Kitabı oku: «Seguir soñando historia», sayfa 2

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UNA NUEVA OPORTUNIDAD

El sol estaba apareciendo en el firmamento. Con ello millones de posibilidades

renacían. Me levanté de buen ánimo y me encaminé a la herrería como todas las mañanas. Pero ese día no fue como otros, los visitantes que recibí no eran los de siempre, ni las peticiones eran a las que estaba acostumbrado.

Al acercarme ya observé que había forasteros en la villa. Eran soldados por sus ropajes y por su mirada ruda, curtidos en mil batallas. Venían de batallar saliendo victoriosos, nos comentaron en la herrería y necesitaban arreglar armas antes de seguir camino hacia una nueva lucha que, decían ufanos, sería la definitiva para su gloria.

Me recordaron a los fanfarrones con los que traté ya en mi niñez, nada nuevo por tanto, aunque por prudencia callé ya que únicamente era un aprendiz y el herrero, aunque me trataba bien de forma general y me daba sustento, era muy brusco cuando su negocio se veía afectado o relacionado en habladurías. Y allí había mucha ganancia con tanto cliente.

Trabajé duro, muy duro. Pero lo que ese día me trae a la memoria no es eso sino la historia que me relató uno de aquellos soldados. Era un buen hombre a pesar de verse inmerso en la locura de la guerra, en seguida me di cuenta que no era como los demás y que tenía otras aficiones, diferentes a las de la soldadesca. En realidad eso justo es lo que le hacía estar en la guerra, era su paradoja.

Escritor de obras de teatro, había conocido a su esposa en los escenarios como una promesa de la escena y, casualmente o no, una de sus obras la había encumbrado como una de las oradoras de moda.

Un buen día, uno de los nobles que financiaban su teatro fue llamado a la guerra o a mandar alguien en representación de su casa nobiliaria. El noble, muy sagaz, enfermó previo a la partida y comentó al escritor de obras de teatro que necesitaba a alguien que fuera a la guerra por él pues, entre otras consecuencias, si no lo hacía no podría pagar más teatro. El escritor, persona noble y comprometida con los suyos, decidió ser él mismo quien acudiría en su nombre, como vasallo de esa casa nobiliaria. Así le ordenaron caballero para las lides.

Su mujer lloraba, le faltaban las palabras, parecía que en sus ojos se reflejaba la tristeza eterna de quien se despide para siempre. Trató de retenerle, pero el escritor estaba decidido a emprender tamaña aventura.

Luchó durante meses en el asedio de un fortín que costó más de lo normal rendir. Tantas vidas sesgó que las noticias volaron a su ciudad, haciendo creer que la mayoría de los soldados, incluido el escritor, habían fallecido.

Después de aquel asedio hubo que seguir batallando y, cuando después de cuatro largos años de sangre y fragor, se venció al enemigo, el escritor se había convertido en uno más de aquellos rudos soldados. Pero era de aspecto únicamente pues en su interior seguía prendiendo la llama del saber, aquello que le hacía conocer, reflexionar y escribir. Esto lo vieron siempre los otros soldados, era buen hombre, pero raro, demasiado sensible para estar batallando, decían entre ellos.

Con todo ello, decidió dejar las armas y a sus compañeros, a los que comenzó a echar de menos nada más ponerse en camino, extrañamente. Llegó algo triste por ello a su antiguo hogar, pero feliz de reencontrarse con su familia. La sorpresa fue mayúscula al encontrarse con el empresario por el que había luchado. Este dijo haber creído su muerte cuando llegó la noticia del primer asedio y, viendo a su mujer tan triste y abatida, decidió darle una buena vida y casarse con ella.

“Ahora la puedes oír detrás de estas paredes jugando con nuestros hijos, feliz, habiendo superado y dejado atrás la tragedia. No la falta de nada, confía en mí, pero no la traigas el recuerdo, la tristeza de nuevo. Te daré una fortuna si Precisas, pero es mejor dejarlo estar como quiso el destino”.

El soldado, otrora escritor, escuchando a la que fue su mujer tan feliz se marchó.

No le aceptó el dinero, le escupió en la mano y se dio media vuelta. Con ese simple gesto respondió a la manipulación del empresario que le había robado su vida y se había aprovechado tanto de él. Con ese gesto, su mujer viviría feliz y eso era lo más importante para él; en cambio, el empresario, siempre viviría bajo la sombra de la duda, con esa despedida dejaba abierta la puerta a volver.

Mientras, decidió volver a batallar pues también la lucha, al igual que el acto de escribir le hacía encontrarse consigo mismo.

Por otro lado, su familia estaba entre aquellos hombres que, como él, habían dejado todo de lado para dedicarse al arte de guerrear. A pesar de seguir siendo un hombre solitario. Quizás algún día decida tomar el camino a casa de nuevo y esta vez presentarse a su mujer. La vida y el destino, en su grandeza, todos los días le daba la posibilidad.

Llegaba la noche, se acababan las oportunidades. Por ese día únicamente.

EL OJO DE CASANDRA

El pequeño Alejandro le pidió a su madre, Olimpia, que una vez más le contara aquella historia de la anterior luna que tanto le fascinó. Olimpia sonrió pues le encantaba cuanto llegaba a calar en esa mente inquieta que tanto admiraba y, a la par, amaba. Con buen ánimo comenzó a relatar:

Casandra era una de las sacerdotisas que rendían culto a Apolo, no una más desde luego. Casandra quería obtener el conocimiento del mundo terrenal y celestial. Así, Apolo le concedió convertirse en profetisa a cambio de profesarle amor. Casandra accedió una primera vez para llegar a su logro y conocer los secretos del arcano.

Tras ello, fue imbuida del conocimiento, pero entonces ocurrió la tragedia: Casandra no quiso amar más a Apolo, en realidad nunca lo quiso hacer, y éste la condenó por su traición con ejemplaridad: seguiría teniendo el conocimiento, seguiría ejerciendo de profetisa, pero ya nadie la creería jamás.

¿Te puedes imaginar alguna sensación de impotencia similar? A mí me cuesta. No pudo evitar la mayor destrucción de su tiempo, la caída de Troya, ni siquiera su propia destrucción.

Algunos seres humanos siguen buscando el conocimiento sin honor, la falsedad impera en sus actos y, aunque creas que están en la cima del poder, ellos saben en su interior lo desdichados que son por sus malas artes. Y sin embargo, cuidado, porque siguen tratando de darnos mensajes y ofrecernos su ayuda.

Presta atención al ojo de Casandra que sigue entre nosotros, no les creas. Sólo estemos despiertos para seguir honrando a Apolo.

UNA GATA Y UN MENDIGO

En una aldea lejana y olvidada por el tiempo, vivía un mendigo que todos los días se sentaba en el centro de la población, a los pies de la fuente de la que se abastecían todos los vecinos. Por allí pasaban mujeres y hombres en una procesión constante, por allí se escuchan los chismes más inverosímiles de los que es capaz el ser humano. A veces el fanfarroneo de los hombres, otras la discreta picardía de las mujeres, pero nunca faltaban palabras que pondrían en jaque relaciones, acuerdos, tratados o un reino entero.

Nadie parecía darse cuenta de la presencia del mendigo pues incluso, al llenar sus alforjas de agua, le mojaban y sin embargo éste parecía no inmutarse. Como podéis imaginar, en la variedad humana, había personas que le mojaban sin darse cuenta – tan embebidas estaban en su conversación – pero otras lo hacían en conciencia por mofa o maldad. Daba igual, el mendigo siempre tenía la mirada cabizbaja y el cabello tapado por un sombrero roído.

Al atardecer, cuando ya nadie acudía a la fuente, aparecía una gata negra y de intensos ojos amarillos que se enroscaba a los pies del mendigo. La gata siempre traía algo de alimento en la boca que soltaba al llegar a sus pies y ambos compartían en silencio, con breves bocados.

Había un detalle en que nadie reparaba, escribía con la última luz del día en lo que parecían unas hojas de pergamino gastadas.

Y así, con la misma secuencia, se repetía un día tras otro hasta que ocurrió un hecho que rompió esa extraña armonía: la gata dejó de aparecer y el mendigo sin nada que echarse a la boca, por poco que fuera, fue debilitándose. Tampoco ya escribía, pero eso nadie lo echaba en falta.

Las gentes de la aldea hablaban de ello y debatieron si debían ayudar a subsistir al mendigo – en contra de sus menguadas arcas – o dejarle morir teniendo presente que sería una agonía. Al pasar los días y no decidirse los aldeanos por una cosa u otra, y teniendo en cuenta la debilidad del mendigo, acabó por morir, no sin sufrimiento en forma de llagas y laceraciones por permanecer a la intemperie.

Al cabo de unas jornadas, con gran sorpresa de la aldea, apareció la gata que maulló con desesperación al no encontrarse con el mendigo. Creyendo que era un signo de mal augurio decidieron dar muerte al animal para así desterrar el supuesto mal de ojo que se podría cernir sobre ellos. Pero la gata, como si advirtiera el peligro, se escabulló hacia el bosque cercano con una agilidad y una velocidad imposible de contrarrestar.

Y cuando todos parecían haberse olvidado, ya que el paso del tiempo es capaz de curar los actos más detestables, llegó una delegación de la más alta autoridad. Nadie entendía que hacían allí, en esa aldea perdida, semejantes dignatarios, pero en seguida les ofrecieron posada, alimentos y cualquier ayuda que necesitaran para estar cómodos en ese humilde pueblo.

Ellos rechazaron todo con palabras bruscas y altisonantes no propias de su porte distinguido, enseñaron unas hojas de pergamino repletas de notas que comenzaron a leer en voz alta. Allí se descubrieron desde intrigas familiares a conjuras contra el poder, pero sobre todo retrataron a muchas de las personas. Al terminar de leer, detrás de la delegación, aparecieron soldados armados. La exclamación de asombro fue generalizada, estupefactos se quedaron cuando oyeron que la mayor parte de la aldea iría encadenada y presa sino demostraban que los hechos leídos en esos pergaminos, y referidos a la gente de esa aldea, eran falsos.

Nadie de los acusados pudo hacerlo y en el largo caminar, sujetos a grilletes y hambrientos, pararon en un pueblo y escucharon una historia extraña a la par que espeluznante que estaba recitando un orador ambulante:

“Esta es una historia muy antigua, de tiempos ya olvidados. Si un mendigo ves aparecer en tu comunidad, no lo desprecies. Si un mendigo descansa en tus calles junto a un felino negro, no os encontráis ante un hombre sino ante una especie de ser inmortal que recorre los pueblos y aldeas en busca de la verdad. Lleva consigo pergamino, en el que apuntará la maldad de hombres y mujeres que va escuchando, hasta que cree haber sido suficiente. Entonces, sin saber bien cómo, la gata se ausentará con lo escrito para denunciar a quién se comporta de forma errada. Él muere a vuestros ojos, pero en realidad no lo hace y ese es su propio castigo, su destino es volver a encarnarse hasta que por fin encuentre un lugar en el que no tenga nada que escribir. Anhela la verdad y no parece encontrarla”

ODA A DRUSO GERMÁNICO, EL ÚLTIMO HÉROE DE LA ANTIGÜEDAD

Abro los ojos, parece que el malestar ha pasado. Ya no tengo esos terribles dolores en estómago, cabeza y músculos. Me hace feliz pensar en los senderos que aún quedan por descubrir, si el Hado se porta benévolo y respetuoso claro está. Me levanto, me doy cuenta que veo todo con una neblina extraña, lo achaco al reciente episodio de envenenamiento sufrido, sin duda será una de sus últimas consecuencias. Juro a los Dioses que perseguiré hasta la entrada al Averno a los responsables, sobre todo a ese maldito Cneo Calpurnio Pisón que ha intentado manchar mi honor... Sí, al maldito Pisón lo entregaré como tributo a Plutón.

No me he dado cuenta, pero mientras reflexionaba he debido andar bastante pues no encuentro referencia alguna conocida. Miro al cielo y descubro una gran nube gris sobre mí y a lo lejos un sol radiante que, sin duda, están disfrutando otros. Ese será mi camino, hacia esa luminosidad ya que allí alguien podrá dar cobijo a Nerón Claudio Druso... Me detengo, ese era mi primer nombre y no entiendo porque me ha venido a la cabeza ahora que todo el mundo me llama Druso Germánico, incluso después de que Tiberio me adoptará como su hijo y pasará a llamarme Julio César Claudiano. Mientras recuerdo estos nombres, se agolpan a mi memoria cientos de hechos de mi vida.

Enfrascado en los recuerdos, donde mi hermano Claudio toma protagonismo, entro en una domus que recuerdo. Estoy en la domus de Tiberio, le veo incluso, está dictando a un escriba que a su vez graba una tabula. Intento escuchar, pero me es difícil y casi al final acierto a escuchar: “A quien nunca debió morir, Julio César Germánico”.

Me bloqueo completamente, Tiberio, mi padre, el que me adoptó como su hijo y me ofreció una carrera como cónsul, está dictando mi epitafio para ser inscrito en una tabula. Eso quiere decir... ¡Oh! ¡Por todos los Dioses!

La muerte nunca es dulce, es una copa de vino amarga y más aún si uno se entera de esta manera tan cruel y extraña de su propio fallecimiento. Yo, Druso Germánico, el conquistador de la tierra más levantisca y bárbara de los confines del Imperio, nunca más volveré a exhalar el aire espeso y turbado del foro ni podré acudir a admirar la belleza prohibida de las vírgenes vestales.

Mientras conducía mi alma en estas tribulaciones, conseguí alcanzar un claro en medio de un bosque. El aire era cálido pero agradable, la temperatura era como una tarde del mes de Iulius.

Alrededor, como si de repente cientos de lucernas iluminaran los extremos del claro, aparecieron rostros severos de personas muy solemnes. Sin presentaciones, por un extraño influjo u obra de hechicería, comprendí quienes eran. A mi derecha Alejandro Magno que no paraba de sonreírme, a la izquierda Publio Cornelio Escipión, detrás de mí se encontraba Aníbal y en frente un personaje de rasgos hebreos que sin duda me recordaban a Herodes Antipas.

Alejandro comentó que yo, Druso Germánico, había heredado el honor de los grandes generales allí presentes, Escipión apostilló que además había luchado por el honor de los romanos además del de los grandes estrategas. Aníbal adelantándose unos pasos, muy formal en su actitud, dijo estar honrado por mi actitud no sólo como general si no como el último de los héroes de la antigüedad que había actuado sobre la Tierra.

Yo intenté rectificarles y decirles que mi obra estaba inacabada, no así la de ellos, y que por tanto no podía equipararme a ellos jamás. Su grandeza, sus epopeyas y hazañas no tenían parangón con mi existencia que, si bien había tenido algún éxito civil y militar, no creía llegar a su altura. En esta línea argumental pedí volver para buscar completar mi misión, pero el personaje que confundía con Antipas me argumentaba que ya había cerrado este ciclo vital y por él sería recordado...u olvidado.

En esas estaba cavilando cuando se adelantó Publio Cornelio Escipión, llevaba una capucha que le cubría gran parte del rostro. Al estar a poca distancia de mi cara, tanto que podía sentir el aliento de su ánima, se descubrió la capucha y pude ver otro rostro diferente. Era el divino Julio, el gran César y mi asombro me dejó helado.

Al acusarles de brujería, Antipas comentó que el único que había recibido el título de brujo en vida fue él e intentó calmarme con bellas palabras que dulcificaban mis oídos de difunto. Primero, Herodes Antipas, intentó explicarme que Escipión lleno de venganza quiso volver a Roma para conseguir el poder de nuevo, lo consiguió y alcanzó en su nueva encarnación, como Julio César, máximas cotas, pero cegado en su vanidad tenía sellado su destino: volver a morir por mediación de sus ciudadanos. Como Escipión recibió una muerte psicológica por el rechazo del senado romano y como César una muerte física. Se había cerrado su círculo. Y por tanto no recomendaba volver con prisas sino primero formarse y crecer espiritualmente antes de tomar la decisión.

Antipas hablaba como un filósofo y sus palabras llenaban de ánimo mi desconsolado corazón. Cuando me pidió que me acercara donde se encontraba, lo hice como si estuviera hipnotizado por su gesto de la mano. Al llegar a situarme a dos pasos comprendí que no era Herodes Antipas el que hablaba...era otro personaje con rasgos judíos al que no acertaba a reconocer. Entonces recordé que, a menos que hubiera muerto durante mi convalecencia en Antioquía, Antipas seguía vivo...

Cuando pedí su nombre, contestó que, como Aníbal, compartía haber sido perseguido por los romanos y que como Alejandro Magno había intentado unir todos los pueblos conocidos de la Tierra sin discriminación. No entendía nada, ni acertaba a comprender quién me hablaba.

El personaje misterioso que confundí con Antipas parecía tener influjo sobre los grandes generales allí presentes. Señaló a Escipión, ahora César sin capucha, y comentó que como ellos había resucitado a la vida y sin embargo las gentes que vivían en el orbe seguían sin entender el verdadero mensaje.

¿Y entonces qué hacía yo allí? ¿Y qué personaje con tanto poder aparente me hablaba?

Conmigo – me miró y me habló muy tranquilo – dijo compartir una vida corta llena de honor y responsabilidad. Vidas que han sido sesgadas por el asesinato y la envidia. Vidas que serán olvidadas: la de Druso Germánico por tener otros generales con más eco para Clio, y la suya, la existencia de Yeshu Ha Natzaret – al fin se presentó – porque será velada por la mentira y el interés humano.

Todos vuestros Dioses, siguió hablando Yeshu Ha, griegos, púnicos o romanos son mis agentes en la tierra, otros los llamarán ángeles o demonios.

Empezaba a comprender: para Druso Germánico existe una nueva misión, la más grande de todas y será convertirse en uno de aquellos agentes al servicio de lo Supremo para buscar el equilibrio terrenal.

Asentí y sin saber muy bien porqué, me puse en manos de aquel conciliábulo dirigido por aquel ser tan luminoso en palabras y gestos. ¡Qué otra cosa podía hacer!

He de reconocer que el futuro, aun estando muerto para la Diosa Gaia, era esperanzador. Que contradicción más bella.

Volví a sentir el latido de mi corazón y entonces comprendí que lo había conseguido. Y sin cruzar el río Estigio o ver a Caronte. Qué extraña y bella era la no existencia humana.

EL SUEÑO

Habían pasado muchas noches en vela. Algunas por disfrute y otras por temores. Al llegar un ocaso más se miraron y abrazaron, decididos ya muchas noches atrás a amarse pasara lo que pasara. Abrazados encontraron la calma, pero uno de los dos se sintió preso y entonces tomó una decisión revolucionaria: se zafó del abrazo y entonces, sólo entonces, sintió que un gran cansancio le embargaba y le hacía cerrar los ojos. Esa noche durmió y al despertar se encontró en soledad.

Entendió que hay caminos, por mucho miedo que causen, que deben recorrerse en solitario. La estrella más bonita es capaz de deslumbrarte y hacerte caminar errado, en cambio si esa misma estrella bonita la tenemos a una distancia prudencial es capaz de brillar y, a la vez, iluminarte el sendero hacia la felicidad. Ese es el verdadero amor.

Sí, fue un sueño tan maravilloso como clarificador.

DIOSA ES TU DESTINO, CLEOPATRA

Filóstrato, tutor de la pequeña Cleopatra, se disponía a comenzar la clase de oratoria recitando frases de Parménides sobre la existencia del ser y la no existencia del no ser.

Cleopatra no se podía creer que, otra vez, tuviera que pasar horas escuchando divagar de filosofía griega, así que su mirada se posó en Filóstrato pero su mente comenzó a viajar hacia otros horizontes, hacia aquella historia de Nefertari…

Tenía corta edad, sí, pero ella tenía claro que sería como Nefertari, una Diosa para Egipto. Habían pasado más de 1.000 años de aquel precioso sueño y, las jóvenes seguían soñando, con la gloria de aquellos días.

Nefertari, de la que no se sabía su procedencia – porque casi todas las personas legendarias son universales – había conquistado al faraón más grande del antiguo Egipto: Ramses II. Aquel peligroso, hosco, batallador y de un corazón que decían de piedra, conoció la sonrisa cuando se encontró cara a cara con ella como nueva concubina. Tanto le impresionó que decidió convertirla en segunda esposa. Hasta ahí podría haber sido la historia de una cortesana común, pero ella consiguió, no sólo ser su gran esposa amada, si no también gobernar y ejercer la diplomacia como una autentica soberana, llegando incluso a asumir tareas sacerdotales reservadas a las élites masculinas del momento.

Tanta fue su grandeza que se le dedicó el más bello santuario egipcio, Abu Simbel, y se coronó su existencia en una nebulosa tal de divinidad que los egipcios debatían si Ramses II se había casado con una humana o una diosa que era capaz de viajar en un carro mágico. No con los que el faraón ganaba batallas, algo mucho más deslumbrante que cegaba a los impíos.

Cleopatra seguía engalanando su sueño, su futuro y, mientras, su tutor hablaba de cómo Platón entendía el cambio como ilusorio y la permanencia como real. Ella, pensó, demostraría que una gran mujer puede volver a convertirse en deidad.

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