Kitabı oku: «El Hombre A La Orilla Del Mar», sayfa 3
10
Quedó con Emma en un parque forestal a unos tres kilómetros del pueblo. Ella había elegido el sitio considerando que allí era menos probable que los vieran, de forma que podían ocuparse de sus asuntos sin que lo supiera Ted. Mientras la esperaba, a Slim le acosaba la sensación de que eran una pareja de amantes en secreto y la soledad que iba con él a todas partes disfrutó de la analogía mucho más de lo que creía apropiado. Cuando se acercó Emma, caminando enérgicamente y con la cabeza baja, Slim metió sus manos en los más hondo de los bolsillos de su abrigo, no fuera que pudieran traicionarlo de alguna manera.
Emma fue al grano.
—Han pasado casi dos meses —dijo—. ¿Tiene ya algo que decirme?
Ni siquiera un saludo formal. Y el analista que habitaba en Slim hubiera querido contestar que habían sido siete semanas y cuatro días.
—Señora Douglas, por favor, siéntese. Sí, tengo alguna información, pero también necesito alguna.
—Oh, de acuerdo, Mr. Hardy, todavía está contratado, pero aún está descubriendo cosas, ¿es eso?
Slim estuvo a punto de mencionar que todavía no había recibido ni un penique. Por el contrario, dijo:
—Mi conclusión es que su marido no está teniendo ninguna aventura… —El alivio en el rostro de Emma se vio algo atemperado por la última palabra de Slim—… todavía.
—¿De qué está hablando?
—Creo que, hasta ahora, su marido está tratando de contactar con una antigua novia o amante. No estoy seguro de para qué, pero se puede pensar en lo obvio. Sin embargo, tengo que repasar el pasado de su marido una vez más para averiguar qué tipo de relación tiene o quiere tener Ted con la persona con la que intenta contactar.
Slim se regañó a sí mismo por mostrar las especulaciones como hechos, pero necesitaba que Emma aflojara la lengua.
—Qué capullo. Sabía que nunca debimos volver aquí. Todos se acuestan unos con otros en estos horribles pueblecitos endogámicos.
Slim hubiera querido señalar que, si Carnwell estaba en medio de una orgía masiva, lo habían dejado lamentablemente a un lado, pero en su lugar trató de fingir una mirada de simpatía en sus ojos.
—Hace tres años, me dijo usted, ¿verdad? Desde que volvieron aquí.
—Dos —dijo Emma, corrigiendo el error deliberado de Slim. Inspiró profundamente, preparando un montón de información que Slim esperaba que contuviera algo que necesitaba. Siempre es mejor que un cliente te cuente algo antes de que le preguntes. Hace que la lengua, a menudo una bestia recelosa, se convierta en un compañero dispuesto.
—Le habían ofrecido un trabajo, o eso dijo. Yo estaba encantada en Leeds. Tenía mi trabajo a tiempo parcial, amigos, mis clubes. No sé por qué quería volver. Quiero decir, sus padres murieron hace mucho y su hermana vive en Londres (y tampoco la llama nunca), así que no tiene ninguna relación con esto. Quiero decir, hemos estado casados veintitrés años y solo habíamos pasado por aquí unas pocas veces para hacer algo más interesante. Bueno, sí, hubo una vez que paramos para comprar unas patatas, pero no valían nada: demasiado secas…
—Y su marido, ¿trabaja en banca?
—Ya se lo he dicho. Inversión. Pasa todo el tiempo enfrascado con el dinero de otros. Quiero decir, es una existencia desalmada, ¿no? Pero no siempre podemos ganar dinero haciendo lo que queremos en la vida, ¿no, Mr. Hardy?
—Es verdad.
—Quiero decir, si pudiera, me pagarían por beber oporto a la hora de comer.
Slim sonrío. Tal vez había encontrado después de todo un alma gemela. Emma Douglas era diez años mayor que él como mínimo, pero se había cuidado de una manera poco habitual en mujeres miembros de gimnasios en Navidad y con mucho tiempo libre. Se dio cuenta de que, a fin de cerrar el caso, con un trago o dos dentro, haría lo que fuera necesario si eso significaba desatarle la lengua.
Y a la mierda la ética.
—Y el historial de su marido… ¿Siempre ha trabajado en finanzas?
Emma resopló.
—Dios mío, no. Probó suerte de muchas maneras, eso creo, después de graduarse. Pero no hay mucho dinero en tonterías como la poesía, ¿no?
Slim alzó una ceja.
—¿Su marido era poeta?
Emma agitó una mano con desdén.
—Oh, estaba en ello. Estudió inglés clásico. Ya sabe, ¿Shakespeare?
Slim se permitió no ofenderse.
—Conozco algunas de sus obras —dijo, ocultando una sonrisa.
—Sí, a Ted le encantaban esas cosas. A finales de los setenta era un verdadero hippy. Lo intentó con la poesía en directo, actuaciones, ese tipo de cosas. Se graduó con veintiocho años y trabajó por un tiempo como profesor sustituto de inglés. Pero eso no pagaba las facturas, ¿no? Cuando eres joven, está bien estar en eso, pero no es algo que puedas mantener a largo plazo. Un amigo le consiguió en trabajo en un banco poco después de casarnos y creo que encontró los ingresos bastante adictivos, como es natural.
Slim asintió lentamente. Estaba dando forma tanto a una imagen de Emma como a la de Ted. El romántico reprimido, encajado en una vida basada en el dinero, con una esposa trofeo materialista pegada del brazo, añorando los viejos tiempos de poesía, libertad y tal vez playas y antiguas amantes.
—¿Habla Ted a menudo de los viejos tiempos? Quiero decir, de antes de que se casaran.
Emma se encogió de hombros.
—A veces solía hacerlo. Quiero decir, nunca quise oírle hablar de antiguas amantes o algo parecido, pero hablaba de vez en cuanto acerca de su infancia. Menos a medida que pasaban los años. Quiero decir, ningún matrimonio se mantiene igual, ¿no? La gente no habla como antes. ¿No lo ve así?
—¿Yo?
—Me dijo que estuvo casado, ¿no?
A veces, presentarse como una víctima hacía que la gente se abriera y necesitaba que Emma sintiera un cierto compañerismo antes de plantear las complicadas preguntas siguientes.
—Nueve años —dijo—. Nos conocimos cuando tuve un permiso después de la Primera Guerra del Golfo. Estuve en cuarteles durante la mayor parte de nuestro matrimonio. Charlotte vino conmigo al primer par de bases, cuando estaba en Alemania. Pero no quiso ir a Egipto, ni después a Yemen. Prefirió quedarse en Inglaterra y «cuidar de la casa», como decía.
Emma puso una mano sobre la rodilla de Slim.
—¿Pero lo que hacía realmente era apoderarse de vuestro dinero y llevarse a otros hombres a vuestra cama?
Si hubiera podido elegir las palabras, Slim, que veía menos telenovelas de las que estaba claro que Emma veía, lo hubiera expresado de otra forma, pero no era del todo mentira.
—Fue algo así —dijo—. Estaba bastante contenta hasta que una herida leve cuando perseguíamos a piratas en el Golfo Pérsico hizo que me transfirieran a inteligencia militar de vuelta a Reino Unido. Entonces podía ir a casa los fines de semana. Solo tardó una semana en irse.
—¿Con el carnicero?
Slim sonrió.
—¿Se lo he contado? Sí, con el carnicero. Mr. Staples. Nunca conocí su nombre. No lo supe hasta después. Había estado tonteando con un colega que dijo que se mudaba a Sheffield. Sumé dos y dos y me engañaron.
—Pobre —Emma palmeó su rodilla y la apretó un poco. Slim trató de ignorarlo.
—Las cosas son como son. No echo de menos el ejército en absoluto. La vida es mucho más interesante como investigador privado, sobreviviendo hasta que cobras.
—Bueno, me parece bien —dijo Emma, sin percibir la fuerte dosis de sarcasmo de Slim.
—Las cosas empeoraron —continuó Slim, en busca del golpe definitivo que los uniría para siempre como compañeros de penurias—. Hizo algunas maniobras legales mientras yo estaba de servicio. Pidió el divorcio y descubrí que la casa que yo estaba pagando se había puesto solo a su nombre. Reclamó que era propiedad suya desde antes de nuestro matrimonio. Hubo alguien que modificó unas pocas fechas de documentos legales y perdí todo. Oh, y estaba embarazada, lo que le hacía que fueran más indulgentes con ella. Esto después de abortar nuestro primer hijo mientras yo estaba de servicio, porque no quería que el niño creciera sin un padre.
—¿El segundo bebé era de usted?
Slim rio.
—Demonios, no. No habíamos estado juntos en años. Supongo que era del carnicero, como el resto de mi vida en aquel entonces.
—¡Es terrible! —Emma le estaba acariciando el muslo, pero Slim, con sus manos aún en el fondo de sus bolsillos, lo ignoró. Por el contrario, se encogió de hombros.
—Cosas que pasan —dijo.
—Debió ser devastador.
Slim cerró sus ojos un momento, recordando un par de botas sobre la arena.
—He visto cosas peores —dijo.
Emma guardó silencio durante un momento, frunciendo el ceño mientras miraba fijamente al camino, con su mano que seguía subiendo y bajando por el muslo de Slim, como si tratara de calentarla para quitarse el frío.
—¿Puede hacerle una pregunta personal? —dijo Slim.
—¿Cómo de personal?
—¿Esta sería la primera aventura de Ted?
Emma apartó la mano y pareció sorprenderse.
—Um, bueno, eso creo. Quiero decir, no estoy segura, pero siempre ha sido un buen marido.
—¿Y usted?
—¿Qué?
—Siento preguntarle esto, señora Douglas, pero ¿ha sido una buena esposa?
Emma se apartó de él. El espacio libre entre ellos en el banco miraba a Slim como un niño con los ojos muy abiertos.
—¿Y eso que tiene que ver? —Emma se levantó y se alejó—. Mire, Mr. Hardy, creo que es el momento de que termine nuestro contrato. No me ha dado nada de valor y ahora me hace preguntas como esa. No soy una esposa sola a quien usted pueda…
—¿Mostró Ted alguna vez interés por el ocultismo? —le interrumpió Slim.
Emma le miró fijamente, con la boca abierta, y luego sacudió la cabeza.
—No debería haberle contratado —le espetó—. Ya lo descubriré yo misma.
Sin decir nada más, se fue, dejando a Slim sentado en el banco, con los dedos acariciando el lugar tibio que había dejado la mano de ella en su muslo.
11
Falto de ideas, Slim se dirigió a la biblioteca y pidió una antología de Shakespeare. Una hora después estaba de Vuelta en el mostrador bajo la mirada condescendiente del funcionario aspirante a escritor para devolver el libro (que había sido tan útil como leer francés) y alquilar las copias de películas en DVD de la biblioteca.
Para la noche del martes, después de un empacho de televisión de dos días, había visto todas las películas de las que había oído hablar y un par de las que no. Incluso viendo las tragedias interpretadas, muchas tenían poco sentido, pero si Ted Douglas había pasado sus años de formación con cosas como Hamlet y Macbeth, era fácil ver de dónde podía haber venido su interés por lo oculto.
Borracho de vino tinto barato, Slim dormitaba durante las últimas escenas de Romeo y Julieta, levantándose al sonar su teléfono, para encontrar a ambos amantes muertos y pasando los títulos de crédito.
No se levantó lo suficientemente rápido de la silla como para recoger la llamada y no habían dejado ningún mensaje. Al comprobar el número, aparecía como desconocido y una llamada de vuelta se limitó a zumbar en el espacio. Lo más probable es que proviniera de Skype o algún proveedor digital similar.
Volvió a sentarse en su silla, preguntándose cómo avanzar. Arthur era su mejor pista, el dicharachero jefe de policía tenía más que contar y el conocimiento para dar a Slim detalles íntimos.
¿Pero a dónde le llevaba esto? Contratado para investigar la posible infidelidad de un rico banquero de inversión, se encontraba desenterrando detalles de un caso abierto de hace mucho tiempo y varios otros alrededor de él.
No le iban a pagar por esto. Era mejor dejarlo y olvidarlo. Tenía que pagar un alquiler. No podía irse por una tangente tan cara.
Aun así, ese mismo impulso le arrastraba igual aquel que le había hecho alistarse muchos años antes. La necesidad de aventura, de exotismo, era innegable.
12
La mañana del viernes se levantó con una resaca peor que cualquiera que recordara en las últimas semanas, miró con ira un par de botellas de vino vacías en el cubo de la basura y luego trató de recuperar la normalidad con una gran fritura en el café barato de la esquina de su calle.
Ted estaría en la playa de nuevo esta tarde, pero ¿tenía algún sentido ir a verlo? Era el mismo ritual una y otra vez. En todo caso, Emma le había dicho que lo dejara. No iba a conseguir nada.
Caminaba de vuelta a su casa cuando zumbó su móvil. Era Kay Skelton, su amigo traductor.
—¿Slim? Intente llamarte anoche. ¿Podemos vernos?
—¿Ahora?
—Si es posible…
La urgencia en la voz de Kay convenció a Slim. Le dio a Kay el nombre de un bar a un par de calles del café. Estaría abierto para cuando llegara allá.
Veinte minutos después, encontró a un camarero abriendo las puertas y encendiendo las luces. Luchó contra la tentación de empezar pronto, optando por un café, que llevó a un rincón oscuro, y se sentó en una mesa alta a esperar a Kay.
El traductor llegó media hora después. Slim estaba tomando su tercer café y la fila de botellas de whisky detrás de la barra amenazaba con romper todas sus defensas.
Slim no había visto a Kay en persona desde sus tiempos en el ejército. El experto lingüista, que ahora trabajaba en un empleo sedentario senillo traduciendo documentos extranjeros para un bufete de abogados, se había ablandado y ganado peso. Parecía que comía demasiado bien y no bebía lo suficiente.
Slim seguía siendo el único cliente, así que Kay le vio de inmediato. Llamó al camarero y pidió un brandy doble y luego se subió al taburete que había enfrente.
Se dieron la mano. Ambos mintieron acerca de lo bien que se veían. Kay ofreció a Slim un trago que este declinó. Luego, con un suspiro, como si fuera la última cosa que quisiera hacer; Kay sacó un sobre de la bolsa que había traído y la puso sobre la mesa.
—Cometí un error —dijo.
—¿Qué?
—Esta es la transcripción. La he comprobado dos veces y aunque el sentido era correcto, me equivoqué en una pequeña sección.
Kay sacó un papel del sobre. Un círculo rojo destacaba una sección de texto escrita a mano con desaliño y que Slim supuso que era latín.
—Esta sección. Tu hombre está diciendo a algo que vuelva, que necesita que retorne a casa. Solo que no es así —Kay señaló una palabra que era tan ilegible que Slim ni siquiera intentó leerla—. Aquí. No es «ven», es «vete».
—¿Vuelve?
Kay asintió.
—Tema lo que tema tu objetivo, eso sigue allí.
13
Slim se sentía entumecido mientras estaba sentado en el coche al otro lado de la calle de la oficina de Ted cerca del centro del pueblo de Carnwell. El voluminoso equipo de radio estaba activado en el asiento del copiloto, pero el pequeño micrófono escondido en la chaqueta de Ted no daba ninguna señal. Después de todo, solo era una posibilidad remota que Ted estuviera vistiendo la chaqueta, pero si la había dejado sobre el respaldo de una silla, seguía siendo posible recoger voces.
Slim sabía que la carta de triunfo era abordar al propio Ted, pero eso desataría una tormenta que quería evitar por ahora. Si pudiera al menos captar algunos murmullos de un Ted absorto podía tener alguna pista y se culpó por haber olvidado el micrófono que Emma había escondido en la chaqueta de su marido.
Se abrió una puerta en el edificio de oficinas y Ted, con el portafolios en la mano, bajó las escaleras y se dirigió al estacionamiento de la parte trasera. Slim colocó el parasol sobre su ventanilla y se puso los auriculares. Solo oyó un crujido sordo, al que siguió el golpe de una puerta que se cerraba, lo que le dijo que al menos la pila del micrófono seguía cargada.
Luego un motor arrancando. Un momento después, la berlina verde de Ted apareció en la vía de acceso que rodeaba el edificio hasta el estacionamiento.
Slim se giró en su asiento, ajustando el cable de los auriculares, de forma que pudiera conducir adecuadamente. Mientras ponía la marcha atrás, un inofensivo Austin Metro blanco salió de un hueco a unos pocos coches de distancia del suyo.
Vio la cara de la conductora en el retrovisor exterior y soltó un gruñido.
Emma.
Ted había salido a la carretera principal. Emma estaba esperando a un par de coches para pasar, para así poder seguir a su marido con más discreción. Slim notó que no era el coche que le había visto conducir; probablemente uno de alquiler o, si Emma era verdaderamente estúpida, prestado por algún amigo.
Slim puso la marcha en el coche y salió. No podía dejarla seguir a Ted. No solo iba a meter la pata, sino que se arriesgaba a destruir cualquier posibilidad que tuviera Slim de descubrir la verdad.
El tráfico era afortunadamente denso para esa hora de la tarde. Slim mantuvo a la vista el coche de Ted que encabezaba una cola de otros hasta una desviación hacia la carretera de la costa, tomándose como siempre su tiempo. Con un oído en el micrófono, Slim pensó en todas las rutas posibles que Ted podía tomar y dónde podía interceptar a Emma. Todo dependía de si Ted tomaba el primer desvío o si continuaba más adelante hasta otra carretera más estrecha que desembocaba también en la carretera de costa a medio camino hacia Cramer Cove.
Giró. Dos automóviles lo siguieron y luego Emma. Slim forzó el motor, adelantando a una furgoneta en una curva sin visibilidad, con el corazón desbocado. Sonó una bocina mientras cambiaba de marcha y luego aceleraba fuerte en una rampa recta.
El desvío que llevaba a la carretera de la costa apareció a su izquierda. Slim clavó los frenos, y oyó un gemido de resistencia en su coche, luego pasó al carril opuesto aprovechando una pequeña oportunidad, esquivando por poco a un coche que venía, cuyo conductor pareció tan sorprendido que no llegó a usar su bocina.
El intento de Slim de adelantar a Ted le pareció inmediatamente una tontería, ya que la carretera atravesaba un bosque denso, abriéndose brevemente para cruzar un vado y luego subiendo de golpe a través de más árboles y campos oscuros y empinados. Slim apretó los dientes: solo hacía falta que apareciera un tractor o un vehículo en sentido contrario para hacer inútil su intento. Con cada curva esperaba un obstáculo, pero pasó sin problemas la última corta recta antes de que la carretera se uniera a la de la costa. Estaba a solo un centenar de metros cuando pasó el automóvil de Ted.
Apretó el acelerador. Su coche saltó en un socavón lo suficientemente grande como para hacer que el chasis se agrietara y se viniera al suelo. A Slim le dolió, pero ya se preocuparía por las reparaciones otro día.
Un segundo coche pasó el cruce, Era rojo, el segundo de los dos que habían seguido a Ted, lo que significada que el primero se había desviado en algún lugar.
A través de una pasarela, Slim vio el techo del Metro blanco de Emma detrás del seto. Iba a ir muy justo.
Llegó al cruce. Slim cerró los ojos, salió a ciegas y se paró donde bloqueaba completamente el camino. No se atrevió a abrir los ojos. Si se había equivocado, Emma chocaría exactamente en el lado del conductor del coche.
Se quedó ahí durante unos segundos interminables. Luego sonó una bocina.
Abrió los ojos. Emma se había detenido a unos tres metros de su coche y estaba saliendo, con el rostro furioso.
Salió a enfrentarse a ella, cerrando la puerta al tiempo que ella levantaba sus manos y le golpeaba en el pecho.
—¿Qué está haciendo, pedazo de imbécil? Le he despedido ¡Le he despedido!
Slim intentó en vano agarrarle las manos.
—No puedo dejarle que siga a Ted, Emma. Lo siento. Está pasando algo peligroso. Tiene que mantenerse al margen.
Ella le cruzó la cara, pero consiguió agarrar una de sus manos. No había olvidado todo lo que le había enseñado el ejército y en un momento la tuvo fuertemente sujeta, con los brazos pegados a sus costados.
—Maldito pedazo de…
Slim hizo lo único que pudo pensar para no empezar otra pelea. La echó atrás y la besó en un lugar aproximado a aquel en que tenían que estar sus labios.
Ella se movió en el último momento, de manera que su cara chocó con el borde de su mandíbula. A pesar del fallo, la intención se entendió y, cuando lo volvió a intentar, esta vez Emma respondió, abriendo su boca lo bastante como para extender el beso más allá de algo informal entre amigos.
Cuando Emma se apartó de nuevo (esta vez a regañadientes, por lo que parecía), Slim dijo:
—Necesito tiempo para ocuparme de esto. Por favor. Es importante.
Emma le miró fijamente. Como oferta de paz, sacó de un bolsillo la petaca que siempre llevaba y se la ofreció. En fondo resonaba algo de líquido.
—¿Brandy?
Slim sacudió la cabeza.
—Whisky. De marca blanca —Se encogió de hombros—. Soy pobre. Hace su trabajo. No soy un experto.
Emma miró la petaca y luego asintió. Lo tomó, desenroscó el tapón y dio un buen trago antes de devolvérsela a Slim, que hizo lo mismo.
—¿Podemos ir a algún sitio? —preguntó Slim—. Necesito hablar.
Emma le sostuvo la mirada. Vio que se había maquillado antes de salir y ya se sintió como parte de una gran traición, ya que el intento era sin duda para Ted.
—Conozco un sitio —dijo.
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