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Introducción
Inmanencia y pertinencia de las prácticas
La semiótica greimasiana hace tiempo que interpretó el principio de inmanencia formulado por Hjelmslev como una limitación del análisis reducido únicamente al texto1. Ese principio prolongaba la decisión saussuriana, fundadora de la lingüística moderna, de limitar el análisis al sistema de la lengua. Pero ese límite, todo el texto y nada más que el texto, tenía un objetivo estratégico, que consistía en definir el objeto de una disciplina; en aquel momento, la semiótica estructural. Eran los tiempos en los que había que resistir a las sirenas del contexto y a las tentaciones de hermenéuticas, especialmente en el dominio literario, que trataban de buscar «explicaciones» en un conjunto de datos extra-textuales y extra-lingüísticos. Aquella ascesis metodológica permitió avanzar lo más que era posible en la búsqueda de los modelos necesarios para un análisis inmanente y para delimitar el campo de investigación de la semiótica del texto y del discurso.
Aquella reducción al texto fue legítima y necesaria en los límites asumidos por una semiótica textual, como la desarrollada por F. Rastier, pero debió ser revisada y discutida a partir del momento en que aquellos límites fueron superados, especialmente en la perspectiva de una semiótica de las culturas, y, sobre todo, desde la perspectiva de una semiótica general.
La práctica semiótica por sí misma sobrepasó largamente los límites textuales y se interesó, desde hace más de veinte años, por la arquitectura, por el urbanismo, por el diseño de objetos, por las estrategias de mercado2 y hasta por la degustación de un cigarrillo o de un vino, y más generalmente por la construcción de una semiótica de las situaciones3, e incluso, hoy en día, según las propuestas de E. Landowski, de una semiótica de la experiencia, a partir de una problemática del contagio, del ajuste estésico y de la suerte4. Y esas transgresiones repetidas una y otra vez no parece, sin embargo, que hayan puesto en cuestión la aplicación del principio de inmanencia en la práctica del análisis.
Tales transgresiones, por lo demás, han presentado siempre un carácter estratégico5: al ampliar el campo de sus investigaciones, la semiótica se esfuerza por mostrar que no es parte concurrente de ninguna de las hermenéuticas particulares con las cuales se confronta en cada uno de esos nuevos campos, y que, por el contrario, aporta una mirada, un método y resultados analíticos diferentes y complementarios a todos ellos. Y de esa dualidad de objetivos resulta una tensión permanente entre el «objeto» declarado de la disciplina y los «objetos» de análisis que aborda. Como toda tensión, esa reclama resolución, y entonces se presentan dos vías de solución.
La primera, frecuentada durante largo tiempo por facilidad, ha consistido en afirmar, contra la ampliación del campo de los objetos de análisis, el límite impuesto por el objeto de la disciplina; y de ese modo, a falta de algo mejor, todo se convierte en «texto»: la ciudad es un texto, la historia es un texto, el perfume es un texto, el mundo sensible es un texto…6. En otros términos, se plantea la cuestión de saber si toda manifestación semiótica realizada debe pasar por un procedimiento de «textualización»: esa reformulación, aunque más sutil y más abierta, no escapa sin embargo al reproche de abuso metafórico que pesaba ya con toda evidencia sobre la precedente.
La segunda, que viene delineándose desde hace más de una decena de años, consiste al contrario en apoyarse en la ampliación del campo de los objetos de análisis para cuestionar los límites del objeto de la disciplina. Porque esa ampliación de los campos de investigación va acompañada paralelamente de un nuevo despliegue de la perspectiva epistemológica de la semiótica, que se esfuerza hoy día, especialmente bajo la doble presión de las investigaciones semio-cognitivas y de las búsquedas socio-semióticas, por colocar cada «semiótica-objeto» en la perspectiva de la experiencia que proporciona o de la que proviene, y en la prolongación de las prácticas de las que es producto o soporte. La experiencia y la práctica proporcionan en consecuencia un horizonte de referencia y de control metodológico, que guía la constitución del objeto de análisis pertinente, y que participa en la determinación de los límites del dominio apropiado a los objetivos del análisis. Resulta de eso que, incluso cuando el objeto puesto en la mira fuese de naturaleza textual, la práctica y la experiencia serían también convocadas, por lo menos para caracterizar la enunciación, y deben igualmente ser tomadas en cuenta por el análisis semiótico.
En ese sentido, la semiótica, cualquiera que sea el paradigma teórico en el que se inscriba, es una disciplina de investigación que procede por integración. Lo cual significa que en el curso del procedimiento que conduce del objeto puesto en la mira al objeto circunscrito para ser analizado, este último ha integrado todos los elementos necesarios para su interpretación, y ese procedimiento mismo aglomera conjuntos sincréticos, compuestos de varios modos de expresión diferentes. Cuando Jean-Marie Floch se interesa por el diseño visual de un gran chef cocinero7, integra a la vez el logo, la tipografía de los menús, la composición visual de los platos, la selección de los ingredientes y algunos elementos del paisaje de la región de Aubrac. Cuando Jacques Theureau8 describe una situación de trabajo y un operador en actividad, «integra», igualmente, en el objeto de análisis, los actos, las relaciones entre actores, las consignas y los usos, la estructura de las máquinas y de las interfaces de los programas informáticos.
Greimas hacía notar en un desarrollo de la entrada «Semiótica» del Diccionario I9, que las semióticas-objetos que uno escoge para el análisis no coinciden obligatoriamente con las semióticas construidas que de ellas resultan: estas últimas revelan que pueden ser o más estrechas o más amplias que las primeras. En suma, con relación a una semiótica-objeto dada, la semiótica construida puede aparecer como «intensa» (concentrada y focalizada) o como «extensa» (ampliada y englobante). Por lo que se refiere a los objetos materiales, por ejemplo, podemos encontrar tanto la versión «intensa» (el objeto formal como soporte de inscripciones o de huellas) como la versión «extensa» (el objeto material como un actor entre otros de una práctica semiótica): la versión «intensa» apunta hacia el nivel de pertinencia inferior, porque focaliza las condiciones de inscripción del texto, mientras que la versión «extensa» apunta hacia el nivel de pertinencia superior, el de la práctica englobante.
Por tanto, de lo que hay que esforzarse por dar cuenta es de la relación que se establece entre las semióticas construidas «intensas» y «extensas», identificando y articulando sus niveles de pertinencia respectivos. Como ocurre en la mayor parte de las ciencias en movimiento, el objeto de análisis no es en la semiótica predefinido por los desgloses disciplinarios académicos, sino construido por la práctica del análisis y por la teoría que la guía. Y por esa razón la extensión de los objetos de análisis no contradice el principio de inmanencia.
Por lo demás, sea en los límites del texto, sea en las exploraciones extra-textuales, el principio de inmanencia ha revelado una gran potencia teórica, porque la restricción que impone al análisis es una de las condiciones necesarias de la modelización y, por consiguiente, del enriquecimiento de la propuesta teórica global: sin el principio de inmanencia, no hubiera habido teoría narrativa, sino una simple lógica de la acción aplicada a motivos narrativos; sin el principio de inmanencia, no hubiera habido teoría de las pasiones, sino una simple impostación de explicaciones psicoanalíticas; sin el principio de inmanencia, no habría semiótica de lo sensible, sino solamente una reproducción o una adaptación de los análisis fenomenológicos.
El principio de inmanencia, pues, no solamente impone un límite al campo del análisis, sino que constriñe también el conjunto de los procedimientos de modelización. A ese respecto, diversas opciones están abiertas: uno puede considerar, en una versión «objetal» y «estática», que las articulaciones significantes están en cierto modo depositadas en el objeto, en sus estructuras, en sus formas, y que el análisis consiste en descubrirlas y en explicitarlas en meta-lenguaje; uno puede también pensar en una versión «subjetal» y «dinámica», y que las articulaciones significantes son hechas únicamente por el analista, quien las proyecta sobre el objeto. Una y otra versión son insatisfactorias, y no resulta útil retomar aquí toda la gama de objeciones y de críticas; ya tendremos ocasión más adelante de reactivar algunas de ellas.
Globalmente, ninguna de esas opciones permite comprender cómo un «modelo» puede extraerse de la práctica interpretativa, cómo las estructuras propias de un objeto pueden encontrar los modelos que conlleva el analista mismo. En suma, no permiten comprender en qué puede interferir el análisis concreto con la teoría y con los modelos establecidos, de qué manera puede confirmarlos o debilitarlos, o incluso modificarlos. Es necesario, pues, imaginar una tercera opción, capaz de dar cuenta de ese «encuentro» que debe producirse en los límites del análisis inmanente.
Como complemento del principio de inmanencia, se perfila una hipótesis fuerte y productiva, según la cual la praxis semiótica (la enunciación «en acto») desarrolla por sí misma una actividad de esquematización10, una «meta-semiótica interna»11 siempre en construcción, a través de la cual podemos «captar» el sentido. Se supone que el análisis se ajusta al modus operandi de la producción del objeto significante, que en él encuentra y allí «se amolda» a sus direcciones y a sus articulaciones de tal modo que pueda reconstruir la estructura y explicitarla en un meta-lenguaje. Sin esta hipótesis, el análisis inmanente sería en gran medida insignificante, oscilando entre la proyección de modelos preestablecidos y fijados, y pretendidas estructuras depositadas en el objeto. En suma, si no superamos, al menos implícitamente, que el texto, en su enunciación, «propone» algún modelo que construir, en interacción con la actividad de interpretación y con los modelos de los que ella misma es portadora, el análisis solo se encontraría consigo mismo, y se contemplaría indefinidamente sin ninguna ganancia heurística.
Ahora bien, el poder heurístico del análisis semiótico radica justamente en el hecho de que aporta al mismo tiempo más de lo que el objeto del análisis da a captar intuitivamente y más de lo que dan los modelos establecidos mismos. Ese suplemento heurístico hace toda la diferencia, y puede justamente suscitar por facilidad la tentación de apelar al contexto: configurando el análisis a partir del contexto12, se logra en efecto, a buen precio, un «suplemento» de aplicación, pero que no es justamente el de la heurística semiótica. En inmanencia, necesitamos postular una actividad de modelización inherente a la praxis enunciativa misma13.
Todas las lingüísticas y todas las semióticas que han renunciado al principio de inmanencia se presentan en dos ramas: una rama fuerte cuando afrontan directamente su objeto, y una rama débil y difusa cuando solicitan lo que ellas llaman el «contexto» de su objeto. Proponer una semiótica de las prácticas no consiste, pues, en sumergir un objeto de análisis cualquiera en su contexto, sino, por el contrario, en integrar el contexto en el objeto para analizar, sacando todas las consecuencias del hecho de que, semióticamente hablando, el contexto no se sitúa «ni por encima ni por debajo, sino en el corazón mismo del lenguaje»14.
Todo parece indicar que la limitación del objeto de la disciplina semiótica únicamente al texto, de una parte, y el principio de inmanencia impuesto al objeto de análisis de otra, solo hubieran sido confundidos por meras razones tácticas, por pura comodidad y por reacción a las prácticas de análisis dominantes, en los momentos en que el análisis estructural se esforzaba por distinguirse y por afirmarse como una alternativa metodológica. Y el desarrollo de la investigación semiótica denunció de hecho esa confusión táctica.
Si se hace hoy la hipótesis de que el principio de inmanencia no implica necesariamente una limitación del análisis a solo el texto, entonces hay que redefinir, sin esperar más, la naturaleza de eso de lo cual se ocupa la semiótica, no solamente en extensión, como ya es el caso, de hecho, sino también en comprensión, por derecho. El principio de inmanencia es indisociable, como ya lo hemos señalado, de la hipótesis de una actividad de esquematización y de modelización dinámica interna de las semióticas-objetos, y el área de actividad inmanente de esa esquematización debe indicarnos, en cada caso, los límites del dominio de pertinencia, y no una decisión a priori y táctica que focalice únicamente el texto.
La semiótica se ocupa de «semióticas-objetos», de conjuntos significantes cuya pertinencia está restringida a la vez por reglas de construcción del plano de la expresión, y por el punto de vista a partir del cual se encara la estructuración del plano del contenido.
Desde un punto de vista metodológico, la cuestión se plantea también en estos términos: dado un conjunto significante cualquiera, ¿el análisis de tal conjunto puede ser continuo, o encuentra discontinuidades? Todas las lingüísticas han enfrentado, explícita o implícitamente, esta cuestión. Benveniste, por ejemplo, introduce un principio de integración15, desde el fonema a la frase, pero considera que a partir de esta última, el análisis cambia de estatuto, y que hace falta entonces apelar a una semántica del discurso. De la misma manera, la distinción entre dos niveles de pertinencia en el análisis semiótico aparece, al término de un análisis continuo, cuando el análisis franquea el umbral de una discontinuidad en el proceso del análisis mismo. Y si el conjunto significante que uno elige, por ejemplo la semioesfera en Lotman, es una cultura entera, ese principio de discontinuidad en el análisis es tanto más necesario para distinguir los diferentes planos de inmanencia.
Hoy, pues, debemos distinguir cuidadosamente: (i) el principio de inmanencia. Esta distinción ha estado suspendida por largo tiempo debido a la manera como antaño fueron fijados dichos límites, provisionales y arbitrarios, al texto-enunciado. Porque, si es verdad, como afirma Hjelmslev, que los datos del lingüista se presentan como «texto», eso no es cierto para el semiótico, quien tiene que hacer también con «objetos», con «prácticas» y con «formas de vida» que estructuran zonas enteras de la cultura. La apelación al contexto en esas condiciones no es más que la confesión de una limitación pertinente de la semiótica-objeto analizada, y, más precisamente, de una inadecuación entre el tipo de estructuración buscado y el nivel de pertinencia escogido.
El acercamiento semiótico a las prácticas debe, por consiguiente, responder a la vez a una exigencia concreta, la de incorporar nuevos campos de investigación, y a un imperativo epistemológico, el de la definición de los límites de su propia inmanencia. Por esa razón, el estudio que aquí se propone, consagrado a las prácticas semióticas, comprenderá tres conjuntos sucesivos, no sin algunas superposiciones: (i) un primer conjunto donde las prácticas serán definidas y situadas como uno de los planos de inmanencia del análisis semiótico, entre otros, dando por entendido que, entre esos diferentes planos, el análisis no puede ser más que discontinuo; (ii) un segundo conjunto donde las prácticas serán exploradas en su diversidad, y comparativamente, a fin de extraer progresivamente su organización específica, en cuyo interior puede tener curso un análisis continuo; y finalmente (iii) un tercer conjunto en el cual serán examinadas algunas de las dimensiones propias del plano de inmanencia de las prácticas.
Capítulo I
Niveles de pertinencia y planos de inmanencia
Signos, textos, objetos, prácticas, estrategias y formas de vida
LAS PRÁCTICAS, UN NIVEL DE PERTINENCIA ENTRE OTROS
Si partimos de la existencia semiótica, por tomar una expresión cara a A. J. Greimas, en la medida en que se destaca sobre el fondo del «horizonte óntico», ese plano existencial, una vez modalizado (virtualizado, actualizado, etcétera), es segmentado en niveles de análisis, y cada uno de esos niveles convertido en «contenidos de significación» se articula respectivamente en estructuras elementales, en estructuras actanciales y narrativas, en estructuras modales, temáticas, figurativas, etcétera. Cualquiera que sea el estatuto que se otorgue a esa declinación de niveles de articulación, así como a los recorridos que los reúnen, se trata en todos los casos de los «niveles de pertinencia» para un análisis del plano del contenido. Y como el análisis no puede ser continuo de un nivel a otro, Greimas postuló la existencia de conversiones entre niveles, conversiones que, como se sabe, crearon un serio obstáculo para la validación definitiva del recorrido generativo de la significación.
En cambio, por lo que se refiere a los niveles pertinentes del plano de la expresión, nada es más claro hoy en día. Se supone que, para comenzar, es necesario apoyarse en los modos de lo sensible, en el aparecer fenoménico y en su esquematización en formas semióticas, aunque eso no basta para definir los niveles de análisis y, más precisamente, la jerarquía de las semióticas-objetos constitutivas de una cultura.
Pero partir del «aparecer» de los fenómenos que se ofrecen a los diversos modos de la captación sensible, es definir ya un plano original para el plano de la expresión: se admite con eso en cierto modo que el plano de la expresión presupone una experiencia semiótica1, y la solución que podría resultar de ahí consistiría en preguntarse acerca de los niveles de pertinencia de esa experiencia, indagando bajo qué condiciones pueden ser convertidos en «planos de inmanencia» para el análisis semiótico. Una regla muy simple puede ser formulada desde ahora a este respecto: un plano de experiencia puede ser convertido en un plano de inmanencia si y solo si da lugar a la constitución de una semiótica-objeto, dicho de otro modo, si hace aparecer la posibilidad de una función semiótica entre un plano de la expresión y un plano del contenido.
De los signos a los textos-enunciados
En la historia reciente de la semiótica, a lo largo de la década de 1970, se efectúa el tránsito de una semiótica del signo a una semiótica del texto. Definir como nivel pertinente del análisis semiótico el signo o el texto es decidir la dimensión y la naturaleza del conjunto expresivo que ha de tomarse en consideración para operar las conmutaciones, las segmentaciones y las catálisis que descubrirán los significados y los valores.
En un caso, esa dimensión es la de las unidades mínimas (los signos o las figuras), las unidades constitutivas serán principalmente los formantes y los rasgos distintivos, y en el otro caso, el «conjunto significante» es un texto-enunciado, cuyos elementos constitutivos son las figuras y las configuraciones.
Ese salto metodológico ha sido presentado sin ningún motivo como un «progreso», y como una línea divisoria entre dos tipos de semiótica. Es cierto que esas dos perspectivas de análisis están en relación jerárquica, pero esa jerarquía no es de «más» o de «menos» científica; es simplemente una diferencia de nivel de captación del plano de la expresión, y más ampliamente, de delimitación de la semiótica-objeto que se pretende estudiar. Si progreso hay, no consiste en el cambio de nivel de pertinencia, sino en el cambio de estrategia teórica: el análisis de los signos y de las figuras, sobre todo en su versión peirciana, parecía condenado a una taxonomía proliferante y estéril, mientras que el análisis de los textos y de los discursos ofrecía la posibilidad de orientarse hacia las estructuras sintácticas de los procesos significantes, sin obsesión clasificatoria. La evolución reciente de las semióticas peircianas, especialmente en Eco, muestra bien que ese reparto de roles no es intangible, y la mayor parte de los grandes paradigmas teóricos han sufrido, en épocas diferentes, los mismos saltos metodológicos entre «niveles de pertinencia».
Si uno se pregunta por las experiencias subyacentes en cada uno de esos dos niveles, se trata, en el primer caso, el de los signos, de seleccionar, identificar, reconocer figuras pertinentes, formantes que las componen y rasgos que las distinguen. Desde el punto de vista del plano de la expresión, la pertinencia de las unidades mínimas obedece, como es sabido, a las operaciones de sustitución y de conmutación: la primera designa la operación que recae sobre los formantes de la expresión, y la segunda designa la conjugación de la operación sobre la expresión con sus efectos sobre el plano del contenido. El tránsito desde los actos de selección, de identificación, de reconocimiento, etcétera, a las operaciones de sustitución / conmutación corresponde muy precisamente a la conversión entre un nivel de experiencia sustancial, de una parte, y un plano de inmanencia semiótica, de otra parte. El criterio estructural de pertinencia asegura dicha conversión.
En el segundo caso, el del texto-enunciado, se trata de captar una totalidad que se ofrece como un conjunto compuesto de figuras, bajo la forma material de datos textuales (verbales o no verbales), y que uno se esfuerza en interpretar: no se trata ya de identificar y de reconocer, sino de atribuir una dirección significante, una intencionalidad. La construcción del plano de inmanencia supone también una operación específica complementaria: hay que pasar de la experiencia de la coherencia y de la totalidad significante a la construcción de las isotopías del plano de la expresión, las cuales suscitarán la «presunción» de las isotopías del contenido2.
En suma, en el primer caso, las mutaciones que afectan a los formantes y a los rasgos de la expresión implican mutaciones sémicas en el plano del contenido, mientras que en el segundo caso, las mutaciones de la expresión textual implican mutaciones en las isotopías del contenido.
He aquí, pues, dos niveles de la experiencia, de los que se derivan dos tipos de entidades pertinentes y dos planos de inmanencia: la experiencia figurativa (e icónica), por un lado, de la que se extraen como magnitudes pertinentes de la expresión signos, y por otro lado, la experiencia textual3 (e intencional-interpretativa) de la que se extraen como magnitudes pertinentes de la expresión textos-enunciados.
Una de las consecuencias más espectaculares de ese cambio de nivel de pertinencia es la invención de la «dimensión plástica» de las semióticas-objetos, y principalmente de las «imágenes».
Si uno selecciona, en efecto, como nivel de pertinencia de las imágenes el de las unidades significantes elementales, signos o figuras de representación, todos los aspectos sensibles de la imagen son remitidos a la sustancia, o sea, a la materia del plano de la expresión, y dependen entonces de un estudio de la historia de las técnicas, de las prácticas y de las estéticas de la producción; en el mejor de los casos, y desde el punto de vista de la historia del arte, esos aspectos sensibles y materiales podrán, si presentan alguna regularidad, ser atribuidos a un «estilo».
Sin embargo, el tránsito al nivel de pertinencia superior, el del «texto-enunciado», integra todos o parte de esos elementos sensibles en una «dimensión plástica», y el análisis semiótico de esa dimensión textual puede reconocerle o atribuirle directamente formas de contenido, axiologías y hasta roles actanciales. En suma, los elementos sensibles y materiales de la imagen no resultan pertinentes desde un punto de vista semiótico más que en un nivel superior, es decir, en el momento de su integración en «texto-enunciado».
La construcción de la dimensión plástica obedece estrictamente al recorrido señalado más arriba: a la experiencia holística de la coherencia visual sucede la construcción de las isotopías del plano de la expresión, las cuales, a su vez, proporcionan la «presunción» de las isotopías del contenido.