Kitabı oku: «Psiquiatría de la elipse», sayfa 7

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RECORRIDO GENERATIVO


El tránsito de un nivel a otro se hace gracias a una operación fundamental de conversión: así, un valor profundo de la deixis positiva del cuadrado va a ser investido en un actante-objeto perseguido por un actante-sujeto (sintaxis y semántica narrativas de superficie). La sintaxis y la semántica discursivas, tomando a su cargo, a través de la instancia de enunciación, las estructuras semionarrativas, añadirán una plusvalía de significación al convertir los actantes en actores, introduciendo simultáneamente tiempos y espacios. La operación semántica central es la figurativización: así, un valor profundo como el /poder/ puede convertirse en actante-objeto perseguido por un actante-sujeto, e investirse finalmente en una figura, un automóvil, por ejemplo, y más concretamente aún, en un ícono: un Mercedes Benz, o el trono real del Reino Unido.

DE LA LITERATURA ORAL AL COMPORTAMIENTO-DISCURSO

El lector habrá intuido probablemente que, entre una semiótica que se ocupa de los mitos y de los cuentos y una psicosemiótica que trata de analizar el sentido del comportamiento global del sujeto, existe una gran disparidad de objetos, tanto de naturaleza como de complejidad. Y eso incluso si se admite que un proyecto científico no se define principalmente por su objeto, sino por la especificidad de sus procedimientos de investigación.

La semiótica se ha construido progresivamente gracias, paralelamente, a una extensión notable de su objeto de estudio y a una complejización correspondiente de la modelización.

Por lo que se refiere al objeto, desde Semántica estructural (1966), al lado de los cuentos maravillosos encontramos ya la gran literatura (G. Bernanos) y también producciones textuales de sesiones de terapia por medio del psicodrama20. Dos años después solamente, las «condiciones de una semiótica del mundo natural»21 introducían una extensión máxima y profética del objeto: desde esa perspectiva, se puede pensar en describir no solamente las acciones «en papel» (= en los discursos orales y escritos), sino también los comportamientos «reales».

Siguiendo ese avance audaz, los semiotistas comenzaron a abordar los discursos lingüísticos más variados: los textos religiosos (bíblicos, coránicos, védicos), los textos literarios, poéticos, históricos, científicos, filosóficos… Luego, los textos no lingüísticos: la pintura, la fotografía, la arquitectura, la música. Y también los discursos «sincréticos» como el cine, el teatro, el mimo, el circo, la televisión, los rituales folclóricos, la danza clásica, etc.

Faltaba arriesgarse con una última audacia: pasar de los discursos construidos a los discursos del mundo natural, especialmente a la gestualidad que acompaña o no al lenguaje, a la proxémica (estudio de las relaciones espaciales entre los sujetos, sometidas a variaciones culturales importantes), sobre la hipótesis de que los modelos y procedimientos precedentemente construidos permitieran abordar el comportamiento humano concebido como producción discursiva.

Subsiste, no obstante, un problema espinoso, y prioritario, que surge de la delimitación del campo de observación, de la recolección de esos discursos semánticos que brotan a cada instante en todos los lugares en que son humanamente investidos.

UN LABORATORIO NATURAL

La terapia, o más precisamente la sesión de terapia, se impone inmediatamente como un notable laboratorio natural:

– El marco-espacio temporal de la sesión está estrictamente delimitado, así como los sujetos en interacción.

– Las producciones comportamentales, consideradas como discurso, pueden ir desde lo patológico más agravado (depresión profunda, debilidad grave, psicosis o autismo, por ejemplo) hasta lo paranormal o lo normal (neurosis, dificultades transitorias).

– Las producciones en sesión pueden ser de una diversidad bastante grande, ya que los sujetos en presencia recurren a un gran número de sistemas semióticos que pueden ser movilizados: lenguaje oral y escrito, gestualidad, proxémica, dibujo, modelaje, arquitectura (construcción de espacios provisionales), música, mimo, etc.

Frente a la riqueza, la complejidad y la heterogeneidad de los significantes manifestados —el comportamiento-discurso es permanentemente de naturaleza sincrética— se abre una alternativa metodológica. O bien consideramos los significantes un poco a la manera de los instrumentos de una orquesta, en la que cada uno de ellos representa un pentagrama, y comenzamos a describir, una a una, las producciones del sujeto de acuerdo con los sistemas semióticos movilizados: lenguaje oral o escrito, mímicas, posturas, desplazamientos, etc. O bien buscamos de entrada un plano más profundo, que tenemos que construir, y que pueda ser considerado como el nivel que confiere una coherencia al conjunto de los significantes, surgidos de sustancias heterogéneas y movilizados en la superficie perceptible del comportamiento-discurso.

Solo la segunda solución puede ser elegida si se admite que el discurso comportamental del sujeto no es un puzzle, un agregado de microdiscursos yuxtapuestos, sino más bien una reverberación que surge de una orquestación que se va a construir por el análisis. Ya se ve que con esto hemos tomado un itinerario muy diferente del que trazó en algún momento la cinésica americana, la cual no planteó la hipótesis de dicho nivel, con la consecuencia principal de la fragmentación de las descripciones de la gestualidad humana: el estudio, incluso refinado, de los movimientos de las cejas hace pensar inevitablemente en los microanálisis lingüísticos que siguen desconociendo la dimensión global del discurso.

Ese nivel «latente» que hay que construir fue, en un primer momento, el de las estructuras semionarrativas solamente, y seguimos pensando que el comportamiento humano, en su globalidad, moviliza la narratividad (la cual sostiene todos los discursos verbales y no verbales): una teoría semiótica unificada de la acción sigue siendo de actualidad.

Los trabajos de J.-C. Coquet en el marco de la semiótica subjetal nos han proporcionado un indispensable nivel, diferente y complementario: el de la identidad del sujeto. Porque si el comportamiento-discurso remite, según nuestro punto de vista, a un plano generador de coherencia y de inteligibilidad, no puede ser asignado a un sujeto estático y único. La enunciación es un proceso en devenir, una continuidad cambiante, y, además, no es raro, como lo muestra la descripción de casos clínicos, que la fuente enunciante esté constituida por varias instancias subjetivas copresentes, caracterizada por una inestabilidad moviente.

Finalmente, el último y considerable problema: el comportamiento-discurso se desarrolla en el marco conversacional, en la intersubjetividad. Se trata siempre del encuentro, del choque de discursos y de la movilización de todas las dimensiones de la comunicación: fática (dimensión del contacto), informativa y sobre todo manipulatoria (en el sentido neutro, en el de hacer-hacer o hacer-creer algo a otro). Y veremos que los sujetos en presencia pueden llegar a veces a una suerte de fusión subjetal (dos sujetos que realizan conjuntamente el mismo acto), logrando una enunciación común.

UNIDADES POR DESCRIBIR

Este doble recurso teórico nos ha permitido delimitar objetos de magnitudes distintas que serán sometidos, según los casos, a un microanálisis o a un macroanálisis, recurriendo al recorrido generativo de Greimas y/o a los modelos de la subjetividad discursiva, propuestos por Coquet.

La semiótica, durante largo tiempo, ha seguido la práctica de la extracción y del microanálisis de pequeñas unidades de discurso (recordemos el célebre análisis de Los gatos de Baudelaire, por C. Lévi-Strauss y R. Jakobson, y sobre todo, el de Dos amigos de Maupassant, por Greimas22). Por nuestra parte, también aplicaremos ese tipo de análisis a una producción discursiva limitada (un dibujo, un texto dictado al terapeuta, una conversación corta). Pero señalaremos que la mira de esos microanálisis está puesta siempre en la localización de una etapa en devenir; son como un sondeo que aporta la prueba de movilidad de la identidad del sujeto-paciente.

Ese tipo de análisis es indispensable para acceder a la descripción de una unidad de rango superior, la constituida por la sesión de terapia. El caso de Kathryn mostrará todo el interés que existe en sacar a la luz las diversas posiciones de enunciación ocupadas, que son evidentemente otras tantas posiciones subjetales distintas.

La terapia en su globalidad puede constituir un objeto, lo cual presupone la elección rigurosa de un nivel de pertinencia adecuado, pues se corre el alto riesgo de perderse en la maraña de significantes que intervienen, o lo que es peor, de proceder a extracciones perfectamente arbitrarias. El caso de Yann nos dará la ocasión de intentar hacer un macroanálisis para reconstruir el recorrido del sujeto en sus avatares.

Finalmente, y eso se nos ha revelado en el encuentro con la psiquiatría de sector, es posible, y de gran valor heurístico, salir del marco de la(s) sesión(es) de terapia para tratar de describir y de analizar el proceso de constitución del marco terapéutico mismo, el cual es, por cierto, material, pero, sobre todo, marco simbólico, producido por elecciones múltiples: lugar(es), terapeuta(s), duración y número de sesiones semanales, apoyo(s), permanencia(s), etc., resultado todo eso de un «contrato» con el atendido y con su familia (se trata aquí siempre de un niño o de un adolescente).

Una semiótica de la terapia debería ser también una semiótica de la construcción del marco terapéutico, del «laboratorio natural». Tal extensión se abre a nuevos paisajes teóricos, particularmente a la mitología familiar (organización de creencias, de mitos y de leyendas que permiten la metabolización de los acontecimientos) y sus relaciones complejas con el marco terapéutico, nuevo universo donde el paciente va a poder poner en discurso aquello que no podía hacer en el universo familiar.

Capítulo II
Kathryn, puesta en escena para una resurrección

Ante un discurso patológico, ¿cuál es el estatuto del discurso que el terapeuta propone al sujeto en terapia?

Antes de examinar el discurso habitual de la persona acogida en psicoterapia, el cual se hace tradicionalmente en la modalidad de desembrague enunciativo1, quisiéramos reflexionar por un momento sobre el género literario autobiográfico.

DEL EJERCICIO AUTOBIOGRÁFICO A LA PSICOTERAPIA CLÁSICA

Contrariamente a todo lo que se ha dicho, escribir su autobiografía, o más sencillamente, escribir a partir de la propia «realidad», elegir su «realidad» para tratar de su verdad (elegir una de sus «realidades» para tratar de una de sus verdades) —en lo cual consiste en el fondo el acto de escritura— es el género más difícil que existe. El diario íntimo no interesa más que a un lector, y bajo la apariencia de sinceridad, es un juego de escritura entre el «yo ideal» y el «ideal del yo».

Ahora bien, jamás el yo [moi] es totalmente el yo [je], es la suerte de todos nosotros: «Je dis je en sachant que ce n’est pas moi» [Yo digo yo a sabiendas de que ese no soy yo (moi)], escribe Beckett en L’innommable [El innombrable]2. El /yo/ del enunciado no puede ser totalmente el /yo/ que enuncia3.

Se trata, de hecho, de la proyección del enunciador real en el enunciado: eso es lo que se llama «desembrague enunciativo», discurso en [yo, aquí, ahora] que no es más que un simulacro discursivo del enunciador en forma de narrador. El embrague total, imposible, sería: llegar a decirse totalmente a sí mismo gracias al lenguaje. A ese embrague total inalcanzable es al que aspira el poeta, no sin saber que jamás podrá lograrlo plenamente:

Ese juego insensato de escribir consiste en arrogarse, en virtud de una duda —la gota de tinta semejante a la noche sublime—, el deber de recrearlo todo, con reminiscencias, para probar que uno está bien allí donde debe estar (porque, permítanme expresar una aprensión, sigue estando en la incertidumbre).

Stéphane Mallarmé.

En la novela autobiográfica (género literario dirigido, a diferencia del diario íntimo, para destinatarios desconocidos), todo lo que está escrito le recuerda al escritor el acontecimiento real y la persona física que el personaje escrito evoca. El autor, con frecuencia, no puede hacer otra cosa sino girar en torno a sus recuerdos, a su visión retrospectiva de los otros en sus cuerpos, y hasta en sus carnes, si es que la escritura acerca de ellos pretende dar cuenta de su sentir más íntimo. Cuando intenta traducir ese pasado, no puede menos que ser alusivo, sin llegar generalmente a recrear un encuentro profundo entre el ser viviente que ha conocido y que alumbra ahora sobre el papel, y el lector que solo accede a ese pliegue de realidad a través de la subjetividad del autor, transcrita a su vez en palabras. Sus referentes se le escapan por siempre jamás.

Por otra parte, no pocas veces la realidad de referencia es tan fuerte para el autor —que ha tenido que pasarla por la escritura para purgarse de sus efectos— que no logra escribir más que en forma de metadiscurso: discurso actual sobre el discurso que el autor ha desarrollado a propósito de acontecimientos que ha vivido. El lector se encuentra así colocado en esa posición curiosa que consiste en asistir a una evocación bastante parcializada, sin haber sentido el afecto de la escena primera (no hemos escrito primitiva), carencia en torno a la cual se ha estructurado todo el texto.

Solo algunos han logrado superar ese escollo: el escrito, en esos casos, ha sabido integrar un poco de la carne del escritor, para que del dolor nazca una obra de arte que lo trascienda, sin dejar de estar anclada en dicha emoción. La autobiografía se convierte entonces en una verdadera «novela», término cuya etimología remite a una lengua popular y carnal, por oposición al latín de los clérigos. La vida del autor, sin embargo, no es del todo extraña; puede entablar una resonancia con la carne del lector que encuentra ahí experiencias semejantes a las de su propia vida: la «ficción» construida sobre la realidad ajena de otro le ofrece un espacio vacío (que no es ya una carencia) en el que puede mezclar sus propios vacíos.

La trasposición actual de la realidad pasada (por fuerza afectivamente investida, puesto que ha sido elegida como objeto de la obra) es la ocasión para efectuar un tratamiento, eventualmente resolutivo, gracias a la representación escrita de otro y a la representación escrita de sí mismo, proyectado por desembrague enunciativo en aquello que escapó de lo que pasó antaño entre otro y él.

Las situaciones terapéuticas del tipo de cura clásica no se desarrollan, como pudiera creerse, en [yo/en otra parte/en otro tiempo]. Se insertan siempre en el presente de la actualidad de la transferencia. «Hablar por cuenta propia» no es tanto, en esos casos, una introspección psicológica como la edificación de una leyenda actual de sí mismo en la reconstrucción retrospectiva de toda la historia del paciente, dándole un nuevo sentido, el cual puede acceder, sobre todo al final de la terapia, al valor de mito original de la existencia «nueva» de su autor.

Podríamos referirnos en este punto al modelo de Greimas, que propone el paso por el desembrague enuncivo [él/en otra parte/ entonces] como etapa intermedia entre el sujeto de la enunciación, entidad de partida, y el desembrague enunciativo [yo/aquí/ahora]. El sujeto en terapia se toma así por el héroe de su propia leyenda a partir de las representaciones presentes de su «realidad», recobradas en el laboratorio de la cura, suerte de retiro regular (término polisémico que significa: periódico, sometido a reglas, y lo contrario de secular). La cura, como es sabido, acude también a relatos de sueños, dándoles la misma importancia que a los discursos sobre sí mismo, y los juzga dignos de ser analizados de la misma manera. ¡Se trata también en ellos de «hablar por cuento propio»!

LA PSIQUIATRÍA DE LA ELIPSE

En psicoterapia, todo comienza por un discurso sobre sí mismo. Lo que hemos denominado «la psiquiatría de la elipse» describe una figura con dos centros: el primero funciona en desembrague enunciativo [yo/ aquí/ahora]; el segundo, en desembrague enuncivo [él/en otra parte/ entonces]. En el ir y venir entre esos dos centros se desarrolla el camino iniciático de la psicoterapia. La «psiquiatría de la elipse» se inscribe en un proyecto terapéutico, proyecto que se podría definir como «proyecto suave», que da lugar a lo imprevisto, según la terminología de Jean-Pierre Boutinet4. La relación terapéutica, respetando las defensas del otro y dentro de un proyecto global que tienda a sentirse mejor, no debe proponerse objetivos precisos que alcanzar: por ejemplo, la resolución de una confusión de fonemas, un adormecimiento psicomotor, una separación de la madre que se considera castradora, o la toma de conciencia de una problemática edípica. Las técnicas eventualmente utilizadas eligen de hecho un modo de expresión particular del sujeto, como metonimia de su globalidad.

La dimensión ética de toda práctica terapéutica debe basarse en el respeto al otro. El cuidante no debe tener un proyecto que tome al otro como un objeto, sino comprometerse en un proyecto terapéutico orientado a un «ser más» del cuidando y, en consecuencia, del cuidante. El cuidante y el cuidando se encuentran con el poeta Paul Celan, cuando escribe:

Vois comme se rétrécit le lieu où tu te tiens:

Où veux-tu aller à présent, toi en défaut d’ombres, où aller?

Monte. En tâtonnant, monte5.

[Mira cómo se contrae el lugar en que estás:

¿Adónde quieres ir ahora, tú, a falta de sombras, adónde vas a ir?

Sube. A tientas, pero sube].

Eso significa a la vez reconocer las fuerzas de «transformación constructiva» (que se nos perdone este término vago y un tanto maniqueo, pero no hemos encontrado otro mejor) presentes en la persona sometida a cuidados y, llegado cierto momento, confiar en ellas, después de haber desalojado las fuerzas de inercia y las fuerzas de destrucción.

Se trata, más bien, de actuar de tal suerte que la solución actual no sea un estorbo, sino una etapa hacia otras soluciones, nacidas de ella, más satisfactorias, tanto más porque se benefician de esa experiencia que califican de patológica, la cual no tiene por qué ser negada, sino más bien integrada para superarla. Esta posición que nosotros adoptamos no encierra ninguna apología del sufrimiento como vía de trascendencia (hay otros caminos de trascendencia distintos del dolor; tenemos, por ejemplo, el asombro o la admiración, como decía Graf Durkheim), sino que toma en cuenta el sufrimiento actual para convertirlo en factor positivo al servicio de la evolución de la persona. Hay dos clases de sufrimiento: aquel que nace de la lucha antagónica, en el sujeto mismo, entre su deseo de cambiar y sus resistencias al cambio positivo. Una vez resuelto ese conflicto interno, al menos parcialmente, surge el que viene de los otros (cuya libido se mueve ante todo hacia la destrucción o hacia la anticreación, y que trata de mantener la interacción pasada en salvaguarda de su misoneísmo), los cuales lo desean y cuestionan su economía personal. Esta observación vale igualmente para la búsqueda psicológica como para las búsquedas espirituales, éticas, políticas y creativas.

El atendido puede también alcanzar poco a poco una realización más plena de su ser, a condición de que no se dé cuenta de inmediato, pues eso podría asustarlo. Eso es lo que vamos a examinar ahora, evitando todo angelismo.

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