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Kitabı oku: «Dulce y sabrosa», sayfa 16

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– No lo hay.

– Pos me lo habían asegurao.

– Pos l’han engañao a ustez.

– Me lo ha dicho una compañera, que trabajamos ella y yo en ca el tapicero que ha traído muebles al entresuelo, pa ese señor que ha puesto el cuarto.

No fue necesario más. La portera, que había visto alquilar el piso, ignorando el objeto, traer los muebles sin saber de dónde, y quedar luego la casa cerrada, ardía en deseos de aclarar el enigma: de suerte que, al oír a Carola, quien por su astucia parecía enterada de algo, en seguida entró en conversación con ella.

– Pues esa oficiala, compañera mía – hablaba Carola – me ha dicho que por los chicos que trajeron los muebles sabe que hay un sotabanco de cincuenta riales.

– No hay tal; son guardillas trasteras de los enquilinos…, buenas familias. – Y fue enumerando cuanta gente había en la casa, hasta llegar al cuarto entresuelo.

– Sí, al señor del entresuelo le conozgo yo: es alto, flaco, viejo, de bigote recio – dijo Carola detallando las señas de don Quintín.

La portera comenzó a negar moviendo la cabeza.

– ¿Cómo que no?

– Como que no; ese caballero anciano que usted dice, y que también ha venido por aquí, debe de ser el mayordomo u cosa tal, de otro más joven, que es quien ha puesto el cuarto.... por cierto que ahora lo quita.

– ¡Cómo que lo quita!

– Quitándolo y llevándose los trastos. Ya me olí yo que se trataba de una trapisonda, vamos, de un señor arrimao con una señora. Verá usted: primero vino el joven y tomó el cuarto, luego volvió con el viejo ese que usted dice, que le trataba al joven con mucho miramiento, dejándole pasar siempre por delante…; no, amigos no son, más parecen amo y mayordomo. El joven le dio una de las dos yaves para que golviese a inspecionar; pero crea usted que, según les he visto yo de hablar, uno manda y otro calla y obedece.

– ¿Y no ha venido nadie más?

– Nadie. Y ya va pa cinco semanas que trajeron los muebles. Indudablemente esto era con ojebto de traer una mujer casá y luego se les habrá torcío el carro, ú pa una de esas ofecinas que dan timos. En fin, la última vez que estuvieron los dos, el joven le dijo al viejo aquí en el portal: «no importa nada; total, un trimestre de alquiler y los muebles, que como son pocos y buenos no estorban; la semana que viene me los llevaré a mi casa y servirán para renovar el gabinete…, o por si algún día me caso.»

Carola, rabiosa y despechada, pero disimulando el enojo, preguntó:

– ¿De modo que el viejo es un lacayón alcahuete, cochino?

– No digo tanto; pero me malicio que hacen de él repoquísimo caso; vamos, es un criado antiguo de esos que hay en las casas grandes.

Carola sabía cuanto deseaba. Todo quedó explicado. Don Quintín estaba sirviendo de aquello que dijo la portera al caballero de los muebles, luego éste dispondría que le llevasen los trastos a su casa, y sobre tal fundamento se le ocurrió al viejo la idea de engatusarla con esperanzas. Resumen: el estanquero era un imbécil chocho, sin una peseta y además lioso y trapalón que, viéndose amenazado de calabazas, pretendía ganar tiempo… y tener querida de balde. Se puso furiosa. Aquel hombre de quien, por lo menos esperó el cuarto pagado, algún vestido, cenas y chucherías, era un farsante tronado, ganguero, sinvergüenza. Tuvo ahorrillos, se los gastó, y aquí paz y después gloria. En una palabra: no era proporción para conservada, ni había que esperar de él cosa buena. «Lo mejor – se decía Carola – es despedirle pronto, cuanto antes, de modo que no volvamos a vernos, lo cual que hay que armarle un tiberio mu gordo. Los muebles…, vaya una guasa…, me la tié que pagar. Demasiado sabía que no habían de ser para él. ¡Marranote! ¿Cómo haría yo para que me dejase en paz? Lo seguro es que lo sepa su mujer y lo mate de un sofocón.»

Siguió muy cavilosa andando hacia su calle, y poco antes de llegar, como quien acaba de adoptar una resolución, entró en una lonja de ultramarinos, donde compró un pliego de papel y un sobre.

«Es lo mejor – pensaba – , una marimorena espantosa, y se acabó.»

Su plan era canallesco, pero terrible y de seguro resultado. Llegó a su casa, buscó una pluma, un resto de tinta clarucha que tenía en una jícara y, desfigurando la letra, escribió en el papel recién comprado las siguientes palabras:

«Doña Frasquita, si quiere ustez saber lo que es el pérdis de su marido, baya ustez mañana a las cuatro y media, calle de Belén, 78, piso entresuelo, que allí estará él con una bribona (esta palabra la tachó y luego la volvió a poner) que es la que te tié esmirriao y le saca los cuartos, y a plique ustez remedio porque es una mala vergüenza, y se lo avisa quien bien la quiere, y rascarse agüela.»

Escrito el anónimo, puso el sobre a doña Frasquita, y llamando a un muchacho de la vecindad, de quien podía fiarse, le dijo:

– Vas al estanco que hay a lo último de la calle de la Pingarrona, preguntas por esta señora, la entregas la carta en propia mano, teniendo cuidado de que esté sola, y en seguida aprietas a correr.

* * *

A las tres y media de la tarde siguiente llegaba don Quintín a la casa de la calle de Belén.

– Dentro de un rato – advirtió a la portera – , vendrá una señora; no necesita usted preguntarle a qué cuarto sube.

– Corriente – repuso ella, pensando para su capote – : «ya pareció el peine.»

Luego que don Quintín se quedó solo en el gabinete, sacó de bajo la capa una botella de Jerez barato y tres o cuatro paquetes: en uno traía jamón en dulce, en otro pasteles y aceitunas, en el último y más voluminoso, una rosca para Carola, que tenía buenos dientes, y para él un panecillo bajo, todo miga. En seguida salió para pedir a la portera un vaso, uno solo; pues, sin haber leído a Béranger, sabía que los amantes deben beber en la misma copa: y tornando a encerrarse, encendió la chimenea, y paseo arriba, paseo abajo por el corredor, esperó.

«¡Ah, infame don Juan; empiezas a pagármelas! ¿Conque muebles, alfombras, almohadas, sedas, palitroques dorados y silla en forma de ocho para traer a mi sobrina? ¿Pues ahora verás! Tú lo gastas y yo lo aprovecho. Y si puedo, te caso. ¿Cómo? Todavía no lo sé, pero ya veremos.»

Estas y análogas majaderías se repetía mentalmente por vigésima vez, cuando sintiendo pasos tras la puerta de la escalera, abrió antes que llamasen. No se había equivocado: era Carola, que acababa de pasar de largo sin corresponder al saludo porteril.

El estanquero recibió a su amada con un largo beso. Luego ella, con miradas displicentes y poniendo a todo reparos, como quien sabe que aquello no ha de ser jamás suyo, inspeccionó el gabinete. Sin embargo, en su interior, quedó maravillada y envidiosa.

Nunca había visto muebles tan ricos. Eran pocos, pero elegantísimos. Dos butacas de raso entre azulado y ceniciento, con flecos de borlitas y madroños multicolores y brillantes; en la pared, un magnífico espejo con ancho marco de dorada hojarasca; en el centro, un veladorcito de ónix y bronce, sobre el cual había una canastilla de porcelana de Sèvres, llena de las flores, ya marchitas, que llevó don Juan el primer día; ante la chimenea encendida, la famosa doble silla en forma de S, y en el suelo, para que la esperada beldad pusiese los lindos piececitos, dos grandes almohadones de seda oscura, que destacaban sobre la alfombra casi blanca cuajada de rosas amarillentas.

Carola, pensando que todo aquello pudo ser y no sería jamás suyo, lo contempló despreciativamente, escupió sin mirar dónde, y encarándose con don Quintín, dijo con gran sorna:

– Este es lujo para mujeres malas. Oye, galán, ¿y que has traído en esos papeles?

Deshizo él los paquetes, destapó la botella, y extendiendo la mano, repuso triunfalmente:

– Mira.

– ¡Vaya una merienda para un cuarto como éste! ¿No te da vergüenza? ¿Cuándo me llevas estos trastos a casa?

– Veremos…

– Dijo el ciego, y nunca vio.

– Rica, dame un beso, y toma un bocadito de estas golosinas.

Carola, dejándole con la palabra en la boca, recorrió las demás habitaciones en que no había muebles, y volvió al gabinete diciendo con desapudorada malicia:

– Chico, ¿sabes que aquí falta un mueble muy importante?: aquel que se nos desvencijó a nosotros, ¿u es que el caballero amigo tuyo trata a la señora como santo de barro, que se mira y no se toca?

– Déjate de eso, y pensemos en nosotros.

– ¡Mira, mira qué cortinas!

– Siéntate en esa butaca, y yo a tus pies, en ese almohadón como un perrito; luego nos iremos a tu casa.

– Salimos acaloraos y nos da un aire…

– Otra cosa mejor; ven a esa silla que parece un ocho, y te doy ocho mil besos.

– No, chico: los besos son como las aceitunas: que abren el apetito, y tenemos que largarnos pronto.

El envidioso asombro que aquellos muebles le inspiraban, se traducía en movimientos nerviosos y gestos desabridos; desparramaba las miradas por la estancia, y en seguida se le contraían los labios y se le dilataban las ventanas de la nariz. ¿No era una desesperación que andando por el mundo hombres capaces de gastarse aquello, hubiese mujeres como ella que, aun siendo pródigas de su cuerpo, tenían que vivir entre hambre y remiendo? De repente, clavando los ojos en don Quintín, lanzó sobre el pobre vejete toda la envidia acumulada en sus cuarenta y muchos años de deslices, caídas por capricho y complacencias cobradas muy barato para poder vivir. ¿No era irritante que algunas compañeras suyas hubiesen hallado imbéciles que de buenas a primeras les pusieron coche, y ella, con haber rodado tanto, viera llegar la vejez sin pan y sin lumbre? Unas cuanto más se venden, más caras valen, y otras… Se acordó del anónimo y comenzó a desasosegarse. Doña Frasquita lo habría recibido la víspera al anochecer… No tardaría en llegar. El escándalo iba a ser mayúsculo, pero así acababa todo de una vez. ¿Qué podía esperar del vejestorio? Ni dinero ni placer. Nada. Si fuese un señor rico como el que había pagado todo aquello… La suntuosidad de la estancia le inspiró envidia, y la envidia amargura, porque la más abominable de las pasiones torpes lleva en sí propia su castigo.

Don Quintín se mostraba resplandeciente de alegría. Las sedas, los rasos, la grata comodidad de los muebles, cuyas curvas incitaban a la voluptuosidad, la satisfacción de aprovecharlo todo, siendo ajeno, y la presencia de aquella mujer, que aunque ordinaria parecía una figura de Rubens, le tenían extático, suspenso el espíritu y alborotados los sentidos. A ratos se acordaba de don Juan, imaginando que la jugarreta tenía muchísima gracia; y cada vez que al recostarse se hundían, bajo su peso, los muelles de las butacas, creía sentarse sobre la propia dignidad de su enemigo.

Alardeando de fino, colocó los almohadones ante la chimenea, y dijo a Carola:

– Anda, gachona, ven y siéntate aquí conmigo, en el suelo, como los moros; nos calentaremos los pies, que estoy hecho un sorbete.

– Burro, ¡mira que tener frío junto a mí! – Y en seguida, con pérfida premeditación, añadió – : ¡Vaya una fogata que has armao!… Me ahogo… yo me quito la esclavina, y si quieres creerme, desabotónate el chaleco, que luego, en la calle, te hielas.

Dicho lo cual, se desabrochó el cuerpo del vestido enseñando la chambra y el nacimiento del pecho, para que quien les sorprendiese supusiera que estaban entregados a impuras y culpables caricias.

Don Quintín se desabrochó también el chaleco, mostrando la pechera de la camisa. Después, alargando una mano, según estaba sentado, cogió de sobre el velador la botella de Jerez, hizo que Carola empinase, y en seguida pretendió que, con los labios húmedos, le besara.

– ¿No te dan gusto este vinillo y ese fuego tan cariñoso?

– ¡Vaya un hombre, que tié al lado una mujer y se pone en cuclillas junto a la chimenea!

– ¿Qué te parece el cuartito? ¡Mira que si pudiéramos quedarnos, es decir, quedarte con todo esto!

De repente, sonó un campanillazo. Don Quintín tembló de miedo, como los convidados de Tenorio al oír el aldabonazo del Comendador. Carola se dijo: «a lo hecho, pecho.»

Ambos guardaron medroso silencio.

Siguió un segundo campanillazo, y entonces dijo él:

– Nosotros no abrimos: ya se cansarán.

– Panoli, ¿tienes miedo? Yo iré, que a mí no me conocerán, y diré que no hay nadie.

Adivinando lo que había de suceder, se puso el mantón, cogió disimuladamente el velo para estar dispuesta a la fuga, y se dirigió hacia el pasillo.

Transcurrió un minuto; aún rechinaban los goznes de la puerta, cuando don Quintín oyó el timbre de una voz que le dejó trémulo de espanto; apenas sus labios acertaron a balbucear un nombre:

– ¡¡Es Frasquita!!

También sonó la voz de Carola:

– Buena mujer – decía – , aquí no vive ese señor.

– ¡Ya lo sé, ya lo sé! – repetía la voz espantable – ; pero ahí dentro está; ¡déjeme usted pasar!

– ¿Es usted su criada?

– ¡Es mi marido!

Carola, fingiendo tremenda ira, comenzó a gritar:

– ¿Marido? Embustera, vieja, estantigua, si lo que paece usted es la estampa de las cuarenta horas.

Y vuelto el rostro hacia dentro, añadió:

– Quintinito, hijo, mono, sal y pega un empellón a esta fiera.

Al mismo tiempo retrocedió con malicia por el pasillo, dejando avanzar a la exasperada Frasquita, que al fin penetró en el gabinete, desencajada y colérica.

Era alta, flaca, barbipeluda, huesosa, sin pecho, recta de caderas; la figura espantable, los ademanes ridículamente trágicos. Venía toda vestida de oscuro, con largo velo a la cabeza, de suerte que, por su traje y catadura, parecía una de aquellas entre brujas y dueñas calderonianas que hace doscientos años servían para arredrar galanes, vigilar mozas y asustar chiquillos.

En el instante de pisar ella el gabinete, don Quintín estaba tumbado ante la chimenea, con la cabeza reclinada en un almohadón, desabrochado el chaleco y sujetando en una mano la botella de Jerez medio vacía.

Verle Frasquita y abalanzarse a él, todo fue uno.

– Canalla, indecente, sucio, vicioso, ¿en esto te gastas el dinero? ¿Quién es esa tía?

El pobre hombre se quedó como muerto. Carola, afinando su astuta perversidad, se había desabotonado por completo el cuerpo del vestido, deslazándose, además, la cinta de las enaguas, como si tuviera la ropa en tal desorden antes que llegara Frasquita, y al mismo tiempo, encarándose con ella, decía:

– ¿Pero es usted su mujer? ¡Jesús, qué antigua! Diga usted, señora, ¿qué sucedió el Dos de Mayo? Oye, Quintín, ahora te digo, que haces bien en buscar carne fresca fuera de casa, porque tu parienta está mojama. Anda, calzonazos, échala o me marcho.

Frasquita, espantada de tales improperios y aturdida por la estúpida pasividad de su esposo, dudó un momento entre arañar al infiel o agarrarse con la desvergonzada manceba; por fin, temerosa de que ésta la maltratase, se arrancó contra el estanquero, y a pellizcos y tirones de pelos, le levantó del suelo, vociferando:

– ¡Despídela, pégala, quiero que la mates!, ustez, mala mujer, ladrona de hombres, ¡fuera de aquí!

Quintín continuaba mudo. Tenía la seguridad de que la menor imprudencia de sus labios contra Carola empeoraría la situación, y con su mujer tampoco se atrevía.

– ¿Qué hacíais? – preguntó Frasquita, clavando los ojos en el desnudo pecho de la corista pecadora.

Carola miraba socarronamente al estanquero, diciéndole con retintín:

– ¿Y es esto lo que usas pa diario? Elige pronto: la bruja o yo…; pero luego no me vengas a casa babeando.

– ¡Cállese usted, so chupacharcos! – gritó Frasquita, lívida de puro encorajada.

– ¿Escuchas? Ya te lo había yo anunciao, que no tendrías hígados pa decir a esta vieja en su cara lo que a mí me dices cuando tú sabes… Adiós, hombre, adiós, y que seáis felices. ¡Bueno te vas a poner de huesos! ¡Mia que se podían sacar hormillas de esta buena señora! – Y dirigiéndose a la esposa ofendida, añadió – : Guárdelo usted como oro en paño, que todavía pueden ustés tener familia. En esto ha parao tanta monería, que parecías un perrito faldero – dijo – , y salió lentamente por el pasillo, mientras Frasquita, temblona de pura rabia, continuaba dando a don Quintín pechugones, arañazos, pellizcos, tirones de pelo y, lo que era peor, dirigiéndole un interrogatorio, cuya entonación y preguntas auguraban la más espantable venganza.

– ¿Por qué estaba contigo?¿Cuánto tiempo hace que os habláis? ¿Quién es? ¿Quién ha pagado todo esto? Gorrinos, ¿por qué estabais desabrochados? ¿De dónde sacas el dinero?

No pudo más. El sofoco había llegado a su límite; zumbáronle los oídos, tambaleose y dio con su cuerpo sobre aquellos mismos almohadones que Quintín dispuso para distinto empleo.

Al cabo de un rato, tras mucho rociarle su marido el rostro con Jerez, volvió en sí; pero enteramente transformada. Ya no era la arpía que araña, ni la euménide que desgarra, sino una terrible y serena parca que, extendiendo trágicamente el brazo hacia la puerta, dijo en olímpico reposo:

– Señor mío, vámonos; en casita ajustaremos cuentas.

Después enmudeció, como si se hubiese tragado la lengua. No hubo medio de que rompiese aquel mutismo pavoroso. Salieron, pasaron calles y plazas; él, cabizbajo y anonadado, delante; ella, implacable y rencorosa, detrás; ambos medio muertos, uno de miedo y otro de coraje, hasta llegar a la calle de la Pingarrona.

Al entrar en el estanco, Frasquita, solemne y triunfadora, levantó la trampilla del mostrador, y dejando paso a Quintín, al par que le señalaba la silla puesta junto al brasero, en la trastienda, dijo con voz reposada y grave:

– Viciosote; usted, que siempre estaba en casa, flojo y alicaído, como bandera en día sin viento, ¿salía a presumir fuera? ¡Ya te daré yo querindangas! ¡Cochino! ¡Mientras yo viva, no saldrás a la calle más que conmigo!

La escuchó atónito, dejó escapar un suspiro de galeote recién sujeto al banco, y tendió la vista por la oscura mansión estanqueril, como debió de hacer, al verse abandonado de sus verdugos, aquel príncipe faraónico a quien sepultaron vivo en las entrañas de la gran pirámide.

Tal fin tuvieron los desórdenes quintinescos, y es fama en el barrio que jamás ha vuelto el pobre viejo a salir solo.

Bien dice el Ecclesiastes: «Cada cosa tiene su tiempo y sazón, y es mucha la aflicción del hombre».

Capítulo XXII

El delirio

Pocas horas después de enviar don Juan a Cristeta su romántica y desesperada carta de despedida, recibió de ella un papelito que traía estas palabras escritas con mano temblorosa:

«Juan: Oy mismo a las once de la noche te espero en la plaza de oriente frente a la puerta de Palacio, y si no estás decidido a todo no bayas.

Cristeta.»
* * *

Don Juan, de hongo y capa, impaciente y nervioso, aguarda en el sitio y hora que le marcaron.

En un reloj cercano da el cuarto para las once. Del Guadarrama, y haciendo escala en la Punta del Diamante y la Garita del Diablo, viene un norte sutil y helado que traspasa los tuétanos. Los enormes y desnarigados reyes de piedra que rodean el jardinillo, surgen de entre los árboles como grandes espectros blancos. Las llamas del gas se agitan en sus fanales de vidrio, proyectando sombras temblorosas en el suelo húmedo y barroso. No pasa casi nadie: sólo se oye de rato en rato la sorda trepidación del tranvía y continuamente el rápido y corto pasear de los centinelas de Palacio.

Don Juan, que comienza a malhumorarse, lanza sin cesar miradas hacia el sitio donde arranca el Viaducto de la calle de Segovia, cuando repentinamente, de entre la negrura del ambiente, surge un bulto de mujer, a quien delatan su airosidad y gallardía. Viene modestísimamente vestida con traje oscuro, mantón, y toquilla de estambre blanco a la cabeza. Don Juan cree asistir a la resurrección de su antigua Cristeta, la que salía del teatro en su primera época de comedianta pobre. No se ha equivocado; ella es.

– Dame el brazo – le dice en voz baja y acercándose.

Cristeta obedece, y el galán, al rozar el cuerpo de su amada, siente algo parecido al latigazo de una descarga eléctrica. La mujer tiembla pudorosamente, pero sin medrosa hipocresía.

– Cristeta de mi alma, ¿qué es esto?, ¿te has decidido? ¡No me engañes, que me moriría de pena!

– No hay momento que perder, quiero volverme pronto.

– Habla, vida mía. Todo lo que quieras, menos que yo viva sin ti.

– Juan…, estamos locos.

– Dime que me quieres y me dejo matar.

Sus voces languidecían; sus cuerpos, poseídos de atracción mutua e imperiosa, se juntaban como dos hojas de árbol que el viento agita. Acortaron el paso. Juan, deseoso de prolongar aquella emoción paradisíaca, exclamó sin tener en cuenta el intenso frío:

– ¡Qué hermosa noche! ¡Cristeta, ya eres mía!

– Espera – dijo ella – ; antes tienes que oírme. Se trata de nuestro porvenir… Toda la vida. ¡Piensa lo que haces!

– Te juro que te quiero como no he querido a nadie. Ahora dispón lo que se te antoje.

Mirole ella con inefable ternura, adhiriéndose a su brazo como planta endeble que ha menester apoyo, y murmuró:

– ¿Qué será de mí? ¿Me quieres de veras?

La respuesta fue un delicioso apretujón por bajo de la capa, y al mismo tiempo una mirada en que iba envuelta la promesa de la felicidad.

– Pues bien, Juan, no puedo luchar más; soy tuya…, haz lo que quieras; manda, llévame donde quieras.

– No: mandar tú, obedecer yo.

– ¿Me abandonarás otra vez?

Don Juan aflojó el embozo, y subiendo hasta sus labios la mano de Cristeta, se la besó con más fervor que si la tocara por vez primera, diciendo al mismo tiempo:

– Traigo dinero de sobra; vengo dispuesto a todo…

– Por ahora, paciencia – continuó ella – , tengo que irme en seguida; pero… pocas horas faltan. Mañana a las dos de la tarde ven a mi casa. ¿Entiendes? Quiero que vengas a buscarme y quiero salir de mi casa contigo, a la luz del sol…, iremos donde quieras… para siempre. ¿Comprendes? ¡Toda la vida! ¿Querrás? Pero te advierto que jamás volveré a mi casa ni a soportar a ningún hombre que no seas tú. Tuya, y nada más que tuya…

– Te juro – interrumpió él con acento solemne – , que nunca te abandonaré…, y si algún día eres libre…, en fin, ya hablaremos.

Pretendió ir por la calle de Bailén abajo para prolongar el paseo, mas Cristeta le hizo volver.

– Vámonos, tengo prisa – decía – ; acompáñame hasta pasado el Viaducto.

– Como quieras; pero ¿te arrepentirás de lo dicho?

Anduvieron largo trecho silenciosos: al pasar sobre el puente de hierro, mirando por bajo la pavorosa negrura del abismo, se les ocurrió a los dos una idea espantosa. ¿Fue natural romanticismo de sus almas, o resultado de la exaltación de sus espíritus? ¡Quién sabe! Lo cierto es que ambos temblaron, y al temblar se pegaron uno a otro.

Cerca de la calle de Don Pedro, dijo Cristeta:

– Vete desde aquí. Hasta mañana. ¿Sabes el número?

Entonces ella, deteniéndose bajo una farola para ser bien vista, fijó en don Juan sus hermosísimos ojos; y oprimiéndole las manos en señal de despedida, repitió:

– Toda la noche, te queda toda la noche; ¡piénsalo bien! ¿Verdad que serás bueno conmigo? Y ya lo sabes, es para toda la vida, porque yo no soy capaz más que de resoluciones extremas.

Dicho lo cual, desasiéndose de él y dejándole confuso en medio de la acera, se alejó precipitadamente hasta entrar en el anchuroso portal de la casa donde vivía.

Don Juan pasó de largo, miró con disimulo, y después de verla torcer hacia el arranque de la escalera, apretó el paso. Luego, dando rodeos para no encontrarse con nadie, se fue a su casa, impaciente por saborear a solas la realización de su esperanza.

Encerrose en el despacho, abrió el cajoncito más recóndito de su mesa, y fue reuniendo y apuntando todo el dinero que tenía: sesenta y tantos duros en plata, unas cuantas monedas de oro y ocho mil pesetas en billetes. Además, de su último viaje a Francia le quedaban diecisiete luises y dos o tres billetes de cien francos. Total, dinero sobrado para llegar a cualquier parte. Después, a modo de novio en víspera de boda, quemó en la chimenea varios retratos y un puñado de cartas, y, por último, llamó a Benigno, quien oyó con verdadero asombro estas palabras:

– Mañana temprano me pones encima de esa butaca un traje gris, de americana, la manta de viaje con las correas, una gorra y el gabán de pieles. Prepara un maletín con los avíos de tocador y ropa interior; nada de frac, ropa de etiqueta, ninguna. Saldré en cuanto almuerce; puede que vuelva acompañado… y entonces ya te daré órdenes; pero lo probable es que no vuelva. Si te envío recado, llevarás el maletín donde te mande, y hasta que recibas noticias mías, mucho cuidado con la casa, y cuando te escriba harás lo que te indique al pie de la letra. ¿Te has enterado?

– De todo, señor.

– Ya lo sabes. No te muevas de aquí hasta que recibas orden por escrito; puede que vuelva…, no lo sé, y puede que te mande cerrar la casa y venir donde yo esté.

– Comprendido, señor.

– Pues ahora déjame.

Al quedarse solo volvió a contar el dinero, y al cabo de una hora se acostó. Estaba tranquilo, con esa falsa serenidad propia de quien, tras desearlo mucho, adopta una resolución muy grave.

Tardó largo rato en conciliar el sueño. Su imaginación vagaba desvariando de unas ideas a otras, como si el razonamiento fuese incapaz de sujetarlas. Quería pensar despacio, aquilatar la trascendencia de su propósito, traer a juicio su pasado, considerar lo presente…, adivinar lo porvenir… Inútil empeño.

La fantasía, estimulándose más cada instante, quedaba triunfante del raciocinio. Compromisos, obligaciones, conflictos, luchas, catástrofes, todo lo grave que le parecía cercano y probable, se desvanecía, quedando en su lugar un fantasma encantador e imperioso que le abría los brazos y le llamaba con promesas de perdurable felicidad. Era Cristeta; pero una Cristeta nueva, renovada, hacia la cual se sentía impulsado, no sólo por inclinación amatoria, sino también por algo misterioso, privativo del espíritu y puramente anímico, en que no entraba para nada la fascinación de la hermosura. Antes, al pensar en beldades deseadas y no poseídas, siempre le dominó el encanto de la forma: ahora sus sentidos parecían aletargados, y en cambio el ansia de perfecciones morales surgía potente y avasalladora.

Los ojos de Cristeta oscuros y azulados, como cielo en noche serena; la boca, fuente de ternura y sumidero de besos; el pelo rubio y largo, como crecido para cubrir la almohada formando al rostro un nimbo de oro; el pecho blanco y firme, donde parecían palpitar impacientes dos rubíes carnosos perdidos entre nieve; todo el conjunto de atractivos que formaban lo material de la mujer, lo veía don Juan desvanecido, borroso, deseable, pero secundario; y en cambio, al poner su pensamiento en el pensamiento de ella, experimentaba una sensación de ansia y desasosiego entre penosa y grata, como si la voluntad y el alma carecieran de algo que sólo pudiese hallar satisfacción y plenitud en la posesión pura e inmaterial de Cristeta. Tormento y placer análogo debieron de sentir y gozar los místicos que, abrasados en fervor religioso, tendían a identificarse y sumarse con la divina esencia, cual si anhelaran ver anonadarse su alma dentro de otra alma superior e increada. Tuvo luego también momentos de intensa embriaguez amorosa; pero brevísimos, fugaces, y apaciguada pronto aquella excitación, se rindió al cansancio físico.

Entonces el espíritu, libre de influjo externo, prosiguió su incansable labor, y comenzó a soñar disparatadamente, mezclándose y trabándose en sus desvaríos lo verosímil con lo imposible, y las reminiscencias de lo real con las locuras de lo imaginario.

De igual suerte que cuando el maestro duerme los chicos arman bulla y algazara, así al quedar en reposo la voluntad de don Juan, se le avivaron los deseos, excitáronsele los recuerdos, y las imágenes creadas por la fantasía, unas brillantes, otras pálidas, pero todas de intensa realidad para su mente, comenzaron a desfilar en ronda interminable.

No creyó ver sino que con los ojos del alma vio a Cristeta como estaba la primera vez que hablaron: falda muy hueca, de percal, pañoleta de espuma al talle, zapatitos con galgas y moño bajo, lleno de flores; todo el atavío gitanesco; pero no en el cuarto del teatro, sino en aquella plazoleta de la Moncloa situada junto a la fuentecilla. Servían de fondo a la figura los troncos de los árboles atigrados por manchas musgosas, y en torno de su cabeza revoloteaban hojas secas de plátano que, traídas y llevadas por el viento, semejaban errantes estrellas de oro. De pronto, mujer, paisaje y fuente, se deshicieron como humo ingrávido, el espacio quedó vacío, y en la atmósfera desierta, pero alumbrada por un sol invisible, sonaron muchos ruidos diferentes que juntos simulaban un coro de mujeres burlonas. Hubo crujir de sedas manoseadas, rumor de varillajes de abanicos, chasquidos de besos, sonoridades de monedas de oro caídas sobre mármol, y luego grandes carcajadas, como si alguien diabólicamente se mofara de la hermosura, el lujo y el amor. De improviso, todo cambió, apareciendo por arte de magia un cuarto vulgarmente amueblado con cama de hierro, sofá de espadaña, dos baúles y una percha clavada en la puerta. Sobre asientos y muebles había muchas ropas adornadas de oropel y talco.

Contemplando aquello el hombre dormido se obstina en avivar recuerdos y coordinar ideas, pero es en vano; porque las memorias no obedecen a la evocación y los pensamientos se alteran. Luego su atención y sus ojos son imperiosamente atraídos por algo que le suspende y encanta.

Al pie de la cama deshecha, hay una mujer sentada en una silla baja: tiene el pelo revuelto, el rostro abrillantado por las lágrimas restregadas, y la boca contraída por el amargo dejo de una felicidad apenas gozada y ya perdida. Junto a ella, caídos en el entarimado del piso, se ven dos papeles arrugados: una carta y un impreso pequeño con cifras manuscritas. Después todo aquello se transforma en una capilla oscura y sucia, donde huele a sudor y a cera. Un hombre y una mujer se arrodillan ante otro hombre que lee un librote, trazando con las manos en el aire figuras misteriosas: la mujer es Cristeta; pero la fisonomía y el aspecto de su acompañante carecen de rasgos definidos. No es alto ni bajo, flaco ni grueso; a ratos lampiño, a ratos barbudo… Al sonar un campanillazo la visión se disipa y el lúgubre recinto se trueca en un paseo enarenado, por donde corretea un niño tras un ato de madera. El chiquitín tropieza, cae, se lastima… y suena un grito. Una mujer queda tendida en tierra y dos hombres se abalanzan a socorrerla; en el primero se reconoce don Juan; el segundo es el otro, el desconocido de la capilla, el monstruo sin fisonomía. Su audacia no tiene límites. Se inclina sobre el cuerpo de la desmayada, y con la insolente autoridad de un poseedor legítimo, hace ademán de ir a desabrocharle el cuerpo del vestido para que, respirando mejor, cese la congoja. Entonces a don Juan se le sube la sangre a la cabeza. ¡Tocar aquel hombre el pecho de Cristeta! ¡Profanación! Tanto valdría que un bárbaro escupiese al Apolo Délfico o que un judío cometiese irreverencia ante Jesús Sacramentado. Don Juan se arroja, o cree arrojarse, sobre el marido, y ofendiéndole de palabra, le sujeta, le zarandea y le sacude… Suena una bofetada. La mano invisible del hombre sin fisonomía ha caído ruidosamente sobre el rostro de don Juan como cae el mazo del batán sobre la superficie del agua. El ofendido saca un revólver, dispara y se oye un ruido semejante al desplome de un cuerpo exánime. Al desvanecerse el humo del fogonazo, todo desaparece y se disipa; por el aire vuelan pedazos de papeles que llevan impresas palabras terroríficas: asesinato…, mujer casada…, amante…, niño huérfano. Después, en la lejanía de un campo, junto a unos murallones de ladrillo, se alza un tablado, encima del cual, destacando sobre el cielo, se ven cuatro hombres que sientan a otro por fuerza en un banquillo, tras el cual, a manera de respaldo, hay un madero tieso…

Yaş sınırı:
12+
Litres'teki yayın tarihi:
30 ağustos 2016
Hacim:
310 s. 1 illüstrasyon
Telif hakkı:
Public Domain
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