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CAPÍTULO TRES
20:35 h., hora del Atlántico (20:35 h., hora del Este)
San Juan Viejo
San Juan, Puerto Rico
—¡Oh, Alá! —dijo el hombre en voz baja—, déjame vivir mientras la vida sea mejor para mí y quítame la vida si la muerte es mejor para mí.
Caminaba por las calles de adoquines azules de la ciudad vieja, entre los coloridos edificios coloniales españoles de ladrillo, pintados en festivos rojos, amarillos, naranjas y azules pastel. Caía una lluvia ligera, pero no parecía molestar a los juerguistas del viernes por la noche. Salían de los restaurantes grupos risueños de mujeres y hombres jóvenes, bien vestidos, emocionados de estar vivos, quizás borrachos, todos hablando a la vez, abrazando las cosas de este mundo físico.
Él también era joven, pero las cosas de este mundo no eran para él. Su destino estaba en manos del Sabio.
Caminaba con sus propias manos a la altura de la cintura, mirando hacia arriba, con las palmas hacia el cielo y el dorso de las manos hacia el suelo, como era apropiado cuando se realizaba la Du'a islámica, suplicando a Alá su favor.
–Oh, Alá —dijo, sus labios apenas se movían, ningún sonido audible salía de su boca—, danos el bien en el mundo y el bien en el Más Allá y líbranos del tormento del Fuego.
Cualquiera que lo viera supondría que era un turista extranjero, o incluso un visitante de otra parte de la isla. Su piel era oscura, pero no más que la de muchos de los habitantes de la isla. Iba bien vestido, con un chubasquero azul para no mojarse con la lluvia cálida, pantalones chinos color canela y zapatos caros de senderismo. Llevaba una mochila colgada del hombro. Un observador podría pensar que su cámara estaba dentro y, de hecho, lo estaba.
La cuenta atrás estaba casi terminada. Había filmado un vídeo de sus despedidas finales, después de haber viajado aquí. Su entrada a Puerto Rico desde Grecia fue sorprendentemente fácil, al menos en su opinión. No era de Grecia, pero sus documentos afirmaban que era un hombre griego llamado Anthony y nadie lo cuestionó.
Ahora su vida estaba perdida. Lo que tuviera que ser, sería. Era decisión de Alá y solo de Alá.
Caminó cuesta abajo hasta una intersección. En esta esquina había una pequeña frutería, el dueño cerraba la tienda por la noche. Había una exhibición de frutas y verduras en la calle y el dueño las estaba llevando adentro.
Anthony miró al dueño por un momento. El tendero era un hombre mayor, con una barba blanca pulcramente recortada. Era de Jordania, uno de los miles de jordanos que habían inmigrado aquí en décadas pasadas. El hombre era amigo de la causa. Nadie lo sabría jamás, pero Anthony sí lo sabía.
Este hombre había preparado el camino para que aparecieran los soldados de Alá. Lugares donde quedarse, gente local con quien contactar, acceso a áreas seguras, métodos para mover hombres y materiales sin ser vistos y sin obstáculos… el hombre había proporcionado todo esto y más.
Anthony se acercó al puesto callejero.
–Discúlpame, amigo —dijo el tendero, sin apenas levantar la vista—, está cerrado.
–No hay más Dios que Alá —dijo Anthony en voz muy baja.
El anciano se detuvo, luego miró a ambos lados de la calle. Miró a Anthony de cerca, entrecerró un ojo y casi sonrió. Pero no llegó a sonreír.
–Y Mahoma es su mensajero —dijo, completando la Shahadah.
Anthony extendió la mano y tomó una de las manzanas del hombre. La mordió. Era dulce, jugosa y deliciosa. Venta de manzanas en un clima tropical como Puerto Rico. Las maravillas de Alá nunca cesarían.
–Aláu Akbar —dijo. “Alá es el más grande”.
Ahora metió la mano en el bolsillo y sacó un billete de 100 dólares estadounidenses. Ya no lo necesitaba. Se lo entregó, pero el tendero trató de rechazarlo.
–Te regalo la manzana.
–Por favor —dijo Anthony—, cógelo. Es un pequeño regalo de agradecimiento, no un pago.
–Los regalos de Alá no son de este mundo —dijo el tendero.
–Es un regalo de mi parte para ti.
En silencio, el tendero cogió el billete y se lo metió en el bolsillo. Le entregó a Anthony algunas monedas a cambio, completando la ilusión de que un hombre acababa de comprarle una manzana a otro. Si alguien estuviera mirando, una persona en una ventana, una cámara de vídeo, no había ocurrido más que una simple transacción.
–Que Él acepte tu sacrificio y te abra sus puertas.
Anthony asintió y guardó las monedas en su propio bolsillo. —Gracias.
No se habría atrevido a pedir esto para sí mismo, considerándolo egoísta. Pero debía admitir que era lo que más le preocupaba. Lo había estado carcomiendo durante días y ahora se daba cuenta de que todas sus oraciones y súplicas habían estado pidiéndolo, sin siquiera decirlo. ¿Su sacrificio sería lo suficientemente bueno? ¿Sería suficientemente cierto? ¿No estaba contaminado por su ego y sus deseos?
Su cuerpo tembló levemente. Iba a morir y tenía miedo.
Más que astuto y cuidadoso, el tendero era sabio y parecía entender las cosas que no se decían. —Que las bendiciones de Alá sean con Su mejor creación, Mahoma y toda su progenie pura —dijo.
Anthony asintió de nuevo. Era exactamente lo que necesitaba escuchar. Si su oferta provenía de un corazón puro, sería aceptada. Le dio otro mordisco a la manzana, sonrió y se la acercó al tendero, como diciendo: —Muy buena.
Luego dio media vuelta y se alejó calle abajo. Tal como estaban las cosas, ya había puesto al tendero en más peligro del necesario.
Antes de llegar al final de la calle, ya estaba repitiendo sus súplicas.
CAPÍTULO CUATRO
21:20 h., hora del Atlántico (21:20 h., hora del Este)
La Fortaleza
San Juan Viejo
San Juan, Puerto Rico
—Dime, Don —dijo Luis Montcalvo, el gobernador en funciones de Puerto Rico—, ¿alguna vez has estado en la Escuela de las Américas?
Un pequeño grupo de personas estaba reunido en un salón en el tercer piso de La Fortaleza, la mansión colonial española que había servido como residencia del gobernador de Puerto Rico desde 1540. Más de doscientos años antes de que Estados Unidos naciera., los Gobernadores puertorriqueños ya vivían en esta casa.
Eso era lo que temía Clement Dixon. Había invitado a Don Morris, jefe del Equipo de Respuesta Especial del FBI, a que lo acompañara en esta visita de estado. Sin lugar a dudas, era una visita de estado, muy parecido a visitar otro país. La relación entre los Estados Unidos y su vasallo Puerto Rico estaba llena de desconfianza, recelos y desatinos de proporciones épicas.
El asesinato por parte del FBI del nacionalista puertorriqueño Alfonso Cruz Castro el año pasado, el bombardeo de la Marina de los EE.UU. durante décadas en la isla puertorriqueña de Vieques y el fracaso de la Marina en limpiar el vertedero tóxico que dejaron atrás, eran una pequeña lista de los errores que le vinieron a la mente.
Traer a Don podría haber sido otro más.
El escuadrón de élite de aquel hombre se había adentrado en el Círculo Polar Ártico para desactivar un arma nuclear rusa que detonaría y causaría una calamidad mundial. Al hacerlo, habían demostrado un nivel de heroísmo que llevó a Dixon a cuestionar su salud mental. Más allá del peligro físico, habían asumido la misión en contra de las órdenes de sus superiores en el FBI y en la Casa Blanca.
Don Morris había apostado su legendaria carrera por la información obtenida por su propia gente y por su capacidad para llevar a cabo una misión con recursos improvisados, contra todo pronóstico, en uno de los lugares más temibles de la Tierra.
Y había ganado la apuesta.
Clement Dixon lo admiraba, así que le había traído a Puerto Rico. Quería conocer mejor a este hombre. Quería sentirlo y ver si había más formas en las que poder trabajar juntos. Y le gustaba mezclar y combinar personas.
Don Morris, el viejo guerrero de las operaciones encubiertas, reunido con Luis Montcalvo, el joven cuidador liberal de Puerto Rico, asumió el papel porque la vieja guardia había sucumbido en las llamas de un escándalo de corrupción. Su ascenso desde el cargo de Secretario de Medio Ambiente había sucedido a la velocidad del rayo, en gran parte porque la administración saliente lo había mantenido a distancia y todos los que estaban por encima de él estaban corrompidos.
Montcalvo tenía treinta y un años, en opinión de Clement Dixon (y probablemente también de Don), apenas lo suficiente para atarse él solo los zapatos. Era muy guapo, soltero, no tenía hijos y abundaban los rumores de que incluso podría ser gay.
Después de una cena formal y unos tragos, Don Morris los había obsequiado durante más de una hora con lo que Dixon sospechaba que eran versiones edulcoradas de operaciones especiales de días pasados.
Ahora, Montcalvo hizo lo que probablemente creyó que iría directo a la yugular. Hasta este segundo, había sido el anfitrión más amable que se pudiera imaginar.
–En Puerto Rico hemos sufrido mucho a manos del ejército estadounidense. Hemos sufrido la humillación de la armada estadounidense bombardeando nuestras costas para practicar el tiro al blanco. Las dos mil cuatrocientas personas de nuestra isla Vieques han sufrido los efectos en su salud de ser bombardeadas, sometidas al ruido extremo de aviones supersónicos y expuestas a los químicos tóxicos arrojados allí. Esas son acciones de ocupantes, no de compatriotas. Y nuestros hermanos en América Latina y el Caribe se han guiado por la persuasión tan gentil de quienes aprendieron su oficio en la Escuela de las Américas.
Hubo un momento de silencio en el ornamentado salón colonial español, con su techo alto, ventiladores de techo que giraban suavemente y sillas de respaldo alto.
Montcalvo estaba de pie, con una copa en la mano. Quizás estaba borracho. Había cuatro personas sentadas: Clement Dixon y su asistente personal, Tracey Reynolds, así como Don Morris y su esposa, Margaret.
Don había sido entretenido y encantador toda la noche. Margaret interpretó el papel de una especie de mujer seria en un programa de variedades, pero funcionó. Claramente lo había estado haciendo durante mucho tiempo.
–¿Escuela de las Américas? —dijo Don, repitiendo el nombre como si nunca lo hubiera escuchado antes.
–Sí, señor —dijo Montcalvo. —¿Estudiaste allí alguna vez?
Era una pregunta embarazosa, sobre todo porque probablemente Montcalvo sabía la respuesta sin tener que preguntar. Probablemente también sabía que, durante su tiempo en la Cámara de Representantes, Clement Dixon a menudo se dirigía a la multitud en las reuniones de protesta anuales en el exterior de Fort Benning, donde estaba ubicada la escuela. Algunas de esas protestas llegaron a reunir a 15.000 personas.
–Luis —dijo Dixon—, estoy agradecido por tu hospitalidad, pero puede que ahora no sea el momento para preguntas de esa naturaleza.
–Es una pregunta simple —dijo Montcalvo, mirando a Don. —¿No lo es?
Don asintió. —Es una pregunta simple. Y me complace contestar.
Montcalvo se encogió de hombros. —Entonces, por favor, hazlo.
Dixon gimió por dentro. La Escuela de las Américas, ahora conocida como el Instituto del Hemisferio Occidental para la Cooperación en materia de Seguridad, en un absurdo cambio de nombre para lavarle la cara, fue la infame escuela de tortura del Pentágono, especialmente enfocada a América Latina y el Caribe. Algunos de los peores violadores de derechos humanos en el hemisferio occidental, personas responsables de una larga lista de atrocidades, se graduaron en esa escuela.
Las poblaciones civiles en lugares como Haití, Perú, Bolivia, Colombia, México, Guatemala, Honduras, El Salvador, Brasil, Argentina y Chile habían sufrido con personas que aprendieron su oficio en la Escuela de las Américas.
–Nunca he estado en la Marina de los Estados Unidos —dijo Don—, así que no sabría decirte por qué bombardearon tu isla. Yo no participé en ello. Pero en cuanto a la Escuela de las Américas, estuve allí, sí. Cuando era joven, la escuela todavía estaba ubicada en Panamá. Los jefazos creyeron que completaría mi formación.
–¿Y lo hizo?
–Todo lo que puedo decirte —dijo Don—, es que en la escuela hay más cosas aparte de tortura. Aprendí algunas técnicas de negociación legítimas mientras estuve allí y me formé una idea de cómo se lleva a cabo el arte de gobernar.
Montcalvo enarcó una ceja. —¿Política?
–Sí.
–¿Y también aprendiste a hacer hablar a la gente? ¿Y a cómo hacerlos cooperar? —Don Morris miró primero a su esposa, Margaret, que parecía afligida por la pregunta. Luego miró a Dixon. Dixon se dio cuenta de que Don y Margaret estaban cogidos de la mano.
Si Montcalvo estaba tratando de abrir una brecha entre Clement Dixon y Don Morris, casi funcionó, pero no del todo. Dixon tenía mucho respeto por Don Morris, fuera lo que fuera lo que hubiera hecho y dondequiera que se hubiera educado.
Aun así, Dixon odiaba la Escuela de las Américas. Odiaba la idea de que, después de décadas de protestas y controversias, todavía estuviera abierta, bajo un nuevo nombre que era deliberadamente difícil de recordar. Esta conversación le había recordado sus promesas de cerrar ese lugar algún día.
Ahora era Presidente. Por supuesto, no pretendamos que los Presidentes sean completamente libres de hacer lo que quieran. David Barrett lo había aprendido por las malas. Cerrar la Escuela de las Américas podría otorgarle a Clement Dixon una jubilación bastante abrupta.
Don asintió. —Sí, lo hice.
* * *
—Buenas noches, señor Presidente —dijo Tracey Reynolds. Su voz resonó por el largo pasillo de mármol.
Clement Dixon estaba justo en la puerta de su habitación. Dos grandes hombres del Servicio Secreto permanecían en silencio a cada extremo del pasillo, fingiendo que eran estatuas de piedra que no veían ni escuchaban nada. En realidad, lo escuchaban todo y lo veían todo.
Y, al igual que ellos, también lo hacían decenas de otras personas.
Dixon miró a su nueva asistente. Tracey, tan joven como era, se había mantenido firme esta noche. Aceptó una copa de vino, la fue bebiendo a sorbitos durante toda la noche y no habló a menos que se le preguntara. Sus respuestas fueron claras, informadas y al grano. Cuando llegó el momento incómodo, no dijo una palabra sobre la Escuela de las Américas, no se sintió atraída en absoluto. Dixon ni siquiera estaba seguro de si ella sabía qué era la escuela.
Su juventud y su potencial le recordaban a Dixon su propia edad avanzada. Setenta y cuatro años. Todas las décadas, todas las batallas, toda el agua que había corrido bajo el puente, gran parte contaminada.
Soy demasiado mayor para esto.
Era cierto, tal como estaban las cosas. Clement Dixon era un anciano y los requisitos de la presidencia a menudo parecían desbordarle, como si demandaran más de lo que él podía ofrecer. Este era un trabajo para un hombre más joven.
–Tracey, por el amor de Dios, llámame Clem. O Clement. O Sr. Magoo. Pero deja de llamarme señor Presidente. Estás conmigo dieciocho horas al día y tengo un nombre. Úsalo, por favor.
Ella era una hermosa rubia. Llevaba el pelo en un alegre bob, muy conservador. A Clement Dixon le gustaría verla con el pelo largo, cayendo en cascada sobre sus hombros, pero esos días habían pasado y, de todos modos, lo que él quería no importaba.
La había conocido semanas atrás, en una reunión en la Casa Blanca. Ella era la ayudante de alguien y había dicho algo tonto, posiblemente incluso ridículo, pero él no recordaba qué. Algo sobre tomarse las declaraciones públicas del gobierno ruso al pie de la letra. Él la había reprendido al respecto frente a un grupo de personas.
Eso no importaba. Ella había captado su atención. Así que él puso en marcha las antenas.
Era joven, tenía veintitantos años y provenía de una familia prominente de Rhode Island. Tenían hoteles en Newport, o algo así. Quizás eran dueños del Festival de Jazz de Newport, ¿alguien era dueño del Festival de Jazz de Newport? De todos modos, eran grandes donantes de la fiesta, por lo que era seguro asumir que habían movido algunos hilos en favor de ella.
A él tampoco le importaba cómo llegó a trabajar en la Casa Blanca. Casi nadie en la Casa Blanca había llegado allí por mérito y mucho menos Clement Dixon. Ese ideal de “el mejor y más capaz” había desaparecido hace mucho tiempo.
Hoy en día, si venías de una familia importante (preferiblemente una a la que le gustara hacer donaciones), podías empañar un espejo y no babeabas con el papeleo, eras material de la Casa Blanca.
Aun así, Tracey era muy brillante, tenía mucha energía y era buena para hacer un seguimiento de las cosas. Ella estaba al tanto de los detalles. Y puso un poco de alegría en el paso de Clement Dixon. Una chica bonita te haría eso.
¿Estaba la gente molesta porque esta hermosa joven había saltado sobre todos los demás para convertirse en la asistente personal del Presidente? Puedes apostar a que sí. A Clement Dixon eso tampoco le importaba. Era demasiado mayor para preocuparse por las miradas furiosas de las hachas de guerra que pasaban a su lado.
Le gustaba Tracey y gustar era el cincuenta y uno por ciento del trabajo.
La miró, desconcertado, mientras la piel de su cuello se sonrojaba.
–Está bien —dijo. —¿Señor… Magoo?
Dixon se rio. —Buenas noches, Tracey.
Se volvió hacia su habitación.
De repente, Tracey se acercó a él y lo besó en la mejilla.
–Buenas noches, señor Magoo.
Ahora fue el turno de Clement Dixon de ruborizarse.
Tuvieron un breve momento. Se produjo una chispa. ¿O ya estaba allí? La miró a los ojos azules y casi hizo una estupidez. Casi la invita a su habitación. Entonces no lo hizo.
–Buenas noches —dijo de nuevo.
Entró en su dormitorio y cerró la puerta.
Inspiró profundamente. Iba por un camino peligroso. La locura y el desastre estaban ahí. Estaba empezando a enamorarse de una mujer mucho más joven, una mujer lo suficientemente joven para ser su nieta.
No podía suceder. No iba a suceder.
Mejor sacárselo de la cabeza.
En cambio, miró alrededor de la habitación, sumergiéndose en ella. Esta habitación era del mismo estilo que el resto de la casa: relucientes suelos de mármol, techo de dos pisos con ventiladores que giraban suavemente, ventanas altas con pesadas cortinas bien cerradas contra la noche. La cama era de tamaño king, con botellas de agua fría en una mesa a un lado, junto con una cubitera. Había bombones sobre la colcha. Había un silencio sepulcral.
John y Jackie Kennedy habían dormido en este dormitorio. El Papa Pablo VI había dormido aquí. Winston Churchill había dormido allí, después de terminar sus funciones como primer ministro de Inglaterra. Es más, el gran autor colombiano Gabriel García Márquez y el cantante de rock Bono habían dormido aquí en un momento u otro.
Ahora Clement Dixon estaba aquí. El Presidente Clement Dixon.
Más allá de su mejor momento, seguro. Pero, de alguna manera, Presidente. Era como un jugador de béisbol envejecido al final de una larga carrera, que de repente termina en un equipo en camino a la Serie Mundial, cuando ya no puede hacer mucho bien a ese equipo.
Si…
Si pudiera garantizar una atención médica decente y asequible para todos los estadounidenses…
Si el veinte por ciento de los niños estadounidenses no pasaran hambre por la noche…
Si casi un millón de estadounidenses no estuvieran sin hogar…
Jugaba mucho al juego de “si”. Pero también lo reconoció como un hábito, uno de los malos. Si hubiera tropezado con esta situación hace veinte años, cuando tenía cincuenta y tantos años y todavía tuviera la energía de un hombre de treinta y tantos. Si su esposa estuviera viva para presenciar todo esto y estar a su lado. Si algunos de los grandes estadistas de los años cincuenta y sesenta estuvieran vivos, para orientarlo y ser sus aliados.
Si el giro a la derecha de la década de 1980 nunca hubiera ocurrido, cuando el juego cambió de salvaguardar el bienestar del país a apaciguar a las corporaciones y a Wall Street a toda costa.
Estas eran las mentiras que se decía a sí mismo y necesitaba dejarlas ir. Las circunstancias eran las que eran: era el Presidente de los Estados Unidos y esto era un inmenso privilegio. También era una oportunidad de ser parte de la historia y de hacer algo realmente bueno.
Tomemos, por ejemplo, esta visita a Puerto Rico. Dixon era el primer Presidente desde John Kennedy, en 1960, en visitar esta isla. Durante cuarenta y cinco años ningún Presidente había puesto un pie aquí. Puerto Rico era técnicamente un protectorado estadounidense, una forma elegante de decir que lo habíamos ganado en una guerra contra España hace más de cien años. Y lo habíamos tratado como botín de guerra desde entonces.
Era más grande y con más población que muchos estados estadounidenses, pero nunca se le había ofrecido la condición de estado. Tenía estrechos vínculos con la ciudad de Nueva York y Miami, con un desfile constante de personas yendo y viniendo. Los puertorriqueños eran ciudadanos estadounidenses y pagaban impuestos federales, pero no tenían representación en el Senado de los Estados Unidos ni en la Cámara de Representantes.
A fines del año pasado, el FBI había descubierto el paradero del radical independentista puertorriqueño Alfonso Cruz Castro, que vivía en una casa franca en una zona selvática, a menos de una hora de este mismo lugar. El hombre tenía sesenta y tres años y había estado implicado en el robo de un camión de Brink y en el asesinato de un guardia de camiones en Manhattan en 1981.
Agentes del FBI rodearon la cabaña de madera y, cuando Castro se negó a rendirse, dispararon más de dos mil balas a través de ella. Afortunadamente, Castro era el único dentro. De lo contrario, la pesadilla de las relaciones diplomáticas no habría tenido fin. Dixon se estremeció al pensar si hubiera habido una mujer o niños dentro con Castro.
De hecho, la familia de Castro realizó una procesión pública con su ataúd y decenas de miles de personas se alinearon en las calles de San Juan para verlo pasar. Su funeral fue más concurrido que la mayoría de los funerales nacionales de primeros ministros y mucho más importante que el funeral de cualquier gobernador de Puerto Rico.
Había un sentimiento antiestadounidense en Puerto Rico, eso estaba claro.
Dixon se sentó en la cama, extendió la mano y cogió una de las botellas de agua. La botella de vidrio estaba resbaladiza por la condensación.
–Mañana —dijo en voz alta.
Hubo un débil eco de su voz en la habitación.
Mañana daría un discurso en el jardín de La Fortaleza, ante unos cientos de simpatizantes del gobernador, miembros del partido, funcionarios, magnates de los negocios de la isla y sus familias. Sería retransmitido en directo a toda la isla y ciertamente aparecería en las noticias de televisión de los Estados Unidos y otras muchas partes del mundo. Planeaba decir sus primeras frases en español.
Posteriormente, la comitiva presidencial se desplazaría por las calles de la ciudad vieja y cruzaría el puente hasta el aeropuerto. Iba a ser un gran día. Era el día en que Clement Dixon pondría un sello en su nueva presidencia.
Y luego se subiría a un avión y volaría cinco horas hasta Washington, DC. Ese pensamiento hizo que su corazón se hundiera, solo un poco.
Suspiró de nuevo.
Realmente, era demasiado mayor para todo esto.