Kitabı oku: «Cuerpo y sentido», sayfa 3
Un cuerpo «imperfecto»
La esquematización narrativa tradicional presupone o un actante sin cuerpo, o un actante perfectamente dueño de su cuerpo, un cuerpo que, en ese caso, no hace sino lo que está programado, que no es, en suma, más que un lugar de efectuación pragmática de actos calculables a partir de un programa narrativo. Sabemos muy bien que ningún actor humano puede ser así programado, y que, por el contrario, la dramatización de la acción humana implica un cuerpo imperfecto, que amenaza en todo momento con escapar al control y al programa, y con imponer sus propias condiciones y exigencias. La dramatización del deporte de alto nivel, por ejemplo, no se contenta con el conflicto entre los adversarios; se alimenta con abundancia de defectos, de torpezas y de accidentes en las secuencias gestuales. Justamente eso hace que el relato deportivo sea un drama humano, y que la competición sea un combate entre hombres y no entre máquinas.
Tampoco en los discursos concretos se encuentran actores «de papel» cuyo cuerpo sea perfectamente programable. Tenemos que interrogar, por consiguiente, la relación que existe entre la programación y las diversas suertes de la acción sin considerar a priori las segundas como escorias insignificantes de la primera: actos fallidos, advertencias y negligencias; esas formas aparentemente inacabadas de la acción no dejan de producir sentido, aunque no sea más que en la dimensión afectiva de los discursos, y porque manifiestan la existencia de otros recorridos distintos de aquellos que son dictados por el programa narrativo dominante.
Si la programación puede ser definida como una forma de coerción externa, las iniciativas del cuerpo-actante expresan su margen de libertad, una libertad individualizante, que haría posibles tanto las «fallas» de la acción como la belleza del gesto. Si la programación del actante es considerada como una de las presiones que se ejercen sobre su cuerpo, entonces la inercia que, recordémoslo, asegura individuación, constituiría una forma de resistencia (por saturación o por remanencia) a esa presión, sea ejercida desde el exterior (actante heterónomo) o desde el interior (actante autónomo).
Para abordar esas cuestiones, nos proponemos examinar un cuento africano, titulado “So y la Cíclope”, donde estas cuestiones juegan un rol decisivo.
SO Y LA CÍCLOPE
Los recursos de la selva no se pueden realmente enumerar. Ofrece todo el año, a los que lo desean y que tienen el coraje de buscarlo, plantas, raíces, frutas comestibles. Ahora es la estación en la que los frutos de ndengi están maduros, ¡no se puede dejar pasar esa oportunidad!
Justamente, las niñas del pueblo se acaban de reunir, cada cual con su palangana, para ir a recoger frutos del ndengi. La larga fila sinuosa de niñas se pone en marcha y toma la dirección del río cantando, riendo y bromeando a grandes y alegres gritos. Basta con seguir la orilla para encontrar fácilmente un ndengi de cuando en cuando.
Antes de ponerse a recoger los frutos, objeto de su recolección, las niñas se detienen a la sombra de un gran árbol, muy cerca del agua, para descansar un poco. Se sientan en círculo a fin de poder conversar con más facilidad, y dejan sus palanganas junto a ellas.
Una de las niñas, a la que llaman So, toma su palangana, la voltea y se sienta encima, pues se halla más a gusto que sentada en el suelo. Sus amigas la recriminan:
—¡So! No debes sentarte sobre la palangana de tu madre. Eso no está bien, pues, haciendo eso, faltas el respeto a tu madre.
—¿Y qué? —dijo So—. No tienen por qué molestarse, pues no voy a estar sentada aquí sin moverme; miren, tengo sed, y ahora mismo voy a sacar agua del río.
Se levantó enseguida, tomó su palangana y se metió al río hasta que el agua le llegó a las pantorrillas. Se inclinó para llenar la palangana, pero perdió el equilibrio, y, al intentar levantarse, soltó la palangana y se la llevó la corriente, bastante fuerte en aquel sitio. La palangana navegó por largo tiempo siguiendo el curso de las aguas. Finalmente, llegó donde la Cíclope, una suerte de monstruo atemorizante que deambula por el bosque y por las orillas de los ríos, enorme mujer con un solo ojo en medio de la frente, y que tiene la detestable costumbre de devorar a las personas que encuentra en su camino y que puede atrapar.
Durante ese tiempo, las demás niñas hacen su provisión de frutos de ndengi, excepto So, que no tiene ya su palangana para llevarlos. Terminada la recolección, las niñas regresan al pueblo.
Cuando So, un tanto avergonzada, llegó a su casa, su madre, asombrada de verla con los brazos colgando, le pregunta:
—¿Dónde están los frutos de ndengi que tenías que recoger?—
¡ Madre! No he podido recogerlos ni traerlos porque me quedé sin palangana.
—¿ Cómo? ¿Dónde está la palangana que te entregué? Bien sabes lo mucho que yo la quería.
—La perdí cuando quise sacar agua del río. Se me escapó de las manos y se la llevó la corriente.—
¡ Así que has perdido mi palangana! ¡Vete inmediatamente a buscarla! ¡Apresúrate! ¡ Y no vuelvas hasta que no la hayas encontrado!
Y, para expresar su descontento, su madre le dio una bofetada.
So, llorando, volvió a la orilla del río, desató una piragua y la dirigió al medio de este. Se dejó llevar por la corriente, vigilando las orillas para ver si la palangana había quedado atrapada por las raíces o por las hierbas acuáticas. Pero no la vio.
A una vuelta del río, escuchó una voz que la llamaba; ella miró con toda atención. Era una mujer vieja, parada en la orilla, que le hacía señas para que se acercara. So, hábilmente, condujo la piragua con la ayuda de su remo hacia la orilla. Al acercarse, constató que la vieja estaba cubierta de llagas purulentas. La vieja la esperó y, cuando So echó pie a tierra, le dijo:
—Mi pequeña, ¿quieres hacerme un favor? Toma un bastón, golpea mis llagas y luego echa encima un poco de remedio.
—Madrecita —respondió So—, ven aquí, junto a mí. Te voy a curar enseguida.
Y, delicadamente, levantó con suavidad las costras de las llagas, las lavó con sumo cuidado y extendió el remedio encima. En agradecimiento, la vieja le preparó un gran pescado de sabor exquisito, bañado con una salsa deliciosa. So, abierto el apetito por el olor del pescado, se lo comió todo. Luego, la vieja le dijo:
— ¿ Y dónde vas así tú sola?
—Dejé escapar la palangana de mi madre y el río se la llevó. Mi madre, encolerizada, me ordenó que fuera a buscarla y que la llevase de nuevo a casa.
—La Cíclope, que vive un poco más lejos, seguramente que ha recogido tu palangana. No temas. Vete ahora y, cuando veas la piragua de la Cíclope, vete a interceptarla con la tuya. Cuando pretenda matarte, tú le dirás: « Madre, yo soy la que estaba perdida, aquí estoy de vuelta», y entonces ella te dejará.
So agradeció a la vieja señora, volvió a su piragua y se dejó llevar de nuevo por la corriente. El día comenzaba a caer cuando, de repente, ante ella, apareció la piragua de la Cíclope. So, al ver ese monstruo que la miraba cruelmente con su único ojo, sintió que se le paralizaba el corazón; pero, acordándose de las recomendaciones de la vieja señora, dio un fuerte impulso a su piragua y fue directamente a interceptar la de la Cíclope.
Esta se tambaleó y se puso a gritar:
—¡Voy a matarte!
—Madre, yo soy la que estaba perdida, aquí estoy de vuelta.
Instantáneamente, el rayo cruel del ojo de la Cíclope se apagó. Cogió a la niña de la mano y la llevo a su casa; preparó la cena y la compartió con So. Después, le asignó una cama para pasar la noche. Cuando la oscuridad ya era completa, se acercó a So con intención de matarla. La niña, que no dormía aún, al verla tan cerca, gritó:
—¿ Qué pasa? Madre, yo soy la que estaba perdida, aquí estoy de vuelta.
La Cíclope, entonces, se alejó gruñendo. Varias veces, durante la noche, se repitió la misma escena: la Cíclope se acercaba con intención de matar a la niña, pero esta, cada vez, la detenía con la misma frase. Finalmente, amaneció el nuevo día para gran consuelo de So. La Cíclope calentó las sobras de la cena de la víspera. Después de haber comido, le dijo a la niña:
—Ven conmigo al bosque.
—No, madre, no voy a ir al bosque —respondió So, desconfiada.
—Bueno, iré yo sola. Pero seguramente tendré sed cuando vuelva. Vete a sacar agua con esto y guárdala dentro para mí.
Y le dio un tamiz a la niña. Era, indudablemente, una prueba imposible de realizar; el fracaso hubiera permitido a la Cíclope castigar a la niña y matarla. La Cíclope se fue al bosque y So bajó al río. Trató en vano, durante un rato, de sacar agua. Ante la inutilidad de sus esfuerzos, renunció a la tarea y regresó a casa de la Cíclope.
La Cíclope no había regresado todavía, así que So pudo registrar a su gusto, y pronto encontró la palangana de su madre y se apoderó de ella. Luego, huyó, saltó a su piragua y, a grandes golpes de remo, tomó el camino de regreso. La Cíclope, al no encontrar a So a su regreso, salió en persecución de la niña. Pero esta le llevaba tal ventaja que la Cíclope no pudo alcanzarla, y, gruñendo de rabia, volvió a su casa.
Un poco más tarde, la madre de So coge la escudilla de la niña para ir a pescar. La escudilla se le escurre de las manos y es arrastrada por la corriente. Cuando So vio a su madre volver sin su escudilla, le preguntó:
—¡Madre! ¿Dónde está mi escudilla?
—Se me ha caído en el río y no he podido atraparla, la corriente se la ha llevado.
—Pues vete inmediatamente a traérmela, ya sabes cuánto la quiero.
Renegando, la madre de So tomó una piragua y partió en busca de la escudilla. Cuando la vieja la llamó y le rogó que se acercara para lavar sus llagas, la madre de So le respondió con dureza que ella no había ido hasta allí para curar las llagas de una vieja a la que ni siquiera conocía. Y siguió su camino sin detenerse. La vieja no le indicó, pues, lo que convenía hacer al encontrarse con la Cíclope.
Poco tiempo después, la madre de So se encontró cara a cara con la Cíclope, cuya piragua interceptó. Paralizada por el terror, no se movió, no dijo nada. La Cíclope la atravesó entonces con su cuchillo arrojadizo, la mató, la despedazó, la coció y la comió.
Cuentos del bosque, recogidos por J. M. C. Thomas, colección Fleuve et Flamme, CNL, Edicef.
“So y la Cíclope” se halla en la intersección de dos familias de cuentos bien conocidas: la de Cenicienta (la madre injusta y la hija rehabilitada) y la de Caperucita Roja (una tarea doméstica que transforma en prueba el encuentro del lobo o de la ogresa [según las versiones])7. Resumamos en pocas líneas. Una niña es enviada por su madre a recoger frutos en el bosque con una palangana; va allí en compañía de otras niñas del lugar; se le escapa de las manos cuando la está lavando en el río y retorna a su casa sin la palangana, por lo que su madre la castiga y la obliga a volver al río a recuperar el recipiente, y le prohíbe regresar sin la palangana. En el camino, se detiene junto a una anciana repugnante, sucia y enferma, a la que cuida con solicitud. En recompensa, la vieja señora le enseña la fórmula que le permitirá escapar de la Cíclope, que tratará de matarla. So utiliza la fórmula cuando se encuentra con la Cíclope, escapa y recupera el recipiente que tanto quiere su madre. Ahora, su madre va a pescar y lleva la escudilla preferida de So; se le va de las manos, la lleva la corriente y su hija le exige que vaya a buscar su escudilla preferida. La madre parte en busca del recipiente, se niega a curar a la anciana enferma que se lo pide, se encuentra con la Cíclope, y, como no dispone de la fórmula mágica de la vieja, la Cíclope la mata y la devora.
El conjunto del cuento (así como de los cuentos tipos de referencia) está animado por los errores sucesivos de los protagonistas. Distinguimos aquí dos tipos: (1) los errores de los destinadores, y (2) los errores de los actantes sujetos.
Los errores de los destinadores revelan la ausencia de discernimiento: la naturaleza ofrece sus beneficios a todos los que piensan en servirse de ellos, en todo tiempo y para todo el mundo; la Cíclope da muerte a todos aquellos que pasan a su alcance, sin distinción de méritos o de deméritos; la madre castiga a su hija fuera de toda proporción por la falta cometida, y la hija hace lo mismo con su madre; la Cíclope no olvida lo que le dicen ni lo que hace, etc. La cuantificación de los sujetos (cualquiera, nadie) como la de los objetos (todo, nada, cualquier cosa) es la expresión semántica de esa ausencia de discernimiento, e impide la puesta en marcha de cualquier sistema de valores. Los errores de los destinadores aparecen ahora como acciones reflejas que no tienen en cuenta las propiedades particulares de los actantes sujetos ni las presiones locales ejercidas provisional o accidentalmente por el entorno. Se podría considerar que esos cuerpos-actantes destinadores resisten por remanencia8.
Los errores de los actantes sujetos son igualmente diversos y recurrentes. Por ejemplo, los instrumentos que utilizan para cumplir sus tareas son siempre desviados de su uso canónico: la niña parte a recoger frutas con una palangana [y no con una cesta], la usa para sentarse [luego, la usa para sacar agua del río]; la madre va a pescar con una escudilla [y no con una red], la deja escapar en el río y se la lleva la corriente; la Cíclope, finalmente, le pide a la niña que saque agua del río con un tamiz. Sea en forma de recategorizaciones temáticas (el recipiente se convierte en asiento o en un flotador; el tamiz se convierte en recipiente, etc.) o en forma de programas de uso no conformes, especie de desviaciones o de retrasos (sentarse en lugar de recoger frutas, detenerse para asistir a una anciana), todas la peripecias proceden de un error, de una torpeza, de una inadvertencia y, globalmente, de una acción no programada. Además, es So la que, por su parte, comete la mayor parte de ellos, y quien, por venganza, impone a su madre la prueba en cuyo curso cometerá muchos errores fatales.
Los errores de los cuerpos-actantes sujetos resultan de otro tipo de resistencia corporal, la resistencia por saturación, la resistencia a la aplicación de presiones sucesivas y acumuladas de programación: la saturación, en efecto, es esa dimensión de la inercia por la cual los cuerpos atenúan o absorben la intensidad de las fuerzas que se ejercen sobre ellos.
Puesto que todo comienza aquí por prescripciones (ir a recoger frutas, ir a pescar, ir a buscar la palangana o la escudilla perdidas) que se supone que programan a los actantes, tendríamos que ver con procesos de desprogramación sistemática de los cuerpos actantes, en los que el cuerpo de cada uno de ellos impondría otros ritmos (detenciones, precipitaciones, etc.) y otras exigencias (hambre, fatiga, compasión, etc.).
Además, la desprogramación singulariza al actante. Se puede apreciar, por ejemplo, de qué manera se singulariza So al sentarse en la palangana de su madre: se distingue así, claramente, del grupo de niñas que la acompañan y que le reprochan, justamente, ese comportamiento singular. Asimismo, se singulariza deteniéndose donde la anciana enferma; expresa, en fin, su singularidad ante la Cíclope al utilizar la fórmula ritual, ¡y cuán singularizante!, «Yo soy aquella que se había perdido, y heme aquí que he vuelto»9.
Ahora bien, en este breve cuento, el problema por resolver no es el de la restauración de un orden comprometido, sino el de la restauración de las condiciones de posibilidad de sistemas de valores: ciertamente, es necesario inventar un nuevo sistema de valores, pero antes hace falta, como condición de posibilidad de ese nuevo sistema de valores, restaurar una capacidad mínima de discernimiento y de distinción. Eso es exactamente lo que permite la aplicación de los dos umbrales de inercia (remanencia y saturación): una instauración (o una restauración) de la diferencia en el seno de una dinámica corporal.
La singularización del recorrido del actante So, constituido de resistencias y de impulsiones, participa de esa restauración: ella introduce la primera distinción emergente, la de una singularidad respecto a una masa indistinta. A partir de ese momento, se desprende un nuevo esquema narrativo, diferente del esquema de la búsqueda, y que denominamos el esquema de selección axiológica:
Eso que hemos llamado «desprogramación», y que se manifiesta por una sucesión de peripecias provocadas por actos fallidos y por torpezas, se analiza, pues, al mismo tiempo, como una suspensión de programas de búsqueda y como la emergencia de una singularidad, necesaria para la puesta en marcha de la selección axiológica. En ese sentido, cada punto de bifurcación narrativa se abre sobre la multiplicidad de posibles, y el conjunto de esos puntos de bifurcación funciona entonces como un filtro en vista de la selección axiológica.
La nueva esquematización no es incompatible con un esquema de búsqueda más profundo, y que confirma el anclaje corporal de la sintaxis narrativa. Esa búsqueda, en efecto, sería la de la supervivencia física: hambre y alimento, sed y saciedad, salud y enfermedad, vida y muerte; tales son los desafíos subyacentes y evocados sin cesar. Frente a un grupo de destinadores deficientes, la supervivencia se convierte en un problema por resolver, y la solución reside en la suspensión de todos los roles y de todos los programas canónicos, y en la invención de una nueva singularidad, de manera que, útilmente, pudiera ser comparada con la elección de una víctima emisaria (aunque con este matiz: que la singularidad sea aquí salvadora sin ser sacrificada). Desde esta perspectiva, el esquema de selección axiológica es una fase necesaria del esquema de supervivencia.
Las tres instancias del cuerpo-actante
El Mí-carne es la instancia de referencia, la identidad postulada, aunque siempre susceptible de desplazarse, así como la sede y la fuente de la sensorio-motricidad; es también el sistema material cuya inercia puede manifestarse sea por remanencia, sea por saturación.
El Sí-cuerpo es la instancia que se refiere al Mí-carne (de ahí su carácter reflejo y la elección del pronombre reflexivo para designarlo) y a la sensorio-motricidad para obedecerla o contradecirla, para acompañarla o para evitarla; es, pues, la identidad en construcción en el ejercicio mismo del quehacer semiótico. Si distinguimos los dos tipos de Sí, opondremos lo siguiente: (1) la identidad que otorgan los roles (Sí-idem), cuyo modo de producción implica el recubrimiento por cada nueva fase de desarrollo, y que asume las operaciones que dependen de la captación (saisie); (2) la identidad que proporcionan las actitudes (Sí-ipse), cuyo modo de construcción se basa en la acumulación progresiva de rasgos transitorios, sabiendo que, con cada identidad transitoria, el actante se descubre como un otro; este tipo de Sí asume las operaciones que dependen de la mira (visée).
Los tres tipos de identidad que permiten describir el devenir del cuerpo-actante remiten, por consiguiente, a tres operaciones semióticas de base: la toma de posición y la referencia (por el Mí-carne), la captación (por el Sí-idem) y la mira (por el Sí-ipse). Como esas tres operaciones son las homólogas semióticas de las diferentes presiones y tensiones evocadas más arriba, entran en interacción en el modelo de la producción del acto, presentado aquí en forma de un punto con tres vectores:
Las tres zonas de correlación definen y caracterizan tres tipos de esquemas reguladores de los actos «encarnados»: la cohesión de la acción reposa en la confrontación entre, por un lado, las diferentes fases del Mí-carne, y, por otro, el principio de repetición-similitud que caracteriza al Sí-idem. La coherencia de la acción se basa en la conducción de las fases del Mí-carne por el principio de mira permanente que caracteriza al Sí-ipse. La congruencia de la acción resulta de la confrontación entre los dos modos de construcción del Sí (la repetición de roles similares, por un lado, y la permanencia de la mira, por el otro). La congruencia, en suma, sería la resultante de la cohesión y de la coherencia.
El desarrollo del modelo consiste, entonces, en explorar las diferentes posibilidades de correlaciones tensivas entre esos tres tipos de valencias10. En cada una de las zonas de correlación, se encuentran posiciones débiles (articuladas por los grados débiles de las valencias) y posiciones fuertes (articuladas por los grados más fuertes de las valencias). De ese hecho, en este modelo de tres valencias, se obtienen tres zonas de valencias débiles (en el centro del esquema), donde el acto emerge apenas en ausencia de presiones y de impulsiones del Mí o del Sí, y ocho zonas de valencias fuertes (por el contorno del esquema), que se pueden reagrupar en tres grandes tipos, según estén dominados por el Mí-carne, por el Sí-idem o por el Sí-ipse.
1. La zona en la que el Mídomina es la de los esquemas de emergencia axiológica. En el seno del desorden de los actos no programados, de un encadenamiento de torpezas, de actos fallidos o de negligencias, el Mí retoma la iniciativa para fijar su singularidad referencial, a la vez contra las tensiones de repetición del Sí-idem y en contra de las tensiones teleológicas del Sí-ipse. El esquema narrativo de la selección axiológica (cf. supra, «So y la Cíclope») es una realización posible. Generalizando un poco, podríamos decir que, en esa zona, es preciso desprogramar la acción para poder redistribuir sus valores: esa sería el área de la invención de los sistemas de valores, de la emergencia de axiologías y de nuevos horizontes de la acción. A título de ilustración, se podría considerar que los relatos de errancia (los road movies, especialmente) pertenecerían a esa zona, puesto que la errancia se presenta concretamente como la suspensión de la búsqueda, y como una renuncia a los programas y a las «miras» establecidas.
2. La zona en la que el Sí-idemdomina es la de la programación del cuerpo-actante, aquella en la que la identidad, definida por repetición y similitud, controla, a la vez, las tensiones individualizantes del Mí y las tensiones teleológicas del Sí-ipse. En esa zona, debe ser definido a priori, o reconocido a posteriori, lo que deberá ser repetido como rol para que el recorrido del actante tenga un sentido. En esas condiciones, el cuerpo-actante sufre una especialización restrictiva (está conforme con el rol programado), «repite su lección» y aplica sus scripts (apuntes). En ese sentido, esa zona donde la memoria semiótica del actante está consagrada por completo a su programación es también la de la eficacia y la de la economía narrativa.
3. La zona donde el Sí-ipsedomina es la de la construcción en devenir del cuerpo-actante, y la tensión teleológica se impone, a la vez, a las tensiones individualizantes del Mí y a las exigencias de repetición y de similitud del Sí-idem. El recorrido del actante procede, entonces, conforme a la definición de una «mira» y de una actitud que, según los casos, será una imagen-meta, un modelo, un simulacro, una esperanza o un ideal. Esa sería, en cierto modo, la zona de la ética narrativa, donde se desarrollarían los relatos de aprendizaje, de conversión y de búsqueda de ideales.
El modelo de producción del acto es también un modelo sintagmático, susceptible de ser recorrido con ocasión de cambios en los regímenes narrativos. Cuando las tensiones identitarias del actante se invierten, cuando los equilibrios se modifican, entonces se cambia de régimen narrativo. En la historia de «So y la Cíclope», se advierte que So olvida a cada momento el programa que se le ha impuesto para acceder a la selección axiológica: se singulariza por suspender el principio de repetición de los roles, por un lado; por renunciar a las «miras» éticas, por otro, y por borrar las huellas afectivas y morales, a fin de dejar libre curso a la invención de un recorrido imprevisible a través de una sucesión de accidentes que se apoyan en los impulsos del Mí-carne (fatiga y búsqueda del confort, torpezas, compasión, venganza, etc.). De la misma manera, la Cíclope debe, a cada momento, olvidar el instante precedente para dejar que se exprese la necesidad contingente de matar.
Estas breves sugerencias invitan a volver a desplazar la diversidad de la esquematización narrativa gracias a la distinción entre tres grandes regímenes narrativos, que se basan, a su vez, en las tensiones que se producen entre las tres instancias de los cuerpos-actantes. Ese nuevo despliegue permite hacer un lugar, al lado de la programación, al error, al acto fallido, a la torpeza, al accidente y al lapsus, claro está.
En efecto, en el modelo que acabamos de proponer, lejos de señalar una deficiencia del actante o una perturbación insignificante de la lógica narrativa, esas formas aparentemente no logradas de la acción emprendida indican, por el contrario, que el actante está sometido siempre al control interno de las instancias que lo componen, y a las tensiones que se producen entre esas instancias, aunque de manera distinta que aquella que define la acción programada. Esas otras formas de la acción son, pues, legítimamente esquematizables y significantes.