniquen con las personas de fuera [del asilo]».
Siguiendo esa opinión, la ley de 1938 creó el internamiento y designó el lugar de la separación espacial del individuo y del resto del mundo, sea la familia o la sociedad. La institución se pone, entonces, en primer plano. Y el pensamiento psiquiátrico correspondiente es el de la mirada clínica sobre un objeto, el loco, a partir de la cual se construyó una descripción casi «entomológica» del enfermo.
Esa definición espacial cerrada se completó con una posición «fuera del curso del tiempo», cuando los enfermos, antes de entrar en un hospital psiquiátrico del Sena, pasaban en París por la Enfermería Especial del Depósito. Es preciso citar aquí a De Clérambault, psiquiatra célebre de fines del siglo XIX, uno de los pocos maestros que Jacques Lacan ha reconocido. La instantánea de un encuentro de apenas veinte minutos con el psiquiatra orientador, que no seguirá al enfermo, autoriza la redacción de certificados en términos de «estados», como si el cuadro fuera estático.
Independientemente de ese movimiento de psiquiatría engorrosa, que debe preocuparse también de la seguridad social y de la protección de los bienes, el psicoanálisis y su práctica liberal de pago, en el laboratorio del gabinete privado, deja de lado a la mayor parte de los enfermos psicóticos y orgánicos. La teoría psicoanalítica solo se preocupa del individuo y desdeña las dimensiones sociales, políticas y económicas tanto de la terapia como de las perturbaciones.
Cada práctica contribuye así a fundar una concepción de la enfermedad mental que se sostiene en el retorno a dicha práctica. Pero el escollo reside en tomar los conceptos obtenidos como universales e inmemoriales, siendo así que reposan en un acercamiento particular duplicado por una teoría, fundados ambos en una exclusión.
HISTORIAL DE LA PSIQUIATRÍA DE SECTOR
Retomar la historia de la psiquiatría a partir del siglo XIX queda, a pesar de lo que se diga, por hacer. No podemos abordar aquí más que la de la psiquiatría pública en su revolución actual: la sectorización psiquiátrica, que no es un nuevo concepto teórico, sino una nueva metodología para la ubicación del marco terapéutico.
Algunos pretenden que hay que tomar en cuenta para eso tres generaciones a fin de explicar la ocurrencia de una patología psicótica en un individuo. Y han sido necesarias ciertamente tres generaciones, pero para llegar más bien a la aventura actual del «intersector».
La primera generación en la historia de la sectorización ha durado veinticinco años: es la de los choques fundadores. Comenzó en 1936 con la introducción de las cuarenta horas. Antes de esa fecha, los guardianes de asilo eran reclutados, como señaló Van Deventer en 19074, entre los vagabundos, los borrachos, los náufragos de la sociedad, lacayos indecorosos y musculosos que reinaban en un universo de brutalidad, de alcoholismo y de prostitución.
Los enfermeros de entonces, entre los cuales se deslizaban de manera más o menos duradera carceleros jubilados, pillos de la calle, enfermos (antiguos o no), desocupados, habitantes de la región (pero poco o nada motivados por el oficio), todos ellos pasaron, en 1936, de una condición servil a la condición de funcionarios que gozaban de una verdadera carrera. El reclutamiento había sido trastrocado. Una profesión quedaba abierta a los enfermeros en el sentido pleno del término.
El segundo choque tuvo lugar durante la guerra, entre 1939 y 1945 en Francia: la «muerte de los locos», por hambre y por frío (40 000 enfermos mentales, según unos; el doble, según otros), fue la causa reveladora que desencadenó lo que se ha llamado la «revolución psiquiátrica».
Con olor a cadáver, con enfermos edematosos, que reventaban antes de morir, los psiquiatras se encontraron frente a una alucinante patología de carencia, atroz, insoportable y vergonzosa, puesto que obligatoriamente mataba y había que mantenerla en secreto.
Eso dio lugar a un compromiso por luchar contra todas las formas de opresión. Algunos hospitales psiquiátricos, como el de San Albán, en Lozère, se convirtieron en centros de fuerte resistencia tanto psiquiátrica como política. Se sabe que Paul Éluard se refugió allí, durante un tiempo, de los nazis.
Después de la guerra, con la Liberación, la experiencia de los psiquiatras es confrontada con la experiencia de los rescatados de los campos de concentración. El universo de los campos de concentración, los enfermos rescatados lo reconocen, horrorizados, es atenuado en el asilo. En ese mundo de proscritos renace el espíritu de la Resistencia, la protesta contra la masacre del hombre por el hombre. Es el movimiento —constituido durante la Ocupación y que estalla en 1945— que cuestiona las instituciones, que dirige el interés a la relación cuidante-cuidando, que toma en serio la angustia que se padece en el tratamiento, que da origen a la noción de sector, a la reflexión sobre la terapia por el trabajo, que toma en cuenta las significaciones simbólicas de las relaciones sociales, todo eso impregnado de influencias marxistas o anarquistas, y surrealistas, marcado también por el psicoanálisis y por la fenomenología, sin olvidar las referencias al protestantismo.
El dinamismo psiquiátrico, en particular, de la «psiquiatría institucional», comienza entonces a transformar el ambiente de algunos servicios hospitalarios: los progresos son importantes, las salidas aumentan.
Pero las relaciones de la institución psiquiátrica, colocada entre el loco y la sociedad, están siempre marcadas por las situaciones siguientes: deseos de posesión, miedo a la apropiación por el otro, conflictos de autoridad y de detentación del poder, el enfermo sigue siendo considerado como un objeto, a tal punto que la situación se torna más dramática y más perturbadora respecto de la sociedad, que demanda entonces tanto represión como cuidados. De tal modo que el diálogo está siempre sostenido por la ambivalencia «apropiación-rechazo».
La psiquiatría contemporánea y aquella que porta en germen la revisión total de la noción de locura (en particular, en el trabajo de sector, en psiquiatría del niño) surgieron de ese cuestionamiento, en 1945, de las estructuras del asilo, las cuales siguen resistiéndose todavía.
La «psiquiatría institucional», con la cual la «psicoterapia institucional» de referencia psicoanalítica romperá más tarde, propuso entonces una «buena» institucionalización, percibida como medio terapéutico y opuesta a la «mala», que era vista como un factor de cronicidad.
El hospital permitió acceder al orden simbólico de las relaciones sociales y elucidar en un conjunto social estructurado lo que los psiquiatras Aymé, Rappart y Torrubia5 han llamado «la articulación entre las instancias individuales puestas en juego y las instancias colectivas, la articulación dialéctica entre alienación social y alienación mental».
Pero desde 1972, en un manual de psiquiatría6 coordinado por uno de nosotros, planteábamos la cuestión siguiente:
El problema actual de la práctica institucional es el de su nacimiento. ¿No corre el riesgo, a fuerza de reflexionar sobre la institución, y en particular sobre el hospital psiquiátrico, de perennizarla y de encerrarse en ella, quiera lo que quiera, aunque denuncie su superalienación cronicizante?
Una de las respuestas fue aportada por los psiquiatras institucionales mismos, que se encuentran en el origen de la doctrina de sector.
EL LOCO EN LA SOCIEDAD; EL SECTOR COMO TRATAMIENTO
El tercer reporte del Comité de Expertos de la Salud Mental (OMS, n.° 73) decía en 1953:
El hospital psiquiátrico ha sido por largo tiempo y sigue siendo con frecuencia el único medio de tratamiento y de asistencia psiquiátrica. El desarrollo de las técnicas y la evolución de las nociones sobre las enfermedades mentales han conducido a una diversificación de los medios de prevención, de tratamiento y de asistencia. Ese conjunto gira, no ya sobre el hospital, sino sobre el equipo médico-social.
El cuarto y quinto reporte insistían en la unidad y en la continuidad de los cuidados en una misma colectividad.
Las dificultades en la aplicación de esas propuestas, en particular, en territorios con fuerte expansión demográfica, llevaron a reconsiderar el conjunto de los problemas de la salud mental, no ya desde el ángulo de una simple asistencia psiquiátrica, sino desde la respuesta a los usuarios. Dicha respuesta, preocupada ante todo por los niños y sin ignorar a los ancianos, solo puede concebirse en cuanto adaptada a la estructura demográfica de base, es decir, en cuanto adaptada al «sector».
El sector, en la época, fue formulado como una construcción utópica, en la nostalgia de las solidaridades aldeanas y con la idealización de la ayuda mutua humanista. La visión es la del especialista que llega a la plaza pública y pregunta: «¿Qué necesita?». La cura se completa con la poscura, como complemento, y con la prevención anterior.
A partir de 1960, después de la publicación del primer decreto que reglamentaba la sectorización, comienza la segunda generación, que será corta.
Los principios esenciales del sector quedaban establecidos7:
El hospital no es más que uno de los polos de un conjunto. Ofrece servicio a un área geográfica determinada: el sector. Lo ideal sería que se implantase ante todo en el distrito o en la región («los hombres antes que las piedras») y que se articulara con médicos, pedagogos, representantes de la población, que organizase luego instituciones muy flexibles utilizando los equipos colectivos no especializados existentes, y evitando lo más posible su alejamiento del medio natural; se trata de elaborar proyectos con urbanistas, sociólogos, economistas, de abolir, en fin, toda legislación discriminatoria respecto de los enfermos mentales.
Tales principios deberían lograr su mejor concretización en el marco de un servicio público, con una programación nacional apoyada por una gestión descentralizada en la que deben participar necesariamente los usuarios y sus representantes. Una reestructuración como la planteada implica y permite una formación de nuevo cuño tanto para los médicos como para sus colaboradores.
Nosotros afirmábamos, siempre en Elementos de psiquiatría (1972):
Se trata, pues, de partir del usuario, del enfermo, inserto en el conjunto complejo de su realidad social, en lo que llamamos la comunidad, en «articulación necesaria con los órganos de la sociedad y con la acción psiquiátrica que tiene por objeto la sociedad misma en cuanto tal» (L. Bonnafé, Congreso de Madrid, 1966).
Esta definición rechaza las actividades segregativas como las consultas para alcohólicos, drogados, etc., los servicios hospitalarios unisexuales, etc., y preconiza el funcionamiento de conjuntos coherentes, de respuestas muy diversificadas, pero armoniosas entre sí y con la expresión proteiforme de las necesidades; de ahí la necesidad absoluta de un mismo equipo de curación para los diferentes polos del proceso (por ejemplo, antes, durante y después de la curación hospitalaria). La práctica de la política de sector permite una disminución y una reducción de las hospitalizaciones y una amplificación del rol del médico generalista. Multiplica las intervenciones fuera del hospital y deja entrever una práctica y, por tanto, una teorización psiquiátrica muy diferentes. Esta noción de sector tiende a transformarse actualmente en noción de psiquiatría de la comunidad, la cual parece todavía más de orden psicosociológico.
Los problemas del sector actual son la necesidad absoluta de un instrumento reflexivo instaurado desde el comienzo de su puesta en práctica para analizar, a medida que se presenten, los problemas que se planteen, y permitan asimismo obtener un nuevo saber vinculado a una práctica nueva. La dificultad mayor reside en superar el espíritu asilar y alienado dentro de las barreras sutiles del distrito o de la porción de departamento.
Es grande la tentación de introducir en ellos los imperialismos de antaño, reflejo del psicocratismo, del deseo de poder, siendo así que el sector debería constituirse en el lugar de encuentro y de interlocución de todas las instituciones generalistas, especializadas, privadas, públicas, etc. (p. 85)
Entre 1960 y 1973, los utopistas forjaron un instrumento raramente utilizado (mientras que algunos precursores comenzaron a ensayar algunas puestas en práctica) y uno de nosotros tuvo la suerte de secundarlos en sus experiencias. Pero, en la institución asilar, la mayoría de los psiquiatras y de los enfermeros se resistían al cambio (proyectos con enfermos mezclados en el hospital desencadenaron, por ejemplo, reacciones sindicales en forma de huelga general del conjunto del personal del Hospital Maison-Blanche).
La psiquiatría infanto-juvenil, por estar menos ligada a una permanencia hospitalaria de larga duración, fue la que más fácilmente pudo instalar el instrumento sectorial, cuando todo estaba por crear en ese dominio. En efecto, hasta entonces, los niños enfermos eran encomendados a los sistemas institucionales educativos, fuera del campo sanitario.
Después de toda una serie de textos reglamentarios aparecidos entre 1971 y 1974 (y con el reconocimiento por la Seguridad Social de la enfermedad mental como enfermedad de larga duración exonerada del ticket moderador), comienza la tercera generación (lamentablemente, contemporánea del comienzo de la recesión económica). Algunos psiquiatras se convierten así en actores de lo que los precursores habían pensado, realizando en cierto modo el sueño que otros habían concebido para eso. No faltaba más que un paso para que se sintieran aventureros, tanto más cuando comprometerse a actuar en ese dominio significaba roturar una tierra desconocida, con mayor razón en psiquiatría infanto-juvenil, donde todo estaba por crear. Muchos, por lo demás, no eran los herederos de la tradición asilar y hospitalaria, sino más bien los realizadores de una idea «revolucionaria», de una praxis humanitaria que correspondía a los compromisos de los años setenta. Tuvieron que inventar en situaciones inéditas, mientras que, durante ese tiempo, los psiquiatras adultos tuvieron que bregar para «desalienar» el asilo, el cual resistía con toda su inercia, a veces de manera sutil, refugiándose en nuevos hábitos que por un momento pudieron crear ilusión. Fue el caso de varios hospitales de día convertidos en pocos años en lugares de cronicización.
Es cierto que bastantes psiquiatras mantienen ese espíritu de renovación, pero se ven obligados a movilizar toda su energía personal contra las fuerzas de inercia que constituyen uno de los componentes estructurales de la institución. Los psiquiatras infanto-juveniles tienen a este respecto menos mérito, porque su práctica sobre el terreno les impide, dada su diversidad poco codificada, encerrarse en esa cronicidad contra la que ha reaccionado esa primera generación de la que ellos han surgido. Esa es la época de la creación de los «intersectores» de psiquiatría infanto-juvenil («intersectores» porque cubren el área de tres sectores de psiquiatría adulta), que definen un área geodemográfica en la que se puede actuar a favor de la salud mental de los menores. Con frecuencia, donde no había nada (o poco) hay que instalar un dispositivo completamente nuevo de cuidados y de prevención de perturbaciones psicoafectivas de los niños y de los adolescentes.
Los actores de los sectores se han inscrito así en una filiación ideológica en la que han encontrado su propia posición original, lo cual promueve el movimiento mismo de la madurez individual. Y cada cual tiene la oportunidad de seguir su propio camino de experimentación, de acuerdo con el ámbito en el que prefiera ejercer su responsabilidad (urbano, rural, provincial), según sus gustos y sus intereses, centrando su acción en algunos aspectos de la patología de la inadaptación o de la desviación: niños con dificultades escolares, lactantes, adolescentes, toxicómanos, discapacitados sensoriales con perturbaciones asociadas, niños de padres divorciados, de padres con dificultades sexuales…
El sector se convierte, de este modo, en el lugar de medida de la eficacia de la acción emprendida tanto en relación con los cuidados (y se puede hablar eventualmente de curación) como respecto de la prevención (en un proyecto de reducción del malestar).