Kitabı oku: «Mi hermano James Joyce», sayfa 2

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Capítulo I

La tierra

Los recuerdos de mi infancia asociados a mi hermano se remontan a tan temprana edad que no sabría decir cuándo empiezan. Tengo un recuerdo definido, aunque desdibujado en los detalles, de una representación teatral de la historia de Adán y Eva, organizada para deleite de nuestros padres y nuestra niñera. Yo era Adán y una hermana, menos de un año mayor que yo, era Eva. Mi hermano representaba al diablo. Recuerdo vagamente las contorsiones de mi hermano en el suelo con una larga cola, hecha probablemente con una toalla o una sábana enrollada. Lo que decía, como es natural, no lo recuerdo, pero como era necesario convertir el mito original en una diversión, y su labor consistía principalmente en dar brillo al mito con cursilería, vale la pena dejar constancia de su actuación. Recuerdo otras representaciones infantiles con mayor claridad, pero se llevaron a cabo un año o dos más tarde y, aunque eran graciosas en su intención, no fueron tan interesantes como aquel intento de interpretar los relatos sagrados que le habían contado, y su instintiva comprensión de que lo más importante, teatralmente, era el papel de la tentación que se reservaba para él.

En esa época vivíamos en Bray y la casa se hallaba a un palmo de distancia de Martello Terrace, próxima a los baños. La “terraza” llegaba hasta la orilla del agua y en invierno, algunas veces, el mar pasaba sobre el muro de contención e irrumpía en la calle, hasta los escalones de entrada. Desde nuestras ventanas teníamos una amplia visión de la Explanada, extendida a lo largo de la costa hasta la mitad del camino a Bray Head; detrás había un campo verde, igualmente amplio, con un estrado y –¡pincelada dickensiana!– los rudos cuidadores de burritos. Más allá de Martello Terrace se abrían callejuelas con las casas de los pescadores y se veía una enorme playa que se extendía hasta Killiney. Me recuerdo con los tobillos hundidos en las suaves y finas ondas de esa playa en una mañana de comienzos del verano, mientras mi padre nadaba, internándose hasta perderse en los deslumbrantes reflejos del sol en el mar.

El temor de mi hermano a los perros y la predilección por los gatos se remonta a la época en que fue desagradablemente mordido por un perro irlandés, excitado porque tirábamos piedras al mar desde la costa para que él las buscara, apostados cerca de los baños que están, o estaban, en medio de la Explanada. Las heridas, “que parecían tan dolorosas como horribles”, se las curó un doctor (o señor) Vance, un amigo de mi padre que tenía una farmacia cerca del mar. Era un farmacéutico alegre y laborioso, cuya mujer, que sufría del corazón, se pasaba la mayor parte del día en un sofá leyendo novelas. Su devoción por ella era con frecuencia tema de comentarios entre los amigos, la mayoría de los cuales descuidaba a sus esposas, pero no eran comentarios hostiles; se trataba de un hombre tan inteligente y vivaz en sociedad que no podía inspirar desprecio. Con gestos animados y graciosos, como los del actor cómico Edward Terry (hermano de Ellen Terry), a quien se parecía algo físicamente, solía contar historias de los desastres que él y una estúpida criada, una mujer llamada Handy Andy, provocaban en su casa, como por ejemplo cuando la criada puso tanta pimienta en un guiso irlandés que toda la familia, incluyéndola a ella, se vio obligada a pasar el resto de la noche sentada al lado del grifo de la cocina.

La hija mayor de Vance, Eileen, que aparece en la primera parte de Retrato del artista adolescente, un par de años mayor que mi hermano, era una muchacha pálida, de rostro ovalado, con largos cabellos oscuros, con frecuencia trenzados, que le caían sobre los hombros enmarcándole el rostro. Ella sabía muy bien el efecto que provocaba. Parecía fría y distante, pero no lo era en absoluto. Cuando mi hermano estaba en Clongowes, Eileen le escribió una carta, felizmente interceptada por mi madre, que concluía con estos versos que mostraban la mano de su padre:

Oh, Jimmy Joyce, you are my darlin’,

You are my looking-glass night and mornin’.

I’d rather have you without a farthin’

Than Johnny Jones, with his ass and garden. [3]

[Oh Jimmy Joyce, eres mi amor,

eres mi espejo noche y día.

Te prefiero a ti sin un centavo,

más que a Johnny Jones con su asno y su jardín.]

Mi hermano se apoderó de estos versos y de algunos vagos rasgos para crear a Bloom, pero Vance no se parecía a Leopold. Era sobrio y vivaz, y siempre bienvenido; era “una agradable compañía”. Su esposa estaba realmente enferma y murió joven pocos años después. El hecho de que fueran protestantes no interfería en nuestra amistad. Mi padre y mi madre nunca prestaron atención a ese hecho, pero un miembro de nuestra familia, que creía que arriesgaba su preciosa alma si jugaba a las cartas con los Vance, solía poner inconvenientes. Se trata de la mujer que aparece en Retrato del artista adolescente con el nombre de señora Riordan, y de la que hablaré luego.

Vance formaba parte de un pequeño grupo de amigos que compartían las grandes esperanzas que mi padre había puesto en su precoz jovencito. En verdad, no estaban tan equivocados. Murió mientras mi hermano, alumno del curso superior, alimentaba todavía esas esperanzas. Mi hermano lo estimaba y lo introdujo con su verdadero nombre en Retrato del artista adolescente. Este hecho atestigua, como otros ejemplos en Retrato del artista adolescente y Ulises, un recuerdo de gratitud.

De un escritor cuyas primeras impresiones fueron tan vívidas y perdurables y que eligió, deliberadamente, la Dublín de sus años adolescentes como el principal, si no el único, tema de su producción artística, no resulta ocioso preguntarse cómo se fijaron tan firmemente estas impresiones en su mente. A este respecto, la ingenua admiración de estas gentes de mentalidad simple, no teñida de envidia, que también tenían hijos, es un hecho que no debe pasarse por alto. No era el primogénito –el primero, un varón, murió en la infancia–, pero era el mayor de la familia, inteligente y guapo. Divertía a los amigos de la casa, un poco como se cuenta que Dickens hacía a la misma edad. Su precocidad y su independencia desde muy niño se recordarían luego, al término de los estudios en la Universidad, cuando comenzó a hablarse de él como de una promesa, o más bien, para decirlo con el lenguaje de Dublineses, como “un joven con un gran futuro por delante”. Se contaba que, cuando no tenía aún cuatro años, entretuvo a unos parientes que llegaron inesperadamente, en ausencia de sus padres, “tocando” el piano y cantando para ellos; o de su hábito, a una edad aún más temprana, de bajar a los postres por la escalera, peldaño por peldaño, del cuarto de los niños, en presencia de la niñera, gritando desde lo más alto hasta la puerta del comedor: “¡Aquí estoy! ¡Aquí estoy!” (un comienzo adecuado para el autor cuya última creación debía ser H.C.E., [4] “Aquí viene todo el mundo”). O también, con siete años, de sus escapadas en triciclo desde las afueras de Dublín hasta Bray a visitar a una niñera, mientras sus afligidos padres lo buscaban en las casas de parientes y amigos. El efecto de una dosis tan fuerte de admiración en la infancia podía haber hecho del niño un pedante, pero la natural influencia de una familia grande, que pronto sufrió un gradual empobrecimiento, fue desfavorable al desarrollo de tal característica. En la tensa sensibilidad y el crudo realismo de las partes de Retrato del artista adolescente que se refieren a esos años no hay rastro de pedantería.

Su primera maestra fue la mujer que en Retrato del artista adolescente aparece como señora Riordan, a quien él, y los demás por imitación, llamábamos Dante, probablemente una deformada pronunciación infantil de auntie, tita. Ella ejerció, en verdad, una influencia nada diferente a la de su tocayo; además de enseñarle a leer y escribir y nociones de aritmética y geografía, le inculcó una buena dosis de catolicismo fanático y un amargo patriotismo anti inglés; la imposición las Leyes Penales era todavía una espina clavada en los hombres y mujeres de Irlanda cuando yo era niño. Se llamaba señora Conway, y al parecer tenía algún lejano parentesco con mi padre. Vivió varios años con nosotros, y gracias a su docencia mi hermano fue admitido en el Wood College, de Clongowes, la principal escuela de los jesuitas en Irlanda, cuando tenía poco más de seis años.

La señora Conway era desagradable y obesa. Acostumbraba a usar en la casa una de esas pequeñas cofias divertidas que en las fotografías realzan la marchita belleza de la reina Victoria. La recuerdo siempre sentada en alguna parte, imponente, y tenía un temperamento malhumorado que en Irlanda se asocia, sin duda injustamente, con la Iglesia Reformada de Cristo. Debía sufrir ciática, supongo, porque tenía dificultad para sentarse y levantarse y, al hacerlo, apoyaba ambas piernas con acompañamiento de exclamaciones de dolor: “¡Oh mi espalda, mi espalda, mi espalda!”, [5]que yo imitaba con gran exactitud, para diversión de mis hermanos. Sin embargo, tenía sus estallidos; recuerdo el escándalo que provocó, mencionado en Retrato del artista adolescente, una hermosa noche de verano, al concluir el programa de música de una banda militar detrás de la Explanada. Mientras la banda ejecutaba Dios salve a la Reina, desbarató el legítimo embeleso de un señor de edad que se hallaba de pie, sombrero en mano, prestando atención a la antífona, dándole un golpe en la cabeza con su sombrilla.

Tiempo atrás había entrado en un convento con intención de tomar los hábitos; pero, antes de profesar el voto final, murió un hermano que le legó una suma de dinero bastante elevada. Dejó el convento y pronto contrajo matrimonio con un mal hombre a quien, no obstante, consideró una bendición del cielo. Recuerdo que lo describían alto, solemne y calvo. Desempeñaba un importante cargo en el Banco de Irlanda, donde tenía siempre un par de pantalones listos para llevar en la oficina, de manera que aparecía en público con los pantalones elegantemente planchados. Cuando invitaban a la flamante pareja a cenar, él leía un libro antes de salir, a fin de tener tema de conversación. También tenía el recomendable hábito de rezar en mitad de la noche, al tiempo que sorbía unos huevos crudos. Tras un par de años de vida matrimonial, decidió que le iría mejor en Sudamérica, y ciertamente así fue. Partió hacia Buenos Aires, con la mayor parte de la fortuna de su esposa, que no volvió a ver a su marido ni al dinero. Ella debía seguirlo, pero sus cartas, siempre escasas, se hicieron cada vez más raras. En un intento colosal de juguetear, su esposa le escribió remedando una canción popular de su tiempo:

Jumbo said to Alice:

“I love you”

Alice said to Jumbo:

“l don’t believe you do;

For if you really loved me,

As you say you do,

You’d never go to Yankee Town

And leave me in the zoo”.

[Jumbo dijo a Alice:

“Te amo”.

Alice dijo a Jumbo:

“No lo creo,

pues si me amaras realmente,

como dices,

no hubieras ido a Yankee Town

ni me habrías dejado en el zoológico”.]

Esta humorada paquidérmica lo ultrajó tanto que, luego de una carta indignada, jamás volvió a escribir y ella perdió su rastro. Fue una amarga experiencia y cayó sobre quien debía caer. Quizá ella sentía que tenía que saldar deudas con su conciencia. Cualquiera fuera la causa, lo cierto es que era la persona más intolerable que tuve la desventura de conocer.

Se la consideraba mujer inteligente y sagaz –en verdad era, sin lugar a dudas, estúpida–, y se le permitió intervenir más de lo necesario en el gobierno y la educación de los niños. Fue aquella una generación prolífica, pero con una limitada comprensión de la infancia. Dante fue más decidida y consecuente que los demás en su creencia de que los niños llegan al mundo ostentando sombrías marcas del pecado original. En sus mejores momentos nos llevaba, en las fiestas de Navidad, a ver el pesebre de Inchicore, con las figuras de cera de la Sagrada Familia, los reyes magos, los pastores, los caballos y los bueyes, los corderos y los camellos, reunidos todos en la entrada, haciendo gala de su miserable y polvorienta grandeza. [6]Con su característico mal humor, nos llevó a ver un cuadro titulado El último día en la National Gallery. Se trataba de un tremendo cataclismo, amenazadoras nubes de tormenta, relámpagos espeluznantes, montañas que se derrumbaban, y las pequeñas figuras desnudas de los pecadores con las contorsiones de la desesperación –“¡Oh, por qué lo hice!”–, implorando piedad, mientras caían sobre ellos enormes piedras. En otro rincón de la tela, los bienaventurados se elevaban al cielo con los brazos cruzados sobre el pecho. No recuerdo si Dios Todopoderoso estaba o no en el cuadro, pero en cualquier caso era evidente que Él –o quizá debería decir, Su Eternidad– se empleaba a fondo en castigar a los pecadores.

Otro incidente también ha quedado grabado en mi memoria. Sucedió un día en que yo había salido con la niñera y caminaba al lado del cochecito ocupado por no recuerdo ya qué hermano o hermana. Pasábamos por Little Bray cuando vimos salir un cortejo fúnebre de una de las casas de dos pisos que había allí. Quizá la niñera se detuvo a mirar; sacaban un pequeño ataúd, y apareció una mujer gritando en la ventana más alta con intención de tirarse, pero la sujetaron las personas que se hallaban en la habitación. En la conversación en casa, a nuestro regreso, sobre el incidente, alguien, probablemente la niñera, dijo que la causa de la desesperación de la madre era que la criatura no había sido bautizada. Dante nos explicó entonces que esa criatura no iría jamás al cielo. Lo que quería decir era: “Así ustedes pueden ver lo que sucede. La criatura no podrá ir al cielo. Ahora se dan cuenta de lo que pasa cuando no se bautiza inmediatamente”. Estábamos todos debidamente impresionados, porque parecía la cosa más natural del mundo que Dios fuera una especie de ogro ebrio, con menos misericordia que el más insignificante de los hombres. Pero, de alguna manera, el suceso se instaló en mi mente con referencia a Dante. Su falso nombre le sentaba bien. No creo que hubiera oído siquiera mencionar la Divina comedia, pero su devota admiración por el cuadro El último día me hace pensar que, de haber leído el “Infierno”, se hubiera impresionado también, devotamente, por su descomunal sadismo. Sin embargo, estaba en su derecho. Recuerdo a uno de nuestros maestros jesuitas en el Belvedere College, declarando, impresionado, en una clase de instrucción religiosa sobre la confesión y el uso de la razón, que le había sido revelada, no recuerdo ahora a qué santo rufián, posiblemente a San Agustín, que había un niño de siete años en el infierno. Mi hermano hace discutir el asunto a algunos estudiantes de la Universidad Católica en Retrato del artista adolescente y pone parte de su propia ira en boca de Temple. Jim solía decir que la Iglesia era tan cruel como las viejas prostitutas. En la novela modifica la frase.

Sin embargo, Dante no carecía totalmente de ternura; nos pedía a los niños que le guardáramos el papel de seda que envolvía los paquetes, [7]y cuando le entregábamos unas hojas delante de las visitas, su alma económica se agitaba en medio de su gordura, y luego se moría de risa cuando se iban las visitas. Murió apropiadamente del corazón muchos años después y, tras una adecuada cuarentena en el Purgatorio, sin duda se elevó directamente al cielo en el último día, con su cuerpo glorificado (no necesitaba papel de seda) para unirse al coro de ángeles y cantar “Él es alegre y buen compañero” por siempre jamás.

Del pequeño grupo de los que estimaban a mi hermano, el más sincero era el hombre que aparece en Retrato del artista adolescente con el nombre de señor Casey, John Kelly de Tralee. Había estado varias veces en la cárcel por sus discursos proselitistas en favor de la Land League. A consecuencia de estos períodos de encarcelamiento, su salud comenzó a declinar y murió unos diez u once años más tarde. Tras cumplir cada condena, mi padre lo invitaba a Bray para que se recuperase a orillas del mar. Recuerdo dos o tres de sus estancias con nosotros y la reserva que nos impusieron tras su huida a Dublín para no ser arrestado, una huida nocturna que puso fin a la que sería su última visita a Bray. El oficial que vino al anochecer para avisar que había llegado una orden de arresto a nombre del señor Kelly, cuya comunicación él demoraría hasta la mañana siguiente, era un hombre muy alto, musculoso, de Connaught, que arrollaba a mi padre y al señor Kelly cuando conversaban con él. Procedía del país de los Joyce –su apellido, naturalmente, era Joyce– y era un devoto adicto de mi padre. Hay una mención del episodio en Retrato del artista adolescente.

No creo que una familia de seis niños pequeños haya interferido en el descanso y el aire marino de que gozaba John Kelly en ese hermoso “refugio a orillas del mar”. Eso era demasiado ampuloso y moderno para Bray, con sus aproximadamente cien modestos veraneantes, aun cuando la reina de Rumanía, “Carmen Silva”, nos honrara un verano con su visita. El señor Kelly me llevaba a menudo a caminar y a pasear en burrito. Mi hermano no debía estar en casa, porque, de haber estado, no hubiera sido yo el preferido, de modo que debió suceder después de su partida a Clongowes por primera vez. Si así fue, yo no tenía entonces más de cuatro años. Sin embargo, recuerdo nítidamente la ocasión en que el burrito se escapó conmigo encima. Cuando el muchacho encargado del burro, que me había puesto sobre la silla de montar, se desentendió un momento de la bestia, ésta partió al galope y John Kelly y el muchacho detrás, en veloz persecución. Debía correr mucho, porque no lograron alcanzarlo. John Kelly evidentemente no estaba entrenado. La calle tenía una pequeña curva, y al final había un paso a nivel. John Kelly, que acostumbraba a contar el episodio con frecuencia, decía que al ver en la vuelta de la calle desaparecer el gorro rojo con la borla danzarina que yo usaba, me dio por perdido. Temió que las barreras del paso a nivel estuvieran bajadas y yo saltaría sobre ellas y caería bajo un tren que pasaría en ese momento. Pero el camino estaba libre y el burro continuó su galope. Yo estaba prendido al burro y encantado de que al fin corriera, porque nunca había logrado que hiciera más de un trote de cuarenta o cincuenta yardas, por más que hubiera halagado al perezoso cuidador para que le diera con la fusta. Retrospectivamente, o aún confusa, después de más de sesenta años, mi divertida carrera parece que no fue muy corta. Después del paso a nivel, atravesamos un parque o jardín muy grande, de altas verjas, y luego, creo, tomamos hacia la izquierda en dirección a la calle principal de Bray, donde hay una fuente, frente a Town Hall. Era un burro irlandés y su vigor se debió al hecho de que deseaba un trago.

John Kelly debía ser de estirpe campesina. Era pálido y elegante, lento al hablar y en los gestos, de facciones regulares y perfectas, con una mata de cabellos negros. Los dedos de su mano izquierda habían quedado encogidos de hacer sacos y recoger estopa en la cárcel. [8]Hacía gala de una cortesía a la antigua y una elocuencia campesina; en sus últimos años la ejercitó más de una vez en el cumpleaños de mi hermano. Tenía el don natural de la amistad y una apasionada lealtad a su país y a su jefe, Parnell. [9]

Su gran esperanza en mi hermano superaba a la de mi padre. Tal vez yo no pueda adivinar qué le enseñó a mi hermano. ¿Algo de la vida política? No sé si creerlo. De cualquier manera, no trató de influirlo, como Dante, con un fanatismo estrecho, rebelde y parcial. Si el niño deseaba escuchar, que escuchara. Y él escuchaba.

Cuando John Kelly llegaba a nuestra casa, se adaptaba fácilmente. Se divertía y divertía a los demás. En nuestra familia todos los niños tenían oído musical; cada uno, hasta el más pequeño, cuando aprendía a hablar, tenía su canción, algunas cómicas y lo suficientemente tontas para un niño. La mía en esa época, o unos años más tarde, era Finnegan’s Wake. El señor Kelly, cuando mi padre le insistía para que lo hiciera, también recitaba The Auld Plaid Shawl, o Shemus O’Brien, y lo hacía con tanto patetismo que mi padre tenía que esconder su emoción tras el vaso que bebía, o cantaba para los niños la balada The Goat:

Oh Pat’, says me mother.

What’s that, ma’m says I.

Take the goat to the market,

And sell her do try’.

Sure, the words was scarce spoke

When the goat gave a jump,

And hit me poor mother

A ter-r-rible thump.

Whit a whack for the lardle-lie, lardle-lie, lay,

Whack fol the lardle-lie, lardle-lie, lay.

Sure, the words was scarce spoke

When the goat gave a jump,

And hit me poor mother

A ter-r-rible thumb.

[Oh Pat, dijo mi madre.

Qué pasa, señora, digo.

Lleva la cabra al mercado

y véndela, trata de hacerlo.

Seguro, no habíamos dejado de hablar

cuando la cabra saltó

y le dio a mi pobre madre un terrible golpe.

Con un golpe... un golpe...

Seguro, no habíamos dejado de hablar

cuando la cabra saltó,

y le dio a mi pobre madre un te-rri-ble golpe.]

Mi padre tenía una voz melodiosa de bajo profundo, y algunas veces se le podía convencer para que cantara The Diver o In Cellar Cool’, acompañado por mi madre. En una ocasión en que habían ido a Dublín a una pequeña reunión para escuchar ópera, John Kelly dijo pensativamente a mi padre: “Reflexione sobre lo que le digo, John, si a usted le dan tres meses de cárcel, con su voz desplaza a estos señores de la escena”.

“Tío Charles” era William O’Connell, un tío materno de mi padre. Formó parte de nuestro hogar desde que tengo uso de razón y estuvo con nosotros hasta que nos mudamos a Dublín, después de que mi padre perdiera el empleo al cerrarse las oficinas en que trabajaba. Había oído decir a mi madre que, en el caso de su tío, mi padre devolvía bien por mal, porque cuando su padre murió, William O’Connell, entonces próspero hombre de negocios en Cork y soltero, rehusó lisa y llanamente interesarse por su sobrino, huérfano de diecisiete años. Cuando yo lo conocí era un viejo alto, de cabellos blancos, imperturbable y pacíficamente religioso. Todas las mañanas tomaba un baño frío y se dirigía a misa; era útil a mi madre porque hacía las compras en Bray, a cierta distancia de donde vivíamos. Me llevaba en esas excursiones, pero yo iba de mala gana, porque tenía costumbres fastidiosas: se quedaba conversando con los dueños de las tiendas –lo que a mí me parecía un siglo, quizá fuera una hora–, mientras yo me movía por el establecimiento mirando etiquetas y anuncios que sabía de memoria, o me llevaba a alguna capilla, en el camino a casa, para rezar tres Ave María, con una “intención”. Lo que esto significaba era un misterio que había que respetar.

También solía cantar, con su voz de viejo, nada desagradable, Oh! Twine me a bower all of woodbine and roses o In happy moments day by day. Todos cantaban. Cantar baladas sentimentales era un reflejo de la decadente ola de romanticismo en la que se había transformado la poesía y toda forma de expresión, con la colaboración de Tommy Moore, en éxitos de salón. Ocurriera lo que ocurriera, no lo alteraba nadie; tenía una fórmula mágica para todos los momentos culminantes: All serene, ma’am, all serene, [10]y su serenidad se exponía, a veces, a pruebas un tanto severas. Durante las primeras vacaciones de verano, con mi hermano de vuelta de Clongowes, una tarde queríamos jugar en la hierba a la pelota con otros muchachos, frente a la terraza, pero no teníamos pelota. Mi hermano tuvo una idea descabellada, cosa rara en él. Corrió a la casa, cogió del perchero el sombrero de copa del tío William, y con esa reliquia de antigua elegancia jugamos a la pelota. Luego, para empeorar las cosas, llenamos el sombrero de piedras y la volvimos a colgar del perchero. Una vez disipado el primer embate de la tormenta, mi madre y tío William, ambos innatos pacificadores, no sabían qué hacer para ocultar el desastre del sombrero de copa a mi padre, dado que, a los pocos días, vendrían invitados, parientes y amigos, para un pícnic en Bray Head. Afortunadamente, tío William conocía un sombrerero en Bray que aceptó arreglarlo y devolverle su prístina belleza para el día del pícnic. Lo trajeron como nuevo, pero durante el pícnic, al atardecer, las moscas comenzaron a posarse en él. Evidentemente las atraía el material que el sombrerero había utilizado. Cuando una mosca se saciaba, volaba a llevar la alegre novedad del hallazgo a sus compañeras.

–Hombre de Dios –dijo mi padre, que era un tanto corto de vista, atisbando las moscas arracimadas–. ¿Qué pasa con tu sombrero? Todas las moscas de Bray Head pululan sobre él.

–Vamos, déjalas, John –respondió tío William–; seguramente están tomando el té.

Años más tarde, antes de dejar Bray, nos dirigíamos con otros héroes bélicos de nuestra edad a pelear con el enemigo, unos pilluelos que vivían en los alrededores de Martello Terrace. Eran encuentros poco reñidos, de los cuales hay referencias en “Arabia”, pero suficientes a esa edad para sentir la emoción de la aventura. Estos incidentes, triviales como son para todo muchacho, sirven para mostrar que mi hermano no era el niño débil y trémulo que aparece en Retrato del artista adolescente. Ha escrito, en verdad, mucho sobre su propia vida y su propia experiencia, y la intensidad de sus primeras impresiones se debe, en gran parte, al hecho de que en la escuela se encontró repentinamente con muchachos mayores y más fuertes que él, pero menos inteligentes. Claro está que Retrato del artista adolescente no es una autobiografía, sino una creación artística. Como tuve algo que ver con la segunda versión, puedo afirmarlo sin vacilación. En Dublín, cuando trabajaba en el primer borrador de la novela, su idea era que el carácter de un hombre, como su cuerpo, se desarrolla a partir de un embrión y mantiene rasgos constantes. La acentuación de esos rasgos, su reacción a las influencias hereditarias y al ambiente, fueron las líneas psicológicas esenciales que trató de seguir, y por tanto el propósito con el que concibió originalmente la novela. Así como los demás personajes son, con frecuencia, mezcla de personas reales fundidas en el molde de la imaginación, el personaje de Stephen sigue muy de cerca, en ambos borradores, su desarrollo personal; él fue su propio modelo y tomó muchos incidentes de su experiencia, y transformó e inventó otros. Los capítulos iniciales muestran un muchacho de sensibilidad sutil y penetrante que, desde los primeros años, se apodera de las imágenes de las cosas para meditar sobre ellas y aclararlas en su recuerdo, y que encuentra, en su necesidad de relatar la vida de acuerdo con un patrón comprensible, cierto coraje de calidad desconocida para sus condiscípulos más exigentes. Aunque el tratamiento es objetivo, el lector se sitúa, de principio al fin, en el cerebro de Stephen. Retrata su intimidad. La aspiración de estos recuerdos es ofrecer un retrato del modelo desde fuera, ser el ojo que acomoda el foco y precisa los contornos.

La única debilidad que mi hermano mostró de niño fue el terror que le producían las tormentas eléctricas, excesivo para su edad. No era solo el miedo infantil al trueno; para él representaba el terror a la muerte y su consumación, esa dominante pasión de la Edad Media que hace de Everyman una obra maestra equivalente en Retrato del artista adolescente al sentimiento de la soledad. Hasta los doce o trece años, mi hermano tenía verdadero miedo de las tormentas eléctricas. Subía aterrado las escaleras hasta nuestra habitación y mi madre trataba de calmarlo. Bajaba velozmente las persianas, cerraba los postigos y corría las cortinas. Pero no era suficiente. Se metía en el armario hasta que pasaba la tormenta.

Era consecuencia del terror religioso que Dante nos había inculcado. Nos enseñaba a persignarnos con cada relámpago y a repetir el galimatías: “Jesús Nazareno, Rey de los judíos, líbranos de una muerte súbita y repentina, oh, Señor”, como si ella fuera el agente de una especie de compañía de seguros religiosa. Aunque yo era tres años menor que mi hermano, me mantenía imperturbable ante los truenos y no me contagiaba de su terror, como les sucede a los niños muy pequeños. Creo que esto se debía, no solo a que yo tenía menos facilidad para aprender y menos imaginación para darme cuenta del significado de lo que me enseñaban, sino al hecho de que, pese a mi condición de ahijado de Dante, me disgustaban las mujeres gordas dominadoras y me oponía inconscientemente a sus ideas religiosas y patrióticas.

En una palabra, como no la quería, no aceptaba lo que ella decía. Pero mi hermano asimilaba sus enseñanzas rápidamente y las vivificaba en su fantasía. Ella lo moldeó, en gran medida, desde la infancia y, en recompensa a sus cuidados, él le devolvió, si no afecto, al menos respeto.

El temor a los truenos nunca lo abandonó. Si eran violentos, se inquietaba como los gatos y no podía trabajar. En un artículo sobre mi hermano en la Nueva antología, Alessandro Francini-Bruni, con quien compartió habitación en sus días bohemios de Trieste, escribió: “Cuando escuchaba un trueno, perdía completamente el control. Se convertía en un ser irresponsable y cometía actos de cobardía, como un niño o una mujer atemorizada. Dominado por el pánico, se apretaba las orejas con las manos, corría a acuclillarse en algún armario, o permanecía encogido en la cama, a oscuras, para no ver ni oír”. Esto parece el libreto de una gran ópera, La forza del rimorso. Quizá Francini-Bruni no supo distinguir lo que pertenecía a la imaginación de los hechos reales, o quizá se valió de ese artículo para obtener un efecto literario, de las anécdotas de mi hermano que yo le conté en esa época, en un italiano inconexo, durante las prolongadas (y felices) veladas que pasábamos ambas familias. En cualquier caso, no era así. A lo sumo, si yo estaba de pie junto a la ventana, contemplando la tormenta, mi hermano me decía, con los ojos brillantes y una cortesía exasperada: “¿Quieres ser tan amable y cerrar esa ventana, tonto sanguinario?”. Y luego, a Francini-Bruni, en italiano: “Mi hermano cree que un rayo golpea la puerta antes de entrar”.

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322 s. 5 illüstrasyon
ISBN:
9789878388830
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