Kitabı oku: «Mis muertes», sayfa 2
Turpial
Estaba muerto en un rincón de su jaula. Se había agujereado el cuerpo a picotazos. Era cuestión de no seguirse negando.
Para Isaac Tacha
Vorágine
El instinto, la intuición y la malicia, ya no fueron más su fuente de existencia.
Desde el día que entendió el buen uso y los secretos en el manejo de la brújula, el indígena jamás pudo regresar a su lugar de origen.
Para Melco Fernández y Francisco Piratoba
Semántica
¡Certera fue la puñalada!
—Le destrozó hasta el alma, dijo alguien horrorizado.
—¡Ábrame señor!, le había dicho al conductor aquel desgraciado pasajero de bus urbano.
Para Constantino Castelblanco
Gato encerrado
Vestido de gato, el ratoncillo quiso sorprender a su ratón enemigo.
Ensayó fríamente cada paso. El plan era perfecto, la vulnerabilidad de la víctima estaba calculada. Su intuición predijo la sorpresa. Emprendió, en puntillas, el milimétrico ataque de locura.
De repente, un perro —que no estaba en el libreto— dio el golpe certero.
Terminó así la triste existencia del astuto roedor.
Desandando sus pasos, el otro ratón colgó el disfraz de feroz can, poco antes de ir a dormir —libre de culpas y pesares— profunda y largamente la siesta.
Para Martha Lucía Montañés M.
Fiesta
Desde el primer instante, sin compasión alguna lo golpean una y otra vez; en el rostro, el cuerpo, los costados. Son todos contra él, obsesionados, encima, peleándose por tenerlo enfrente, con el único propósito de seguirlo masacrando.
Los demás, en coro gritan, aplauden, ríen y disfrutan.
Impotente, con un dolor que atraviesa mi existencia, siento esos golpes como míos.
Todo comienza a concluir. Final de la barbarie.
Pobre balón. Solo y triste, abrazado por el árbitro.
Para Dagoberto Portela
Vuelta
Los dedos se deshacen en pequeños mordiscos desde su boca. Su mirada se extravía en los radios de la bicicleta que pasa, como dos caracoles unidos y gigantes, trasladando de sitio la felicidad de un niño de nueve años que pedalea sin descanso, para alcanzar a Sandra al otro lado de sus sueños.
Sentada, ELLA espera —la banca del parque se hace dura y fría en el tiempo—; recuerda la tibia y feliz primera noche que los habitó el amor —ELLA y Gabriel devoraron las estrellas—.
La tarde comienza a despedir los últimos suspiros y la música que viene del verano desvanece lentamente. Perezosos, los minutos finales de luz se pierden en el túnel de la noche. Y ELLA ahí, esperando. Sus codos pegados, soldados a las rodillas (arcos óseos que pierden la esperanza) mientras los mordiscos acaban con los últimos indicios de uñas.
Él no aparece más que en el recuerdo: la primera noche, el calor de su cuerpo, la tarde en el cine, sus promesas de amor, el colegio, la niñez y la primera tarde: ELLA espera y Gabriel, niño hermoso que pedalea sin descanso para alcanzarla. ELLA —Sandra— espera. Él, estremecido ser de nueve años, destrozado rueda por el piso. El auto no pudo detenerse. Los radios retorcidos de su bicicleta —dos caracoles unidos y gigantes— testigos únicos del final.
Sandra espera.
Él pedalea ahora al otro lado de sus sueños...
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