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Kitabı oku: «Dulce y sabrosa», sayfa 7

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Arrebata el viento el polen de una flor, lo deja caer en otra de la misma especie, y de allí a poco brotan nuevas yemas y pimpollos. Sacude el céfiro el ramaje de la palmera macho, y llevando un algo misterioso de ella a la palmera hembra, la hermosea y fructifica. ¿Acaso se tacha de inmoral al botánico que lo observa y escribe? Entre las concavidades de las rocas marinas, en lechos de algas o sobre las cernidas arenas de la playa, deposita el pez hembra sus huevas; deslízase luego sobre ellas el amoroso macho, y las fecunda. ¿Culpa nadie de obsceno al naturalista que lo consigna en sus libros?

Si de la humildad de plantas y bestias pasamos a lo más excelso que cabe en el pensamiento, vemos que las religiones que amamantaron a la humanidad en el culto de lo divino, están saturadas de amor. Los dioses amaban como hombres; por eso inspiraron fe; las diosas se dejaban abrazar como mujeres; por eso fueron tan amables y dignas de adoración. El Olimpo pagano era un semillero de aventuras eróticas: Júpiter y Apolo perseguían a las ninfas como los banqueros de nuestro siglo a las costurerillas; Venus y Juno tenían caprichos como nuestras grandes damas, se prendaban de la gallardía varonil, y escogían amante entre semidioses de segunda fila y rústicos pastores. La antigüedad clásica, no deja, sin embargo, de llevar ofrendas a las aras. Los más grandes poetas, sin que nadie les tache de pervertidores, fundan sus obras admirables en aquellas pasiones que convertían en alcobas las grutas, las florestas, los prados, las selvas y los bosques.

Vienen luego los tiempos en que el verdadero Dios escoge por suyo un pueblo entre los que habitan la tierra, y el amor no pierde sus prerrogativas ni sus fueros. Antes al contrario, el mismo Señor lo emplea en su servicio: ÉL hace que la hermosa Thamar conciba de Judá; ÉL dispone que la desvalida Ruth se tienda en la era junto a Booz para que se perpetúe su raza; ÉL aumenta la belleza de Judith para que aparezca incomparable y fascine a Holofernes; ordena que los patriarcas duerman con sus siervas, los reyes con sus esclavas, que Asuero repudie a Vasthi, y que Makeda, reina de Saba, soberana del dichoso Yemen, desfallezca de voluptuosidad en el lecho de Salomón. ¿Qué más? El Redentor perdona a la adúltera, y por haber amado mucho, María de Magdalena es preferida y escogida entre todas para que, merced a su intervención, se funde el sagrado misterio de la Resurrección. No: no quiso el Redentor, después de muerto, aparecerse a ninguna virgen ignorante, a ninguna casada cumplidora de sus deberes, a ninguna viuda sorbida por la devoción; sino que radiante de esplendorosa gloria, circundado de luz, se apareció a una pobre pecadora. Las mujeres hebreas, siriacas y caldeas que en desprecio del amor se rapaban el pelo, no hallaron gracia delante del Señor; en cambio permitió a Magdalena que con su rubia cabellera enjugase los divinos pies.

– «Amor – dice uno de los más admirables místicos españoles – , es río de paz, dulce sueño del alma, transformación del hombre que ni piensa ni siente ni quiere más que amor. Como a la flor se sigue el fruto, se sigue a la perfección el amor ardiente. Amor es el fin de la ley de gracia.» ¡Cuán mezquinas parecen luego las palabras del filósofo moderno que ha dicho que el amor es sólo impulso de los sentidos, que toma origen en el celo!

Sí: amor es esencialmente celestial; la hipocresía, exclusivamente humana. Dijo el Señor: «Creced y multiplicáos»; y sucede que nadie censura a la mujer ni al hombre porque se desarrollen ni crezcan; mas ¡oh terrible inconsecuencia! en cuanto dos que bien se quieren tratan de multiplicarse o se colocan en disposición de que la operación sea posible, todo es ponerles trabas, prohibiciones y obstáculos para que no cumplan la segunda mitad del divino mandato. De esta intolerancia ha nacido, sin duda, la invención de las formalidades civiles y canónicas, pues en el Paraíso no hubo bendición ni juez municipal. ¡Cuán sabio y generoso es Dios! ¡Cuán mezquinos los hombres! Sobre todo, ¡cuán necios! Porque jamás ha intentado la locura humana que los ríos retrocedan cauce arriba desde el mar hasta sus fuentes, ni que los astros, desviándose de sus órbitas, valseen caprichosamente en el éter; ni ha querido nadie trocar en compasivo al tigre, ni en feroz al tórtolo, y, sin embargo, hay quien pretende que el hombre y la mujer no se atraigan. A la luz del día muestran los hombres la codicia, la crueldad, la ira, hasta la asquerosa envidia; sólo para el amor buscan la oscuridad: guerrean y se despedazan al sol; aman y se engendran, como si conspirasen, entre las sombras de la noche. Y es que encima de cada uno de los grandes dones con que Dios nos ha favorecido, hemos echado una mancha. Sobre la sinceridad la mentira, sobre la fe la duda, sobre la caridad el egoísmo, sobre el amor la hipocresía. Porque habéis de saber – niñas inocentes y mujeres contenidas por el falso decoro – que cuando vais por la alameda con el elegido de vuestro corazón y se confunde el rumor de vuestras frases con el ruido del ramaje, y luego suena un beso, puede haber imprudencia, pero no hay delito: cuando en la tentadora soledad del gabinete, siendo ambos libres y estando enamorados, os aproximáis sin desdoro de tercero y sin acordaros luego de quien fue el primero en acercarse, tampoco se enfurruñan los cielos. ¿Sabéis lo que es pecaminoso y detestable sobre todo encarecimiento? La venta de las caricias, el robo del placer ajeno, el rompimiento de la fe jurada, el ultraje al nombre de esposo, el repugnante comercio del amor, que convierte el lecho en posada y la memoria en índice de liviandades. ¡Cuán tristes las que, comerciando con el amor, han de ofrecer la mercancía! ¡Cuán despreciables las que lo dan a cambio de joyas y de galas! Mas las apasionadas que se rinden, ¡cuán dignas de indulgencia! San Pedro no dejará paso a las que ostenten en torno de los ojos el livor que deja el cansancio sensual soportado para comprar brillantes; pero dará entrada en la gloria a las que vea con el rostro demacrado, mitad por el hambre y mitad por el placer; será cariñoso con las que hayan desfallecido de amor, y los Arcángeles, las Dominaciones y los Tronos que gozan perdurablemente la presencia de Dios, cantarán diciendo: «¡Bienaventuradas las que supieron amar, porque de ellas es el reino de los cielos!»

* * *

Iba ya el resplandor del día dibujando líneas de luz por entre los resquicios y rendijas del maderaje del balcón, cuando don Juan, desasiéndose de los brazos de Cristeta, entre melosidades y ternezas, se fue a su cuarto, donde desbarató su propia cama para que los criados ignorasen que no había dormido allí. En seguida se lavó, casi a disgusto, porque el frescor del agua le arrancaba de la piel el perfume de los halagos de Cristeta, y después se marchó a dar un paseo.

Ella, al verse sola, pasó un rato presa de verdadero estupor: luego quedó entre atónita y apenada. ¿Qué había hecho? ¡Deshonrada… perdida… pero dichosa! No le parecía ser la misma. Unos instantes experimentaba sensaciones análogas a las que sufriría una ciega, para quien la lobreguez de la ceguera se trocase de improviso en viva claridad; se sentía deslumbrada por el amor. Sus conjeturas, sus dudas, su ignorancia medio desflorada por la malicia, todo se había desvanecido, quedando en su lugar la sabrosa certidumbre del pecado. Otros ratos le parecía ser ángel caído sin redención posible. ¿Qué fue de los propósitos de tenaz virtud? ¿Dónde estaban el no debo… no me conviene… yo no soy de esas? Un instante de pasión había dado al traste con todo.

Por cima del vencimiento sufrido, quedaba, sin embargo, en el alma de Cristeta un motivo de respetable orgullo. En la abdicación de su albedrío, en la entrega de su cuerpo, no influyó nada el cálculo. Complacíase en recordar que no tenía cosa que echarse en cara. Vio entrar a su amado pensativo y triste por malas noticias que recibiera, e intentó consolarle; él, agradecido a su piedad, la estrechó entre los brazos. De lo demás no hacía memoria…

La bella Kadjira, contemplando el infortunio de Mahoma, le dijo: «¡Yo seré tu primer creyente!» Cristeta, viendo desdichado a su amante se le entregó diciendo: «Mis labios son manantial de consuelo. ¡Bebe!» Después… suspiros sofocados por caricias y una sensación nueva, indefinible, mitad material, mitad extrasensual. ¿Hizo bien? ¿Cometió gran pecado? ¡Ah! Si pudiese afirmar o negar… ¡qué gran problema habría resuelto!

Lo indudable era que sentía pena por no tenerle allí. ¿Por qué se iría tan pronto? ¿Qué le importaba que aquello se supiese? Juan no era ya a sus ojos el personaje de un ensueño amoroso; debía ser el compañero de su vida, pero sin obligación, sin vínculo forzoso, sin lazo que le sujetase, por propia y complacida voluntad. El alma de la mujer podía en ella más que el instinto de la hembra. El amor material le pareció cosa baladí. Se había entregado; bueno ¿y qué? ¿no era libre? ¡así como así, jamás había de pertenecer a otro! No en vano tenía metida en el cerebro la vehemencia romántica de cuantas escenas dramáticas leyó y vio representar.

A medio día salió al ensayo. Al andar por las calles le pareció que pisaba con más fuerza, que era más mujer. A la hora de la comida oyó que uno de varios huéspedes que había sentados cerca de ella decía, mirándola de reojo: – «La Moreruela está hoy más guapa que nunca.» Cristeta pensó: «¡Mejor para mi Juan!» En el teatro, durante la función, trabajó apriesa; por su gusto hubiese llevado a escape las escenas, no movida de la grosera impaciencia del deseo, sino dulcemente estimulada por el anhelo de ver a Juan.

El segundo canto del poema comenzó en seguida de retirarse a su cuarto de la fonda. Entrar y despedir a la doncella, todo fue uno. Sonaron las dos de la madrugada. Tosió; ahora era ella la que tosía. La puertecilla de comunicación se abrió al momento.

Y así sucesivamente muchos días.

Cristeta estaba muy contenta. La satisfacción por el pleno disfrute de su amor, podía en ella más que el miedo a las desdichas que su debilidad le acarrease.

Don Juan pasaba noches felicísimas, gozando con los sentidos, porque la belleza de Cristeta le enloquecía; y con el entendimiento, porque de la boca de aquella mujer incomparable no salían sino frases de sinceridad y sumisión. Gratos eran sus besos, ya frescos como agua de peña viva, ya ardorosos como latidos de fiebre; pero ¡cuán más deleitosas eran las cosas que decía! ¡Qué mezcla tan extraña de impuro desenfreno y exquisita ternura!

Las manifestaciones de su apasionamiento juntamente extremosas y sinceras, convencieron a don Juan de una verdad terrible: la de que aquella mujer se había dejado poseer materialmente porque estaba enamorada con toda su alma: rindió primero el albedrío y luego como derivación ineludible hizo entrega de su hermosura.

La cosa no podía ser más grave.

Cristeta le parecía hermosísima, encantadora; pero cada día más suya. Le tenía como hechizado. Algunas noches hasta se le olvidaban los preparativos de fuga. Ni siquiera mentaba la quiebra de Garcitola y Compañía.

Por fin, comenzó a monologuear, ni más ni menos que personaje dramático. Sabía perfectamente que con una aventurera a quien no se debe exigir fidelidad, es posible prolongar ciertos devaneos; pero profesaba la máxima de que, tratándose de una mujer no pervertida, es peligrosísimo pasar al segundo mes, porque suelen sobrevenir aquellas lamentables complicaciones a que tanto horror mostraba el gran don Francisco de Quevedo. Por grande que fuese el placer de don Juan, comenzó a experimentar temor. Su sentido moral, hasta cierto punto, le consentía apoderarse de una beldad, como quien se posesiona de un hermoso palacio; pero la idea de que el palacio llegase a estar de pronto habitado, y la consecuencia de tener él luego que cargar con el habitante, era cosa que le ponía los pelos de punta.

Los diálogos íntimos entre amantes mientras dura el primer período de la posesión, son exclusivamente amorosos: ella se despepita en juramentos, él se deshace en promesas, ella fantasea proyectos para lo futuro, él pone por las nubes su dicha y su agradecimiento… como si aquello no hubiese de acabar nunca; hasta que llega una época en que, sin prescindir de hablar y practicar amores, se habla también de otras cosas. El giro que entonces toman estas conversaciones a posteriori decide la suerte de los enamorados. Don Juan sabía todo esto por propia experiencia, y veía con espanto que cuando Cristeta hacía alguna alusión a lo porvenir, sus palabras eran tan sinceras y acusaban un amor tan hondo, que era imposible descubrir en ellas asomo de cálculo ni sombra de interés. No cabía duda: aquella mujer alcanzaba la importancia de su nueva situación; no se dolía de lo ocurrido, ni denotaba la más remota veleidad de querer explotar su sacrificio, mas tampoco le cabía en la cabeza la sospecha de que pudiese ser víctima de una infamia. En resumen: don Juan llegó a convencerse de que la Providencia, o su buena suerte, le habían deparado un regalo digno del más afortunado mortal; pero un regalo al cual era imposible renunciar sin cometer una verdadera canallada.

Por primera vez sentía disgusto pensando en cómo deshacerse de una mujer, no porque estuviera realmente enamorado, aunque Cristeta le gustaba sobremanera, sino por lástima. Tenía la costumbre de gozar las conquistas y renunciar a ellas con indiferencia, sin pensar poco ni mucho en cuál fuese luego la suerte de la que abandonaba. En no lastimar ni escarnecer a sus víctimas puso siempre gran cuidado; mas era la verdad que sus concubinas y queridas, ya duraderas, ya momentáneas, todos sus líos, habían sido muy diferentes de Cristeta. Y, sin embargo, aquello tenía que concluir, so pena de que, el mejor día, es decir, el peor, surgiese una complicación gravísima. A veces, esforzándose en supeditar el pensamiento a la voluntad, imaginaba que la palabra canallada no era propia ni exacta. ¿Habló él nunca de boda? ¿Exigió ella promesa en que él consintiese? Nada de esto. Pues entonces ¿cómo había de figurarse Cristeta que tal hombre podría llegar a ser su esposo? Además, el matrimonio entre un caballero y una comiquilla de un teatro de cuarto orden, era un disparate. Sobre todo, cuando él esquivó cuidadosísimamente dar margen a la menor esperanza de vicaría, ¿qué podía temer? ¡No tendría uno poco trabajo si hubiese de entregar mano, porvenir, fortuna y nombre a cuantas se dejan prender en las redes de la seducción! Cristeta era bellísima, sentimental, ingenua, codorniz sencilla, sobre todo desinteresada; mas sus muchas prendas físicas y morales no justificaban que hombre tal quedase por siempre sometido a su imperio. Lo grave era que don Juan comprendía, no sólo que le agradaba la posesión y goce de los encantos de Cristeta, sino que también le cautivaba su trato, carácter y conversación, y esto es lo más peligroso que respecto de la mujer puede acontecerle a uno. Luego se imponía el rompimiento. El gusto que de ella y con ella recibía, no era razón para perpetuar el amorío. También le gustaba el Borgoña, y, sin embargo, no renunciaba al Jerez; comía con deleite las chochas y no prescindía del salmón. ¿Por qué, pues, había de limitarse a Cristeta, si su paladar amoroso estaba en disposición de saborear infinitos manjares? La pobre muchacha quedó condenada a olvido.

En seguida vino el excogitar procedimiento; y respecto de éste, don Juan comprendió que se le imponían la dulzura y la generosidad, casi la piedad y la largueza. Era preciso portarse del modo que causase en ella el menor daño posible: se había hecho acreedora a todo miramiento. Las bases que en su ánimo adoptó, fueron las siguientes: primera, huir evitando toda escena triste y enojosa, ya que, dado el carácter de Cristeta, no había temor a gritos, pelotera ni escándalo. Harto sabía él que Cristeta era de las que lloran y no alborotan, sufren y no insultan. Esta misma humildad le hacía más desagradable el abandono. Segunda base: regalarle una cantidad de dinero de relativa importancia, como obsequio a su ternura y en compensación del desengaño y desperfectos causados.

En cuanto a la huida, no había dificultad: a las diez de la noche pasaba por Santurroriaga un tren hacia Francia, y Cristeta no volvía del teatro hasta las doce. Lo del dinero había que pensarlo despacio, calculando bien el desembolso. No podía ser tan cuantioso que delatando riqueza despertase codicia, ni tan pobre que resultara mezquino; ¡eso no! Cristeta era el mejor libro de amor que él había leído, el volumen cuyas páginas le proporcionaron goces a la vez más intensos y más plácidos, el más original y nuevo, pues era texto escrito con admirable ingenuidad, y ejemplar por nadie manoseado: ¡ni siquiera tenía cortadas las hojas! ¡Qué prólogo tan deleitoso y lleno de promesas! ¡Qué Capítulos tan impregnados de sincera pasión! ¡Cómo, párrafo tras párrafo, había ido viendo al amor quedar victorioso de la castidad!… Quien leyese luego todo aquello, ¿sería capaz de apreciarlo? Acaso el tomo cayera en manos de un hombre zafio y rudo. ¡Vaya usted a saber si un escribano, un comerciante, un militarote, tendrán sensibilidad para apreciar la candorosa impaciencia de Cloe en Las Pastorales, de Longo, o la exquisita voluptuosidad que hace palpitar el corazón de la Sulamita en el divino Cantar de los Cantares!

A fuerza de ahondar en eso, don Juan se convenció de que Cristeta despertaba en él cierto interés, algo que no le hizo experimentar ninguna de cuantas había conocido hasta entonces. No obstante lo cual, sin pararse a desentrañar lo significativo del síntoma, quedaron en su ánimo resueltos el regalo y la fuga.

Capítulo XI

A consecuencia del cual perderá don Juan la simpatía de las lectoras

Durante varias noches observó Cristeta que su amante volvía a estar caviloso, y que sus impulsos amorosos sufrían intervalos en los cuales se quedaba ensimismado y triste. La verdad era que al pobre conquistador le costaba esfuerzo y pena fingir preocupación y mal humor: lo de tener que ponerse melancólico entre dos caricias, le iba pareciendo intolerable. Había momentos en que le daban ganas de echarlo todo a rodar, declarándose vencido y confesando que la casa Garcitola y su quiebra eran pura embustería. Al mismo tiempo, y esto sí que era grave, cuanto más dueño se hacía de Cristeta, más se asombraba de no sentir amagos de hastío: indudablemente el amor de aquella mujer era un bebedizo que en vez de calmar la sed, la producía y excitaba. Por lo cual don Juan suponiéndose puesto en ridículo ante sí mismo, se asustó y resolvió convencerse de que no había degenerado, y de que estaba en pleno uso de su libre albedrío. Entonces, rechazando como vergonzosa la posibilidad de haberse enamorado, sacrificó su gusto al pícaro amor propio, y determinó huir cuanto antes de Cristeta, en cuyos encantos comenzaba a vislumbrar, no una conquista semejante a sus anteriores hazañas, sino una red capaz de aprisionarle para siempre.

* * *

Eran las dos de la madrugada.

La bujía colocada encima de la mesa estaba a punto de consumirse. De pronto el pábilo vaciló, cayendo sobre la esperma liquidada, brilló un momento con mucha intensidad, y se apagó. Las tinieblas aminoraron el pudor de Cristeta y dieron valor a don Juan.

Aguardábale ella con los brazos abiertos, cuando en vez de recibir el beso esperado, oyó la voz de don Juan que decía:

– Lo malo es que no tengo fósforos.

– Bueno… no hacen falta.

En vano siguió esperando el beso, prólogo de mayores dulzuras.

– ¿Sabes, chica, que hoy he recibido carta del agente?

– ¿Y qué? – preguntó con gran vehemencia.

– Lo peor: que el día menos pensado voy a tener que marcharme.

– ¿Por mucho tiempo?

– No lo sé.

Don Juan sintió posarse en sus hombros los brazos desnudos de la enamorada y oyó estas palabras, que le hicieron experimentar una indefinible confusión de miedo y de placer.

– ¡Juan mío, por lo que mas quieras en el mundo, no me dejes!

¿Cómo hablar, en tal momento, de intereses?

– ¿Qué va a ser de mí? – seguía ella – . No tengo miedo al porvenir. Ya sé que no me ha de faltar contrata, que tengo seguro el pan en casa de mis tíos..; pero no podré vivir sin ti. Dime que volverás, que me quieres, que eres mío para siempre.

– Vamos, mujer, no te pongas dramática. ¿No has venido solita a Santurroriaga y he tardado que sé yo cuántos días en llegar?

– Sí; pero aún no era como ahora… no éramos todavía uno de otro. ¡Venías… por lo que yo me sé!… ¡A estas alturas sabe Dios si tendré encanto ni atractivo para ti!

– No seas simple, vidita, antes te quería por lo que esperaba, ahora por lo que tengo. ¡Cualquiera diría que ir quince días a París, a Madrid, o donde sea, es una separación eterna!

Aunque continuaban a oscuras y abrazados, ambos tenían más despabilado el recelo que el deseo. Cristeta debió de notar algo anómalo en la voz de don Juan; tal vez en la tiniebla favorecedora del engaño le pareciese sospechoso su lenguaje, porque de repente exclamó:

– ¡Luz, luz, quiero verte la cara!… No me beses…, déjame llorar… ¡Luz… luz!

Oyose el rápido posarse de los pies de Cristeta sobre el entarimado. Luego añadió:

– Aquí…, encima del tocador: trae tu palmatoria.

Sonó el frotamiento de un fósforo, y quedó débilmente iluminado el cuarto.

Estaba ella casi en paños menores, mas no considerando el momento propicio al amor, en seguida se vistió y calzó; arrebujose en una bata, y al ver a don Juan que volvía de su cuarto palmatoria en mano, le dijo:

– Ven, siéntate aquí; la verdad… nada te pido…

Y rompió de nuevo en llanto.

Nunca había visto él llorar así: en vano quiso que aquellas lágrimas le pareciesen falsas o ridículas. Por fortuna, sólo duraron unos cuantos segundos, porque ella las contuvo como tragándoselas; procuró serenarse, y habló sin gimoteos ni sollozos.

– Sé que no tengo sobre ti ningún derecho. No te pido nada, ni por soñación. ¿Será cierto eso de la casa de banca y el dinero? Aunque me engañes, me alegraré de que sea mentira, porque prefiero mi desdicha a tu ruina.

Estaba tan nerviosa, que era inútil su empeño por aparecer serena: denotaba tan verdadero pesar, que don Juan comenzó a darse a todos diablos.

– Mira – prosiguió ella – : si aquí hay mal, toda la culpa es mía. Nos conocimos, te gusté, tú a mí más…; luego ha pasado lo que Dios ha querido… Vamos, para que veas si te quiero, no me arrepiento. Conque está tranquilo: no soy mujer que arme trapatiesta ni escándalo; pero no me engañes. Ya no me quieres, ¿verdad? Consiento en ser desgraciada, y lo seré si me dejas; pero no mientas por lástima. Francamente, ¿volverás?

Aunque redunde en descrédito de la pericia de don Juan, forzoso es decir que el giro que tomó la escena le hizo perder su habitual serenidad. El compromiso era de marca mayor. Le mortificaba mentir, y al mismo tiempo le faltaba valor para decirlo en crudo: ¡como que es necesario más coraje para decir a una mujer «ahí queda eso» que para tomar una barricada a pecho descubierto!

En vano intentó hacer un llamamiento al amor físico. Cristeta se mostró refractaria a las caricias. Hay instantes en que resulta grosera la más delicada voluptuosidad: amar sin deseo es peor que comer sin hambre.

– Anda – dijo ella, tragándose el salado amargor de las lágrimas – ; confiesa que no vuelves…, que te has cansado de mí.

Entonces él no pudo más, y mintió por salir del atolladero, exclamando:

– ¡No he de volver!

A esta frase se agarró ella como a clavo ardiendo.

– No te pido juramento ni promesa, ni mucho menos palabra de honor; pero si esto se acabó, desengáñame de una vez. Comprendo que he hecho mal en ser tuya, y sin embargo, ni me arrepiento ni quiero que me lo agradezcas…; pero tampoco me confundas con otras que hayan sido tuyas sin quererte.

Don Juan había luchado mucho contra la coquetería y la astucia femeninas; había burlado a veteranas de la galantería, a beatas lagartonas, a señoras raposas, quedando siempre victorioso de sus malas artes y enredos; pero no acertó a luchar abiertamente con aquella sinceridad.

¿Fue ternura repentina, de la que se creía incapaz, o vergonzosa abdicación de sus principios y presagio de mayores debilidades? Nadie le culpe. ¿Cómo ser cruel con una mujer que, lejos de echar en cara los favores otorgados, ni arrepentirse de ellos, ni solicitar cosa alguna para lo porvenir, se limitaba a pedir lealtad? De la desvergonzada Zaluka, de la sagaz Cleopatra, cualquiera triunfa, porque el hombre se deleita tanto en humillar la soberbia como en poseer la belleza, pero ¿quién es capaz de permanecer insensible ante la enamorada humilde y suplicante?

– Ignoro cuánto tiempo tendré que estar en Madrid o en París – dijo don Juan – . No sé dónde iré…; en fin, no me voy del mundo. Claro que volveré; y si no te encuentro aquí…, en Madrid nos reuniremos.

– ¿Me escribirás a menudo? ¿Podré yo escribirte?

– Siempre que quieras.

– ¿Verdad que no estás hastiado de mí? ¿Me quieres?

– ¡Con toda mi alma!

(Evocando sus propios recuerdos, ponga el lector aquí cuanto haya experimentado en casos parecidos.)

¡Oh inacabable encadenamiento de frases, tan tontas para escritas como deliciosas para pronunciadas y oídas!

Cuanto hizo don Juan encaminado a enardecer los sentidos de Cristeta, fue trabajo perdido. La ninfa de abrasadora voluptuosidad se había trocado en fría escultura. Estaba triste, lleno su pensamiento de cosas amargas. Recibía los besos como Dios las oraciones, sin darse cuenta de ello.

– No…, hoy no…, déjame…; dime que eres mío…, y nada más. No sabes quererme así…, vamos…, sin eso.

El último diálogo fue casto. A las siete de la mañana, después de haber pasado la noche en triste honestidad, don Juan se retiró a su cuarto. En el instante de separarse la abrazó y besó mucho, sin que Cristeta experimentara emoción. Fue despedida de manos quietas.

Ella, al quedarse sola, se tiró llorando sobre la cama.

«Nada, nada – se decía don Juan poco después, haciendo preparativos de viaje – , la carta, el dinero y tierra por medio. Con esto y con que no lo quiera tomar…; sería la primera. ¿Cómo se lo doy, y cuánto le dejo? Dejarlo…, en un talón contra el Banco, para que lo cobre aquí o en Madrid…; lo difícil de precisar es el cuánto. Por supuesto que a ninguna se lo he dado con tanto gusto. Ni codicia ni exigencias… ¡Lástima de chica! La verdad es que da compasión. Pero yo no he de cargar con ella para toda la vida. Lo que no puedo hacer es andar con tacañerías. Conque… estudiemos fríamente el caso. A una pérdida le daría tanto o cuanto, según su categoría y su modo de vivir, como quien paga cuenta de fonda con arreglo al lujo y fama de la casa. Con una mujer de género intermedio, por ejemplo, una de esas viudas que jamás tuvieron marido, tampoco habría duda: todo era cuestión de darle lo bastante con que vivir hasta que hallara quien me reemplazase. A una señora… ¡éstas sí que salen caras!, una alhaja. Pero con esta desdichada, que no es aventurera, ni perdida, ni soltera de nadie, ni viuda de todos, ni siquiera señora…, ¿qué hago? ¡Maldita sea la hora en que la busqué! No, eso no…; no vengamos ahora con exageraciones: lo malo es tener que dejarla, porque… bonita… ¡como ninguna! Y ¿qué haré? ¡Cuando digo que este problema de quedar bien es en ciertos casos imposible de resolver! Lo esencial es componérmelas de modo que no haya reanudación posible. En amor las soldaduras son fatales…, ya lo sé. Lo malo es que para esto sería necesario que yo me portase como un sucio, y la chica no lo merece…, tan guapa, de tan buen fondo…, ¡pues y la forma! Una cosa es escurrir el bulto, y otra dejar de ser caballero. Hay que hacer el desembolso de una vez. Sí: dar hoy de sobra es adquirir la seguridad de que no pida en lo sucesivo… Aunque bien mirado…, no es de las que piden. Hago cuenta que me asaltó la tentación de ir al Casino.... subí a la sala del crimen…, bacarrat, treinta y cuarenta, cualquier cosa, unos cuantos pases con mala sombra…, y veinte o treinta mil reales fuera del bolsillo. ¿Mil quinientos duros? ¡Mucho es! Me parece que me he escurrido. ¿Y si se engolosina, y yo mismo la echo a perder, despertándole la codicia? En realidad…, ¿qué clase de mujer es? No es cosa de hacer el primo. Una chicuela criada a puerta de calle, en un estanco, una corista distinguida… ¡Me da una rabia pensar que si hubiera tenido paciencia la pesco con cuatro cenas y un traje! Pero ¡quiá! esta mujer ha cedido porque se ha enamorado de mí. Además, ha llegado a mis manos… como nieve recién caída…, intacta. Lo dicho: acabar de una vez, pero portándome como quien soy. La cosa sale cara: ¡bah! cada uno lo gasta como le da la gana. No tengo potros de carrera, ni bebo, ni compro antiguallas, ni juego. Mujeres, eso sí. Bueno, ¿y qué? ¿en qué mejor? Si sabiendo lo que es esta chica le pidiera a uno antes el oro y el moro, daría hasta la última peseta; conque, ¡fuera tacañería!» Y siguió el monólogo.

«Veinte mil… treinta mil reales… mil… mil quinientos… Bueno, mil duretes, cifra redonda. En su vida ha visto tanto dinero junto. Casi puede decirse que no hay en Madrid mujer que no se logre con eso; aunque no, todas no. Lo cierto es que cuanto más espléndido me muestre, más claro verá ella el propósito de romper, y aquí de lo que se trata es de cortar por lo sano… Bien pesado y medido todo, puede que los mil duros sean su perdición… si se los gasta en trapos y se echa a rodar por esos mundos de Dios. Lo sentiría porque la pobre no lo merece. ¿Y a mí qué me importa? Si se ha de perder, lo mismo sucederá dándole poco que mucho. Con tres o cuatro mil pesetillas se vuelve loca. No serían muchos los hombres que hicieran esto en igual caso, sobre todo pudiendo largarse impunemente sin chistar. Por otra parte, según yo escriba la carta de despedida, así será la impresión que ella reciba. Vamos con calma: la carta no debe ser un rompimiento a raja tabla, porque con lo entusiasmada que la tengo y con dinero a mano, se viene detrás de mí. ¡Horror! Hay que decirle que vendré… cuando pueda… plazo indeterminado… los negocios… y al volver a Madrid no parezco por el teatro en que ella esté. Son diez o doce mil reales tirados a la calle, pero lo bailado nadie me lo quita. Diez, no, tienen que ser más… No vayamos mermándola tanto que resulte una mezquindad. Ya sé yo que otro no se los daría. ¡Doce mil reales a una mujer! En el teatro resultaría absurdo, inverosímil; ¡pero yo soy quien soy! La chica me gusta como no me ha gustado ninguna mujer. ¡Si no fuera por miedo a la duplicación de mi individuo, un demonio la dejaba yo! La verdad es que Dios debió decir: Crescite et multiplicamini… si os conviene, y si no, no. En fin, ¿para qué tengo el dinero? ¿me da la gana de quedar bien? ¡pues lo hago y San Seacabó! ¡Quién me dice a mí que luego, cuando ande yo rodando de juerga en juerga y de amorío en amorío, no me la encuentro y reanudamos por unos días! ¡También somos burros los hombres! Tendría gracia que fuese yo capaz de recogerla de los brazos de otro, cuando ahora es mía, y nada más que mía. Eso sería lo mismo que no saborear un buen plato, dejar que se lo llevaran a la cocina, y cuando lo hubieran catado y pringado en él los criados, volver a pedirlo para chuparme los dedos de gusto. ¡Qué mal organizado está el mundo! Vamos a ver, ¿por qué no había yo de seguir con esta mujer hasta que nos cansáramos, y después, sin reñir, separarnos pacíficamente como dos buenos amigos que han hecho juntos un negocio? ¿Dónde mejor negocio que pasar una temporadita en plena felicidad? Y en seguida, lo mismo con otra. Pero… que no me salieran tan caras; porque… ¿En qué quedamos? ¿Cuánto le doy? ¿Diez, doce, veinte, treinta mil reales…?»

Yaş sınırı:
12+
Litres'teki yayın tarihi:
30 ağustos 2016
Hacim:
310 s. 1 illüstrasyon
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Public Domain
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