Kitabı oku: «Gente en las sombras», sayfa 3

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7

Pocos creían, cuando lo anunció, que el tema iba en serio y que terminaría en efecto escribiendo sus memorias, aunque sea aún difícil precisar si al final las escribió o no. El manuscrito brilla hoy por su ausencia –seis meses después de que anunciara el propósito en la prensa, ahora que yace entubado en su cama del hospital– y nadie puede alardear con un mínimo de credibilidad de que haya tenido acceso a sus páginas.

Menos extraño, aunque no menos dramático, resulta verlo ahora adosado a la maquinaria de supervivencia y la serie de pantallas que reflejan sin cesar sus constantes vitales, los varios puntos luminosos que discurren en silencio de izquierda a derecha y, en ocasiones, cuando la enfermera presiona el botón del volumen, con un pitido intermitente, a ratos inmisericorde, que logra enervar al médico de turno al venir a chequear su estado o incluso a quienes lo visitan para verlo allí inmóvil y quedar todos pensativos, haciendo una vaga conexión entre sus presuntas memorias (¿las habrá escrito o no?) y el atentado sufrido hace unos días, una forma igual algo drástica de crítica literaria, todo hay que decirlo, el gesto ese de sus agresores de coronar su empeño memorístico con un tiro en la cabeza, así no hay incentivos, nadie puede.

Cuesta imaginar al autor en las sombras de ese disparo. Las especulaciones hablan esperablemente del marxismo internacional y sus ansias de vendetta, de los antiguos adversarios ideológicos de Prada viniendo al fin a pasarle la cuenta, de trotskistas descolgados de otras facciones tan descolgadas como ellos del tronco principal, pero no son los únicos que los medios de comunicación citan; se menciona a la vez a la ultraderecha y la Internacional Fascista, la Internacional Negra, dicen, con la que el coronel habría tenido deudas pendientes, viejas pendencias entre los servicios de contrainsurgencia de Latinoamérica y los neofascistas italianos, o los anticastristas con sede en Miami, gente que solía hacer su aporte a las maniobras de Prada y a la que él no habría respondido con reciprocidad: yo te maté a un dirigente sindical, ¿tú qué hiciste por mí, a ver…?

Se ha hablado además de antiguas deudas de juego, pero la hipótesis se debilita al informarse que Prada no apostaba ni solía abocarse a esos menesteres; han sido traídas a colación antiguas rivalidades con otros servicios de inteligencia; malas intenciones de su Comandante en Jefe, que lo habría preferido muerto o entubado a que siguiera haciendo declaraciones ambiguas a la prensa; se habla hasta de viejas rencillas en el regimiento donde Prada y varios oficiales de su generación estuvieron destinados en su juventud, cuando todos ellos habían recién contraído nupcias y cundían las fiestas y ocasiones sociales entre su promoción. Allí donde Prada sí ejerció sus aptitudes seductoras, pero no necesariamente con su esposa, dicen, sino de preferencia con la de algún colega uniformado, mujer casquivana a la que ha comenzado a mencionarse ahora por el alias maledicente de «El colchón del regimiento», en alusión a su actitud tan receptiva a la hora de acoger a los guerreros jóvenes deseosos de reposo y solaz sobre su cuerpo, entre ellos, en lugar preferente, el entonces teniente Efraín Prada.

8

Al cabo de un par de semanas, Svetlana le mencionó sus dudas respecto a las manchas de sangre observables en varios puntos del parqué, dudando ella misma entre rasparlas o dejarlas a la vista. Habían comenzado a familiarizarse con el escenario –como quería Beregovic que ocurriera– y transformarlo en una rutina estable y un trabajo en propiedad. Larrondo venía preferentemente por las mañanas, permaneciendo en su despacho hasta el almuerzo y leyendo allí la documentación relativa al lugar o bien acerca de sus precedentes históricos, cosas relativas a otros centros de detención y campos de prisioneros, lugares emblemáticos donde había testimonios acumulados de quienes habían pasado por ellos y sobrevivido.

Svetlana orientaba a Monge en la recuperación del jardín y entre los dos rediseñaron los senderos que el uso había ido borrando en los patios. Ella estaba, en cualquier caso, mayoritariamente abocada a rescatar el interior de la casa y reformular sus varios rincones, considerando el despliegue eventual de elementos ornamentales que deberían sugerir lo ocurrido entre sus paredes (fotografías, rostros, nombres, consignas, discursos, testimonios), sin evasivas pero a la vez sin estridencias. Era lo que ella planteaba y en lo que Larrondo coincidía plenamente.

En cuanto a las manchas de sangre, ella se inclinaba por preservarlas, aunque no estaba muy segura de que fuera lo apropiado, ya que podía hasta resultar chocante o indelicado para más de alguien.

–Puede ser –asintió Larrondo con laconismo.

Estaban los dos en el balcón al mediodía, observando a Monge en su labor minuciosa de eliminar la maleza acumulada en el patio trasero.

–Pero no es solo un problema estético –puntualizó ella.

–Me lo imagino –coincidió él.

–Es sangre de gente cuyo rastro se perdió aquí en el Campo D, ¡no es cosa de limpiar sus huellas como si nada!

–Muy de acuerdo –dijo él.

Desde el patio les llegó el rastrillar acompasado del azadón de Monge removiendo la tierra.

–Me alegra que coincidamos –concluyó ella–. Lo hablaré con Beregovic hoy mismo.

–¿Y eso por qué? ¿No eres tú quien decide esas cosas?

–Sí, bueno, pero él insiste en que le consulte todo antes de proceder.

Larrondo quedó pensativo.

–Tendrá miedo de meter las patas –elucubró.

Ella miró al cielo encapotado, donde el sol se desplazaba sobre la capa de nubes buscando un punto por el cual horadarla o irrumpir con sus rayos. Luego escrutó el entorno desde la terraza.

–Me tiene un poco mal todo esto –dijo–. Este tema de las manchas, el olor… Todo, digamos.

–Creo que lo entiendo –empatizó él–. Ahora lo entiendo, está empezando a ocurrirme a mí también.

–Tendría que aparecer de una vez el Larry, eso ayudaría –propuso ella.

De nuevo buscaron los dos al espectro del Larry a su alrededor, ahora desde el balcón.

–Con los animales me entiendo mejor, eso es lo que pasa –agregó ella–. Intento traducirlos.

–¿Cómo traducirlos?

–Sus gestos. Lo que buscan transmitirnos, o hasta su dolor... Si un día pudiéramos captar ese dolor, algo cambiaría de manera decisiva entre nosotros, creo yo.

–¿Por qué? –se interesó él.

–Es que el dolor humano en sí ya no nos conmueve demasiado, ¡qué más prueba que esto! –Abarcó con un gesto de su brazo el entorno, la casa y el patio allí abajo, con las torretas deshabitadas–. Quizás estemos necesitando de algo que nos estremezca de nuevo hasta la médula, el dolor de un animal, por ejemplo. Si un día llegáramos a percibir con claridad ese dolor, tal vez volvamos a conmovernos, como ya no nos ocurre con nuestros congéneres.

–Es interesante –dijo él intrigado de la forma tan singular que ella tenía de plantearlo.

–Lo raro es que tienda a considerárselo siempre al revés –complementó ella misma–. Para hablar de alguien, cualquiera que actúe con crueldad, se dice que «se comportó como un animal», pero quizá sea a la inversa: cuando más malos somos es cuando más nos parecemos a nosotros mismos. Aquí se decía, por ejemplo, que los prisioneros eran reducidos a la condición de animales, privados de toda dignidad. Y de sus captores lo mismo, que se comportaban como bestias…

–¿Y no era así?

–¡Obviamente que era así! Solo digo que quizá fuera a la inversa: no se convertían en animales, más bien alcanzaban las cumbres de lo humano, ¡de la crueldad humana! –Se paró a pensar un segundo–. Y la dignidad es una obsesión también humana, que nos esclaviza desde la cuna. Alguien nos la otorga y después nos la arrebata. Los animales no tienen tantos rollos, sienten dolor y aúllan, uno les hace cariño y ronronean. Es todo más simple entre ellos.

–Puesto así, suena muy convincente.

Permanecieron un rato en silencio y abstraídos en la contemplación de Monge, que no cejaba en su empeño fatigoso de recuperar allí abajo el potrero ese y desmalezarlo, para sembrarlo de nuevo y rescatar el pasto que aún dormiría bajo la maleza. Tarde o temprano resurgiría el verdor, aunque ahora parecía algo tan distante.

Larrondo pensó una vez más en Berlín y en su visita a la capital germana el 95, cuando el muro no había acabado aún de desplomarse entero y subsistían fragmentos discontinuos de él en variados puntos de la ciudad, puntos donde incluso había muerto gente al intentar cruzarlo, en un gesto desesperado del que solo quedaban ahora austeros testimonios en las cercanías, alguna lápida de yeso depositada allí por los deudos, con una foto del fallecido y un ramo de flores que alguien renovaba cada mes, evocando a esa gente succionada por el agujero negro que había partido en dos a la ciudad. Recordó la quietud prevaleciente en dichos sectores, un sopor instalado en el aire a su alrededor, parecido al abandono en que ahora escarbaba Monge allí al fondo, rastrillando el patio reseco. Algo como un silencio entronizado junto al muro allí en Berlín, interrumpido aquí y allá por una suerte de ronquido subterráneo apenas audible, como el del arbitrario Wotan en su sueño inestable, oculto entre esos edificios con las ventanas tapiadas que aún sobrevivían de la primera época, cuando fueron clausurados por las autoridades orientales. Construcciones en que ningún berlinés quería ya vivir y que nadie alquilaba, todo el mundo parecía rehuirlas, aunque ya no estuvieran el muro ni las torres artilladas en la vecindad.

¿Sería el caso del patio allí abajo? ¿O de otros territorios que aún vinieran a engrosar el listado? En toda época y lugar habría todavía gente corriendo al encuentro de las balas o alcanzada por la metralla, un hombre o mujer abatidos en su fuga, sintiendo la ráfaga en las piernas, yéndose de bruces, reptando hacia una trinchera cercana –cuando la había– o resguardándose al fin junto al muro, rodando hasta allí para no levantarse de nuevo, agonizando durante horas, esperando a que la vida acabara de abandonarlos a través del orificio imprevisto en su estómago, con sus arterias vaciándose de a poco en el empedrado y ellos recogidos al centro de la nada, gimiendo a solas, despojados del último aliento bajo las nubes.

No, no lo tendría más fácil el viejo Monge. Quizá pudiera, cómo no, desmalezar el patio o hacerlo florecer nuevamente, pero no por ello conseguiría revivir en plenitud las esperanzas allí sepultadas, neutralizar con su azadón al temible Wotan dispuesto aún al jolgorio, a envanecerse de su obra en esos territorios arrasados.

9

Decidió recurrir a Beregovic –hombre bien relacionado– para conseguir el número de Prada. Quería hablar primero con el antiguo encargado del campo, le explicó por teléfono, antes de entrevistar a los sobrevivientes, para confrontar primero al hechor y luego evaluar su estela sangrienta.

–Pero no se complique, Larrondo, ¿para qué va a entrevistar a Prada? –le dijo inesperadamente Beregovic, descolocándolo un segundo.

–Me parece de interés –insistió él–. Es el villano invitado dentro de la crónica, ¿no?

–Sí, claro. Pero lo que se le pide es una crónica del lugar, no más que eso.

–Igual me gustaría hablar con el villano.

Del otro lado del auricular le llegó un suspiro.

–Bueno, si usted insiste –concluyó Beregovic–... Veré qué puedo hacer, alguien debe tener su número.

La gestión resultó inesperadamente provechosa y al otro día por la mañana la secretaria de Beregovic lo llamó para darle el número.

La voz que afloró esa noche en el auricular –estaba ahora en su estudio de la planta baja– no parecía la de un ordenanza, mucho menos la de Prada. Era la voz de alguien más joven que la del viejo militar, pero no por ello menos altanera. Una voz un poco estentórea, que llamaba al interlocutor a bajar automáticamente el volumen, como si entre ella y los demás hubiera habido un reparto tácito de los decibeles disponibles y, como ella utilizaba la mayor parte, el interlocutor debía necesariamente conformarse con un tono más bajo.

Larrondo se presentó en ese tono más bajo: era escritor e historiador –le pareció mejor realzar esta vez su estatus dual– y estaba interesado en hablar con el coronel Prada, si ello era posible.

–¿Y quién le dio este número? –inquirió la voz en tono cortante.

–Una autoridad del Ministerio de Información –le informó Larrondo–. El subsecretario.

–Ah, bueno, en ese caso –dijo el otro atenuando en forma automática el matiz impositivo, aunque no el volumen–... Igual tendrá que hablar antes conmigo. Efraín no está muy disponible para estas cosas, usted comprenderá –su empleo del nombre de pila al aludir a Prada sugería la familiaridad de un asesor cercano–. ¿Quién me dijo que era usted?

–Álvaro Larrondo. Me han encargado hacer la crónica del Campo D.

–¿Larrondo el escritor? ¿Hijo del abogado Larrondo? Conozco bien a su padre –dijo el otro variando el tono emocional de fondo, dando paso por primera vez a cierta cordialidad–. ¿El que dictaba la cátedra de procesal?

–Así es. ¿Y usted es… si puedo preguntarlo? –indagó cautamente Larrondo.

–El abogado del coronel. Godofredo Ruy Díaz, para más señas.

A la mente de Larrondo acudió instantáneamente el rostro severo de un antiguo personero del régimen militar, integrante del primer o segundo gabinete, al cual se había incorporado siendo muy joven –debía tener por entonces poco más de cuarenta años, hasta fue presentado a la prensa como una suerte de mascota incluida por razones indescifrables entre la gerontocracia restante.

–Además fui ministro de Justicia –corroboró él mismo ahora con voz aguardentosa, sugestiva de que ya no era tan joven y mucho menos la mascota de nadie–. Aunque ahora solo ejerzo la abogacía –aclaró e hizo una pausa. Luego volvió al asunto de fondo–: Así que va a escribir del Campo D, qué cosa más escabrosa. Mejor le hubieran encargado escribir de la vida del coronel, Larrondo, ¡es mucho más entretenida! ¿Qué sacan con seguir escribiendo de esas cosas y el Campo D, esas cuatro paredes destartaladas de las que nadie se acuerda mucho…?

–Precisamente para que alguien se acuerde de ellas –dijo él.

–Ya, ¿y con qué fin? No es tan malo el olvido, mi amigo, puede que sea incluso lo más aconsejable en estas circunstancias, ¡hay que dejarse de odiosidades! –El hecho de haber conocido a su padre le permitía ahora, en apariencia, hasta un dejo de complicidad–. Mejor escriba usted de Efraín y su vida, es más interesante. Fíjese que él mismo acaba de anunciar ahora sus memorias, la tontería esa.

–¿A usted no le parece buena idea?

–Al contrario, pienso que es una muy mala idea. No sabemos lo que pueda resultar de todo eso, podría repercutir de algún modo en su defensa. ¡O repercutirnos a todos! Y no estoy pensando en sus ideas o que no tenga derecho a exponerlas. En todo caso, Efraín no tiene muchas ideas –dijo y rio brevemente en el auricular–. Lo que sí maneja es mucha información, por razones evidentes. Cosas que es mejor dejar en el tintero, mi amigo, este país debe mirar al futuro –hizo otra pausa, reevaluando lo dicho sobre su defendido–. Pero es porfiado el hombre, como buen militar. Un hombre de convicciones, más allá de lo que alguien piense hoy de esas convicciones o los yerros en que pueda haber incurrido –mencionó esos «yerros» con liviandad, como si arrojar gente al Océano Pacífico hubiera sido una instrucción mal impartida por su cliente o una orden suya no bien entendida–. Durante esos años difíciles –precisó.

–¿Qué años? –inquirió Larrondo solo por propiciar su inesperada locuacidad.

–Los del gobierno militar, qué otros. La época de ese gobierno empeñado en ordenar la casa.

A Larrondo no le extrañó esa distancia tácita que su frase sugería con el antiguo régimen. Era una táctica habitual entre sus ex colaboradores del mundo civil, una vez concluida esa labor de ordenamiento doméstico. Ahora se mostraban todos sorprendidos, incluso abrumados, con los métodos empleados por Prada en el proceso de ordenamiento, buscando evitar que se los confundiera con esos procedimientos o terminar todos convocados a los tribunales.

–Había que ordenar el país, mi amigo –prosiguió en el auricular–. El gobierno militar asumió en un escenario donde todos querían sacarse los ojos, quizá lo recuerde usted… ¿Qué edad tenía usted para el pronunciamiento? ¿Veinte años?

–Veintiuno.

–Bueno, se acordará de cómo fue, ¡el despelote que era este país! Alguien tenía que ponerle freno y le tocó a los militares, mala pata… Es un tema complejo.

–¿Por qué complejo? –se arriesgó Larrondo–. El costo fue clarísimo.

­–Sí, bueno, hubo alguna gente que metió las patas… Lo que no es justo es cargarle ahora a Efraín el muerto.

Los muertos –lo corrigió Larrondo y hubo, ahora sí, un silencio cargado de tensión en la línea.

–¿Debo suponer, entonces, que estuvo usted entre sus adversarios? –preguntó el otro.

Larrondo evaluó la respuesta más atinada para no estropear la opción ya abierta de hacer la entrevista.

–No tiene que responderme, no se complique –complementó a tiempo su interlocutor–. Ni importa mucho a estas alturas, ¿no? Cualquier espíritu sensato debiera hoy enjuiciar esos hechos con ojo crítico.

–¿Y está usted entre ellos? –le devolvió la pregunta Larrondo–. ¿Entre esos espíritus sensatos?

–Obviamente que sí –dijo él–. En fin, vamos a lo de la entrevista. Es posible hacerla, desde luego, pero antes me gustaría que nos viéramos usted y yo, para entender con precisión lo que tiene en mente. Soy el abogado de Efraín, debo ser cauteloso, más cauto incluso que él. Estar atento a lo que alguien va a preguntarle. O a sonsacarle.

Larrondo vaciló ante el matiz de censura que latía en la propuesta. Igual parecía un precio razonable por la entrevista.

­–Muy bien –aceptó–. ¿Dónde quiere reunirse?

–¿Algún Starbucks entre su casa y la mía le parece bien?

10

La gestión telefónica de Svetlana con el subsecretario resultó en esencia infructuosa: a Beregovic le parecía más apropiado raspar los pisos y remover todo vestigio que atentara contra la «buena presentación» del lugar, incluidas las manchas de sangre. Él apostaba todo a la pulcritud.

Svetlana recibió la conclusión y vino por la tarde al despacho de Larrondo a comentársela.

–Quiere que se vea pulcro –dijo yendo hacia la ventana y quedó allí atenta al patio delantero–. No entiendo mucho, la verdad. Lo que ocurrió aquí no fue muy limpio ni pulcro, ¿o sí?

–Debe ser lo que el Ministerio considera apropiado –acotó él–. No es que desconozcan lo ocurrido, solo les parece mejor cubrir los rastros… Para no herir susceptibilidades, como dicen ellos. No es tan inesperado o infrecuente, ya que la especie humana tiende a rehuir la evocación de sus proezas sangrientas. He estado leyendo de eso.

–¿Ah, sí?

–Ocurrió en Japón con los sobrevivientes de la bomba, ¡de las dos bombas atómicas! Incluso en Israel en algún grado, ¡con los deportados que volvieron de los campos! Hay como una vocación de olvido colectivo en estas cosas. En Japón, los hibakusha, que es la denominación de los sobrevivientes, no gozan de aceptación plena entre sus compatriotas. Ni siquiera hoy, es raro.

–¿Y eso por qué? –indagó ella un poco abrumada.

–Se teme, hasta hoy, a los efectos radiactivos que puedan emanar de ellos, cuando no queda ya nada que pueda emanar. A mí me parece que es una barrera psicológica… Y un estigma, claro. Ninguno de ellos pudo hacer una vida normal y casarse, tener hijos. Con los «deportados» del nazismo pasaba, en el propio Israel, que nadie quería hablar mucho del tema, menos en la sobremesa. Mejor que fuera en público, si tenía que ser, en las ceremonias públicas de homenaje. El dolor no convoca mucho a nadie, Svetlana, menos sus estragos.

Hubo, como solía ocurrirles, un prolongado silencio entre los dos, con las mismas preguntas revolviéndose en la mente de ambos. ¿Sería la experiencia del Campo D un estigma similar, algo que sus compatriotas –incluso los ideológicamente solidarios con el caso– percibían ahora como una imposición de las víctimas? ¿Y qué actitud cabía adoptar ante su experiencia? ¿Confraternizar con ella? ¿Pretender que ella no les había dejado secuelas apreciables?

–A pesar de sus mejores intenciones, el individuo «normal» evita a las víctimas del estigma –concluyó él en voz alta– como prefiere que desaparezcan las manchas de sangre en el piso. Lo digo para que no te gastes más de la cuenta con Beregovic.

–Igual no pienso rasparlas, de momento –concluyó ella.

Larrondo adivinó algo más bajo esa altivez creciente, una mezcla paradójica de rabia y congoja, en partes iguales, pero evitó de momento indagar en la causa.

Parecía todo –el mobiliario superviviente y los muros, incluso los pisos manchados– envuelto en una especie de bruma que emanaba de cada rincón y los envolvía a ellos mismos en su estela, todo embebido de ese aroma insidioso que se advertía nada más ingresar al lugar, semejante al residuo azumagado que hay en las casas de playa o los desvanes familiares, y en las bodegas a oscuras, allí donde las arañas tejen su tela sin necesidad de público y ni siquiera de luz.

Doña Ema solía vocear al mediodía la inminencia del almuerzo y lo servía a la una, con ellos dos ya instalados en un extremo de la mesa, uno frente al otro, esperando a que ella ingresara desde la cocina y dejara la fuente entre ambos, yéndose enseguida a almorzar con su esposo, «pa’ que no se sienta solo mi pobre viejo», les decía y partía a su casa al fondo del patio.

Los almuerzos discurrían por lo general sin altibajos, salvo alguno habido en esos días iniciales, en que Svetlana permaneció con la vista clavada un rato en su plato. Larrondo intuyó una crisis en ciernes, hasta que ella misma la evidenció:

–¿Cómo haría esa gente para juntarse aquí a atormentar cada día a otros? Me cuesta entenderlo.

–Debían considerarlo su deber, ¿no? –sugirió él–. Una rutina.

–¿Y almorzarían todos aquí en esta misma mesa?

–Posiblemente. Quizás hasta hacían comentarios entre ellos: «Me salió duro el último huevón, tuve que subirle el voltaje».

Ella se enervó de manera ostensible con su acotación.

–Muchos de ellos debían tener una tuerca suelta –señaló él para remediarlo.

–¿Y después qué? ¿Volvían todos a su casa como si nada, para llevar a los niños al zoológico el fin de semana?

–Imagino que sí.

–¿Y se acordarían en esos momentos de la gente que ellos mismos tenían enjaulada?

–Quizás evitaban el zoológico –sugirió él absurdamente–. Pero no debía importarles mucho, debían considerarlo un deber, una rutina indispensable. Una labor patriótica. Muchos pidieron, de hecho, el traslado aquí de manera voluntaria, está en la documentación. Era tal vez una vocación personal, la suya, por contribuir al sufrimiento humano… Algunos debían ser además voyeristas.

–¿Por qué voyeristas?

–La tortura era casi siempre administrada de a dos, ¡o en tríos! El que no estaba practicándola aprovechaba de mirar a los otros haciéndola. Hasta hubo, al principio, gente de civil que tomaba notas, los sobrevivientes lo han relatado.

–¿Y qué más? ¿Eran una banda de sociópatas, entonces? –preguntó ella revolviendo su plato.

–Cuando menos, gente poco confiable –complementó él–. Pero debía haber otros factores, cosas que explican a la vez esos comportamientos, más allá de las patologías individuales.

–¿Cosas como qué?

–El tema de actuar en patota debía influir. Hay actitudes que varían cuando se está en grupo o en situaciones de riesgo, como las guerras. Gente muy decente en su vida diaria termina arrasando poblados enteros, violando aldeanas...

–Parece que estuvieras exculpándolos.

–En absoluto. Solo digo que estar aquí encerrados con las víctimas debía influir para convertirlos en criminales. Vivir con un animal acorralado te transforma con seguridad en un predador acorralado. Ninguno estaría, por lo demás, muy acostumbrado a ejercitar su libre albedrío. A lo más el cerebelo, para procesar las voces de mando, oyendo todo el día las monsergas de sus superiores, esa especie de mantra patriótico que incidía en las orejas de todos, llamándolos a cumplir con su deber y sacar una docena de uñas diarias por el bien de la patria. Bien podía terminar sacándolos a ellos de quicio, ¿no?, todo eso.

–Los estás justificando –insistió ella clavándole la mirada.

–En ningún caso, Svetlana. Solo me pregunto si cualquiera de nosotros podría llegar a hacer algo parecido en circunstancias similares.

Fue una de las primeras charlas entre ambos acerca de esos asuntos, que luego se hicieron cada vez más frecuentes. Buscaban desentrañar entre los dos la caja negra del terror y sus rastros, los indicios que todavía surgían de los testimonios y frases grabados en su interior, aunque no resultaba fácil interpretar esos datos. En ocasiones solo había un ruido de fondo, gruñidos de una bestia que daba zarpazos a diestra y siniestra y, cuanto más difusos, mejor para sus fines políticos. Lo fundamental era que todo el mundo se sintiera al alcance eventual del terror y sus garras.

Larrondo comenzó a reunir materiales diversos y elaborar un diagrama inicial para su crónica, intentando dilucidar los agujeros negros dentro del fenómeno. Como, por ejemplo, el reproche que aún se hacía a los detenidos que se habían quebrado en el interrogatorio y habían entregado nombres, información.

–Me cuesta entender esa lógica –le comentó cierto día a Svetlana–. Si te quebrabas con los golpes, quedabas muchas veces marcado como traidor, como si no bastara con que te hubieran hecho mierda.

Sentía admiración –cómo podía no sentirla– por quienes habían resistido, aunque igual entendía que algunos hubieran claudicado: frente a la abstracción de la utopía futura, los electrodos en los genitales o la amenaza a un familiar cercano, opciones bastante más concretas, debían ser un argumento suficiente, en ocasiones, para doblegarse, al menos mientras estaban al alcance de los esbirros. Svetlana compartía su postura con mayor vehemencia que él, no considerando siquiera necesario justificar a los claudicantes.

Hablaban los dos con frecuencia de la dictadura hitleriana, un proceso al que Larrondo confería una cualidad paradigmática y que percibía como un caso extremo y bastante peor que el del Campo D. En este punto, Svetlana discrepaba.

–A mí me parece que es todo lo mismo, compañero –concluía en tono mordaz–. ¿Hay alguna diferencia en que solo te arranquen las uñas o terminen gaseando a tu familia completa…?

A él le parecía que la había, ciertamente. A ella le bastaba el caso de su madre para que las varias categorías del terror se uniformaran, aunque no le hubiera hablado aún a él de su detención. Él prefirió no mencionarle el tema, cuando menos mientras no lo hiciera ella misma. Y seguía cada uno en su labor recién iniciada.

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