Kitabı oku: «Cuentos de mi tiempo», sayfa 7
– Si te daría.
– Llegué a mi casa. Imagina la sorpresa. Pasado el primer instante de estupor, mi madre me cubrió de besos, mi padrastro lloró de ternura, Inesilla me cogió el saco de mano y comenzó a darle vueltas.
– ¡Ave María Purísima!
– La chica era guapa, una real moza, fresca, garbosa, con cada ojazo, y ¡un pelo más hermoso! Lo que se llama una gran mujer. La fisonomía dura, el gesto serio, la sonrisa desdeñosa; pero en conjunto un prodigio de lozanía y de… en fin, lo que es una flor antes de que nadie la manosee.
– ¿Y qué pasó?
– Pues nada, que saqué los regalos: dos cortes de vestido para ellas, dos piezas de lienzo blanco para mi madre, unos pendientes de coral para la chica, una petaca y una cadena de plata para él, todo lo que llevaba… Me dieron el mejor cuarto de la casa, no me preguntaron palabra de cómo ni de qué vivía y me trataron lo mejor que pudieron.
– ¿Y fue gente del pueblo a verte? ¿Y qué les decían?
– ¡Ya lo creo! Mi padrastro les dijo que estaba de aya de una señorita en casa de un título. Total, que pasé allí tres días magníficos, completamente feliz, sin tener que aguantar a los que aquí no me dejáis en paz, con una alcoba ¡para mí sola!, y al volverme les di a los papas seis mil reales para un par de mulas.
– Pues, chica, hasta ahora no veo el rasgo hermoso de que hablabas.
– Eso fue en el momento mismo de separarme de ellos. No quise que me acompañasen a la estación. Estábamos en el zaguán: mí padrastro mirando por centésima vez la petaca de plata, mi madre llorando, Inesilla atándome un manojo de flores campestres, yo con los ojos preñados de lágrimas, cuando de pronto mi padrastro me cogió por la mano y, guiándome hasta el fondo del comedor, cerró tras sí la puerta, dejando entrar a madre; Inesilla se quedó fuera. Pensé para mis adentros que querían otro par de mulas.
– ¿Y qué era?
– ¡Lo increíble! No ignorando, como no ignoraba ninguno de ellos, cuál es mi vida, mi padrastro, en presencia de mi madre, con su aprobación y moviendo la cabeza hacia donde estaba Inesilla, me dijo: «Anda, Nicolasa, ya que tú has hecho suerte, ¿por qué no te llevas a la chica?»
– ¡Qué atrocidad!
– ¡Figúrate! ¡Yo que había ido al pueblo a tomar un baño de honradez! Mira, hubo un momento en que dudé. Aquella falta de sentido moral, aquel rebajamiento, me trajeron de un solo golpe a la memoria toda la amargura de mi niñez, todos mis sufrimientos. No creas que es exageración: se me renovaron de repente el dolor y la vergüenza de todos los golpes que había recibido en aquella casa; me acordé del último día que pasé allí; creí verme tumbada en el jergón, mientras Inesilla se gozaba en mi daño; su voz cruel y burlona pareció resonar en mis oídos, y claro está, con los recuerdos volvió el rencor y con el rencor el deseo de venganza. ¡Y qué venganza la que se me venía a las manos! Traerme a Madrid la chica… ¡Figúrate!
– ¿Y qué hiciste?
– Sin duda me inspiró Dios. Les miré de un modo que no debieron de comprender, y saliendo al zaguán les dije: «Quiero creer que no saben ustedes lo que piden.» En seguida, limpia de odio, besé a Inesilla y me volví a Madrid sin rencor… y sin ilusiones.
– ¡Lo creo!
– Eso hizo esta Elvira que tienes delante, eso me pasó, y, sin embargo, te lo juro por la salud de mi alma, seré una imbécil, pero algunos días, cuando tengo más dinero, cuando creo que estoy más alegre, de repente se me olvida que estoy haciendo de Elvira… y me pongo Nicolasa.
SACRAMENTO
Justa y Engracia eran hijas de una familia honrada, linajuda y rica, ambas casadas; Justa con un propietario que vivía de sus cuantiosas rentas, sin más trabajo que cuidar de aumentarlas, y de quien no tuvo hijos; Engracia con un bolsista de intachable reputación, pero tan confiado en su estrella que aventuraba en jugadas peligrosas más de lo que permite la prudencia. De este matrimonio nacieron dos niñas: María de la Soledad y María del Sacramento.
A poco de cumplir veintidós años la primera y uno más la segunda, su padre quedó alcanzado en una liquidación de fin de mes, y no pudiendo cumplir los compromisos contraídos, se suicidó de un pistoletazo. Engracia murió de pena algunos meses después; y Justa, mediante la cariñosa conformidad de Luis, su marido, se hizo cargo de las dos sobrinas huérfanas; doblemente impulsada, primero por cierta natural bondad, no incompatible con su dureza de carácter, y luego por el firme convencimiento de que las dos muchachas no podían decorosamente vivir solas.
Para Justa y Luis el decoro era la mitad de la vida: estaban persuadidos de que el error y el pecado son inherentes a la naturaleza humana, y de que la disculpa y el perdón forman la gloria principal con que el bueno se aventaja al malo; pero con el escándalo no transigían nunca. La opinión del prójimo, si no valía, importaba a sus ojos tanto como la misma virtud: temían más al comentario y la maledicencia que a la falta, siendo partidarios acérrimos del refrán que dice: «Pecado ignorado medio perdonado». Con tales ideas no habían de permitir que sus sobrinas viviesen solas.
Soledad y Sacramento no parecían hermanas. Eran sus cualidades morales tan diferentes y sus tipos tan opuestos, que quien ignorase la honradez de su madre pudiera suponerlas engendradas por dos amores distintos.
Soledad era alta, gallarda, de tez trigueña, con pelo y ojos negros, boca de labios gruesecillos, tan rojos que parecían una flor de sangre; el seno levantado y firme, el talle esbelto, el andar airoso, las actitudes y posturas animadas por un encanto singular que se desprendía de su figura como un efluvio turbador y escitante: y en rara contradicción con este aspecto provocativo, era fría, indolente, predispuesta a la mansedumbre y la bondad, capaz hasta de ternura, pero refractaria al apasionamiento y la vehemencia, como si tuviese adormilados los sentidos y en su alma tranquila solo pudieran hallar eco los sentimientos dulces y apacibles.
Sacramento no era hermosa, sino bonita: pequeña, delgada, extremadamente blanca, los ojos de un azul muy claro, los labios finísimos, tan pobres de color que parecían exangües: los brazos débiles, el talle largo, el pecho apenas pronunciado, todo el cuerpo menudo y grácil, como de adolescente que no ha llegado a su completo desarrollo. De lo que podía envanecerse era del pelo, tan rubio, fino y abundante, tanto y tan largo, que sentada para peinarse le llegaba al suelo, envolviéndola en un manto de oro. Era una mujercita delicada, de complexión casi enfermiza, sin rasgos enérgicos de belleza con que atraer y dominar: su rostro carecía de expresión y su cuerpo de gentileza: sus posturas eran lánguidas, como si todo su organismo estuviera sometido a la impasibilidad de un temperamento ingénitamente casto, reflejo de un alma privada de inspirar pasiones e incapaz de sentirlas.
Mas en abierta oposición con tales apariencias la frialdad era mentira y la languidez artificio. Cuando pretendía agradar, cuando ponía empeño en seducir, aquellos ojos claros, parados, se animaban súbitamente, trocándose de inocentes en maliciosos, y aquellos labios blanquecinos que ligeramente se mordiscaba con un movimiento imperceptible, tomaban color de cereza soleada: entonces sonreía de un modo delicioso; la falsa indiferencia, el abandono fingido, se convertían en laxitud estudiada que parecía pedir mimos o prometer caricias, y la mujercita insignificante, el ser débil, quedaban transformados en sirena de ocultos y peligrosos encantos.
Por capricho estraño de la suerte la morena era sosa y la rubia picante: Soledad como noche serena y fresca que adormece: Sacramento como tarde calurosa y pesada que hostiga con visiones abrasadoras los sentidos: una hermana dócil, humilde, apocada, propensa a cuanto fuese delicadeza y ternura; otra dominadora, altiva, exigente, pronta a todo arranque voluntarioso y enérgico: Soledad de aquellas para quienes amar es conceder, prendarse y ser vencidas: Sacramento de las que, regateando sensibilidad, prefieren ser conquistadoras a elegidas.
Justa y Luis imaginaron que las casarían pronto: a una, por su belleza y su bondad; a otra, por su travesura e ingenio, y a las dos, porque no teniendo ellos hijos, con el tiempo serían ricas.
Soledad, a pesar de verse tan solicitada, se mostró desdeñosa y esquiva; porque pedía mentalmente a sus adoradores algo íntimo y hondo que no sabían darle: les exigía menos culto y más fe.
Sacramento encontró marido a los pocos meses de cesar el aislamiento y retiro impuesto por el luto de sus padres.
En las recepciones de una embajada, conoció al barón de D’Avenda, diplomático extranjero que le doblaba la edad, hombre de corto entendimiento, cuerpo gastado y carácter débil, circunstancias que ella imaginó compensadas con su título, su riqueza, y sobre todo, por lo fácil que le pareció dominarle. Tal vez no llegase a calcular perversamente, desde los primeros momentos, que la excesiva bondad del noble extranjero pudiera ser en lo futuro amplia bandera que cubriese la torpe mercancía de sus culpas; pero apenas comenzó a verse galanteada por él, comprendió que la pasión que le inspiró, tanto más avasalladora cuanto más tardía, se lo entregaba esclavizado.
Para lograr que la distinguiera y prefiriese, le bastaron unos cuantos diálogos, y enseguida, dueña de sí misma, en frío, sin experimentar la emoción más leve, aseguró su conquista desplegando alternativamente candidez, picardía, recogimiento y desenfado. Para atraerle se hizo discreta; para retenerle, dulce; para seducirle, codiciable; para enloquecerle, sensual; le alentó con esperanzas, le exasperó con desdenes, le irritó con coqueterías, le animó con favores, y luego, de repente, sin transición; le puso a raya, resistiendo arrepentida y esquiva lo que acababa de conocer enamorada y vehemente. Sabía prometerse con los ojos al mismo tiempo que se negaba con los labios, y en una sola conversación fingía desfallecer cien veces como apasionada que cede, y rescatarse otras tantas como virtud arisca, que hostigada se exalta, pasando traidoramente de la turbación al impudor, y de la licencia al recato, cual si su pensamiento y hasta su cuerpo le inspirasen confundidos los desbordamientos de amor mal contenido que lo autorizan todo y las respuestas de fría honestidad que no consienten nada. Su táctica fue un prodigio de esa liviandad mansa que desconcierta la razón y espolea los sentidos: labor de afiligranada perfidia, al término de la cual, sin que mediara un beso ni se oprimieran una mano, quedaron el decoro de la mujer vendido y la dignidad del hombre escarnecida. Por fin cuando le tuvo medio alocado, medio entontecido, fingió rendirse y consintió en ser su esposa.
Sacramento se casó primorosamente vestida de blanco, adornado el traje de azahar, en actitud humilde, el pecho anheloso, las miradas entre pudorosas e inquietas, la tez descolorida cual si palideciese ante la inevitable proximidad de las caricias… y allá en el fondo del alma la imaginación alegre y licenciosa como ramera triunfante.
Hubo fiesta, convite, amigos, parientes, enhorabuenas, besos y abrazos, hasta lágrimas, y al caer la tarde, la recién casada se mudó de vestido para emprender el inexcusable viaje de novios. Pocas horas después, Luis, Justa y Soledad agitaban los pañuelos en el andén de la estación, mientras la pareja feliz les saludaba con los suyos asomada a la ventanilla del sleeping, lecho con ruedas, tálamo ambulante, símbolo acaso sobrado casto para quien tal idea tenía del amor.
La sensación de vanidad satisfecha que experimentaron los tíos con aquella boda, quedó pronto amargada por el disgusto que les dio Soledad. Un día supieron que tenía novio. La insensible, la desdeñosa, la fría, como ellos la llamaban, estaba vencida. El autor del milagro, porque de tal, a su juicio, podía calificarse, era un hombre de más de treinta años, arrogante figura, finísimo, muy listo y en extremo simpático, para quien ignorase que tan halagüeñas y brillantes apariencias, escondían una inteligencia dañina casi por instinto y un corazón que se asimilaba el mal, como cuerpo poroso que absorbe la humedad. Había en él algo de personaje melodramático artificiosamente concebido, cual si al crearle hubiera querido la Naturaleza condensar en un tipo la perversidad que de ordinario derrama en muchos individuos. Era de los hombres que pierden irremediablemente a la infeliz en quien se fijan, cuando no lo evita esa virtud inquebrantable y misteriosa, que halla su voluptuosidad en la resistencia. Para defenderse de él, no bastaba la frialdad ingénita contra la seducción por los sentidos, pues aún fingía más astutamente la ternura cariñosa con que se conquista el alma, que la exaltación apasionada con que se vence a la materia. Su táctica estaba sometida a dos principios, que lejos de limitar su campo de acción, lo ensanchaban: nunca procuraba enamorar a mujeres de gran inteligencia, y siempre ocultaba sus triunfos con absoluta discreción. Así eran tantas sus victorias: primero, por fáciles; luego, por ignoradas.
Doña Justa y su esposo averiguaron enseguida que el enamorado de Soledad era de buena familia y que estaba bien, es decir, lo referente a su origen y fortuna; pero de sus ideas, sus gustos, sentimientos y costumbres, de lo que más puede influir en el porvenir de una mujer, nada inquirieron, ni pararon mientes en ello.
Apenas Enrique comenzó a tratar a Soledad comprendió que su entendimiento estaba muy por bajo de su belleza, y que existía profunda desemejanza entre los caracteres de su hermosura y sus condiciones morales. Era confiada, inocentona, sencilla, tan exenta de picardía que las frases y bromas más atrevidas se estrellaban contra la falta de malicia. Lo llamativo, lo picante de sus encantos era independiente de su voluntad: aquel cuerpo de líneas tentadoras tenía actitudes pudorosas para no revelar la forma por los movimientos; aquella boca húmeda y roja, como flor de granado recién mojada por la lluvia, hablaba castamente; y aquellos ojos de miradas abrasadoras y mimosas, grandes pecadores sin saberlo, contrastaban con la serenidad y limpieza de su pensamiento: Soledad era, en fin, una de esas mujeres a quienes hay que buscar, porque no saben atraer, y que resisten mal porque desconfían poco.
Viéndose requerida de amores los aceptó cual si temiera ser cruel no siendo agradecida, y luego las palabras dulces, las promesas cariñosas, fueron invadiéndole apaciblemente el espíritu, como algo inesperado, pero natural y espontáneo, que llegada su hora le florecía: en el alma, y comenzó a recrearse en ello y gozarlo, saboreándolo a modo de un bien supremo, legítimo y honesto, sin irritarlo con estímulos de la impureza, ni envilecerlo con perversiones de la imaginación.
Enrique, por el contrario, no tuvo idea sincera ni dio paso sin premeditación. Al principio se mostró vacilante y tímido, como quien desea lo que no merece; luego desplegó gran vehemencia, dando a entender que los primeros favores le ponían fuera de tino; y, finalmente, ya seguro de que Soledad le quería, procuró que la privación de verle y hablarle con la frecuencia acostumbrada, encendiese la llama que había de perderla. Buscó un pretesto para enfadarse con los tíos, dejó de visitarles, limitándose a mirarla en paseos y teatros, y por ultimó comenzó a entenderse con ella por escrito, en cartas donde interpolaba la tristeza del alejamiento con los arranques de pasión mal contenida.
Soledad, excitada por la comunicación de aquel veneno deleitoso, se enseñó a contestarle en papeles imprudentes a los cuales fiaba anhelos antes ignorados, leyendo mil veces embelesada lo que de palabra era incapaz de tolerar, y dejando otras tantas correr la pluma para hacerle confesiones y promesas que, teniéndole junto a sí, hubiera la vergüenza sofocado en sus labios. Fue casta mientras pudo hablarle; atrevida al dejar de verle; sus primeros besos por escrito, y a solas los primeros sonrojos. Enrique tardó poco en adquirir la certidumbre de que aquella mujer era de las que no desconfían cuando aman.
Entonces, poniendo con dádivas de su parte a una doncella, consiguió que mientras dormían los tíos, Soledad le recibiese por las mañanas en unas habitaciones de la planta baja, de las cuales no se hacía uso en invierno. Luego el misterio aumentó el encanto, la ocasión fue tercera, y una vez más la pasión y el engaño llamaron a la vida un nuevo ser, víctima expiatoria del desvarío ajeno.
Cuando las lágrimas de la burlada comenzaron a agriarle la victoria, Enrique faltó a dos o tres citas. Soledad mandó en su busca a la doncella y ésta volvió diciendo que se había marchado, vendiendo en veinticuatro horas cuanto tenía y sin decir a nadie dónde iba.
La infeliz vio la traición tan clara como imaginó haber visto la felicidad, sufriendo al par la vergüenza de la falta y la humillación del abandono.
Doña Justa y don Luis, a quienes le fue forzoso confiarse, anduvieron relativamente parcos en recriminaciones, pero crueles e inexorables en punto a la energía necesaria, para ocultar las consecuencias de la seducción.
Con pretexto de renovar el arriendo de unas fincas, partieron, acompañados de Soledad, fijaron su residencia en un cortijo que poseían en tierra de Andalucía y allí permanecieron el tiempo preciso: luego, gracias a la influencia y poder que su riqueza les daba en la comarca, hicieron que el recién nacido pasase por hijo de un matrimonio de su servidumbre, gente pobre que vio con ello asegurada la fortuna, y restablecida Soledad, tornaron a la corte los tres, quedando el motivo del viaje ignorado, y el decoro a salvo.
En vano rogó la infeliz que la dejasen allí, sin más recursos que los estrictamente necesarios para vivir con el niño, en las condiciones que se le impusieran, sometiéndose a cuanto mandaran: todo fue inútil. Para la falta halló indulgencia, casi perdón, pero a trueque de separarse por siempre de su hijo, sacrificando el sentimiento de la maternidad a las exigencias del honor.
Regresaron del campo, y todo Madrid volvió a contemplar a Soledad en fiestas y diversiones, ostentando al parecer gozosa, la plenitud de su belleza. No había otra tan elegante, tan gentil y gallarda. Lo que nadie sabía era que iba por fuerza, contra su voluntad, por falta de valor para rebelarse contra aquella exhibición brutal y dolorosa; lo que nadie podía sospechar era su vergüenza íntima, su mortificación al fingir pudores e ignorancias, cuyas mentiras la envilecían a sus propios ojos, abrasándole con un fuego sucio la conciencia. No guardaron proporción la falta y el modo de expiarla: fue víctima dos veces sacrificada al egoísmo ajeno: una para satisfacer la ilusión del amor; otra para contribuir a la comedia del decoro: llegando en medio del dolor a tal punto su pureza de pensamiento, que jamás acarició la idea de engañar a un hombre para encubrir su desventura.
El viaje de Sacramento y su marido duró más de un año: al volver estaban ya desavenidos. En un principio el barón, como caballero que repugna publicar su desacierto, transigió con las que llamaba genialidades y ligerezas: luego trató de ocultarlas, y cuando ni esto pudo, fingió ignorarlas. Por no separarse de su mujer, a cambio de las migajas de su amor, sufría aparentando desconocer su vilipendio, se burlaba de otros maridos infortunados, pretendiendo garantizar con la osadía la falta de vergüenza; hizo papel de engañado, y así, insensiblemente, fue pasando de la debilidad a la costumbre y de la costumbre al envilecimiento, hasta ser un ejemplar extraordinario, un caso de ceguera moral inverosímil y absurdo. Porque Sacramento no cayó al adulterio arrastrada por la pasión tardía y avasalladora que acaso puede perdonar cierta soberana grandeza de alma: fue el tipo complejo de la medio malvada, medio enferma, a quien no se mata por infame sospechando que pueda ser irresponsable.
Al fin, vencido, y lo que es más triste, resignado, prescindió de ella. Siguieron viviendo bajo el mismo techo, pero en habitaciones independientes, separados de común acuerdo, él, sin consuelo a su amargura, ella sin freno a sus desórdenes: y cuando ya este apartamiento era público, cuando ni amigos ni parientes, ni conocidos lo ignoraban, Sacramento tuvo un hijo, que, según las leyes, fue bautizado como heredero del nombre cuya deshonra confirmaba.
No se alteraron por ello la paz ni las costumbres de la familia. El barón tardó poco en hacerse a la idea de que era padre, Sacramento continuó en sus aventuras, Soledad sujeta a la inflexible voluntad de los tíos, y éstos habituados por igual a las liviandades de la sobrina casada y a la humilde docilidad de la soltera.
En el corazón de Soledad se alzaban, sin embargo, de cuando en cuando, protestas contra aquella privación del hijo que le parecía la amputación de parte de su alma.
Una tarde de invierno, las dos hermanas paseaban a pie por las alamedas solitarias de la Moncloa. Sus pasos resonaban sobre la arena endurecida por las heladas, el viento arrancaba de las ramas las últimas hojas secas que revoloteaban como avecillas de oro, la atmósfera de una limpieza incomparable dejaba ver en la lejanía las masas violáceas de la sierra y hacia Poniente unas ráfagas de nubes rojas y anaranjadas parecían incendiar el arbolado de los cerros.
Sacramento iba sonriente, locuaz, deleitándose en respirar, como excitada por la viveza del aire: Soledad callada, distraída, viendo las cosas sin mirarlas, oyendo, hablar a su hermana sin fijar la atención. A corta distancia les seguía un carruaje y a pocos pasos les precedían un niño y un lacayo: el primero lujosamente vestido, y el segundo ocupado en ir cortando los tallos y la hojarasca de una vara para que el chiquitín jugase.
De pronto, Sacramento, preguntó a su hermana:
– Pero mujer, ¿qué tienes? ¡Parece que vas tonta!
Entonces Soledad, obedeciendo a un impulso involuntario, alteradas de súbito las facciones por la ira, cogió del brazo a Sacramento, y señalándole con la otra mano al niño que iba delante, dijo ásperamente:
– ¿No es inícuo que tú puedas salir a la calle con esa criatura y yo ni aun pueda decir que tengo hijo?
– Yo – contestó la adúltera con la mayor naturalidad – soy casada. – Y haciendo por broma con su nombre un juego impío de palabras, añadió: – Ya ves… me llamo Sacramento.
Soledad, con un mohín despreciativo, repuso:
– Tienes razón. Lo mismo podrías llamarte Salvoconducto.