Kitabı oku: «Los planes de Dios para su vida», sayfa 4

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¿Cuál es entonces la conclusión del asunto? Primero, debido a que Dios es santo, nadie puede tener jamás comunión con Él excepto sobre la base de la expiación que Dios mismo proporciona y aplica. Segundo, nadie habla por Dios como debería, excepto como resultado de la conciencia personal de la santidad de Dios, de la pecaminosidad de nuestras propias faltas, de la objetividad de la expiación de Cristo, y de la gracia de Dios que nos lleva a la fe y nos asegura su perdón. Tercero, nadie debería suponer que su corazón o mensaje o ministerio no son como deberían ser debido al hecho de que no ven ningún éxito presente. Tal situación es un llamado a regresar a Dios para preguntarle si algo está mal (y algo podría estarlo). Pero la falta de éxito presente no significa necesariamente que algo en particular esté mal. El camino correcto puede ser simplemente perseverar en fidelidad, esperando que venga el momento en que Dios nos dé su bendición. Cuarto, la adoración personal: alabanza y devoción, debe ser el pilar de la vida y el ministerio cristianos. Estos pensamientos me son preciosos; me mantienen en oración, y por lo tanto me dan la fuerza para seguir adelante. Espero que sean preciosos para ustedes también, y que funcionen en ustedes de la misma manera.

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LA RELIGIÓN DEL JACUZZI
Hacia una teología del placer

¿Qué considerarían que es un símbolo adecuado de la cultura contemporánea occidental? ¿Una hamburguesa? ¿Un estéreo? ¿Un automóvil? ¿Un avión? ¿Una televisión? ¿Una computadora? Mi elección es un jacuzzi. ¿Por qué? ¡Porque el jacuzzi es algo divertidísimo! El relajarse en compañía de otras personas, sumergido en un agua de una temperatura de 36 grados con un chorro de aire a propulsión propio es una de las experiencias de vida más exquisitas. Los baños turcos y saunas son para nuestra salud, pero la única razón por la cual nos sentamos en el jacuzzi es porque es una manera deliciosa de relajarnos y pasar el tiempo. Esa es la razón por la cual yo lo hago cada vez que tengo la oportunidad de hacerlo (quizás una vez cada dos o tres años). Así como la imagen de un perro con su rostro vuelto hacia una bocina en la etiqueta de HMV comunica perfectamente la idea del deleite fascinado ante lo que se escucha, así el emblema del jacuzzi expresa perfectamente la pasión obsesiva del occidente moderno por encontrar formas placenteras de relajación. Nuestros antepasados descansaban para estar en condiciones de trabajar; nosotros trabajamos para poder estar libres para descansar. Dedicamos interminable ingenio para poder encontrar nuevas maneras de divertirnos y de sentir gozo. Vacaciones, feriados, viajes, deportes, entretenimientos públicos, pasatiempos—todo lo que de una manera u otra representa el jacuzzi— son lo que nuestra era materialista supone que es la vida.

Esto tiene consecuencias inquietantes para el cristianismo occidental. El hedonismo (el síndrome de la búsqueda del placer) distorsiona a la santidad, y el hedonismo hoy día está aferrado a nuestras prioridades. ¿Corremos peligro de perder de vista la esencia moral del discipulado cristiano? Es posible. Mi primera experiencia de la dulzura del jacuzzi me impulsó a pensar sobre esto, lo cual me llevó a escribir el siguiente artículo:

LA VISTA DESDE UN JACUZZI

El otro día formé parte de un grupo que pasó gran parte de una húmeda tarde de sábado en un jacuzzi. Mis alumnos y asesorados, quienes eran parte del grupo, me habían recomendado que lo probara: “Le va a gustar”, me dijeron. Previamente, yo había pensado que los jacuzzis estaban reservados para los hedonistas de Hollywood y los sibaritas de San Francisco, pero ahora sé que bajo ciertas circunstancias, los miembros del cuerpo docente de Regent College pueden también usarlo. Parece que cada día uno aprende algo nuevo.

Mientras estaba allí sentado disfrutando el jacuzzi, haciendo pequeños chistes, y adaptándome a la sensación de ser atacado por burbujas de todos los ángulos, me golpeó la idea de que el jacuzzi es el símbolo perfecto del camino moderno en religión. La experiencia del jacuzzi es sensual, relajante, mullida, tranquila, sin ninguna exigencia tanto intelectual como de otra naturaleza, sino que muy, muy agradable, aun al punto de ser muy divertida (especialmente con un grupo de asesorados como el mío). Hoy día, muchos quieren que el cristianismo sea así, y se esfuerzan por lograrlo. El último paso, por supuesto, sería quitar los asientos de las iglesias y colocar jacuzzis en su lugar; entonces, nunca habría problemas de asistencia. Entretanto, muchas iglesias, evangelizadores, y religiosos electrónicos están ya ofreciendo oportunidades para que nosotros podamos sentir que son lo mejor después del jacuzzi, o sea, reuniones felices sin problemas, momentos divertidos para todos. La felicidad ha sido definida como un cachorrito muy cariñoso. Esta clase de religión proyecta a la felicidad como si fUera una cálida bienvenida a todos los que sintonizan o vienen de pasada; un coro cálido con un ritmo sentimentaloide; un uso de las palabras en la oración y la predicación similar a una rascada de espalda cariñosa; y una cálida y alegre luminiscencia posterior (otro toque de jacuzzi). Ante la pregunta: ¿dónde se encuentra Dios?, la respuesta que en realidad proyectan estas ocasiones, y no se preocupen de lo que se diga, es: En el bolsillo del predicador. Sin duda, eso nos calma, ¿pero es eso fe, o adoración, o servicio a Dios? ¿Es la piedad el nombre verdadero de este juego?

Mientras continué en el jacuzzi, sumiéndome más y más en un aflojamiento sin inhibiciones, pude entender por qué la religión popular cromada a la que me estoy refiriendo se ha apoderado tanto de nosotros. La vida moderna nos tensiona. Se nos estimula hasta marearnos. Las relaciones son frágiles; los matrimonios se quebrantan; las familias se separan; los negocios son una feroz competitividad, y los que no están en la cima se sienten como meras piezas en el engranaje de los demás. La automatización y la tecnología de las computadoras han hecho que la vida sea más rápida y tensa, dado que ya no tenemos que realizar las tareas de rutina que llevaban tanto tiempo con las que nuestros abuelos solían relajar sus mentes. Tenemos que correr más rápido que cualquier otra generación anterior a la nuestra con el solo fin de quedarnos allí donde estamos.

No debería pues sorprendernos que cuando el hombre occidental moderno se vuelca a la religión (si lo hace, ya que muchos no lo hacen), lo que él desea es una relajación agradable, la sensación de ser al mismo tiempo calmado, apoyado, y fortalecido sin ningún esfuerzo, o sea que, en pocas palabras, la religión del jacuzzi. Él lo pide, y la gente salta para proporcionárselo. Lo que la religión del jacuzzi ilustra más claramente es la ley de la oferta y la demanda.

Entonces, ¿qué deberíamos decir de la religión del jacuzzi? Por cierto, un ritmo de vida que incluya la relajación es correcto; el cuarto mandamiento lo demuestra. El alternar el trabajo arduo con momentos de esparcimiento es también lo correcto; puro trabajo sin diversión no sirve, y Jesús concurrió tan a menudo a banquetes, los momentos de diversión propios de la antigüedad, que lo llamaron glotón y ebrio.

El disfrutar nuestros cuerpos mientras podamos, en vez de despreciarlos (lo cual en el mejor de los casos es platonismo y en el peor de los casos es maniqueísmo, y de una u otra forma es presunción súper espiritual), es parte de la disciplina de gratitud a nuestro Creador. Y las exhuberancias sin inhibiciones como aplaudir, bailar, cantar alabanzas, y clamar en oración pueden ser también aprobadas, siempre y cuando no sean piedra de tropiezo para los demás. Sin esos factores de jacuzzi, como podríamos llamarlos, nuestro cristianismo sería menos piadoso y menos animado, porque sería menos humano.

Pero si lo único que hubiera en nuestro cristianismo son los factores de jacuzzi, o sea, si nosotros abrasáramos un hedonismo ensimismado de relajación y pensamientos felices mientras evitamos las tareas difíciles, las posturas poco populares, y las relaciones extenuantes, no lograríamos la vida bíblica centrada en Dios y de sacrificio a la cual nos llama Jesús, y por tanto le promulgaríamos al mundo nada más que nuestra propia decadencia. Sin embargo, por favor Dios, no permitas que aceptemos eso.

Y yo podría vivir sin ver nunca jamás un jacuzzi, pero espero no tener que...

Lo que estaba expresando en ese artículo puede ser establecido con certeza en las tres propuestas siguientes:

1. La religión del jacuzzi es casi correcta. Estoy de acuerdo con que es psicológicamente inexacta, ya que la verdad paradójica es que buscar placer, confort, y felicidad es garantizar que no lograremos ninguna de estas cosas. Al nivel tanto espiritual como natural, estos estados subjetivos se convierten en realidades del corazón sólo como productos derivados que provienen de concentrarse en otra cosa, algo percibido como valioso, vigorizante y dominante. Se ha dicho verdaderamente que las semillas de la felicidad crecen con mayor fuerza en el suelo del servicio.

A menudo, esa “otra cosa” que gana nuestra alianza es otro, una persona y no un concepto abstracto, en especial en el caso de la felicidad espiritual. Esta felicidad proviene de deleitarnos en el conocimiento del amor redentor del Padre y del Hijo y de la demostración de una activa y leal gratitud por todo ello. Amamos a Dios y eso nos hace felices. Nuestros intentos de complacer a Dios concentran el placer de su paz en nuestro corazón. Es así. Sin embargo, cuando la religión del jacuzzi resalta el hecho de que el verdadero gozo es una parte integral de la verdadera piedad, hace alusión a una profunda y dulce verdad teológica.

Necesitamos enfatizar la herencia cristiana del placer. La falta de fe nos hace temer que Dios sea un tirano severo y poco amistoso a quien le duele proporcionarnos placer y que nos exige hacer lo que no queremos hacer y no podemos disfrutar. Sin embargo, las Escrituras nos demuestran que lo opuesto es lo cierto. “En tu presencia hay plenitud de gozo; delicias a tu diestra para siempre” (Salmo 16.11 RVR60). “Les das a beber de tu río de deleites” (Salmo 36.8). “Dios de mi alegría y mi deleite” (Salmo 43.4). “Quiero alegrarme y regocijarme en ti” (Salmo 9.2). “El reino de Dios no es cuestión de comidas o bebidas sino de justicia, paz y alegría en el Espíritu Santo” (Romanos 14.17). “Que el Dios de la esperanza los llene de toda alegría y paz a ustedes que creen en él, para que rebosen de esperanza por el poder del Espíritu Santo” (Romanos 15.13). Un maravilloso himno popular escrito por el antiguo calvinista Isaac Watts, el rapsoda del puritanismo, expresa el sentimiento cristiano de exultante gozo con asombroso brío:

Vengan, los que aman al Señor,

Nuestro gozo a revelar;

Unidos en canto con dulce armonía,

El trono así rodear.

Las penas de la mente ¡

Desaparezcan de aquí!

La religión no ha deseado nunca

Nuestro deleite amenazar.

Que se nieguen a cantar

Los que desconocen a nuestro Dios,

Mas los hijos del Rey celestial

Canten sus deleites por doquier.

El Dios que gobierna en lo alto,

Que truena a voluntad,

Que cabalga sobre el cielo tormentoso

Y controla los mares—

Este tremendo Dios es nuestro,

Nuestro Padre y nuestro amor;

Nos enviará sus poderes celestiales

Para llevarnos con Él.

Allí su rostro veremos,

Y nunca, nunca pecado habrá;

Allí de los ríos de su gracia

Nos saciaremos de deleites sin fin.

Los hijos de gracia hallaron

La gloria que comienza aquí;

Los frutos celestiales sobre la tierra

De fe y esperanza crecerán.

El monte de Sión produce

Sagrados deleites por mil

Antes de alcanzar los campos celestes,

O por calles de oro marchar.

Así que abunden nuestras canciones,

¡Ycada lágrima seca esté!

Por suelo sagrado marchamos

A mejores mundos allá.

(Versión libre)

¡Amén! Watts tenía razón. El cristianismo, que algunos creen que produce abatimiento, en realidad lo expulsa. El pecado trae tristeza, pero la piedad produce placer. La religión del jacuzzi tiene un verdadero instinto en su corazón.

Es triste descubrir que ni el Diccionario Evangélico de Teología (1984) ni ningún otro diccionario de teología que yo conozca tienen artículos sobre el placer. Claro está, sus artículos sobre el gozo hacen de vez en cuando referencias perspicaces al placer. Miremos a este artículo, por ejemplo, del diccionario mencionado anteriormente:

Gozo. Un deleite en la vida que va más profundo que el dolor o el placer... que no está limitado o sujeto únicamente a circunstancias externas... un don de Dios... una calidad de vida y no simplemente una emoción pasajera... La plenitud del gozo proviene de una sensación profunda de la presencia de Dios en nuestra vida... Jesús dejó bien en claro que el gozo está conectado de manera inseparable al amor y la obediencia (Juan 15.9-14)... Puede también existir gozo en el sufrimiento o en la debilidad cuando se percibe que el sufrimiento tiene un propósito redentor y la debilidad como algo que nos lleva a una total dependencia de Dios (Mateo 5.12; 2 Corintios 12.9).1

Lo primero que necesitamos decir es que ese gozo es más profundo que el placer y no depende de él. Hasta que no se establezca esa distinción, la discusión sobre el placer en la vida cristiana será prematura. Pero una vez que se haya establecido que ese gozo no depende del placer, entonces será posible tener una teología del placer. Y tal teología es necesaria si vamos a hablarle a una generación que ha aprendido de Freud (para no mencionar el conocimiento personal de uno mismo) que el “principio del placer” es una de las motivaciones más fuertes de la vida.

¿Cómo podríamos formular una teología del placer? Tendría en ella por lo menos estos puntos:

El placer es (cito el Diccionario de la Real Academia Española): “Goce, disfrute espiritual; satisfacción, sensación agradable producida por la realización o suscepción de algo que gusta o complace; voluntad, consentimiento, beneplácito; diversión, entretenimiento”). El placer, como el gozo, es un don de Dios, pero mientras que el gozo es activo (uno se regocija), el placer es pasivo (uno es complacido). Los placeres son sentimientos, ya sea por estímulo o por las tensiones que se liberan y relajan en el cuerpo, o por la realización, recuerdo, o reconocimiento en la mente.

El placer es parte de la condición humana ideal. Antes de pecar, el estado de Adán era puro placer (el Edén, el jardín placentero de Dios, del cual fue expulsado Adán, tipifica lo anterior). Cuando nuestra redención sea completa, el placer, total y constante, se convertirá en nuestro estado para siempre. “Ya no sufrirán hambre ni sed. No los abatirá el sol ni ningún calor abrasador. Porque el Cordero que está en el trono los pastoreará y los guiará a fuentes de agua viva. Y Dios les enjugará toda lágrima de sus ojos” (Apocalipsis 7.16-17). Así como Dios nos creó para placer, así también nos redime para su deleite, tanto el nuestro como el suyo. Escrutopo, el tentador de más edad en el libro “Cartas a un diablo novato” de C. S. Lewis se queja de Dios, en forma justificada desde su propio punto de vista: “Él es un hedonista de corazón. Todos esos ayunos y vigilias y estacas y cruces son únicamente una fachada. O sólo como la espuma a las orillas del mar. Allá fuera en el mar, en su mar, hay placer, y mucho placer. Él no lo guarda en secreto; a su diestra hay ‘delicias para siempre’. ¡Puaj!” (Versión libre del traductor).2

El placer (goce consciente) no tiene ninguna cualidad moral intrínseca. Lo que hace que los placeres sean correctos, buenos, y valiosos o incorrectos, malos y pecaminosos es lo que los acompaña. Miremos la motivación y el resultado de nuestros placeres. ¿Con cuánto esfuerzo los perseguimos? ¿Qué clase de conducta producen? ¿Cuál es nuestra respuesta cuando llegan? Si el placer nos llega sin que lo busquemos, o como parte de nuestra aceptación agradecida de un obsequio providencial, y si el placer no nos causa ningún daño a nosotros o a otros, y si el deleite del mismo despierta nuevas acciones de gracias a Dios, entonces es santo. Pero si la adquisición de nuestro placer es el resultado de un capricho, que nos complace sin que nos importe si complace o no a Dios, entonces, aunque la acción sea o no un derroche o algo dañino, hemos sido atrapados por lo que la Biblia considera como los placeres de este mundo y del pecado (Lucas 8.14; Hebreos 11.25; comparen con Isaías 58.13; 1 Timoteo 5.6; 2 Timoteo 3.4; Tito 3.3; Santiago 4.3; 5.5; 2 Pedro 2.13). La misma experiencia placentera: comer, beber, hacer el amor, jugar juegos, escuchar música, bañarse en un jacuzzi, o lo que sea, será buena o mala, santa o pecaminosa, según como se la maneje.

En el orden de la creación, los placeres actúan como indicadores de Dios. La búsqueda de placer, en sí misma, produce tarde o temprano aburrimiento y disgusto (Eclesiastés 2.1-11). Sin embargo, en la misma autoridad encontramos que “nada hay mejor para el hombre que comer y beber, y llegar a disfrutar de sus afanes. He visto que también esto proviene de Dios, porque ¿quién puede comer y alegrarse, si no es por Dios?” (versículo 24 y sig.). De modo que “celebro la alegría” (8.15; comparen con 9.9).

Un rabino judío sugirió que el día del juicio final, Dios tomará en cuenta si hemos disfrutado o no de los placeres que nos ha concedido. Los maestros cristianos han insistido justamente que el desprecio del placer, tan alejado del argüir espiritualidad superior, es en realidad la herejía del maniqueísmo y del pecado de orgullo. El placer está designado divinamente a acrecentar nuestro sentido de la bondad de Dios, profundizar nuestra gratitud hacia Él, y fortalecer nuestra esperanza de placeres más ricos en el mundo venidero. El austero moralista anglo-católico C. S. Lewis declara que en el cielo, el éxtasis mayor de los amantes en la tierra será como leche y agua comparado con los deleites de conocer a Dios. Todos los placeres son santificados y acrecentados cuando los recibimos y respondemos a ellos en esta manera.

La religión del jacuzzi corre en pos de todo esto, y es lo correcto. No obstante, por desdicha, algunas veces entiende todo al revés y los resultados son catastróficos, como lo veremos a continuación.

2. La religión del jacuzzi es radicalmente incorrecta. ¿Por qué? Porque expresa egocentrismo, por el cual no aceptamos negarnos a nosotros mismos, y también eudemonismo, por el cual rechazamos el programa disciplinario de Dios para nosotros. Por tanto, se convierte en algo irreligioso por partida doble.

Cuando digo “egocentrismo” me refiero el núcleo central de la imagen de Satanás en la humanidad caída. Esto puede ser descrito como la aversión a vernos como algo que existe para el placer de nuestro Creador y el establecernos en cambio como el centro de todo. La búsqueda de toda clase de placeres es la regla y el almamáter de la vida egocéntrica. El orgullo es el nombre cristiano clásico para este síndrome de afirmación y adoración propia, del cual, la frase “hágase mi voluntad” es el lema. A pesar de que el orgullo egocéntrico puede adoptar la forma del cristianismo, corrompe la sustancia y el espíritu del mismo. Trata de manejar a Dios y utilizarlo para nuestras propias metas. Esto, como lo mencioné de pasada anteriormente, convierte a la religión en magia, y trata al Dios que nos creó como si fuera el genio de la lámpara de Aladino.

El teocentrismo que repudia al egocentrismo, reconociendo que en el sentido fundamental, nosotros existimos para Dios y no al revés y que debemos, por consiguiente, adorarlo, es básico para la verdadera piedad. Sin este cambio radical del egocentrismo a centrarnos en Dios, toda demostración de religión será en mayor o menor grado falsa.

Jesucristo exige abnegación, o sea, la negación de uno mismo (Mateo 16.24; Marcos 8.34; Lucas 9.23), como la condición necesaria del discipulado. La abnegación es un llamado a someternos a la autoridad de Dios como Padre y a Jesús como Señor y declarar guerra durante toda la vida en contra de nuestro egoísmo instintivo. Lo que debemos sacrificar no es nuestro yo o nuestra existencia como seres humanos racionales y responsables. Jesús no planea convertirnos en zombis, ni tampoco nos pide que nos ofrezcamos como voluntarios para un papel de robot. La negación que se requiere es del yo carnal, la necesidad egocéntrica, autodeificante con la cual nacemos, que nos domina tan destructivamente en nuestro estado natural.

Jesús vincula la autonegación con tomar la cruz. Tomar la cruz es mucho más que soportar esta dificultad o aquella. En la época de Jesús, tomar la cruz, según lo aprendemos de la historia de la propia crucifixión de Jesús, era lo que se le exigía a los condenados por la sociedad, quienes habían perdido sus derechos, y a quienes se los conducía ahora a su ejecución. La cruz que llevaban era el instrumento de muerte. Jesús representa el discipulado como un asunto de seguirlo a Él, y seguirlo a Él es algo basado en tomar la cruz como negación de uno mismo. El yo carnal no aceptaría jamás ese rol. “Cuando Cristo llama a un hombre, le pide que venga y muera”, escribió Dietrich Bonhoeffer ocho años antes de que los nazis lo colgaran de la horca. Bonhoeffer tenía razón: El llamado de Cristo al sacrificio es la aceptación de morir a todo lo que el yo carnal desearía poseer.

La religión del jacuzzi no encara este asunto y trata de aprovechar el poder de Dios para las prioridades del egocentrismo. Las sensaciones de placer y comodidad que surgen de las circunstancias placenteras y las experiencias tranquilizantes, son los principales objetivos del presente. Gran parte del cristianismo popular a ambos lados del Atlántico trata de complacernos por medio de su fabricación. A veces, como un medio para alcanzar este fin, invoca la idea de que las promesas de Dios son como los hechizos de un mago: Si los usamos correctamente, podremos extraer de Dios todas las cosas legítimamente placenteras que deseemos.

Cuando era estudiante, me inquietó el título de un libro de sermones por un famoso evangelizador: Cómo escribir hoy su propio cheque con Dios. Cincuenta años más tarde, el “evangelio de la salud y la prosperidad”, que le promete sanidades milagrosas a los enfermos y riquezas materiales a los necesitados, siempre y cuando actúen con audacia según la fórmula del “nómbrelo y exíjalo” (o “platíquelo y agárrelo”, como se lo ha parafraseado en forma burlona pero reveladora), tiene muchos admiradores que lo siguen fascinados. Existen muchos que, a pesar de que no son fieles devotos del evangelio de la salud y la prosperidad, tratan a Santiago 5.15 (“la oración de fe sanará al enfermo”) como una fórmula mágica garantizada para la sanidad milagrosa toda vez que se alcance esa clase de “fe”. Cuando hablo sobre la religión del jacuzzi, pienso en este tipo de posturas mentales.

La confianza en los recursos ilimitados de Dios y las altas expectativas de ser liberados del mal es algo correcto y bueno. Pero pensar que la oración petitoria es una técnica para que Dios baile a nuestro son y obedezca nuestras órdenes no es correcto ni bueno. Cuando pedimos, debemos tratar de discernir el propósito de Dios en nuestra vida o situación de vida que le ponemos delante. Tenemos que poder cristalizar nuestro pedido específico como un “Hágase tu voluntad”, lo cual debe ser siempre nuestra plegaria básica. La religión del jacuzzi no alcanza el punto donde pueda entender esto. El egocentrismo que lo ha generado es abrumante; de ahí que la oración como nuestro medio para poder manejar y dirigir las energías de Dios de modo que nos sirva a nosotros en vez de nosotros servirlo a Él no está nunca alejada del corazón del mismo. ¡Eso es malo!

Eudemonismo es una palabra poco común, por la cual deberían disculparme. La utilizo porque es la única palabra que sé que calza. No tiene nada que ver con demonios. Proviene del griego, de eudaimon, que quiere decir “feliz”, y el diccionario lo define como “el sistema de filosofía cuyo máximo objetivo es la felicidad del hombre”. Utilizo la palabra como un rótulo para destacar el punto de vista de que la felicidad implica la presencia del placer y la libertad de todo lo que no sea placentero. El eudemonismo dice que dado que la felicidad es el valor supremo, podemos esperar con confianza que Dios, aquí y ahora, nos protegerá de todo lo que no sea placentero. Si lo insatisfactorio nos alcanza, esperamos que Dios nos libre de ello al instante, porque no es nunca su voluntad para nosotros. Ése es el principio básico de la religión del jacuzzi. Sin embargo, por desdicha, este principio es falso. No contempla el lugar que ocupa el dolor en la santificación, por medio del cual Dios capacita a sus hijos para que compartan su santidad (véase Hebreos 12.5-11). Tal descuido puede ser trágico.

La felicidad, en el sentido descrito, la disfrutaremos en el cielo. Apocalipsis 7.16-17 lo demuestra. Cuando seamos glorificados con Cristo, tendremos un gozo consciente y un deleite profundo en todo lo que nos rodea (la felicidad en su máximo exponente), no simplemente la tranquila satisfacción con las cosas como están (la felicidad en su mínimo exponente). Pero hay una trampa. El cielo es un estado de santidad que únicamente las personas con un gusto santo podrán apreciar, y al cual únicamente las personas con carácter santo podrán ingresar (Apocalipsis 21.27; 22.14 y sig.). Por lo tanto, el propósito presente de Dios es producir santidad, que significa semejanza a Cristo, en nosotros para prepararnos para el cielo. La preocupación de Dios por nuestra felicidad futura es precisamente lo que lo lleva a concentrarse aquí y ahora en nuestra santificación, porque “sin la [santidad] nadie verá al Señor” (Hebreos 12.14).

La santidad no es un precio que pagamos por la salvación final, sino que más bien es el camino por el cual la alcanzamos. La santificación es, por lo tanto, el proceso por el cual Dios nos lleva por ese camino. El Nuevo Testamento nos muestra que en la escuela de la santificación encontramos diversas clases de dolor: molestias y presiones físicas y mentales, desilusiones personales, restricciones, heridas, y angustias. Dios utiliza estas cosas para activar el poder sobrenatural que actúa en los creyentes (2 Corintios 4.7-11), para reemplazar nuestra independencia por la confianza absoluta en el Señor que nos fortalece (1.8 y sig.; 12.9 y sig.), y para llevar adelante su obra santa de transformarnos de lo que naturalmente somos a la semejanza moral de Jesús “con más y más gloria” (2 Corintios 3.18). De esa manera, Él nos prepara para aquello que ha preparado para nosotros, confirmando así la afirmación de Pablo de que “Dios los escogió para ser salvos, mediante la obra santificadora del Espíritu y la fe que tienen en la verdad... a fin de que tengan parte en la gloria de nuestro Señor Jesucristo” (2 Tesalonicenses 2.13 y sig.; comparen con Efesios 5.25-27; Tito 2.11-14; 3.4-7).

Cuando se les permite a los niños hacer lo que quieran y se los protege constantemente de toda situación que pueda dañar sus sentimientos, decimos que son malcriados. Cuando decimos eso, estamos diciendo que cuando los padres son demasiado permisivos, los niños no sólo serán poco atractivos en el presente, sino que tampoco estarán preparados para las exigencias morales de la vida adulta en el futuro: dos males al precio de uno. Sin embargo, Dios, que siempre tiene su vista puesta en el futuro cuando se ocupa de nosotros en el presente, nunca malcría a sus hijos. La larga capacitación para alcanzar la vida santa en la cual nos inscribe, nos desafía y prueba al máximo una y otra vez. Las costumbres a imagen de las de Cristo de acción y reacción, o sea, dicho en otras palabras, el fruto del Espíritu: amor, alegría, paz, paciencia, amabilidad, bondad, fidelidad, humildad y dominio propio (Gálatas 5.22 y sig.), estarán más arraigadas cuando aprendamos a mantenerlas durante las experiencias dolorosas y poco placenteras de nuestra vida, las cuales, en retrospectiva, parecen como el cincel de Dios para esculpir nuestras almas.

Hay más sobre la santificación que esto, pero no menos. “Lo que soportan es para su disciplina, pues Dios los está tratando como a hijos”, escribe el autor de Hebreos. “¿Qué hijo hay a quien el padre no disciplina? Si a ustedes se les deja sin la disciplina que todos reciben, entonces son bastardos y no hijos legítimos” (Hebreos 12.7 y sig.). El escritor dice que a los hijos bastardos no se los cuida, no obstante, no ocurrirá lo mismo con los que creen. Nuestro Padre celestial nos ama lo suficiente como para educarnos en la vida santa. Entonces, debemos apreciar lo que Él hace y estar preparados para las cosas difíciles que conforman su programa para nosotros.

De manera que no debemos pensar que debido a que Dios nos ama, nos mantendrá protegidos o nos liberará al instante de todos los problemas que nos amenacen: mala salud, aislamiento, problemas de familia, falta de dinero, hostilidades, crueldad, o lo que sea. Eso es totalmente erróneo. Cuando tengan problemas, los cristianos fieles experimentarán una y otra vez su ayuda y liberación. Sin embargo, nuestra vida no es tranquilidad, confort y placer. Abundarán los abrojos debajo de nuestras monturas y las espinas en nuestro lecho. ¡Pobres de los adherentes a la religión del jacuzzi que pasen por alto este hecho!

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