Kitabı oku: «Semiótica del discurso», sayfa 3
2. PERCEPCIÓN Y SIGNIFICACIÓN
2.1 Los elementos que han de ser retenidos
El examen de las teorías del signo suministra preciosas referencias so bre la manera en que la significación toma forma a partir de la sensación y de la percepción. En efec to, si se descarta todo lo que, en esas teo rías, apunta al recorte de unidades-sig nos, queda, sin embargo, un con junto de propiedades que parecen pertinentes en la perspectiva del dis curso, pero que ahora deben ser redistribuidas. Éstas son, en consecuencia:
(1) la coexistencia de dos universos sensibles, el mundo exterior y el mundo interior;
(2) la elección de un punto de vista (mira);
(3) la delimitación de un dominio de pertinencia (captación);
(4) la formación de un sistema de valores gracias a la reunión de los dos mundos que forman la semiosis.
2.2 Los dos planos de un lenguaje
2.2.1 Expresión y contenido
Desde que la perspectiva del signo es abandonada, es la de los lengua jes, tales como aparecen en los discursos, la que toma su lugar. Un len guaje es la puesta en relación de, al menos, dos dimensiones llamadas plano de la expresión y plano del contenido, y que corresponden res pectivamente a eso que hemos designado hasta el presente por “mun do exterior” y “mundo interior”.
Este cambio de denominación amerita algunos comentarios: la fronte ra entre el “interior” y el “exterior” no está dada de antemano, no es la frontera de una “conciencia” sino simplemente la que un sujeto pone en juego cada vez que otorga una significación a un acontecimiento o a un objeto. Si, por ejemplo, observo que los cambios de color de un fru to pueden ser puestos en relación con sus grados de madurez, los pri meros pertenecerán al plano de la expresión y los segundos al plano del contenido. Pero puedo también poner en relación los mismos grados de madurez con una de las dimensiones del tiempo, la duración; y, es ta vez, los grados de madurez pertenecen al plano de la expresión y el tiempo al plano del contenido.
Esta “frontera” no es otra que la posición que el sujeto de la percepción se atribuye en el mundo cuando se esfuerza por desprender su sen tido. A partir de esta posición perceptiva, se diseñan un dominio interior y un dominio exterior entre los cuales se va a instaurar el diálogo semiótico; pero ningún contenido está, fuera de esta toma de posición del sujeto, destinado a pertenecer a un dominio más que a otro, pues to que la posición de la frontera, por definición, depende de la posición de un cuerpo que se desplaza.
Ciertos lenguajes, particularmente verbales, son regidos o regulados por lenguas en las que la distribución entre la expresión (fonemática o grafemática) y el contenido (semántica y sintáctica) parece estable y fijada de antemano. Pero es suficiente tomar en con sideración lo que pasa en los discursos concretos, particularmente literarios, para cons tatar que, entre la expresión y el contenido, además de la división propiamente lingüística, otras distribuciones son igualmente posibles, y que “contenidos” figurativos, por ejem plo, pueden convertirse en expresiones para contenidos narrativos o simbólicos. Más aún, en el caso de los lenguajes no verbales se llega con gran esfuerzo a fijar los límites de una “gramática de la expresión”: cada realización concreta desplaza, en efec to, la línea divisoria entre lo que pertenece al contenido y lo que pertenece a la ex pre sión.
Tal concepción podría llevar a pensar que la semiosis, cuyo operador es taría siempre desplazándose entre dos mundos cuya frontera es sin ce sar renegociada, es una función inaprehensible. Pero sólo es inaprehensible en la perspectiva de una teoría del signo: esto puede ex pli car por qué los semiólogos de los años sesenta estaban tan frecuentemente li mi ta dos por los sistemas de comunicación rígidos y normativos, como los sis temas de señalización de caminos; se puede también comprender por qué las semiologías no verbales estaban entonces puestas bajo la férula de la semiología lingüística, la única que parecía entonces aprehensible a través de convenciones gramaticales y lexicales y, que, por ese hecho, se convirtió demasiado pronto en modelo de todas las otras.
Pero, en la perspectiva del discurso en acto, si nos atenemos a una teo ría del campo del discurso y a una teoría de la enunciación, entonces la “toma de posición” que determina la división entre expresión y contenido se convierte en el primer acto de la instancia de discurso, por el cual instala su campo de enunciación y su deixis.
2.2.2 Exteroceptividad e interoceptividad
Se podría, haciendo referencia a una proposición ya antigua de Greimas (en Semántica estructural), llamar aún de otro modo esos dos planos del lenguaje. El plano de la expresión será llamado exteroceptivo; el plano del contenido, interoceptivo; y la posición abstracta del su je to de la percepción será llamada propioceptiva, porque se trata, de he cho, de la posición de su cuerpo imaginario o cuerpo propio.
El cuerpo propio es una envoltura sensible que determina de este mo do un dominio interior y un dominio exterior. Por todas partes donde se desplaza determina, en el mundo en que toma posición, una brecha entre universo exteroceptivo, universo interoceptivo y universo propioceptivo, entre la percepción del mundo exterior, la percepción del mun do interior y la percepción de las modificaciones de la envolturafron tera misma.
La significación supone, entonces, para comenzar, un mundo de percepciones, donde el cuerpo propio, al tomar posición, instala globalmente dos macrosemióticas, cuya frontera puede siempre desplazarse pe ro que tiene cada una su forma específica. De un lado, la interoceptividad da lugar a una semiótica que tiene la forma de una lengua natural, y, de otro lado, la exteroceptividad da lugar a una semiótica que tiene la forma de una semiótica del mundo natural. La significación es, pues, el acto que reúne esas dos macrosemióticas, y eso es posible gracias al cuerpo propio del sujeto de la percepción, cuerpo propio que tie ne la propiedad de pertenecer simultáneamente a las dos macrosemióticas entre las cuales toma posición.
En la perspectiva de la enunciación, el cuerpo propio es tratado como un simple punto, un centro de referencia para la deixis. Pero en la pers pectiva de las lógicas de lo sensible, por ejemplo, será tratado como una envoltura, sensible a las solicitaciones y a los contactos provenientes ya del exterior (sensaciones) ya del interior (emociones y afectos).
Si se puede hablar de “macrosemióticas”, es en cuanto que están ya articuladas; es vano, en efecto, preguntarse “cómo las cosas han comenzado”: nos bañamos en un mundo ya significante, somos nosotros mismos parte pregnante de él y las percepciones que tenemos tienen también una forma semiótica. Pero, cada vez que “tomamos posición” en ese mundo, cada vez que lo sometemos a un punto de vista, volvemos a jugar el acto a partir del cual toda significación toma forma.
2.2.3 El isomorfismo de los dos planos
Hjelmslev hace observar que los dos planos de un lenguaje deben ser heterogéneos aunque isomorfos: de un lado, sus contenidos deben ser heterogéneos, de otro lado, sus formas deben ser superponibles.
Cuando la rojez no significa más que la rojez no aprendemos nada nue vo; si, en cambio, la rojez significa la madurez, nuestro saber sobre el mundo da un paso adelante. Pero la heterogeneidad de contenidos no debe impedir la reunión de las dos macrosemióticas: la secuencia de grados cromáticos debe, pues, ser isomorfa con la secuencia de los grados de madurez.
El isomorfismo no está dado de antemano sino que es construido por la reunión de los dos planos del lenguaje. La prueba consiste en que mientras un conjunto de elementos pueda ser puesto en relación con muchos otros conjuntos, cambiará de forma con cada nueva asociación. El color puede ser puesto en relación con la madurez, con la emoción, con la circulación de automóviles (el semáforo), etc. Resulta, por tan to, que esos diferentes conjuntos son superponibles entre sí: a cada nue va aproximación un nuevo “isomorfismo” es definido. De tal forma que los grados cromáticos no son los mismos según que el color exprese la madurez o la emoción; inversamente, los grados de la emoción no son los mismos si son expresados por el color o por la gestualidad.
La función semiótica es el nombre de esa reunión de los dos planos del lenguaje, que establece su “isomorfismo”. Antes de su reunión, la re lación de los dos planos puede ser calificada de arbitraria; pero no tie ne gran sentido, puesto que esa relación sólo es una de las relaciones en tre todas aquéllas posibles, que lo son en número infinito: lo “arbitrario” no es si no el efecto de nuestra incapacidad para ubicarnos en el se no de una infinidad de combinaciones posibles, y, después de todo, só lo es la confesión de nuestra impotencia para comprender eso que se nos escapa. Después de su reunión, la relación entre los dos planos se ca lifica de necesaria, en el sentido de que no pueden significar el uno sin el otro; pero también, si se recuerda que la frontera entre los dos mun dos se desplaza sin cesar con el cuerpo propio, se debe convenir en que se trata de una necesidad muy provisional, y que, más bien, sólo va le para un discurso particular y para la posición que lo define.
2.3 Lo sensible y lo inteligible
2.3.1 La formación de los sistemas de valores
a— La presencia, la mira y la captación
Percibir cualquier cosa, antes de reconocerla como una figura perteneciente a una de las dos macrosemióticas, es percibir más o menos intensamente una presencia. En efecto, antes de identificar una figura del mun do natural, o también una noción o un sentimiento, percibimos (o “pre sentimos”) su presencia, es decir cualquier cosa que, de una parte, ocu pa cierta posición relativa a nuestra propia posición y cierta extensión, y que, de otra parte, nos afecta con cierta intensidad.
Tal es el mínimo necesario para poder hablar de presencia.
La presencia, cualidad sensible por excelencia, es, pues, una primera ar ticulación semiótica de la percepción. El afecto que nos toca, esa intensidad que caracteriza nuestra relación con el mundo, esa tensión en di rección del mundo, es asunto de la mira intencional; la posición, la ex tensión y la cantidad caracterizan en cambio los límites y el contenido del dominio de pertinencia, es decir, la captación. La presencia entraña en tonces dos operaciones semióticas elementales de las que ya hemos he cho mención: la mira, más o menos intensa y la captación, más o me nos extensa. En términos peirceanos, recordémoslo, la mira caracterizaría al interpretante, y la captación al fundamento. Más generalmente, ésas son las dos modalidades de la guía del flujo de atención.
Pero, un sistema de valores sólo puede tomar cuerpo cuando las diferencias aparecen y cuando esas diferencias forman una red coherente: ésa es la condición de lo inteligible.
b— Lo inteligible y los valores
Si partimos de la aprehensión sensible de una cualidad, siempre el rojo, por ejemplo, las experiencias de Berlin & Kay, entre otros, nos muestran que no percibimos jamás el rojo sino una cierta posición en una gama de rojos, posición que identificamos como más o menos roja que las otras. ¿Cómo pueden formarse los “valores” en esas condiciones? Es necesario y suficiente que dos grados del color sean puestos en re lación con dos grados de otra percepción, por ejemplo con el sabor de los frutos que tie nen esos colores. Solamente con esa condición po de mos decir que hay una diferencia entre los grados del color, así como en tre los grados del sa bor. Y el valor de una cualidad de color será en ton ces definido por su po sición en relación con otras cualidades de co lor y en relación con otras di ferentes cualidades de sabor al mismo tiempo.
Retornando a la simple presencia: si percibimos una variación de intensidad de la presencia, es insignificante hasta que no podamos po nerla en relación con alguna otra variación. Pero, desde el momento en que las variaciones de intensidad son asociadas a un cambio de distancia, por ejemplo, la diferencia es instaurada y podemos decir lo que sucede: una cosa se aproxima o se retira en profundidad. El espacio de la pre sencia se hace entonces inteligible y podemos enunciar (predicar) sus transformaciones.
Globalmente, el sistema de valores resulta, pues, de la conjugación de una mira y de una captación, una mira que guía la atención sobre una pri mera variación, llamada intensiva, y una captación que pone en re lación esta primera variación con otra, llamada extensiva, y que de li mi ta así los contornos comunes de sus respectivos dominios de pertinencia.
2.3.2 La forma y la substancia
Los desarrollos que preceden concurren a aclarar las relaciones entre la substancia y la forma. Hjelmslev ha precisado la teoría de Saussure in sistiendo sobre el hecho de que los dos planos reunidos en una función semiótica son en primer lugar substancias: substancias afectivas o con ceptuales, biológicas o físicas; esas substancias corresponden grosso mo do a las “imágenes acústicas” y a las “imágenes conceptuales” de Sau s sure. Pero su reunión gracias a la función semiótica las convierte en formas: forma de la expresión y forma del contenido.
Está claro ahora que el proceso de formación de valores que hemos evo cado líneas arriba corresponde más exactamente al paso de la substancia a la forma: la substancia es sensible —percibida, sentida, presentida—, la forma es inteligible —comprendida, significante—. La substancia es el lugar de las tensiones intencionales, de los afectos y de las variaciones de extensión y de cantidad; la forma es el lugar de los sistemas de valores y de las posiciones interdefinidas.
Desde el punto de vista de la lingüística propiamente dicha, en la me dida en que se interesa exclusivamente por los sistemas de valor que cons tituyen las lenguas, y también desde el punto de vista de una semiología que sólo se interesa por los signos aislables y bien formados, ni la substancia ni el paso de la substancia a la forma deben llamar la aten ción. Pero, para una semiótica del discurso, en la que se juega sin ce sar la “escena primitiva” de la significación, es decir, la emergencia del sentido a partir de lo sensible, esas cuestiones se convierten en primor dia les.
Además, oponer la substancia y la forma no debe conducir a imaginar, aunque los términos mismos lo sugieran, que todo lo que se refiere a la substancia es “informe”; la substancia tiene también una forma —una forma científica o una forma fenomenológica—, pero una forma que no resulta de la reunión de los dos planos del lenguaje, una forma que la semiótica en cuanto tal no puede siquiera reconocer, y que otras dis ciplinas toman a cargo; otras disciplinas, quede bien entendido, a las que hay que saber interrogar.
En fin, la frontera entre la substancia y la forma, según Hjelmslev, tanto como la frontera entre el objeto dinámico y el objeto inmediato, según Peirce, también se desplaza. No puede ser de otra manera, pues to que la frontera entre el plano de la expresión y el del contenido se desplaza constantemente, tal como lo hemos sostenido. Cada vez que la fron tera entre expresión y contenido se desplaza, aparecen nuevas correlaciones entre formas, que suspenden las formas precedentes. La mayor o menor estabilidad de la frontera entre forma y substancia de pende de la memoria del análisis, así como de su progresión; fran quean do el paso: esa frontera depende del punto de vista adoptado por el analista, y, en consecuencia, de la posición que se atribuye a sí mis mo.
2.3.3 Hacia una significación sensible
Hemos observado más arriba que las definiciones de apariencia lógi ca, propuestas para describir la función semiótica, a saber la arbitrariedad o la necesidad (función también a veces definida como presuposi ción recíproca), no eran ni definitivas ni muy operatorias. Cierto es que fundaron en los años cuarenta y cincuenta la consistencia de un objeto de co no cimiento —lo que no es poco—, en un universo de pensamien to don de la lógica matemática era un modelo de referencia; aun cuando re sultan en parte verdaderas, no proporcionan un punto de partida sa tis factorio para una semiótica del discurso.
La dimensión sensible y perceptiva parece más rica en enseñanzas. Re capitulemos: los dos universos semióticos son deslindados por la toma de posición de un cuerpo propio. Las propiedades de ese cuerpo pro pio, que se pueden designar globalmente con el término propioceptividad, pertenecen a la vez al universo interoceptivo y al universo exteroceptivo. La reunión de los dos universos, con vistas a hacerlos significar en conjunto, se hace posible por el tercero, y en particular por el he cho de que pertenece a la vez a los otros dos.
El cuerpo propio hace de esos dos universos los dos planos de un len guaje. Que esa operación desemboque en una presuposición recíproca resulta de poco interés fren te a esta última proposición: el cuerpo sensible está en el corazón de la función se miótica, el cuerpo propio es el operador de la reunión de los dos planos de los lenguajes.
Esta simple fórmula: la semiosis es propioceptiva, tiene numerosas repercusiones. La más evidente, por el momento, tiende a esta nueva proposición: si la función semiótica es propioceptiva más que lógica, entonces la significación es más afectiva, emotiva, pasional, que conceptual o cognitiva. Otras consecuencias aparecerán más adelante, particularmente en los capítulos consagrados al discurso y a lo sensible.
2.3.4 Los estilos de categorización
Una de las capacidades fundadoras de la actividad de lenguaje es la ca pacidad de “categorizar” el mundo, de clasificar sus elementos. No se pue de, en efecto, concebir un lenguaje que sea incapaz de producir tipos, puesto que se necesitaría una expresión para cada ocurrencia; lo que manipulan los lenguajes, comprendiendo en ellos los lenguajes no ver bales, son tipos de objetos (por ejemplo, una mesa de oficina en general), y no ocurrencias (por ejemplo, la mesa particular que se encuentra en mi oficina). Sólo el discurso podrá, sucesiva o paralelamente, gracias al acto de referencia, evocar tal o cual ocurrencia del tipo para ponerla en escena.
En el ámbito de la imagen, por ejemplo, la necesidad de hacer referencia a tipos visuales ha sido largo tiempo confundida con la necesidad de denominar los objetos representados. La imagen de un árbol no es la imagen de un árbol porque yo puedo llamarla “árbol”. Asimismo, si yo reconozco una forma redondeada elíptica, no es porque yo puedo llamarla “elipse” sino porque allí he reconocido el tipo visual de la elipse. En ca so de no conocer el nombre de algo y de que estuviese por ejemplo obligado a utilizar una perífrasis (“redondo aplanado”), no tendría por qué no reconocer el tipo visual.
La formación de tipos es, en cierta forma, otro nombre de la categorización; consiste en la formación de las clases, de las categorías que un lenguaje manipula. Interesa a todos los órdenes del lenguaje: la percepción, el código y su sistema. Pero la categorización es puesta en mar cha particularmente en el discurso, en especial porque ella preside la instalación de “sistemas de valores”. En ese sentido, la formación de ti pos y la categorización nos interesan directamente en la medida en que constituyen estrategias dentro de la actividad de discurso. Ahora bien, la semántica del prototipo nos enseña que no hay una sola manera de formar categorías de lenguaje.
Intuitivamente, y porque la aproximación estructural forma hoy parte de manera implícita de nuestros hábitos de pensamiento, se podría pensar que sólo la investigación de las propiedades o de los rasgos comunes, lla mados “rasgos pertinentes”, es posible: así lo certifica el célebre “pa ra sen tarse” (con respaldo, con tres o cuatro patas, con barandas, etc.) de B. Pottier, modelo de todos los análisis sémicos, y que designa el rasgo co mún de la categoría de los asientos. La formación de la cate go ría re po sa, entonces, sobre la identificación de esos rasgos comu-nes, so bre su número y sobre su distribución entre los miembros de la ca tegoría.
Es posible considerar una versión más vaga de esa aproximación. Ima ginemos un conjunto de parientes: las semejanzas que permiten reconocerlos están desigualmente distribuidas; el hijo se parece al padre, que se parece a la tía, que se parece a la madre, que se parece a los hijos, etc.; cada semejanza difiere de la siguiente, no hay nada de común en tre el primero y el último elemento de la cadena; y, sin embargo, la pe r tenencia de cada individuo al conjunto apenas puede ponerse en du da. Esa red de rasgos desigualmente distribuidos, sin que ninguno pue da prevalecer para definir globalmente el tipo familiar, reposa sobre lo que se ha convenido en llamar una semejanza de familia (Wittgenstein).
Pero se puede también organizar una categoría en torno a una ocurrencia particularmente representativa, a un ejemplar más visible o más fá cilmente localizable que los otros y que posee él solo todas las propiedades que sólo están parcialmente representadas en cada uno de los otros miembros de la categoría. De ello da testimonio, por ejemplo, el uso frecuente que hacemos de la antonomasia: Éste es un Maquiavelo. La formación de la categoría reposa entonces sobre la elección del mejor ejemplar posible.
En el mismo sentido, la ocurrencia elegida para caracterizar el tipo pue de también ser la más neutra, la que no posee más que algunas de las propiedades comunes a las otras. Se observa esta tendencia en la denominación de los instrumentos de cocina: para designar los recipientes re servados a la cocción, para unos es la cacerola la que se impone, para otros, la marmita; y los utensilios de cocina a motor son todos robots. La formación del tipo reposa, en ese caso, en la elección de un término de base.
No existe una substancia que se preste por naturaleza a tal o cual ca tegorización; es el acto de categorización, la “estrategia” que lo anima, la que determinará la forma de la categoría, sus fronteras, su organización interna y sus relaciones con las categorías vecinas. Esta cuestión in te resa, pues, directamente para estudiar la manera en que las culturas “re cortan” y organizan sus objetos para hacer de ellos objetos de lenguaje; pero interesa también para estudiar el discurso en acto, en la medida en que allí también se recortan y categorizan universos figurativos pa ra definir sistemas de valores. Por eso podemos hablar de estilos de ca tegorización.
Estos cuatro grandes “estilos” reposan ante todo sobre elecciones per ceptivas y más precisamente sobre la manera en la que es percibida y establecida la relación entre el tipo y sus ocurrencias: o bien la categoría es percibida como una extensión, una distribución de rasgos, una serie (reunida por uno o varios rasgos comunes) o una familia (reunida por un “aire de familia”), o bien es percibida como la reunión de sus miem bros en torno a uno solo de entre ellos (o en torno a una de sus es pecies), con el cual forma un agregado (reunido en torno a un término de base) o una fila (como se dice: alineados detrás de un jefe de fila, el mejor ejemplar). Para cada una de estas elecciones, la categoría nos pue de procurar, a causa de su propia morfología, un sentimiento de uni dad fuerte o débil: en el caso de la fila (parangón) y de la serie, el sen timiento de unidad es fuerte; en el caso del agregado (conglomerado) y de la familia, es más débil.
En suma, los “estilos de categorización” se relacionan con las dos gran des dimensiones de la “presencia”, pero se trata ahora del modo de pre sencia del tipo en la categoría: puede presentar una extensión difusa o concentrada, y una intensidad sensible fuerte o débil. La tabla si guiente resume este último punto:
En la medida en que el discurso en acto hace referencia también a ocu rrencias más que a tipos constituidos y nos conduce sin cesar de los unos a las otras, en la medida en que predica y/o aserta sin cesar nuevas categorías y nuevos sistemas de valores, el conocimiento de estos “es tilos” de categorización se hace necesario para elaborar una semiótica del discurso. Pero los estilos de categorización sólo pueden ser establecidos si se coloca la formación de sistemas de valor bajo el control de las modulaciones de la presencia perceptiva y sensible; es decir, si se toma en cuenta, de manera explícita, el control que ejerce la percepción sobre la significación.