Kitabı oku: «Padres e hijos», sayfa 2

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IV

La numerosa servidumbre no salió al zaguán a esperar a los señores. Apareció solamente una niña de unos catorce años y tras ella salió de la casa un mozo muy parecido a Piort, vestido de chaqueta gris de librea, con botones blancos con blasones. Era el criado de Nikolai Petrovich quien abrió en silencio la portezuela del coche.

Nikolai Petrovich, su hijo y Basarov atravesaron una sala oscura, casi vacía, tras la puerta de la cual asomó el rostro de una joven, y se dirigieron al salón, amueblado y decorado a la última moda.

—Ya estamos en casa —dijo Nikolai Petrovich quitándose el gorro y sacudiéndose el cabello—. Lo principal ahora es cenar y descansar.

—Eso de comer, desde luego, no está mal —observó Basarov estirándose y dejándose caer en un diván.

—Sí, sí. ¡Rápido! ¡Que nos sirvan rápidamente la cena! —exclamó Nikolai Petrovich golpeando el suelo con los pies, sin ningún motivo aparente—. A propósito, ahí está Prokofich.

Entró un hombre de unos sesenta años, de cabello blanco, delgado y de tez morena. Vestía frac color marrón con botones metálicos y llevaba un pañuelo rosa en el cuello. Hizo una reverencia, besó la mano de Arkadi, saludó al huésped y se retiró hacia la puerta cruzando los brazos tras la espalda.

—Ahí lo tienes, Prokofich —le dijo Nikolai Petrovich—. ¿Cómo lo encuentras? por fin ya lo tenemos en casa...

—Su aspecto es excelente —profirió el viejo inclinándose de nuevo, pero inmediatamente frunció el entrecejo—. ¿Desea el señor que se sirva la mesa? —preguntó con acento grave.

—Sí, claro, haga el favor. Pero quizás desea usted pasar antes a su habitación, Evgueni Vasilich.

—No, gracias. No hace falta. Ordene solamente que me lleven allí la maleta y esta pequeña prenda —respondió Basarov quitándose al capote.

—Está bien. Prokofich, llévate también su capote.

Prokofich tomó desconcertado la “pequeña prenda” de Basarov y elevándola con ambas manos por encima de la cabeza, salió de puntillas.

—Y tú, Arkadi, ¿no quieres pasar un momento a tu habitación?

—Sí, tengo que asearme —respondió Arkadi, y ya se dirigía hacia la puerta cuando entró en el salón un hombre de mediana estatura, vestido con un traje oscuro de corte inglés, corbata corta a la última moda y zapatos de charol.

Era Pavel Petrovich Kirsanov. Aparentaba unos cuarenta y cinco años. Sus cabellos grises, cortos, tenían reflejos plateados. Su rostro cetrino, pero sin arrugas, extraordinariamente correcto y pulcro, como tallado con fino y leve cincel, mostraba las huellas de una gran hermosura. Sobre todo destacaban los ojos, unos ojos claros, brillantes y rasgados. Todo el aspecto del tío de Arkadi, elegante y de buena casta, conservaba una esbeltez juventud y esa tendencia a ir siempre erguido, que generalmente desparece después de los veinte años.

Pavel Petrovich sacó del bolsillo del pantalón su hermosa mano, de largas y sonrosadas uñas, mano que embellecía aún más la nívea blancura del puño, abrochado por un único botón de ópalo, y se la tendió a su sobrino.

Después del previo choque de manos europeo, lo besó tres veces al estilo ruso, rozando con sus perfumados bigotes la mejilla de Arkadi y diciendo después:

—¡Bienvenido!

Nikolai Petrovich lo presentó a Basarov. Pavel Petrovich inclinó ligeramente su gentil figura, mientras que sus labios apenas dibujaron una sonrisa; pero no le tendió la mano, y por el contrario se la guardó de nuevo en el bolsillo.

—Ya creía que no vendría hoy —dijo con voz agradable y cariñoso ademán, mostrando sus maravillosos dientes blancos—. ¿Acaso ha ocurrido algo en el camino?

—No ha ocurrido nada —respondió Arkadi—, nos hemos retrasado un poco, eso es todo. Y ahora tenemos un hambre canina. Dile a Prokofich que se dé prisa, papá, yo vuelvo enseguida.

—Espera, voy contigo —dijo Basarov levantándose súbitamente del diván.

Ambos jóvenes salieron.

—¿Quién es ése? —preguntó Pavel Petrovich.

—Un amigo de Arkadi, muy inteligente, según dice.

—¿Va a ser nuestro huésped?

—Sí.

—¿Ese melenudo?

—Sí, claro.

Pavel Petrovich repicó con las uñas en la mesa.

—Encuentro que Arkadi s'est dégourdi(7) —observó—. Me alegra su llegada.

En el transcurso de la cena se habló poco. Basarov, sobre todo, apenas dijo nada, aunque comía mucho. Nikolai Petrovich contó varios episodios de su vida de granjero, como él la llamaba, comento las disposiciones del gobierno, habló de los comités, de los diputados, de la necesidad de adquirir máquinas, etcétera. Pavel Petrovich, que jamás cenaba, se paseaba pausadamente por el comedor, bebiendo de cuando en cuando de su copa, llena de vino tinto, y habiendo de muy en tarde en tarde alguna observación, o, mejor dicho, alguna exclamación, como “!Ah! ¡Eh! ¡Hum!”, Arkadi comunicó algunas novedades de Petersburgo, pero experimentaba esa clase de embarazo que suelen sentir los jóvenes cuando han dejado de ser niños y regresan al lugar donde están acostumbrados a verlos y considerarlos como niños. Se extendía en detalles sin motivo, evitaba el término papascha, sustituyéndolo incluso una vez por la palabra “padre”, aunque la pronunció más bien entre dientes. Con excesiva desenvoltura llenó el vaso mucho más de lo que él mismo deseaba y lo apuró todo. Prokofich no le perdía de vista, aunque no decía nada. Después de la cena cada cual se fue por su lado.

—Es extravagante tu tío —dijo Basarov a Arkadi, sentándose cerca de su lecho con batín y fumando en pipa—. ¡Ostentar semejante elegancia en una aldea! ¿Y las uñas? ¡Qué uñas! Parecen uñas para mostrarlas en una exposición.

—Lo que tú no sabes —respondió Arkadi— es que en tiempos fue un verdadero león(8). Alguna vez te contaré su historia. Fue un hombre guapo, que traía de cabeza a las mujeres.

—¿Deberás? Entonces continúa siendo fiel a su vieja costumbre. Lástima que aquí no haya a quien conquistar. Estuve observándolo todo: el cuello impecablemente estirado, la barbilla tan esmeradamente afeitada. ¿No encuentras todo eso ridículo, Arkadi Nikolaievich?

—Tal vez, pero de veras, es buena persona.

—Un fenómeno arcaico. Tu padre sí que es un buen hombre. Es malo recitando versos y dudo que entienda algo en la administración de la hacienda, pero es bonachón.

—Mi padre es oro puro.

—¿Has notado que se turba?

Arkadi asintió con la cabeza, como si él mismo no se turbase. —Es algo asombroso —continuó Basarov—, estos viejecitos

románticos excitan su sistema nervioso hasta la irritación y... llegan a perder el equilibrio. Bueno, me retiro. En mi habitación hay un lavado inglés, aunque la puerta no se cierra. De todos modos es digno de estímulo lo del lavado inglés. ¡Qué progreso!

Basarov salió. Arkadi experimentaba una sensación de alegría y bienestar. Era dulce dormir en la casa paterna,

En el lecho hogareño, bajo una manta confeccionada por manos amadas, tal vez las manos cariñosas, incansables, bondadosas de su nodriza. Al evocar el recuerdo de Egorovna, Arkadi suspiró y le deseó eterno descanso en el reino de los cielos. Nunca rezaba por sí mismo.

Tanto él como Basarov se durmieron enseguida, pero los otros moradores de la casa tardaron mucho en conciliar el sueño.

El regreso de su hijo había emocionado a Nikolai Petrovich. Se acostó sin apagar la vela y con la cabeza apoyada en el brazo meditó largo rato. Su hermano permaneció en su despacho sentado en un moderno sillón hasta muy entrada la noche, ante la chimenea, en la que ardía con débil chisporroteo el cabrón de piedra.

Pavel Petrovich no se desvistió, sólo sustituyo sus zapatos de charol por unas pantuflas rojas chinas. Tenía en las manos del último número del Galignani(9), pero no leía.

Mira fijamente la chimenea en la que centellaba una llama azul, ya languideciendo, ya reanimándose... Dios sabe donde vagaban sus ideas, más no solo vagaban en el pasado. La expresión de su rostro, taciturno y reconcentrado, era la de un hombre que no sólo se entregaba al recuerdo. Entre tanto, en una pequeña habitación trasera, ataviada con una toquilla azul celeste y con un pañuelo blanco sobre los oscuros cabellos, permanecía sentada en un gran baúl, la joven Fienichka, que, medio dormía, ,miraba y escuchaba atreves de la puerta entreabierta, tras la cual se veía una cuna y se oía la respiración acompasada de un niño dormido.

(7) Francés: “se ha despabilado”

(8) Así se les llamaba a los tenorios bien vestidos, en esa época. (9) Galignani’s Messenger. Periódico fundado en 1814 y cerrado en 1884.

V

A la mañana siguiente Basarov fue el primero en despertarse y en salir de la casa. “Vaya —pensó mirando su alrededor—, el lugar no es muy bonito que digamos.”

Cuando Nikolai Petrovich deslindó sus tierras con los campesinos tuvo que agregar a su nueva finca unas cuatro desiatinas de campo completamente liso y pelado.

Construyó la casa, las oficinas y la granja; plantó un jardín y cavó un estanque y dos pozos. Pero los arboles jóvenes crecían mal, el estanque recogía muy poca agua y la de los pozos tenía un sabor salobre. Sólo un espacio rodeado de lilas y acacias se desarrollo normalmente. Allí a veces almorzaba o tomaba el té.

En unos instantes Basarov recorrió todos los senderos del jardín, entró en el establo, en la cuadra, encontró a dos muchachos con los que enseguida hizo amistad, y se fue con ellos a buscar ranas a un pequeño pantano, sito a una versta de la finca.

—¿Y para qué quieres las ranas, barín(10)? —preguntó uno de los muchachos.

—Verás —le respondió Basarov, que poseía una habilidad especial para infundir confianza en las gentes del pueblo, aunque nunca era tolerante con ellas y las trataba con desgano—: Cojo la rana, la abro y miro lo que pasa dentro de ella, y puesto que nosotros somos lo mismo que las ranas, sólo que andamos con los pies, de esa forma sé también lo que pasa dentro de nosotros.

—¿Y de qué te sirve eso?

—Para no equivocarme si te pones enfermo y me toca curarte. —¿Acaso eres médico?

—Sí.

—Vaska, ¿has oído? El barín dice que tú y yo somos lo mismo que las ranas, ¿Qué te parece?

—A mí me dan miedo las ranas —respondió Vaska, un chico de unos siete años, rubio como el lino, vestido con una casaquilla gris de cuello tieso y con los pies descalzos.

—¿Por qué te dan miedo? ¿Acaso muerden?

—¡Vamos, filósofos, al agua! —les dijo Basarov.

Entre tanto, Petrovich también se había despertado y se encamino al instante a la habitación de Arkadi, que ya estaba vestido. Padre e hijo salieron a la terraza, situándose bajo el alero de la marquesina. En una mesa, cerca de la barandilla, ya estaba dispuesto el samovar(11) con agua hirviendo. Apareció la misma niña que recibió a los viajeros y dijo con un hilillo de voz:

—Fidosina Nikolaievna no se encuentra bien del todo y no puede venir. Me ordena les pregunte si desean servirse ustedes mismos el té o quieren que envié a Duniasha.

—Yo mismo lo serviré —se apresuró a responder Nikolai Petrovich.

—Arkadi, ¿cómo lo prefieres, con crema o con limón?

—Con crema —respondió Arkadi, y después de un breve silencio añadió—: ¡Papascha!

—¿Qué? —profirió Nikolai Petrovich mirando a su hijo con turbación. Arkadia bajó los ojos.

—Perdona, papascha, si mi pregunta te parece inoportuna —comenzó—, pero tu sinceridad de ayer me anima a corresponder del mismo modo... ¿No te enfadarás?

—Habla.

—Tú me infundes valor para preguntarte... ¿No crees que Finichka...? ¿No crees que ella no vine a servir el té porque estoy yo aquí?

Nikolai Petrovich se volvió ligeramente.

—Quizá —dijo al fin—. Ella supone..., le da vergüenza... Arkadi lanzó una rápida mirada a su padre.

—No tiene por qué darle vergüenza. En primer lugar, ya conoces mi modo de pensar —a Arkadi le gustaba mucho pronunciar esas palabras—, en segundo lugar, ¿acaso quiero yo causar la más ligera molestia en tu vida, en tus costumbres? Además, estoy seguro de que no pudiste hacer una mala elección; si has permitido que viva contigo, bajo el mismo techo, es porque ella lo merece. En todo caso un hijo no es quién para juzgar padre, y mucho menos yo. Y sobre todo a un padre como tú que jamás limitó mi libertad en ningún sentido.

Al principio a Akardi le temblaba la voz. Se sentía generoso, pero al mismo tiempo, tenía la impresión de que estaba sermoneando a su padre. Sin embargo, que la voz propia influye grandemente en la persona y Akardi pronunció las últimas palabras con firmeza, incluso produciendo efecto.

—Gracias, Akardi —dijo con voz sorda Nikolai Petrovich, y pasó sus dedos de nuevo por sus cejas y su frente—. Tus suposiciones en verdad justas. Claro que si esa joven no lo mereciese... No se trata de un capricho pasajero. Me cuesta trabajo hablar contigo de esto, mas tú debes comprender que para ella era violento venir aquí, estando tú, el mismo día de tu llegada.

—En ese caso yo mismo iré a verla —exclamó Akardi, en un nuevo arranque de generosidad, levantándose de un salto—. Le explicaré que no debe avergonzarse de mí.

—Arkadi —balbuceo—, por favor, espera. Allí... No te he advertido...

Pero Akardi ya no lo oía, pues había abandonado la terraza a toda prisa. Nikolai Petrovich lo siguió con la vista y se dejó caer en la silla lleno de turbaciones. Su corazón empezó a latir con fuerza... Era difícil adivinar, lo sentía; quizás imaginara las futuras relaciones con su hijo, o creería que Arkadi lo hubiese estimado más de no haberle hecho confidencias y al mismo tiempo se reprochaba a si mismo su propia debilidad. Todos esos sentimientos lo embargaban, pero a manera de sanciones y no muy precisas. Mientras tanto el sonrojo no desaparecía de su rostro y su corazón no cesaba de latir.

Se oyeron pasos acelerados y Arkadi entró en la terraza.

—¡Ya nos hemos presentado, padre! —exclamó éste, denotando en su rostro cierta expresión de cariñoso y benevolente triunfo—. Fiedosia Nikolaievna, efectivamente, no se encuentra del todo bien y vendrá después. Pero, ¿cómo no me anunciaste que tengo un hermano? Anoche mismo lo hubiera besado sin esperar a hoy.

Antes que Nikolai Petrovich tuviera tiempo de estrechar a su hijo contra su corazón, Arkadi se levantó y se echó en sus brazos. —¿Qué es eso? ¿Otra vez abrazándose? —resonó detrás la voz de Pavel Petrovich. Padre e hijo se alegraron igualmente de su aparición en aquel momento. En la vida hay situaciones conmovedoras, de las cuales deseas salir cuanto antes.

—¿De qué te asombras? —inquirió alegremente Nikolai Petrovich—. Hace un siglo que esperaba a mi Arkadi... Desde que llegó ayer no he podido expansionarme a mis anchas.

—No me asombro en absoluto —observó Pavel Petrovich—; por el contrario, estoy dispuesto a abrazarle yo también.

Akardi se acercó a su tía y sintió de nuevo en las mejillas el contacto de sus bigotes perfumados. Pavel Petrovich se sentó en la mesa. Llevaba un elegante traje inglés de mañana y de tocado un pequeño fez, aunque, que lo mismo que la corbata, anudada con descuido, hacía alusión al albedrío de la vida de la aldea, aunque el apretado cuello de la camisa, que no era blanca, sino mas abigarrada, como corresponde al atuendo matinal, se ajustaba, inexorablemente, como de costumbre, en la rasurada barbilla.

—¿Dónde está tu nuevo amigo? —preguntó.

—¿No está en casa. Generalmente madruga y se va por ahí.

Ante todo, no hay que prestarle atención. No le gustan las ceremonias.

—Si salta a la vista —Pavel Petrovich empezó a untar con parsimonia la mantequilla en el pan—. ¿Y estará mucho tiempo con nosotros?

—Ya veremos. Ésta aquí de paso. Va a ver a su padre.

—¿Y donde vive su padre?

—En nuestra misma provincia, a unas ochenta verstas de aquí.

Posee allí una pequeña finca. Antes era médico de regimiento.

—¡Tate! Por algo me preguntaba yo donde había oído ese apellido. Basarov. ¿Recuerdas, Nikolai, que en la división de papá había un medico que se apellidaba Basarov?

—Creo recordarlo.

—Exactamente. Entonces el médico es su padre. —Pavel Petrovich se atusó los bigotes—. Bien y este señor Basarov, ¿Qué es?

¿Qué es Basarov? ¿Desea usted, tío, que le explique quién es Basarov?

—Hazme ese favor, querido sobrino.

—Pues es un nihilista.

— ¿Cómo? —preguntó Nikolai Petrovich, mientras que Pavel

Petrovich quedaba inmóvil, con el cuchillo en el aire, untado de mantequilla.

—Es un nihilista —repitió Arkadi.

—Nihilista según tengo entendido, proviene del vocablo latino nihil, que significa nada —dijo Nikolai Petrovich—. Y en consecuencia, ¿ese término define a una persona... que no reconoce nada?

—Di mejor, que no respeta nada —aclaró Pavel Petrovich, volviendo a untar mantequilla.

—Que todo lo considera con sentido crítico —observó Arkadi.

—¿Y no es lo mismo? —preguntó Pavel Petrovich.

—No, no es lo mismo. Nihilista es una persona que no acata ninguna autoridad, que pone y no acepta ningún principio, por muy respetable que sea.

—¿Y acaso eso está bien?

—Según como se mire tío. Para unos está bien; para otros muy mal.

—¿De veras? Bueno, eso no va con nosotros. Pertenecemos al siglo pasado y creemos que sin principios —Pavel Petrovich pronunció esa palabra suavemente, con acento francés mientras Akardi, por el contrario, la pronunciaba con acento ruso—; sin admitir esos principios, como tú dices, es imposible dar un paso, es imposible respirar. Vous avez changé tout cela(12). Dios nos dé salud y nos conceda honores. A nosotros sólo nos tocará admirarnos, señores... ¿Cómo dijiste?

—Nihilista —precisó Arkadi.

—Antes había hegelianos y ahora, nihilistas. Veremos cómo vas a existir en el vacío en un espacio sin aire.

Pero ya es hora del chocolate. Hermano, haz el favor de llamar.

Nikolai Petrovich tocó el timbre y llamó: “¡Duniasha!” Mas en lugar de Duniasha, acudió a la terraza la misma Fienichka. Era ésta una joven de unos veintitrés años, blanca y dulce, de ojos y cabello oscuros, con rojos y gordezuelos labios infantiles y manos pequeñas y finas. Llevaba un aseado vestido de percal y sobre sus hombros torneados echaba con soltura una pequeña pañoleta nueva de color azul celeste. Traía una taza grande de chocolate que puso ante Pavel Petrovich, dando muestras de enorme turbación. Un rubor ardiente cubrió su lindo rostro. Bajó la mirada y se detuvo ante la mesa, apoyándose en la misma punta de los dedos. Parecía avergonzada de haber venido y al mismo tiempo, se sentía con derecho de hacerlo. Pavel Petrovich frunció el ceño severamente y Nikolai Petrovich quedó confuso.

—Buenos días, Fienichka —musitó entre dientes.

—Buenos días —respondió ella con voz tenue, pero sonora. Y mirando de reojo a Arkadi, que le sonría amistosamente, salió silenciosa. Andaba contoneándose ligeramente, pero lo hacía con discreción.

Por unos instantes reinó el silencio en la terraza. Pavel Petrovich, que estaba tomando su chocolate, levantó súbitamente la cabeza y dijo a media voz:

Efectivamente, Basarov se acercaba a través de los macizos de flores. Traía el gabán y los pantalones manchados de lodo. Una planta de pantano rodeaba el ala de su viejo sombrero. En la mano derecha traía un pequeño saco en el que se movía algo vivo.

Con paso acelerado llegó a la terraza y saludando con un ademán de cabeza, dijo:

—Buenos día, señores, perdonen que haya llegado con retraso al té. Tengo que colocar en su sitio a estas cautivas.

—¿Qué son? ¿Sanguijuelas? —preguntó Pavel Petrovich. —No, son ranas.

—¿Y usted se las come o las cría?

—Las utilizo en mis experimentos —respondió con indiferencia Basarov, entrando en la casa.

—Entonces las abrirá —observo Pavel Petrovich—. No cree en los principios, pero en las ranas, sí.

Arkadi miró con lastima a su tío y Nikolai Petrovich se encogió de hombros a escondidas. Pavel Petrovich comprendió que su agudeza no había sido afortunada y desvió el tema. Habló de la hacienda y del nuevo intendente, que la víspera se había quejado del trabajador Foma, que era un alborotador y se había sobrepasado. “Creía que era un Esopo —dijo entre otras cosa—, pero se mostraba por todas partes como un estúpido; viviría y con su tontería moriría.”

(10) Señor.

(11) Recipiente de origen ruso, provisto de un tubo interior donde se ponen carbones, que se usa para calentar el agua del té.

(12) “Ustedes han cambiado todo eso.”

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