Kitabı oku: «El enemigo», sayfa 3
III
En su primera época de estudiante, casi niño, no fue Pepe de esos muchachos que se sientan lo más cerca posible del maestro, aprendiendo de memoria, como loros, cuanto se les manda, antes por obediencia y aplicación irreflexiva que por verdadero amor a estudios que aún no entienden; pero tenía inteligencia sobrada para comprender que había de llegar un día en que de todas aquellas asignaturas y materias, que juntas querían meterle por fuerza de golpe en la cabeza, tendría que fijarse en alguna, decidirse y estudiarla, confiando a la perseverancia en el trabajo su porvenir y el amparo de los suyos. Durante esos años, en que el hombre ignora la realidad de sus tendencias y la índole de aquello a que debe dedicarse, él, entre dudas y vacilaciones, pugnaba por determinar lo que sería, como si a todos permitiera la fortuna marcar el rumbo de su vida. Por fin, la afición a la historia y el interés que, apenas comenzó a hombrear, mostró para seguir en conversaciones o lecturas la marcha de los sucesos políticos – tan agitados en aquel tiempo – le hicieron inclinarse a la abogacía, carrera en que la antigüedad de los pueblos, la política, el derecho y las letras, aparecían a sus ojos formando, no un camino más o menos ancho, sino un conjunto de senderos que podían llevarle a suertes prósperas y varias. Su existencia tenía un fin doble, y así lo comprendía él: ser obrero de su propia fortuna y sostén de sus padres. Pero estas ideas no despertaban en su ánimo temor de lucha ni necesidad de abnegación. Llegar a ser algo, le parecía cosa natural. ¿No llegaban otros? Propósito de desinterés en aras de su familia, nunca lo hizo su pensamiento. Se dijo sencilla y espontáneamente que era necesario en su casa, que allí quien debía trabajar era él, sin imaginar jamás que sus más penosos esfuerzos por lograrlo pudieran llamarse abnegación o sacrificio, ni siquiera deber: lo haría porque sí, porque era el hermano mayor, el único hombre de la casa. En sus cálculos no entraba Tirso para nada. Si no, ¿quién lo haría?
El cambio que la desgracia ocasionó en la vida material de Pepe, fue en un principio apenas sensible: al pronto, todo se redujo a que los pocos libros de texto que había comprado anduviesen rodando de la mesa del comedor a la de su cuarto, hasta que él los guardó por no verlos. Aparentemente, con ocultar aquellos libros se borró en la familia la idea de que Pepe había tenido que renunciar a la carrera: doña Manuela, que era buena, pero poco avisada, sintió cierta amargura; la resolución de su hijo la entristeció, por ser señal inequívoca de grandes privaciones: – «El pobre ha tenido que dejar los estudios» – decía, sin poder profundizar todo lo que en esta frase iba envuelto. A Leocadia le mortificó el suceso más que a su madre, pero de otro modo. Mientras Pepe se limitó a trocar la clase por el destino del Senado, decía: – «A mi hermano le han empleado» – y en el tono con que lo pronunciaba descubría algo de amor propio satisfecho. El verdadero disgusto lo tuvo cuando, a consecuencia de la proposición de Millán, entró Pepe de corrector en la imprenta: aquello de que su hermano ganara un jornal la impresionó amargamente, en parte por lo que significaba tal determinación, y más aún por vanidad herida. Su gran temor era que Pepe llegara a ponerse blusa para trabajar, como si en este detalle fuese envuelta toda la ruina de la casa. Transigía con la pobreza, con la miseria, con todo; pero a lo vergonzante, no enterando al prójimo de humillaciones que no le importaban. La mayor pesadumbre fue para don José. Los tres años de Derecho que cursó Pepe, le habían acostumbrado a pensar en su educación como en un esfuerzo costosísimo, mas para él lleno de encantos. El humilde empleado que pasó la vida a salto de mata, de oficina en oficina, de centro en centro, sin apoyo ni valimiento, había logrado adquirir tales hábitos de orden y economía, que iba a serle posible dar carrera a este hijo, y dársela a su gusto, no como se la dieron al otro. El pobre viejo no alcanzaba por qué medio sería ello; pero con los ojos de la imaginación veía al chico ya vestida la toga de vuelillos blancos, con el birrete puesto, la placa en el pecho y sentado en un sillón de alto respaldo, escuchando informes de abogados que, al dirigirse a él, hablarían con profundísimo respeto… y, de repente, vinieron el descuento, las pérdidas, los atrasos, la jubilación, reduciéndose el futuro juez a empleadillo colocado por el favor de un amigo, y a merced de quien tuviese influjo para quitarle cualquier día la plaza en provecho de otro. La resolución adoptada por Pepe de ir a trabajar con Millán, hirió dolorosamente el ánimo de don José: pero hubiera sido difícil precisar qué impresión le hizo más mella, si el dolor de ver a su hijo llevado a tal extremo, o el orgullo de considerarle tan fuerte ante la adversidad. Las lágrimas de ternura se secaron pronto en sus ojos: el engreimiento no se le borró del alma.
El más duro para resistir a la desgracia, fue quien más perdía con ella: el mismo Pepe, que, así como no dio importancia al sacrificio, no se entregó tampoco a esa resignación callada y triste, cuyo silencio sofoca el dolor sin mitigarlo. Su carácter varió algo, sin que él se diera cuenta, mas no llegó a sufrir una verdadera trasformación. Las fibras de su corazón eran tales, que no podían bastardearse al ser azotadas por la desgracia, como no hubieran cambiado tampoco acariciadas por la fortuna. Aquella incredulidad burlona con que siempre acogió cuanto no podía aclarar razonándolo, se acentuó y se hizo más amarga; su gracia para zaherir cobró acritud, sus chistes tomaron tono de quejas dichas en broma; pero la propensión cómica quedó dominando siempre en sus labios, pronta a ridiculizar cuanto sus ideas y aficiones le señalaban digno de vituperio. Los reveses no le arrancaron el entusiasmo por lo que amaba, ni exacerbaron su escepticismo; pero, al convencerse de que las condiciones de la vida habían variado por completo para él, adquirió una serenidad que, contrastando con los pocos años, daba a sus frases un dejo amargo y melancólico. Aun las sátiras más enérgicas parecían brotar tristemente de su boca.
Pasadas las primeras semanas de aquella existencia nueva, dividida entre la biblioteca del Senado, donde su trabajo consistía en dar libros a quien raza vez se los pedía, y las tareas de la imprenta, donde bajo la inspección de Millán iba siendo cada día más útil, comenzó a experimentar cierto reposo que él comprendía no ser definitivo, pero que le halagaba por verlo reflejado en la casa. Su vida de empleadillo y jornalero le producía un puñado de duros, con los cuales había para ir a la compra y casi con igual frecuencia a la botica. De la abogacía no se volvió a hablar: lo de seguir carrera fue un sueño, y, sin embargo, el haber tenido que renunciar a ella era la pesadumbre de toda la familia. Cada cual la sentía a su manera: doña Manuela no decía sino: – «¡Hijo mío, cuánto trabaja!» El padre no se recataba para confesar a voces aun delante de gentes: – «Estará en la imprenta.» Leocadia, sin disimular la repugnancia a lo que en su hermano había de obrero, hablaba del destino o el empleo, y cuando le veía volver a casa, instintivamente le miraba a las manos, temiendo que trajera en ellas alguna señal sucia de su honrosa labor. No lo podía evitar: tenía esa vanidad madrileña que pretende cubrir con perifollos de seda la falta de ropa blanca, y que prefiere el adorno de la sala al cuidado de la alcoba.
Pepe participó también, en cierto modo, de ese sentimiento que tiende a ocultar al prójimo la propia miseria. Hubo una persona a quien no tuvo el valor de confesar que trabajaba en la imprenta de Millán, y esa persona fue su novia, la señorita de coche, como la llamaba Leocadia. Pepe había dicho claramente a Paz la situación de su familia; que su padre era un antiguo y modesto funcionario de Hacienda; que él tuvo que abandonar la carrera por falta de recursos para seguirla, ateniéndose a un empleo concedido casi por caridad; pero no pasó adelante: nada dijo de la imprenta, del apoyo de Millán, de las galeradas, ni de sus tareas de jornalero. En un principio no fue completamente franco por aquella misma pícara vanidad de Leocadia, y después por falta de valor: aun conociendo a Paz como llegó a conocerla, tuvo miedo a decirla: – «El hombre a quien amas, tú, la señorita rica, mimada por la fortuna, va por las noches a ganarse un jornal que cobra los sábados como los herreros y los albañiles.» Imaginó que la perdería: era a sus ojos enteramente absurdo que Paz, después de saber esto, siguiera enamorada de él. La vida moderna le ofrecía a cada paso ejemplos de hijas de familias poderosas a quienes por un capricho amoroso había que casar con un mal periodista, con un abogadillo, con un cualquiera, aún de lo más pobre de la clase media; pero, ¿quién vio jamás en estos tiempos que una señorita hecha a pisar alfombras y ceñirse el talle con sedas, entregara la mano a un jornalero? Pepe calló, sin temor a que ella supiera toda la verdad, pero sin valor para decirla con sus propios labios. Al oírla exclamar con frecuencia entre apasionada y mimosa: «¡Pepe mío, cuánto te quiero!» le acometían impulsos de revelarla aquello que él ocultaba como una infamia; pero luego, contemplándola vestida con todos los primores del lujo, retiraba las manos o se las examinaba al descuido, temeroso, como su hermana, de hallar impresa en ellas la sucia mancha del trabajo.
IV
Don Luis María de Ágreda, senador electivo, gracias al patrimonio e influencia que tenía en su pueblo, era uno de los antiguos progresistas obstinados en sobrevivir a su partido; de aquellos que ponían sobre todo la Soberanía Nacional, y para quienes la España contemporánea no produjo sino cuatro hombres de gran valer: Mendizábal, por la desamortización; Espartero, por haber vencido al carlismo; Olózaga, por haber hablado antes que nadie de los obstáculos tradicionales; y Prim, por seguir sus huellas.
La fortuna de don Luis, con ser respetable, no era sino resto de lo mucho que gastó su padre en conspirar contra Sartorius y Narváez; pero lo que mejor heredó fue un grande amor al partido progresista, mucha antipatía a la demagogia, que se le antojaba cosa pagada con el oro de la reacción, y una repulsión invencible a moderados y carlistas. Los trabajos de don Luis en juntas y comisiones del partido; los artículos, proyectos y dictámenes que escribió, serían incalculables, e infinitas las veces que proyectó terciar en los debates; pero jamás tuvo ánimo para romper a hablar en público ni para enviar dos cuartillas a un periódico. No era tonto y lo parecía, porque sin tener realmente influencia entre los suyos, imaginaba que su consecuencia y lealtad debían darle mayor importancia de la que gozaba, resultando algo vanidoso. Como la palabra obedecía mal a su pensamiento, huía los diálogos largos y las conversaciones en corro, limitándose a hacer signos de afirmación o negación con la cabeza, y cuando más, a decir frases concisas, que tomaban en sus labios tono de sentencias pretenciosas. Muchos le consideraban como hombre formal, pero de cortos alcances, y algunos le trataban de burro serio. Aquéllos andaban más cerca de lo cierto; porque sin ser don Luis una inteligencia privilegiada, era honrado y de carácter firme, aunque algo agriado, por imaginar que debía brillar y bullir más en su partido.
Lo que constituía su verdadero título de gloria, para quien llegase a saberlo, era la educación que dio a su hija. A los treinta y dos años enviudó y se propuso que Paz, cuando él faltara, estuviese en condiciones de vivir por sí, sin ajeno auxilio, que supiera manejar su fortuna y aprendiese a conocer su corazón, para no dejarla expuesta a rapacidades tutorescas ni a errores de su inexperiencia. Muchas veces la dijo: – «Has de saber cuánto tienes, duro por duro; y has de pensar siempre en lo que vayas a hacer, para que ni el prójimo te robe ni tú te engañes.»
Paz estuvo una temporada de tres años en un colegio dirigido por monjas, lo cual no era muy del agrado de su padre; pero ¿qué hacer, si no había en Madrid otro linaje de casas de educación? Allí aprendió a escribir con bonita letra, a hablar bastante bien en francés y rudimentos incompletos de muchas cosas: de coser poco, de bordar algo y de rezar mucho. Sin salir del colegio sabía también cuanto ocurría en Madrid, hasta interioridades de familias que a nadie importaban; pero, por lo visto, para las madres no había secretos; así que, los domingos de salida, don Luis se maravillaba escuchando a su hija cosas que él no oía ni a los murmuradores del Casino. Esto, y un tantico de vanidad que se fue despertando en el alma de Paz, indujeron a su padre a sacarla del colegio-convento; mas aunque quiso hacerlo con gran tiento y circunspección, tuvo por fin que ser enérgico, porque las santas mujeres habían procurado atraerse la voluntad de la niña. ¿Les indujo a ello la bondad de Paz? ¿Ambicionaron la conquista de su preciosa voz para la capilla? ¿Prendáronse quizá del entusiasmo con que era de las primeras en gastar sus ahorros de colegiala rica comprando, ya la sabanilla del Cristo, ya la toca de la Virgen, ya el encaje para el paño del altar? Ello fue que un día de fiesta, no pudiendo don Luis ir a buscarla, envió con el carruaje a una parienta, quien a la hora del almuerzo volvió sola, refiriendo que la buena madre había dicho que mademoiselle Paz no salía. Don Luis, pensando que su hija estaba mala, fue inmediatamente a verla y, a disgusto de la superiora, hubo que traer la niña a presencia del padre, quien pasó un rato muy malo observando que su Paz, sin estar castigada, ni enferma, se allanaba de buen grado a permanecer allí, en vez de irse a pasar el día con él. Por fin consiguió que su hija le siguiese, y aquella noche no la permitió volver al colegio. «Aquí no hay más madres que yo» – dijo don Luis – y desde entonces se consagró al cuidado y educación de su hija, sin perder por eso su desmedida afición a la cosa pública. Las cartas de la superiora y las embajadas del capellán, hicieron en vano esfuerzos por recobrar la oveja descarriada, mas no lograron que tornase al redil. De allí en adelante, don Luis toleró que Paz, de tarde en tarde, gastara algo en sabanillas, mantos y encajes, pero no la dejó volver a poner los pies en el convento. La mansedumbre, que es gran virtud, evitó que las monjas se ofendieran: no salió de sus labios palabra de reproche, nada intentaron para exacerbar la devoción naciente, quizá la vocación frustrada de Paz; pero tampoco se olvidaron de recordarla en días determinados y festividades solemnes que en un extremo de Madrid había una santa casa que se honraba con haberla tenido por discípula y a la cual debía enviar de cuando en cuando alguna limosna para obras de caridad, algún ramo de flores para aquel altar, en cuyas gradas se arrodilló tantas veces.
Como Paz era buena, el tesoro de cariño que halló en su casa la hizo olvidarse pronto del colegio, y aquella afición mongil se apagó como con la mano. La libertad de acción, el sano orgullo de mandar en su casa como dueña y, sobre todo, el habilidoso amor de padre, ahogaron a tiempo el piadoso secuestro que pudo haber sobrevenido. Bastaron unas cuantas semanas de esta vida, y el colegio, antes impregnado de cierta poesía plácida, quedó reducido en la imaginación de Paz a un conjunto de recuerdos fríos e incoloros. Al cabo de un año don Luis, escogiendo con cautela las casas donde la llevaba, comenzó a presentarla en la titulada buena sociedad, con lo cual sus galas y tocados la preocuparon mucho más que antes la ropa de las santas imágenes: el gabinete lleno de primores y el lecho mullido le fueron más gratos que el frío dormitorio y la estrecha cama de colegiala; las flores que se ponía en el pelo cortadas por su mano en el jardincito de la casa, destronaron a los ramilletes de trapo de los altares; y para colmo de impiedad, la primer sinfonía de Mozart que oyó tocar sonó en sus oídos más grata que las letanías, salves y motetes.
La serie de impresiones que Paz experimentó pisando salones de casas extrañas, no fue, sin embargo, tan agradable como la que sintió entrando a reinar en su propio hogar. A poco de vivir con su padre, la enteró éste de sus negocios, explicándola en qué consistía su fortuna, ayudándose de ella para el manejo de intereses, con lo cual Paz llegó a persuadirse de que don Luis era un hombre honrado, y el origen de cuanto tenía decente y limpio. En cambio, comenzó a ver que ni todas las casas ni todos los hombres eran como su casa y su padre. Aunque incompleto y velado por la educación y la hipocresía, el mal llegó claro a sus ojos, causándola una sensación parecida a la que sufriría quien, hecho sólo a respirar aire puro, entrara de pronto en una atmósfera viciada. El instinto suplió a la picardía, el ingenio a la malicia: no pudo la imaginación desentrañar las causas de las cosas, pero vio los efectos y fue bastante para que se le entrase al alma un miedo sano.
En su espíritu hubo dos impulsos simultáneos: el despertar a la inquietud moral de la vida y la desconfianza de hacer a nadie partícipe de sus emociones. Con su padre tenía toda la sinceridad posible; mas esos misteriosos deseos, esas dudas ingenuas que la mujer reserva para dichas en voz baja al elegido de su corazón, no salieron de sus labios. Las frases galantes y las lisonjas la infundían una previsión desasosegada, un terror vago que la impedía mostrarse complacida: era semejante a un pájaro que tuviese miedo a la red. Cuando algún hombre halagaba su oído con ternezas o la pedía esperanzas, ella, involuntariamente, se acordaba de tantas infelices mal casadas y parejas desavenidas, de los hogares que parecían fondas, donde marido y mujer acusaban indiferencia, desvío, cuando no repugnancia. El amor propio no la dejó renegar de su hermosura; pero su instinto la señaló un peligro en su riqueza. Ser querida por sí, le pareció fácil: saber cuál amor sería sincero, lo juzgó imposible. Hubiera querido disimular el bienestar de su casa, y a veces sentía impulsos de extravagantes humoradas, ansia de ocultar su facilidad de logro, a semejanza de esos príncipes que viajan de riguroso incógnito para agradecer la simpatía que inspiren y oír el lenguaje de la franqueza. «El mejor traje – solía decir – es el que más disimula lo que cuesta.»
Una tarde vio Pepe entrar en la biblioteca del Senado un caballero como de cincuenta años, alto, canoso, con el rostro enteramente afeitado y de aspecto excesivamente limpio, que dirigiéndose al principal encargado, le dijo:
– Vengo a pedir a Vd. un favor. ¿Podrá Vd. recomendarme uno de estos muchachos que tiene Vd. aquí, a sus órdenes, para que venga unas cuantas mañanas a mi casa y me ayude a poner en orden mi librería? Me han hecho los estantes nuevos, y hay que trasladar los libros de sitio. Un chico juicioso, ¿eh?
– ¿Oye Vd. esto? – preguntó el jefe a Pepe, y dirigiéndose al caballero, añadió. – Nadie más a propósito: su formalidad y su ilustración le servirán a Vd. mucho. Casi es abogado…
El que hizo la petición miró a Pepe, y con la autoridad que le daban sus años, le habló así:
– Vamos a ver, joven. A un muchacho, aunque no lo necesite, nunca le viene mal un puñadillo de duros. ¿Ha oído Vd. lo que hemos hablado? ¿Quiere Vd. venir a mi casa unas cuantas mañanas?
– Sí señor, y haré lo posible por complacerle.
– Bueno, pues cuento con Vd. ¿Cuándo empezaremos? porque yo lo tengo allí todo revuelto.
– Cuando Vd. quiera.
– Mañana mismo. Le espero por la mañana a las once.
Cuando se hubo marchado, Pepe dio las gracias al bibliotecario y le preguntó quién era aquel señor.
– Es don Luis María de Ágreda, senador, muy buena persona. De estos que no hablan nunca, y progresista a la antigua, pero muy rico. No hace más que asistir a las votaciones, aunque está diciendo siempre que va a hablar… y nunca habla.
Después le dio las señas de la casa de don Luis y se separaron.
V
Acudiendo a la cita del señor de Ágreda, a las diez y media de la mañana siguiente entraba Pepe en el hôtel que aquél habitaba, situado al final de la Castellana. Atravesó el jardín, pequeño y bien cuidado, subió las escalerillas, llenas de macetas, que parecían estar custodiando dos magníficos perros de bronce, y entró en el despacho, que formaba parte de la planta baja.
El piso era de maderas ensambladas, las colgaduras magníficas, cómodo y lujoso el mueblaje; todo acusaba mucho dinero. La mesa indicaba orden, gran pulcritud y poca labor: cuanto había sobre ella estaba bien colocado; pero sin que se notase en nada la confusión, propia del trabajo continuo. Los libros eran pocos, ricamente encuadernados, y sin señales de manejo frecuente: no debían ser aquellos los que era preciso ordenar. En dos testeros de pared cubierta de un papel muy oscuro rameado de oro, había dos retratos de mujer. En uno, el traje y el peinado a la moda de 1850, pero, sobre todo, la pintura, lamida como rebuscando finezas, delataban la mano de uno de aquellos artistas que conservaron reminiscencias del estilo elegante de don Vicente López, sin haber adquirido el vigor de los buenos pintores contemporáneos nuestros. La dama estaba peinada con el pelo hecho dos grandes ondas, muy alisadas, y tenía las facciones parecidísimas a la retratada en el otro lienzo; pero resultaba la belleza de la primera más completa y armónica. A pesar de esta diferencia, se parecían tanto, que era fácil adivinar su parentesco. Debían ser madre e hija, a juzgar por la edad que representaba cada una y por la diferencia de los trajes. El retrato de la más joven era una doble maravilla, por el modelo y la factura. Un trozo de impalpable gasa la cubría los hombros, a modo de gola antigua; tenía el rostro casi en sombra, los ojos ceñidos de un livor oscuro, ligeramente inclinada hacia adelante la cabeza y puesta entre el pelo una pluma de color de rosa, ingrávida, suelta, que parecía pronta a moverse al más ligero soplo.
Los dos balcones del despacho daban al jardín y, a través de los listones de las persianas caídas, se veía una pequeña estufa con plantas de flores costosas, destinadas a morir en los búcaros de un gabinete o prendidas en el pecho de una mujer bonita. Completaban el adorno de los muros unos cuantos grabados ingleses, un retrato de Olózaga, en litografía, con dedicatoria autógrafa, y un título de coronel honorario de la Milicia Nacional del 54, encerrado en rica moldura y expedido a favor del padre de Paz.
De pronto entró don Luis.
– Me gusta la puntualidad. Venga usted conmigo, y verá Vd. si hay aquí para rato.
Penetraron en una habitación contigua, enteramente llena de libros, donde tres estantes de roble nuevos y vacíos ocupaban otras tantas paredes, mostrando sus enormes huecos de madera limpia, recién labrada e impregnada del olor al barniz. En el centro había una gran mesa, también llena de libros, y además libros por todas partes: en el suelo, encima de las sillas y amontonados en los rincones, todos revueltos como en casa donde anduvieran de mudanza.
Aquel día no ocurrió más sino que don Luis dio algunas instrucciones a Pepe y éste comenzó a poner en orden los volúmenes, marchándose enseguida con el tiempo preciso para almorzar antes de ir al Senado. Al salir de la casa, tranquila la imaginación, sólo se hacía una pregunta: «¿Qué gente será ésta?»
Tres mañanas llevaba Pepe de buscar tomos para juntar los de distintas obras, colocando éstas luego lo mejor posible, cuando al cuarto día, estando en el despacho despidiéndose de don Luis, oyó de pronto abrir cautelosamente una puerta a su espalda y una voz de mujer preguntó:
– ¿Puedo entrar?
Era la señorita del retrato, la de la pluma color de rosa. Llevaba puesto un traje casero muy sencillo, blanco, corto, huérfano de adornos y cuyas mangas descubrían los brazos: mostraba el cuello desahogado y libre; el pelo húmedo hacia las sienes, y la tez algo encendida, como azotada por el frescor del agua. La figura se destacó por claro sobre el cortinaje oscuro, semejando personaje de dibujo fantástico. Sorpendida al ver que don Luis no estaba solo, se detuvo un instante sin soltar el tirador de la puerta, dudando si adelantar o volverse.
– ¿Estorbo?
– No, hija, entra.
Pepe, que se disponía a marcharse, la saludo; contestole ella, y cogiendo de sobre la mesa un periódico, se puso a leer. La escena fue rápida, casi muda: el aparecer ella y el despedirse él, ocurrió en un momento. «¡Qué bonita es!» – se decía luego Pepe al echar a andar, ya fuera de la verja del jardinillo de la casa.
Durante las mañanas sucesivas, don Luis entró en varias ocasiones a ver cómo llevaba el muchacho su trabajo, que cundía poco, porque el rato que pasaba allí era corto. Los armarios se iban llenando, sin embargo, y don Luis observó que, al mismo tiempo de guardar los libros, Pepe tomaba nota de ellos en unas tarjetas grandes, para formar un índice. Esto le gustó: el chico debía ser listo. Paz entró también alguna vez a buscar a su padre, y llegó a cambiar con Pepe frases triviales. Un día hablaron del tiempo, otro de un reciente y criminal atentado contra los Reyes. El lenguaje de ella era el propio de una señorita bien educada que no se desdeña de conversar con aquellos a quienes la fortuna no espropicia: el de Pepe era respetuoso, casi tímido, de hombre no hecho a pisar casas tan bien puestas ni a tratar con señoras de aspecto tan aristocrático.
Un día Paz, ya vestida para salir con su padre, estaba esperándole en el despacho, mientras Pepe, con la puerta de comunicación abierta, escribía en el cuarto de los libros papeletas para el índice. Paz leía un periódico, en pie junto a un balcón; Pepe, aprovechando la ocasión, la miraba disimuladamente, entre plumada y plumada. La muchacha era preciosa. Su talle sin artificio que la oprimiera exageradamente, tenía al cambiar de postura movimientos que acusaban formas esbeltas de curvas admirables. El pelo, casi negro, recogido y alisado con extremada modestia, avaloraba la blancura mate y dorada de la tez, vivificada por venas finísimas y azuladas. Las facciones muy graciosas y menudas, sin mezquindad, formaban una fisonomía móvil y animada, como la de aquellos serafines de Goya, inspirados en los rostros picarescos de las hijas del pueblo. Los ojos, de un azul oscuro y limpio, traían a la memoria el cielo de las noches serenas de Granada, y los labios, que a veces esmaltaba de blanco mordiéndoselos ligeramente con un movimiento involuntario, parecían una flor de matiz encendido. La boca, roja como herida reciente, y el azul límpido de los ojos, inspiraban ideas distintas, siendo la severidad de su mirada, guarda puesta en defensa de la dulzura de los labios.
No sintiendo Paz ningún ruido en el cuarto donde estaba Pepe, ni siquiera chocar de libros contra tablas, ni el resbalar de la pluma sobre el papel, dirigió la vista hacia el muchacho y le sorprendió mirándola; él bajó la cabeza y prosiguió escribiendo, disgustado, temeroso de que aquello la pareciese mal, y Paz se desvió un poco del sitio donde leía, pero naturalmente, sin ademán de enojo. Al cabo de un rato, al colocar Pepe unos libros en su sitio, volvió a mirarla sin que ella entonces pudiera verle. En cambio él la contempló a su gusto; mas de pronto se oyó la voz de don Luis que llamaba a su hija, y al soltar ésta el periódico, por muy presto que quiso Pepe apartar los ojos, le sorprendió Paz por vez segunda en flagrante delito de admiración, a pesar de lo cual, al verle marchar poco después, no mostró enfado en gesto ni en palabras, despidiéndose de él afablemente.
Pocos días después ocurrió casi lo mismo. Pepe, sólo por disfrutar de aquél regalo de la vista, que la fortuna le ofrecía, miró varias veces a Paz, y ella lo notó, sin dar señal de desagrado, antes al contrario, sintiendo cierta tranquila complacencia con aquel homenaje mudo que la rendía un hombre imposibilitado por su posición para adularla con esperanza de lograr favores. Ella le miró también alguna vez a hurtadillas, advirtiendo que el muchacho, no sólo no tenía mala figura, sino que era lo que se llama un hombre guapo. Su fisonomía acusaba inteligencia, sus ojos lealtad; es decir, reunía los dos rasgos principales de la hermosura masculina. Entonces se despertó en Paz algo de coquetería, no le parecieron mal aquellas miradas, y agradecida al culto que empezaba a recibir, permaneció en el sitio donde estaba. En días sucesivos entró varias veces al cuarto de los libros sin necesidad, sólo por saborear aquel placer desconocido de aceptar un tributo que halagaba su vanidad de niña bonita. Pero esta coquetería se le entró al alma, sin que ella lo advirtiera, del mismo modo que Pepe se daba el gusto de contemplarla sin segunda intención. Paz decía algunas veces para sus adentros: «¡Pobre muchacho!» Pepe pensaba: «¡Parezco tonto!» Ninguno advertía que aquel juego era peligroso. ¿Cómo había él de imaginar que Paz estuviese al alcance de su deseo, ni quién se atrevería a despertar en ella recelo de aquel desdichado?
Mas fue Dios servido – como decían los místicos – que comenzase a suceder con las palabras lo mismo que con las miradas. Hablaron unas cuantas veces de cosas indiferentes, y él, aun conteniéndose, por temor a parecer atrevido, siempre halló ocasión de mostrar cortesía, ingenio y gracia. Sus maneras carecían de atildamiento rebuscado y enfadoso, y sus frases estaban exentas de esa vulgaridad que hace el lenguaje de un hombre igual al de los demás: en lo que hablaba había siempre algo original; su tristeza parecía sincera, su gracia tenía un dejo amargo. Paz no podía analizar en qué estribaba ello, pero le gustaba hablar con Pepe, quien siempre la llamaba señorita, expresándose mucho mejor que la mayor parte de los caballeretes que por haberla visto una noche en un baile la llamaban por su nombre de pila.
El arreglo de la librería tocaba a su término: unas cuantas mañanas más, y todo quedaría en orden. Pudo haberse concluido antes, pero lo estorbaron dos causas: la primera, que don Luis, cayendo en la cuenta de que podía escribir al distrito por mano ajena, ni más ni menos que un ministro, empleó a Pepe como amanuense; y la segunda, que las conversaciones de éste con Paz fueron adquiriendo mayor desarrollo y duración cada día. Oyéndole, se olvidaba ella de que era sólo algo más que un criado: hablándola perdía él la noción de la distancia que les separaba. Algunos de estos diálogos tomaron giro extraño.