Kitabı oku: «Melanie Klein. Envidia y gratitud», sayfa 4
El pecho “malo” es también introyectado y esto intensifica, como podemos suponer, la situación de peligro interno, o sea, el temor a la actividad del instinto de muerte en el interior. Porque la internalización del pecho “malo”, la porción del instinto de muerte que ha sido desviada hacia fuera, con todos sus peligros asociados se vuelve otra vez hacia adentro y el yo liga su temor a sus propios impulsos destructivos al objeto interno malo (Klein, 1948b: 31, i.; 40, e.).
Así, parece más explicable la formación en la mente del bebé de imágenes monstruosas y fantásticas de los padres, porque percibe que su ansiedad surge de sus impulsos agresivos como temor hacia un objeto externo: ha desplazado la fuente de ansiedad hacia afuera y convierte a sus objetos en objetos peligrosos. Ese peligro pertenece a sus propios impulsos agresivos. Así, su temor hacia los objetos será proporcional a sus impulsos sádicos.
Sin embargo, un factor ambiental interviene:
...incluso el niño muy pequeño responde a la sonrisa de la madre, a sus manos, a su voz, al hecho de que lo alce en brazos o atienda sus necesidades. La gratificación y amor que el bebé experimenta en esas situaciones le ayudan a contrarrestar la ansiedad persecutoria e incluso los sentimientos de pérdida y persecución despertados por la experiencia del nacimiento (Klein, 1952d: 64, i.; 73, e.).
Durante varias décadas, Klein en consonancia con Freud consideró la proyección como el primer acto del yo: el instinto de muerte era desviado hacia fuera y proyectado en el objeto, lo que ocurría con la consecuente (re)introyección de un objeto malo, amenazador, persecutorio, terrorífico. Pero en su conferencia seminal, “Notas sobre algunos mecanismos esquizoides” (1946), advierte que las primeras introyecciones son aún más primitivas que las proyecciones. El primer acto mental es la introyección de un objeto bueno.
Este primer objeto interno bueno actúa como un punto central del yo. Contrarresta los procesos de escisión y dispersión, contribuye a la cohesión e integración y constituye un factor en la construcción del yo (Klein, 1946: 6, i.; 15, e.).
Aunque este objeto bueno primario (sin el cual la vida psíquica no sería posible), condensado en el pecho y en sus características simbólicas, será un motivo fundamental en la modulación del modelo kleiniano de la mente y ocupará un lugar central en la teoría de la envidia primaria (ver el apartado, más adelante, El objeto bueno en el núcleo del yo, y el correspondiente en el Análisis del texto, más abajo), es necesario preguntarse primero: ¿de qué modo se hace posible la introyección-proyección de estos dos órdenes, el vital y el destructivo, en un solo objeto? Mediante otro procedimiento mental, la escisión, que permite mantener separados lo ‘bueno’ y lo ‘malo’.
Al quedar escindido el propio yo, el objeto se escinde; en consecuencia, es vivido a la vez —pero separadamente— como protector de la vida y como persecutorio.
Téngase en cuenta que en la ambivalencia el objeto es vivido al mismo tiempo como bueno y como malo. En la escisión, recuérdese, el objeto es vivido alternativamente como bueno o como malo, y cada una de estas posibilidades es una situación total.
Objeto idealizado, bueno, en la medida en que concentra todos los aspectos amorosos, vitales, positivos que deben mantenerse separados de los persecutorios. Objeto persecutorio, malo, porque amenaza con la aniquilación. (Klein suele entrecomillar estos términos para subrayar su subjetividad: “bueno” y “malo”, para el bebé.) Escindido, porque la escisión mantiene la distancia gracias a la cual el objeto bueno queda a salvo frente a los ataques del objeto malo. La vida se defiende de la muerte; el amor del odio.
Introyección, proyección, escisión, idealización son procesos estructurales y estructurantes de la mente y, a la vez, procedimientos defensivos, “mecanismos de defensa”. A ellos debe añadirse la negación, que permite ignorar las situaciones de frustración o de angustia y que borra la existencia misma del objeto persecutorio. Asimismo, la omnipotencia permite crear la convicción ilusoria de que el deseo equivale a la realidad.
Lo constitucional
La gran síntesis que está en la base del surgimiento del psicoanálisis incluyó de un modo fundamental la teoría de la evolución de Darwin (1809-1882) y, paralelamente, la de la herencia filogenética postulada por Lamarck (1744-1829) y admitida, con importantes reservas, por Darwin. Pero, sobre todo, las ideas de Ernst Haeckel (1834-1919) el gran naturalista alemán (creador del término ‘ecología’), uno de los responsables de la popularidad de Darwin y de la difusión de la filogenia lamarckiana, fueron empleadas por Freud para explicar un gran número de fenómenos psíquicos, de tal manera que pudo ser acusado de “biólogo de la mente” (Sulloway, 1992). Haeckel elaboró la llamada teoría de la recapitulación, que tuvo una inmensa difusión y según la cual el desarrollo de un embrión de toda especie repite el desarrollo evolutivo de esa especie totalmente, de modo que la ontogenia reproduciría la filogenia.4 La teoría de la recapitulación podía recoger sin conflicto las ideas de Lamarck, el primer naturalista que postuló una teoría de la evolución (y creó el término ‘biología’).
La biología aceptó durante el siglo XIX y parte del siglo XX las teorías darwinianas y lamarckianas, así como la creencia en la recapitulación; más tarde, algunas de esas certezas cayeron en el descrédito y en nuestros días se recupera su parte más verosímil y se tiene en cuenta que ni aún las teorías darwinianas más difundidas tienen una comprobación verdaderamente científica (Gould, 2012).
Freud se formó como biólogo en una época en que estas ideas tenían un valor axiomático. Al aplicar la recapitulación al psiquismo humano, encontró que su desarrollo supone la presencia de muchos rasgos innatos, heredados de otros momentos de la historia de la especie: la analogía entre la vida emocional infantil y la de los pueblos ‘primitivos’; la comparación entre las fases del desarrollo de la concepción humana del universo y el estadio del desarrollo de la libido de un individuo (Freud, 1913 [1912]: 90). La escena originaria habría pasado de generación en generación de tal modo que ahora pertenece a la fantasía. El complejo de Edipo, la teoría de la horda primitiva y del parricidio primigenio están relacionados con el totemismo de los pueblos ‘salvajes’. El yo, para Freud, guarda contenidos filogenéticos que están presentes en las fantasías primordiales.
Con frecuencia sorprende el parecido entre las observaciones de Darwin, las de Freud, Melanie Klein o Donald Winnicott a propósito de las emociones y las conductas infantiles; de hecho, las fantasías tempranas atribuidas a los bebés parecen un ensayo de la lucha por la vida. Darwin fue sin duda el primer observador de bebés. Llevó, durante los primeros tres años de la vida de su primer hijo, un diario en el cual consignaba el desarrollo mental y conductual del niño. Más tarde estableció criterios de comparación de los índices de desarrollo de sus ocho hijos. En sus “Apuntes biográficos de un bebé” (1877), el primer ensayo en su género, escribió:
...los vagos pero muy reales temores de la infancia, que son independientes de la experiencia, ¿son los efectos heredados de peligros reales y supersticiones abyectas de los viejos tiempos salvajes? Esto se ajusta adecuadamente con lo que sabemos de la transmisión de caracteres bien desarrollados anteriormente y que aparecerán en los descendientes en un período temprano de la vida para después desaparecer (Sulloway, 1992: 245).
Como Freud, Klein atribuyó ciertos fenómenos psíquicos a la herencia: el juego infantil sería una expresión arcaica de la historia de la especie que emplea un lenguaje que resulta más familiar en los sueños. (Su convicción acerca de la herencia filogenética parece ser la razón por la cual rechazó el concepto bioniano de un pecho como categoría a priori (Bion, 1962); ésta era una noción filosófica —kantiana— que a ella parecería inaceptable porque la expectativa del pecho sería innata, es decir, creada en la mente del individuo por la herencia de caracteres adquiridos por la especie.)
‘Innato’, ‘constitucional’, ‘ínsito’, son términos que Melanie Klein emplea más o menos indistintamente. Pensaba que la mente surge a la vida con “tendencias” y que, por ejemplo, el bebé nace con la expectativa de un pecho absolutamente satisfactorio. Su adopción, en 1932, de la última dualidad pulsional de Freud la llevó a acentuar esta convicción. Ahora, la lucha instintiva está condicionada por las dotaciones de amor y de odio, y éstas están determinadas constitucionalmente.
El rechazo de la pulsión de muerte entre muchos psicoanalistas podía ocurrir sin dificultad porque en el contexto clínico se puede prescindir de la nueva dualidad pulsional. Les parecía que marcaba una regresión con respecto de la doctrina anterior al acentuar el aspecto filosófico (y biológico) del psicoanálisis en detrimento de su aspecto propiamente psicológico: en la clínica, no tenían que lidiar con la pulsión de muerte. Les parecía que el paso freudiano, reduccionista y concreto, sufría aquí una especie de izquierdismo especulativo, místico. No estaban lejos de pensar, y sin duda con razón, que si otro que Freud hubiera desarrollado las consideraciones contenidas en Más allá del principio de placer (1920), lo hubieran considerado como heterodoxo. Él mismo se consideró un hereje.
Sacha Nacht, que tuvo un papel importante en la implantación del psicoanálisis en Francia, consideraba que la hipótesis de la pulsión de muerte sacudía por lo menos dos de los conceptos fundamentales de la teoría psicoanalítica general: el de conflicto psíquico y el de agresividad. Si se adopta la teoría del instinto de muerte, el conflicto psíquico ya no puede ser la consecuencia de la mera experiencia vivida: evidentemente es innato. El conflicto no se ha interiorizado secundariamente después de haber sido experimentado como una oposición entre el sujeto y lo que le rodea: es desde el comienzo intrapsíquico. Por lo tanto, el hombre ya llega al mundo ‘dividido contra sí mismo’. Es un conflicto vivo que permea todos los niveles de la existencia. No es posible para el ser humano salir de una tensión que probablemente es necesaria para la conservación de la existencia humana. En estas condiciones, el conflicto del recién nacido con su entorno se hace tanto inevitable como secundario. Un razonamiento idéntico se aplica a la agresividad que, siempre dentro de esta misma hipótesis, se convierte en instinto autónomo. No extrae más su fuerza de la experiencia vivida de todo individuo sino del destino universal, ineludible a la materia (Nacht, 1971: 53-55).
Sin embargo, ni para Freud ni para Klein los instintos de vida y de muerte operan en modo alguno en el marco de un determinismo ciego. La “experiencia vivida” tiene un peso, como lo tiene la libertad individual, y la insistencia kleiniana en la responsabilidad psíquica es una prueba de ello. (Véase el apartado, La desestimación kleiniana del ambiente, más adelante.)
El trabajo de los instintos de acuerdo con la teoría kleiniana es, ciertamente, más complejo que lo que supone el planteamiento de Nacht. Recordemos que para M. Klein los instintos se adhieren desde el principio de la vida a objetos. Su insistencia en el impacto que tiene la introyección del objeto bueno primario en la construcción de la mente, en cuanto al desarrollo que esto supone para el yo y para toda la personalidad, está determinado en última instancia por el predominio —o no— del instinto de vida. Los aspectos libidinales favorecen el reconocimiento de la presencia del objeto bueno y de las experiencias gratificantes que de él proceden. Los aspectos destructivos proyectados en el pecho forman el objeto malo.
La ansiedad persecutoria que resulta de la amenaza de la desmezcla instintiva obliga al yo a escindirse y a escindir el pecho materno en un objeto bueno benéfico y en un objeto terrorífico. Estos objetos primarios, parciales, serán los prototipos de los futuros objetos internalizados que constituirán el núcleo del superyó y que formarán la asamblea de ciudadanos del mundo interno.
La fuerza del yo —que refleja el estado de fusión entre los dos instintos— está, creo, constitucionalmente determinada. Si en la fusión el instinto de vida predomina, lo que implica la mayor importancia de la capacidad para el amor, el yo es relativamente fuerte y está mejor capacitado para tolerar la ansiedad que surge del instinto de muerte y para contrarrestarla.
Hasta dónde la fuerza del yo puede mantenerse y crecer, está en parte determinado por factores externos, en particular por la actitud de la madre hacia el bebé.5 Sin embargo, incluso cuando el instinto de vida y la capacidad para el amor predominan, los impulsos destructivos son deflexionados hacia afuera y contribuyen a la creación de objetos persecutorios y peligrosos que son reintroyectados. Más aún, los procesos primarios de introyección y proyección conducen a cambios constantes en la relación del yo hacia sus objetos, con fluctuaciones entre los objetos internos y externos, buenos y malos, de acuerdo con las fantasías y emociones del bebé, así como bajo el impacto de sus experiencias reales. La complejidad de estas fluctuaciones engendrada por la permanente actividad de los dos instintos subyace al desarrollo del yo en su relación con el mundo externo tanto como con la construcción del mundo interno (Klein, 1958: 239, i.; 244, e.).
Karl Popper, el filósofo de la ciencia, afirma categóricamente que la teoría de las ideas innatas es absurda, y sin embargo reconoce que todo organismo tiene reacciones o respuestas innatas, y entre ellas, respuestas adaptadas a sucesos venideros.
Conjeturo que los animales y los hombres tienen lo que he llamado conocimiento innato, o de manera más especial, expectativas innatas y disposiciones innatas. Estas respuestas pueden ser nombradas como expectativas, sin que esto implique que sean conscientes. El recién nacido espera, en este sentido, ser alimentado (y hasta podría decirse, ser protegido y amado). En vista de la estrecha relación existente entre expectativa y conocimiento, se puede incluso hablar, en un sentido totalmente razonable, de conocimiento innato. Este conocimiento no es, sin embargo, válido a priori; una expectativa innata, por fuerte y específica que sea, puede ser equivocada. (El recién nacido puede ser abandonado, y morir de hambre). Así, nacemos con expectativas, con un conocimiento que, aunque no es válido a priori, es psicológica o genéticamente a priori, es decir, anterior a toda experiencia observacional (Popper, 2000: 76).
Melanie Klein es innatista, y también constitucionalista: las expectativas, las disposiciones o tendencias que condicionan el resultado de la lucha instintiva son explicadas en términos de dotaciones constitucionales y, por ello, son innatas. La envidia y la gratitud primarias no tendrían sentido si no estuvieran concebidas sobre una base de montos de amor y de odio constitucionales. ¿Sin embargo, en qué grado ocurren estas dotaciones? Las magnitudes de instinto de vida o de instinto de muerte presentes en la mezcla o liberadas en la desmezcla no son, por supuesto, cuantificables. Por eso el principio económico freudiano en ella se vuelve una “política económica” (Meltzer), es decir, tendencias, orientaciones, intensidad de las emociones.
El desarrollo de la biología moderna y de la antropología estructural realizaron una deconstrucción de las analogías extremas en que muchas veces cayó el pensamiento freudiano. No hay tal cosa como pueblos “salvajes” o “primitivos” que representen la “infancia de la humanidad”, y el psicoanálisis se ha alejado de esas concepciones. Melanie Klein, a pesar de sus creencias innatistas, fue quien dio un primer salto cualitativo. Al concebir el desarrollo en términos de posiciones que, en su pensamiento último, ni siquiera son sucesivas, abandonó la concepción de fases libidinales.
De acuerdo con Meltzer, los modelos de la mente, freudiano, kleiniano y bioniano, se relacionan entre sí para conformar una línea continua de desarrollo.
Esta línea conduce a la concepción de un sistema para la vida mental que incluye tanto el significado como la emoción, en el que la comprensión se transforma en una estructura de la personalidad, y que cuenta con un área ilimitada de discurso referente a un sistema no causal infinitamente variable con una capacidad potencial de crecimiento fuera del alcance de los modelos evolutivos darwinianos (Meltzer, 1987: 51).
La realidad psíquica y el mundo interno
Al finalizar la Interpretación de los sueños (1900), después de haber introducido su propuesta de un inconsciente personal y dinámico y haber formulado su primer modelo de la mente (capítulo VII) y luego de haber mostrado que los sueños expresan invariablemente el deseo inconsciente, Freud declara:
Lo inconsciente es lo psíquico verdaderamente real, nos es tan desconocido en su naturaleza interna como lo real del mundo exterior, y nos es dado por los datos de la conciencia de manera tan incompleta como lo es el mundo exterior por las indicaciones de nuestros órganos sensoriales (Freud, 1900: 600).
Y a punto de terminar la obra fundante del psicoanálisis:
Y si ya estamos frente a los deseos inconscientes en su expresión última y más verdadera es preciso aclarar que la realidad psíquica es una forma particular de existencia que no debe confundirse con la realidad material (Freud, 1900: 607).
Freud llamó “espacio psíquico” a ese lugar que adivinó detrás de los síntomas neuróticos, de las manifestaciones de la psicosis, de los sueños. Se trataba de una tentativa de entender lo inconsciente, la sede de esa realidad que no hay que confundir con la otra, la material.
Así pues, muchas actividades mentales (la mayoría) ocurren en ese espacio interno imaginario —y a la vez peculiarmente concreto—, en el que se desarrolla una realidad particular que se siente con frecuencia más real y que se relaciona con la existencia externa de tal manera que la condiciona al tiempo que es condicionada por ella. De esa realidad tenemos asomos y evidencia en los llamados retoños o derivados del inconsciente (lapsus, síntomas, sueños, actos fallidos...).
La realidad psíquica apunta fundamentalmente al deseo inconsciente y a las fantasías que lo articulan (Laplanche y Pontalis, 2013: 352). Las fantasías tienen para el neurótico la misma realidad y el mismo papel patógeno de los traumas reales, de tal manera que carece de importancia si los acontecimientos infantiles fueron reales o no: el hecho de que tengan un lugar en la fantasía los vuelve tan fácticos como la realidad misma. Estas fantasías, como núcleo de la realidad psíquica, parecen formar parte de lo más profundo del psiquismo y constituir el origen tanto de la vida mental como de la experiencia humana de la vida fáctica.
A partir de la observación clínica, Freud consideró que cuatro fantasías eran primordiales. Las fantasías de vida intrauterina, escena originaria, castración, y de seducción, han sido transmitidas filogenéticamente de generación en generación y son en efecto el origen, la matriz, o los ‘esquemas’ de la vida de fantasía y el núcleo último de la realidad psíquica.
El giro objetal
“Duelo y melancolía” (1917) puso en claro la importancia de la introyección y la proyección y, especialmente, de la asimilación del objeto. El duelo no transcurre entre representaciones del sistema Inconsciente, sino gracias a una estructura psíquica distinta del yo: el objeto interno. Cuando Freud escribe la frase célebre, “la sombra del objeto ha caído sobre el yo” podemos asumir que esa sombra (objeto interno) mantiene relaciones personales con las instancias: reprocha, castiga... (Baranger, 1971: 395).
El pensamiento de Abraham en torno al objeto contribuyó a que éste pasara de ser el lugar en que la pulsión se descarga y se convirtiera en otro que establece la identificación y la identidad, y tuvo ya una influencia importante en la elaboración de “Duelo y melancolía” (1917). Y, sabemos, Abraham fue no sólo el analista sino el maestro amado y admirado de Melanie Klein.
Una última reflexión de Freud, a sus ochenta y dos años, fue dedicada al mundo interno. El Capítulo IX del Esquema de psicoanálisis (1938), solamente tres páginas inacabadas, es particularmente revelador y plantea un problema que Melanie Klein habría de llevar a su máximo desarrollo:
...un fragmento del mundo exterior ha sido resignado como objeto, al menos parcialmente, y a cambio (por identificación) fue acogido en el interior del yo, o sea, ha devenido un ingrediente del mundo interior (Freud, 1940 [1938]: 207).
Freud se refiere aquí al superyó, que nace de la identificación con los padres reales pero que se porta con el yo más severamente que ellos. Ahí, Freud insiste en la relación particular entre el superyó y el yo que, por lo demás, también es en parte el resultado de la identificación con otros: el primero ordena, el segundo se rebela u obedece o se somete. Abordó la relación intrapsíquica que sigue a la proyección como una relación objetal interna:
Repárese en ese yo que se vincula ahora como un objeto con el ideal del yo desarrollado a partir de él, y que posiblemente todas las acciones recíprocas entre objeto exterior y yo-total que hemos discernido en la doctrina de las neurosis vienen a repetirse en este nuevo escenario en el interior del yo (Freud, 1921: 123).
Puede decirse, pues, que una cosa es la introyección del objeto destinada a asimilarse en el yo o en el superyó (identificación) y otra muy distinta es que el objeto siga su existencia intrapsíquica sin integrarse en el yo o el superyó (Baranger, 1971: 65). Es decir, el mundo interno se puebla con las instancias (yo, superyó) y con objetos que se relacionan entre sí y con las propias instancias.
Varias consecuencias se desprenden de la idea de mundo interno. La relación entre el superyó y los objetos internos es una entre un conjunto más integrado y una variedad de objetos menos integrados, en continuo cambio. El superyó es el resultado de una pluralidad de objetos de historia dispar, con distintos niveles de integración y funcionamiento a veces contradictorio, lo que explica su labilidad.
Igualmente, se desprende de aquí una concepción del objeto que dista mucho de algo rígido, estructurado de una vez por todas; por el contrario, la fluidez, la constante variación y el origen distinto de los personajes de esa ‘asamblea’ hacen pensar en un teatro interno, un escenario en el interior del sí-mismo, en donde se representan siempre relaciones personales y son mayormente inconscientes. Aun si se trata de partes de personas, éstas se portan como si fueran individuos completos.
Fue en buena parte la discusión sobre la formación del superyó lo que consolidó el giro objetal y dio concreción a la idea kleiniana de mundo interno. Hay una diferencia cualitativa entre las relaciones que tenemos con las figuras que pueblan nuestro mundo interno y las que tenemos con el superyó y con el yo, por más modelados que éstos puedan estar sobre las personalidades de nuestros padres (Riviere, [1955a] 1972: 335).
Ahora bien, si la realidad psíquica freudiana en su núcleo duro, en su matriz, está formada por un conjunto de fantasías a través de las cuales se articula el deseo, se pone en escena, esta articulación y esta puesta en escena ocurren a través de otras fantasías. Y este haz constituye la estructuración misma de la mente. La realidad psíquica, que Freud empieza a enriquecer con objetos de la fantasía surgidos de la matriz de las fantasías originarias y de la realidad fáctica por los procesos de introyección y proyección, tiene lugar en un espacio psíquico, verdadero mundo interno y éste, lo mismo que la realidad psíquica, han quedado confundidos con la fantasía, a tal punto que Hanna Segal pudo decir que “...ahora se llama fantasía lo que Freud llamara realidad psíquica” (Segal, 1979: 101). Sin embargo, es importante discernir entre una y otra para evitar confusiones innecesarias aunque de alguna manera se pueda estar de acuerdo con el dicho de Segal.
Freud nos dice, para explicar la génesis del yo, que un individuo es un ello psíquico incógnito e inconsciente en cuya superficie está ubicado el yo, y que esta instancia obedece a un proceso adaptativo impuesto por el contacto con la realidad exterior; pero, también, que el yo es el resultado de identificaciones que conducen a la formación de un objeto de amor catectizado por el ello dentro de la persona (Freud, 1923).
Desde el principio, y hasta el final de su vida, Freud fue añadiendo elementos que enriquecían una visión u otra. Estos elementos formaron una masa crítica en la que el aspecto personal se hizo cada vez más visible. “Introducción del narcisismo” (1914) y “Duelo y melancolía” (1917) al exponer una teoría de la identificación sobre la base de la proyección y la introyección, condujeron a la inevitable ‘personalización’ del objeto. En la melancolía, el yo convive con la sombra del objeto muerto o se ilumina con su resplandor (manía); el objeto fantasmal resultante sostiene complejas relaciones con el yo de tal manera que termina conviviendo con él. Además, el caso del Hombre de los Lobos (1918) introdujo la escena originaria como una fantasía universal: los padres copulan mientras el niño observa y reacciona con excitación o resentimiento o celos... Esa imagen visual, concreta, se convirtió pronto en uno de los esquemas estructurantes del desarrollo. Es decir, en un componente sine qua non de la realidad psíquica; en la fantasía originaria por excelencia.
Además, al lado de explicaciones pulsionales o estructurales, o personales (objetales), Freud se refería con frecuencia a un “mundo interno”. El caso Schreber (1910) lo había llevado a la intuición de un lugar en que, “sustraído el amor”, no quedan sino ruinas que el psicótico intenta reconstruir mediante el delirio y la alucinación. Schreber le enseñó que mientras más arcaico y regresivo es un estado psíquico más dominan impulsos violentos, y más aterrador es ese mundo interno (Baranger, 1971: 62).
Mundo interno y realidad psíquica no son, en efecto, sinónimos. Acaso la realidad psíquica es el “...núcleo duro [...] que es justamente esta ‘expresión última y más verdadera’ de nuestros deseos inconscientes” (Laplanche, 1987: 111-112). La raíz primigenia y fundamental que constituye la matriz de la fantasía, “el vientre del tiempo” (Shakespeare), y que constituye la parte más arcaica y regresiva del propio mundo interno. La realidad psíquica es esa parte resistente, irredimible, contumaz, del mundo interno; el deseo inconsciente y las fantasías ligadas a él. No por nada la realidad psíquica es el asiento de las fantasías originarias, tanto porque son primordiales como porque dan origen ellas mismas a las demás y, más todavía, porque la propia realidad psíquica explica su origen (Laplanche y Pontalis, 1986).
Así pues, el trabajo del propio Freud permitió postular el hecho de que otras personas, partes de ellas (yo mismo, el objeto perdido, los padres en coito; objetos parciales), habitan el interior del sujeto, constituyen un verdadero mundo. Esta tendencia objetal llevó a una línea de investigación que Abraham comenzó a desarrollar, pero correspondió a Melanie Klein elaborarla como una compleja teoría de relaciones de objeto.
El mundo interno: La “asamblea de ciudadanos”
A juicio de Klein, el descubrimiento de la existencia de la realidad psíquica es uno de los principios fundamentales del psicoanálisis y lo que lo distingue de todos los otros aspectos de la ciencia mental (Klein, 2017: 75).
La idea de realidad psíquica que Klein sostuvo no se diferencia sustancialmente de la freudiana como la matriz de la fantasía. La importancia de la fantasía en el pensamiento kleiniano es lo que lleva a H. Segal a refundir una en la otra. Sin embargo, es necesario tomar en cuenta las modificaciones que el propio Freud hizo al plantear la segunda tópica y considerar que M. Klein inició su trabajo en la época en que se modificaba la teoría pulsional. El Inconsciente no es ya, a partir de 1923, un sistema sino una cualidad de las instancias: el yo y el superyó pueden tener aspectos inconscientes; sobre todo el ello, pero ya no existe el sistema Icc, y esto debe ser considerado en la conformación del mundo interno kleiniano —una verdadera ampliación metapsicológica— compuesto por la realidad psíquica, el ello (que Klein no menciona sino muy rara vez), el superyó, el yo y objetos internos (ver Cuadros, págs. 78-79).
Melanie Klein adoptó desde muy temprano el aspecto personal iniciado por Freud y ampliado por Ferenczi y sobre todo por Abraham para construir su propia idea de mundo interno en la medida en que las relaciones que ahí se establecen ocurren entre un conjunto de objetos introyectados que tienen a la vez una función estructurante de las instancias psíquicas (yo y superyó) y una existencia independiente de ellas.
¿Cómo se forma este mundo? ¿Cómo se puebla?
En la primera realidad del niño no es exageración decir que el mundo es un pecho y un vientre lleno de objetos peligrosos, peligrosos a causa del impulso del propio niño a atacarlos. En tanto que el curso normal del desarrollo del yo es evaluar gradualmente los objetos externos a través de una escala realista de valores, para el psicótico, el mundo —y esto en la práctica significa objetos— es valorado en el nivel original; es decir, que para el psicótico el mundo es todavía un vientre poblado de objetos peligrosos (Klein, 1930b: 233, i.; 238-239, e.).
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