Kitabı oku: «Blancanieves y otros cuentos», sayfa 2
Al muchacho le entraron ganas de participar en el juego y les preguntó: —¡Hola!, ¿puedo jugar yo también?
—Sí, si tienes dinero.
—Dinero tengo —respondió él—. Pero sus bolos no están bien redondos —y, tomando las calaveras, las puso en el torno y las modeló debidamente—. Ahora rodarán mejor —dijo—. ¡Así da gusto!
Jugó y perdió algunos florines; pero al dar las doce, todo desapareció de su vista. Se tendió y durmió tranquilamente.
A la mañana siguiente se presentó de nuevo el Rey, curioso por saber lo que había ocurrido.
—¿Cómo lo has pasado esta vez? —preguntó.
—Estuve jugando a los bolos y perdí unos cuantos florines. —¿Y no sentiste miedo?
—¡Qué va! —replicó el chico—. Me divertí mucho. ¡Ah, si pudiese saber lo que es el miedo!
La tercera noche, sentado nuevamente en su banco, suspiraba mohíno y malhumorado: “¿Por qué no puedo sentir miedo?” Era ya bastante tarde cuando entraron seis hombres fornidos llevando un ataúd. Dijo él entonces:
—Ahí debe de venir mi primito, el que murió hace unos días. Y, haciendo una seña con el dedo, lo llamó:
—¡Ven, primito, ven aquí!
Los hombres depositaron el féretro en el suelo. El mozo se les acercó y levantó la tapa; contenía un cuerpo muerto. Tocó la cara, que estaba fría como hielo.
—Aguarda —dijo—. Voy a calentarte un poquito.
Y, volviéndose al fuego a calentarse la mano, la aplicó seguidamente en el rostro del cadáver; pero éste seguía frío. Lo saco entonces del ataúd, y sentó junto al fuego con el muerto sobre su regazo, y se puso a frotarle los brazos para reanimar la circulación. Como tampoco esto servía de nada, se le ocurrió que metiéndolo en la cama podría calentarlo mejor. Lo acostó, lo arropó bien y se echó a su lado.
Al cabo de un rato, el muerto empezó a calentarse y a moverse. Dijo entonces el mozo:
—¡Ves, primito, como te he hecho entrar en calor!
Pero el muerto se incorporó gritando:
—¡Te voy a estrangular!
—¿Con que será así? —exclamó el muchacho—. ¿Así me lo agradeces? Pues entonces vuelves a tu ataud.
Y, levantándolo, lo metió en la caja y cerró la tapa. En esto entraron de nuevo los seis hombres y se lo llevaron.
—No hay manera de sentir miedo —se dijo—. Está visto que no me enteraré de lo que es, aunque pasara aquí toda la vida.
Apareció luego otro hombre, más alto que los anteriores, y de terrible aspecto; pero era viejo y llevaba una gran barba blanca.
—¡Ah, joven tonto —exclamó—; pronto sabrás lo que es miedo, pues vas a morir! —¡Calma, calma! —replicó el mozo—. Yo también tengo algo que decir en este asunto.
—Deja que te agarre —dijo el ogro.
—Poco poco. Lo ves muy fácil pero soy tan fuerte como tú, o más. —Eso lo veremos —replicó el viejo—. Si lo eres, te dejaré marchar. —Ven conmigo, que haremos la prueba.
Y, a través de tenebrosos corredores, lo condujo a una fragua. Allí empuñó un hacha, y de un hachazo clavó en el suelo uno de los yunques.
—Yo puedo hacer eso y más —dijo el muchacho, dirigiéndose al otro yunque.
El viejo, con la barba blanca colgando, se colocó a su lado para verlo bien. Cogió el mozo el hacha, y de un hachazo partió el yunque, aprisionando de paso la barba del viejo.
—Ahora te tengo en mis manos —le dijo—; Serás tú quien va a morir.
Y, agarrando una barra de hierro, la emprendió con el viejo hasta que éste, gimoteando, le suplicó que no le pegara más; en cambio, le daría grandes riquezas. El chico, desclavó el hacha y lo soltó. Entonces el hombre lo acompañó nuevamente al palacio, y en una de las bodegas le mostró tres arcas llenas de oro.
—Una de ellas es para los pobres; la otra, para el Rey; y la tercera, para ti.
Dieron en aquel momento las doce, y el viejo desapareció, quedando el muchacho sumido en tinieblas.
—De algún modo saldré de aquí —se dijo.
Y, moviéndose a tientas, al cabo de un rato, dio con un camino que lo condujo a su aposento, donde se echó a dormir junto al fuego.
A la mañana siguiente compareció de nuevo el Rey y le dijo:
—Bien, supongo que ahora sabrás ya lo que es el miedo.
—No —replicó el muchacho—. ¿Qué es? Estuvo aquí mi primo muerto, y después vino un hombre barbudo, el cual me mostró los tesoros que hay en los sótanos; pero lo que es el miedo, nadie me ha dicho una palabra.
Dijo entonces el Rey:
—Has desencantado el palacio y te casarás con mi hija.
—Todo eso está muy bien —repuso él—. Pero yo sigo sin saber lo que es el miedo. Sacaron el oro y se celebró la boda. Pero el joven príncipe, a pesar de que quería mucho a su esposa y se sentía muy satisfecho, no cesaba de susurrar: “¡Si al menos supiese lo que es el miedo!”.
Al fin, aquellas murmuraciones acabaron por irritar a la princesa. Su camarera le dijo:
—Yo lo arreglaré. Voy a enseñarle lo que es el miedo.
Se dirigió al riachuelo que cruzaba el jardín y mandó que le llenaran un barreño de agua con muchos pececillos. Por la noche, mientras el joven dormía, su esposa, instruida por la camarera, le quitó bruscamente las ropas y le echó encima el cubo de agua fría con los peces, los cuales se pusieron a coletear sobre el cuerpo del muchacho.
Éste despertó de súbito y echó a gritar:
—¡Ah, qué miedo, qué miedo, mujercita mía! ¡Ahora sí que sé lo que es el miedo!
El lobo y las siete cabritas
Érase una vez una vieja cabra que tenía siete cabritas, a las que quería tan tiernamente como una madre puede querer a sus hijos.
Un día salió al bosque a buscar comida y llamó a sus pequeñuelas.
—Hijas mías —les dijo—, me voy al bosque; tengan mucho cuidado con el lobo, pues si entra en la casa, las devorará sin dejar ni un pelo. El muy bribón suele disfrazarse, pero lo reconocerán enseguida por su voz ronca y sus negras patas.
Las cabritas respondieron:
—Tendremos mucho cuidado, madrecita. Puedes ir tranquila.
Se despidió la vieja cabra con un balido y, confiada en la palabra de sus cabritas, emprendió su camino.
No había transcurrido mucho tiempo cuando llamaron a la puerta y una voz que decía:
—Abran, hijitas. Soy su madre; estoy de regreso y traigo regalos para ustedes. Pero las cabritas comprendieron, por lo rudo de la voz, que era el lobo.
—No te abriremos —exclamaron—. No eres nuestra madre. Ella tiene una voz suave y cariñosa, y la tuya es bronca. ¡Eres el lobo!
Entonces, el lobo fue a la tienda y se compró un buen trozo de yeso. Se lo comió para suavizarse la voz y volvió a llamar a la puerta de la casita:
—Abran hijitas —dijo—. Soy su madre y traigo un regalo para ustedes.
Pero el lobo había puesto una negra pata en la ventana y, al verla las cabritas, exclamaron:
—No, no te abriremos; nuestra madre no tiene las patas negras como tú. ¡Eres el lobo!
Corrió entonces el muy bribón a una panadería y le dijo al panadero:
—Me he lastimado un pie; úntamelo con un poco de pasta para que me sienta mejor.
Untada la pata, fue al encuentro del molinero:
—Échame harina blanca en el pie —dijo.
El molinero, comprendiendo que el lobo tramaba alguna tropelía, se negó desde el principio; pero la fiera lo amenazó: —Si no lo haces, te devoro.
El hombre, asustado, le blanqueó la pata. Sí, así es la gente.
Volvió entonces el rufián por tercera vez a la puerta y, llamando, dijo: —Abran, pequeñas; es su querida madrecita, que está de regreso y les traigo cosas buenas del bosque.
Las cabritas replicaron:
—Enséñanos la pata, queremos asegurarnos de que eres nuestra madre.
La fiera puso la pata en la ventana y, al ver ellas que era blanca, creyeron que eran verdad sus palabras y se apresuraron a abrir. Pero fue el lobo quien entró. ¡Qué sobresalto, Dios mío! ¡Y qué prisas por esconderse todas!
Una se metió debajo de la mesa, la otra en la cama, la tercera en el horno, la cuarta en la cocina, la quinta en el armario, la sexta debajo de la fregadera, y la más pequeña, en la caja del reloj. Pero el lobo fue descubriéndolas una tras otra y, sin gastar cumplidos, se las engulló a todas menos a la más pequeñita que, oculta en la caja del reloj, pudo escapar de sus garras
Lleno y satisfecho, el lobo se alejó a trote ligero y, llegado a un verde prado, se tumbó a dormir a la sombra de un árbol.
Al cabo de poco tiempo, la vieja cabra regresó a casa. ¡Santo Dios, lo que vio! La puerta, abierta de par en par; la mesa, las sillas y bancos, todo volcado y revuelto; la jofaina, rota en mil pedazos; las mantas y almohadas, por el suelo. Buscó a sus hijitas, pero no aparecieron por ninguna parte; llamó a todas por sus nombres, pero ninguna contestó. Hasta que, con una vocecita muy queda, dijo la más pequeña de las cabritas:
—Madre querida, estoy en la caja del reloj.
La cabra sacó a su pequeña, y entonces le explicó que había venido el lobo y se había comido a las demás. ¡Imaginen con qué desconsuelo lloraba la madre por la pérdida de sus hijitas!
Cuando ya no le quedaban más lágrimas, salió al campo en compañía de su pequeña y, al llegar al prado, vio al lobo dormido debajo del árbol, roncando tan fuerte que hacía temblar las ramas. Al observarlo de cerca, pareció que algo se movía y agitaba en su abultada barriga.
“¡Válgame Dios! —pensó—. ¿Serán mis pobres hijitas que se las ha merendado y que están vivas aún?”. Y envió a la pequeña a casa, a toda prisa, en busca de tijeras, aguja e hilo.
Abrió la panza al monstruo, y apenas había empezado a cortar cuando una de las cabritas asomó la cabeza. Al seguir cortando saltaron las seis afuera, una tras otra, todas vivitas y sin daño alguno, pues la bestia, en su glotonería, las había engullido enteras. ¡Habrían de ver su regocijo! ¡Con cuánto cariño abrazaron a su madrecita, brincando como chapulines!
Pero la cabra dijo:
—Ahora tráiganme las piedras que encuentren; llenaremos con ellas la panza de esta condenada bestia, aprovechando que ahora duerme.
Las siete cabritas corrieron buscando piedras y las fueron metiendo en la barriga, hasta que ya no cupieron más. La madre cosió la piel con tanta presteza y suavidad, que la fiera no se dio cuenta de nada, ni hizo el menor movimiento.
Terminada su siesta, el lobo se levantó y, como los guijarros que le llenaban el estómago le dieron mucha sed, caminó a un pozo para beber. Mientras andaba, moviéndose de un lado a otro, los guijarros de su panza chocaban entre sí con gran ruido, por lo que exclamó:
—¿Qué será este ruido que suena en mi barriga? Creí que eran seis cabritas. Mas ahora me parecen campanitas.
Al llegar al pozo e inclinarse sobre el brocal, el peso de las piedras lo arrastró y lo hizo caer al fondo, donde se ahogó miserablemente.
Viéndolo, las cabritas acudieron corriendo y, jubilosas, gritaron: —¡El lobo está muerto! ¡El lobo está muerto!
Y, junto con su madre, se pusieron a bailar en torno al pozo.
Las tres hilanderas
Había una niña muy holgazana que no quería hilar. Ya podía desgañitarse su madre; no había modo de obligarla. Hasta que la buena mujer perdió la paciencia de tal forma, que la agarró a bofetadas, y la niña se puso a llorar a gritos.
Acertaba a pasar en aquel momento la Reina y, al oír los lamentos, hizo parar la carroza. Entró en la casa y preguntó a la madre por qué le pegaba a su hija de aquella manera, pues sus gritos se oían desde la calle.
Avergonzada la mujer de tener que pregonar la holgazanería de su hija, respondió a la Reina:
—No puedo sacarla de la rueca, todo el tiempo quiere estar hilando; pero soy pobre y no puedo comprar tanto lino.
Dijo entonces la Reina:
—No hay nada que me guste tanto como oír hilar; me encanta el zumbar de los tornos. Deja que tu hija venga conmigo a palacio. Tengo lino en abundancia y podrá hilar cuanto guste.
La madre asintió a ello muy contenta, y la Reina se llevó a la pequeña. Llegando al palacio, la llevaron a tres aposentos del piso alto, que estaban llenos hasta el techo de magnífico lino.
—Vas a hilarme este lino —le dijo—, y cuando hayas terminado, te daré por esposo a mi hijo mayor. Nada me importa que seas pobre; una joven hacendosa lleva consigo su propio dote.
La muchacha sintió en su interior una gran congoja, pues aquel lino no había quien lo hilara, aunque viviera trescientos años y no hiciera otra cosa desde la mañana a la noche.
Al quedarse sola, se echó a llorar y así se estuvo tres días sin mover una mano. Al tercer día se presentó la Reina, y extrañada al ver que no había hecho nada aún; pero la moza se excusó diciendo que no había podido empezar todavía por la mucha pena que le daba el estar separada de su madre. La Reina entendió esta excusa; pero le dijo:
—Mañana temprano tienes que empezar el trabajo.
Nuevamente sola, la muchacha sin saber qué hacer, ni cómo salir de este apuro, asomó en su desazón a la ventana y vio que se acercaban tres mujeres: la primera tenía uno de los pies muy ancho y plano; la segunda, un labio inferior enorme, que le caía sobre la barbilla; y la tercera, un dedo pulgar abultadísimo. Las tres se detuvieron ante la ventana y, levantando la mirada, preguntaron a la niña qué le ocurría. Ella les contó del problema en el que se encontraba, y las mujeres le brindaron su ayuda:
—Si prometes invitarnos a la boda, sin avergonzarte de nosotras, nos llamas primas y nos sientas a tu mesa, hilaremos para ti todo este lino en un santiamén.
—Con toda el alma se los prometo —respondió la muchacha—. Entren y podrán empezar ahora mismo.
Hizo entrar, pues, a las tres extrañas mujeres, y en la primera habitación desalojó un espacio donde pudieran instalarse. Inmediatamente pusieron manos a la obra. La primera tiraba de la hebra y hacía girar la rueda con el pie; la segunda, humedecía el hilo; la tercera lo retorcía, aplicándolo contra la mesa con el dedo, y a cada golpe de pulgar caía al suelo un montón de hilo de lo más fino.
Cada vez que venía la Reina, la muchacha escondía a las hilanderas y le mostraba el lino hilado; la Reina se admiraba, deshaciéndose en alabanzas para la moza. Cuando estuvo terminado el lino de la primera habitación, pasaron a la segunda, y después a la tercera; y así no tardó en quedar lista toda la labor.
Se despidieron entonces las tres mujeres, diciendo a la muchacha:
—No olvides tu promesa; es por tu bien.
Cuando la doncella mostró a la Reina los cuartos vacíos y la grandísima cantidad de lino hilado, se fijó en seguida el día para la boda. El novio estaba encantado de tener una esposa tan hábil y laboriosa, y no cesaba de ponderarla.
—Tengo tres primas —dijo la muchacha—, a quienes debo grandes favores, y no quiero olvidarme de ellas en la hora de mi dicha. Permítanme invitarlas a la boda y las siente en nuestra mesa.
A lo cual respondieron la Reina y su hijo:
—¿Y por qué no habríamos de invitarlas?
Así, el día de la fiesta se presentaron las tres mujeres, magníficamente vestidas, y la novia salió a recibirlas diciéndoles:
—¡Bienvenidas, queridas primas!
—¡Uf! —exclamó el novio—. ¡Sí que son feas tus primas! Y, dirigiéndose a la del enorme pie plano, le preguntó: —¿Cómo es que tienes ese pie tan grande?
—De hacer girar el torno —dijo ella.
Pasó entonces el príncipe a la segunda:
—¿Y por qué te cuelga tanto ese labio?
—De lamer la hebra —contestó la mujer—
Y a la tercera:
—¿Y cómo por qué tienes este pulgar tan achatado?
—De tanto torcer el hilo —replicó ella.
Asustado, exclamó el hijo de la Reina:
—Jamás mi linda esposa tocará una rueca. Y con esto se terminó la pesadilla del hilado.
Las tres hojas de la serpiente
Vivía una vez un hombre que era tan pobre, que siempre pasaba apuros para alimentar a su único hijo. Un día, el hijo le dijo:
—Padre mío, estás muy necesitado de dinero, y yo sólo soy una carga para ti. Será mejor que me marche a buscar una forma de ganarme la vida.
El padre le dio la bendición y se despidió de él con honda tristeza.
Sucedió que por aquellos días el Rey sostenía una gran guerra con un imperio muy poderoso. El joven se alistó en su ejército y partió a la pelea. Apenas llegado al campo de batalla, un combate lo esperaba. El peligro era grande, y llovían muchas balas; el mozo veía caer a sus compañeros por todos lados y, al sucumbir también el general, los demás se dispusieron a emprender la fuga.
Pero él los alcanzó, y los animó diciendo:
—¡No vamos a permitir que se hunda nuestra patria!
Seguido de los demás, ya convencidos por sus palabras, se lanzó a la pelea y derrotó al enemigo. Al saber el Rey que sólo a él le debía la victoria, lo ascendió por encima de todos, le otorgó grandes tesoros y lo nombró el primero del reino.
Tenía el monarca una hija hermosísima, pero muy caprichosa. Había hecho voto de no aceptar a nadie por marido y señor, que antes no prometiese solemnemente que, en caso de morir ella, se haría enterrar vivo en su misma sepultura: “Si de verdad me ama —decía la princesa—, ¿para qué querrá seguir viviendo?”. Por su parte, ella se comprometía a hacer lo mismo si moría antes el marido. Hasta aquel momento, el singularísimo voto había ahuyentado a todos los pretendientes; pero su hermosura impresionó en tal grado al joven que, sin pensarlo un instante, la pidió a su padre.
—¿Sabes la promesa que has de hacer? —le preguntó el Rey.
—Que debo bajar con ella a la tumba, si muere antes que yo —respondió el mozo—. Tan grande es mi amor, que no me amedrenta este peligro.
Entonces el Rey dio permiso para la unión, y se celebró la boda con gran solemnidad y esplendor.
Los recién casados vivieron una temporada felices y contentos, hasta que un día, la joven princesa contrajo una grave enfermedad, a la que ningún médico supo hallar remedio. Cuando hubo muerto, su esposo recordó la promesa que había hecho. Le horrorizaba la idea de ser sepultado en vida; pero no había escapatoria posible. El Rey había mandado colocar centinelas en todas las puertas, y era inútil pensar en escapar de tan terrible destino.
Llegado el día en que el cuerpo de la princesa debía ser bajado a la cripta real, el príncipe fue conducido a ella, y tras él se cerró la puerta a piedra y lodo.
Junto al féretro había una mesa, y con ella cuatro velas, cuatro hogazas de pan y cuatro botellas de vino. Cuando hubiera consumido aquellas provisiones, habría de morir de hambre y sed.
Dolorido y triste, comía cada día sólo un pedacito de pan y bebía un sorbo de vino; pero veía claramente que la muerte se iba acercando irremisiblemente.
Una vez que tenía la mirada fija en la pared, vio salir, de uno de los rincones de la cripta, una serpiente, que se deslizaba en dirección al cuerpo de la princesa. Pensando que venía para devorarla, sacó la espada y exclamó: “¡Mientras yo esté vivo, no la tocarás!”. Y la partió en tres pedazos.
Al cabo de un rato salió del mismo rincón otra serpiente, que en seguida retrocedió al ver a su compañera muerta y despedazada. Pero regresó al poco rato, llevando en la boca tres hojas verdes. Cogió entonces los tres segmentos de la serpiente muerta y, encajándolos debidamente, aplicó a cada herida una de las hojas. Inmediatamente quedaron soldados los trozos y el animal empezó a retorcerse, pues recobrada la vida. Una vez completamente viva, se retiró junto con su compañera.
Las hojas quedaron en el suelo, y al desgraciado príncipe, que había asistido a aquel prodigio, se le ocurrió que quizás las milagrosas hojas que habían devuelto la vida a la serpiente, tendrían también virtud sobre las personas.
Las recogió y aplicó una en la boca de la difunta, y las dos restantes, en sus ojos. Y he aquí que, apenas hubo terminado este acto, la sangre empezó a circular por las venas y restituyó al lívido rostro su color sonrosado. Respiró la muerta y, abriendo los ojos, dijo:
—¡Dios mío! ¿Dónde estoy?
—Estás conmigo, esposa querida —le dijo el príncipe. Y le contó todo lo ocurrido y cómo la había regresado a la vida.
Le dio un poco de pan y vino, y cuando la princesa hubo recobrado algo de vigor, la ayudó a levantarse e ir hasta la puerta, donde ambos se pusieron a golpear y gritar tan fuertemente, que los guardias los oyeron y corrieron a informar al Rey.
Éste bajó personalmente a la cripta y se encontró con la pareja sana y llena de vida. Todos se alegraron sobremanera ante la inesperada solución del triste caso.
El joven príncipe se guardó las tres hojas de la serpiente y las entregó a su criado, diciéndole:
—Guárdamelas con el mayor cuidado y llévalas siempre contigo. ¡Quién sabe si algún día podemos necesitarlas!
Sin embargo, se había producido un cambio en la resucitada esposa. Parecía como si su corazón no sintiera afecto alguno por su marido.
Transcurrido algún tiempo, quiso él emprender un viaje por mar para ir a ver a su viejo padre, y los dos esposos embarcaron. En el camino, ella olvidó el amor y fidelidad que su esposo le mostrara cuando le salvó la vida, y comenzó a sentir una inclinación hacia el piloto que los conducía. Y un día en que el joven príncipe se hallaba durmiendo, llamó al piloto y, tomando ella a su marido por la cabeza y el otro por los pies, lo arrojaron al mar.
Cometido el crimen, dijo la princesa al marino:
—Regresemos ahora a casa; diremos que murió en ruta. Yo te alabaré y encomiaré ante mi padre en tales términos que me casará contigo y te hará heredero del reino.
Pero el fiel criado, que había asistido a la escena, bajo al agua un botecito sin ser advertido por nadie, y en él se dirigió al lugar donde cayó su señor, dejando que los traidores siguiesen su camino. Sacó del agua el cuerpo del ahogado y, con ayuda de las tres hojas milagrosas que llevaba consigo, y que aplicó en sus ojos y boca, lo regresó felizmente a la vida.
Los dos se pusieron entonces a remar con todas sus fuerzas de día y de noche; y con tal rapidez navegaron en su barquito, que llegaron a presencia del Rey antes que el gran buque.
Asombrado éste al verlos regresar solos, preguntó qué había sucedido. Al conocer la perversidad de su hija, dijo:
—No puedo creer que haya obrado tan criminalmente; mas pronto la verdad saldrá a la luz del día.
Y, enviando a los dos a una cámara secreta, los retuvo en ella sin que nadie lo supiera.
Poco después llegó el barco, y la impía mujer se presentó ante su padre con semblante de tristeza. Él preguntó:
—¿Por qué regresas sola? ¿Dónde está tu marido?
—¡Ay, padre querido! —exclamó la princesa—, ha ocurrido una gran desgracia. Durante el viaje mi esposo enfermó súbitamente y murió y, de no haber sido por la ayuda que me presto el patrón de la nave, yo también lo habría pasado muy mal. Estuvo presente en el acto de su muerte, y puede contarlo todo.
Dijo el Rey:
—Voy a resucitar al difunto.
Y, abriendo el aposento, mandó salir a los dos hombres.
Al ver la mujer a su marido, quedó como herida de un rayo y, cayendo de rodillas, imploró perdón. Pero el Rey dijo:
—No hay perdón. Él se mostró dispuesto a morir contigo y te regresó la vida; en cambio, tú le asesinaste mientras dormía, y ahora recibirás el pago que merece tu acción.
Fue embarcada junto con su cómplice en un navío perforado y llevada a alta mar, donde muy pronto los dos fueron tragados por las olas.
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