Kitabı oku: «Victoria», sayfa 2

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Carla era una extraña combinación de persona terrenal y pretenciosa. Exesposa de un miembro del gobierno estatal de Albany, había llegado a Aurelia cinco años después que Richard y Sara y se había instalado en la granja del final de su carretera de montaña, donde se había embarcado en un proceso bastante público de transformación de sí misma: de figura solitaria y tristemente decorosa que todavía llevaba sus antiguos uniformes de señora de político en las fiestas, a algo que sólo se podía describir como sacerdotisa New Age. Había desistido de teñirse el pelo y se lo había dejado largo, dándole a su cara ancha, con sus ojos azules afilados y su prominente nariz aguileña, cierto aspecto de escultura de jefe indio. Las blusas y faldas bien planchadas dejaron paso a unos atuendos parecidos a túnicas y complementados con pulseras y anillos rúnicos de gran tamaño.

Empezó a dar charlas en el ayuntamiento y en la librería Ahimsa Yogaprananda sobre cantos tibetanos, chamanismo siberiano, prácticas curativas de los nativos americanos y sobre sus propias experiencias con la reencarnación. Los pasquines con su foto que promocionaban aquellas charlas se convirtieron en elemento fijo de los tablones de anuncios públicos del pueblo. Llegado cierto punto, pareció que había decidido extender su esfera de influencia más allá de la nada desdeñable “comunidad espiritual” (como se llamaba a sí misma) de Aurelia, para abarcar también al reino animal, y obtuvo un certificado de rehabilitadora de la fauna; una maniobra cuya utilidad práctica pilló con la guardia baja a sus detractores, aunque no disminuyó sus burlas.

Entre aquellos detractores se contaba Richard, un dato que siempre estaba inquietantemente presente en la mente de Sara cuando pensaba en Carla. Richard la encontraba ridícula: una narcisista ególatra, motivada simplemente por la pura ansia de admiración y por el deseo de tener a la gente cautivada por los medios que fueran. Según él, Carla se había limitado a identificar el camino más corto que llevaba a la prominencia en Aurelia, con su gran número de residentes bienintencionados y no demasiado cultos que se consideraban demasiado listos para que los engañaran las fuentes tradicionales de autoridad y por tanto eran víctimas naturales de cualquier clase de charlatanería. En realidad, Sara no estaba del todo en desacuerdo con él, pero aun así se veía atraída por aquella mujer, y, por razones que no entendía del todo, se sentía fascinada por ella.

Carla afirmaba tener una licenciatura universitaria en ciencias naturales, y en el cobertizo había una estantería llena de libros sobre historia natural, aunque los que se veían más leídos de todos solían tener títulos como Lobos y otros espíritus o El evangelio del cuervo. Una vez le había regalado uno a Sara, Constructores de almas. Eran las memorias de una mujer que se había recuperado de su drogadicción por medio de varios encuentros con animales “sanadores”; era muy cursi y vergonzosamente antropomórfico, pero Sara se había descubierto inesperadamente atrapada por su lectura, para consternación de Richard. A fin de aplacarlo, había aceptado leerse un libro que, según él, lo había purgado de los últimos vestigios que le quedaban de religiosidad, dejándole, afirmaba, una apreciación paradójicamente más profunda del mundo natural.

Siguió caminando, escuchando cómo las chicas hablaban y se reían, observando cómo Bonnie se mecía al ritmo de su música silenciosa mientras hundía su cucharón en las bolsas de papel de semillas y lo vaciaba dentro de las cubetas blancas, levantando nubecillas de polvo y cascarillas hacia los haces altos de luz del sol.

Le gustaba estar allí; la sociabilidad tranquila y natural de un grupo de personas trabajando juntas en algo con lo que disfrutaban le resultaba agradable, últimamente más que la soledad de su estudio.

Al lado de la lechuza había varias jaulas vacías y más allá una marmota, que la olisqueó nerviosamente desde el otro lado de los barrotes; era una bola indistinta de aspecto blando, como una sombra marrón. Bajo la pata delantera se le veía la hinchazón de una infección de moscardas. Sara se asomó al interior de la jaula y serenó a la agitada criatura con murmullos tranquilizadores. Hacía unos años, Richard había cogido a uno de aquellos animales en su huerto; lo había atrapado con una trampa no letal Havahart. Sara había llamado a Carla para preguntarle qué tenían que hacer. Ella les había dicho que lo soltaran de inmediato porque era o bien una cría que necesitaba a su madre o una madre a quien necesitaban sus crías. Cuando Richard cogió el teléfono para preguntar qué se suponía que tenía que hacer en ese caso con sus verduras, Carla le había dicho que encontrara la madriguera y hablara con los animales, que les pidiera quizás que cogieran sólo la primera planta de cada surco y dejaran el resto en paz. Luego se ofreció para venir a hablarles ella en persona, o incluso para hacer una pequeña ceremonia en el huerto con sus cascabeles.

El desprecio que le tenía Richard venía de ahí.

Sara se apartó de la marmota y llegó a la jaula donde la chica con los aros en las cejas estaba dando de comer a las zarigüeyas. La chica le sonrió.

—Carla dice que estos bebés empezarán a comerse los unos a los otros si dejo de echarles comida antes de que la terminen.

—¿Qué les ha pasado?

—Algún gilipollas debe de haber atropellado a su madre con un camión; estaba totalmente aplastada con los ojos fuera de las órbitas. Pero todavía tenía a estos tres vivos detrás, agarrados a su cola. ¿No es encantador? Eran del tamaño de mi meñique. ¡Ahora, si les pusiera el meñique cerca, me lo arrancarían!

La chica soltó una risilla. Las zarigüeyas se apartaron, atemorizadas. Viéndolas en su jaula de acero, Sara se acordó de una imagen del libro que le había hecho leer Richard; una actualización de la teoría darwiniana a la luz de los descubrimientos modernos sobre los genes. En ella, el autor invitaba a ver a todas las criaturas vivas como ocupantes de una enorme tabla matemática en la que cada combinación de las sesenta y cuatro “palabras” del diccionario genético universal tenía una casilla propia. Las casillas vacías representaban combinaciones que no habían conseguido crear organismos viables. Las casillas habitadas eran las que sí lo habían conseguido. Las “palabras” no tenían significado: no eran más que patrones moleculares que se daba el caso de que tenían la propiedad de replicarse a sí mismos, igual que otros patrones podían tener la propiedad, por ejemplo, de la adherencia. Por consiguiente, plantas y animales no eran más que paquetes complejos de información que habían evolucionado con el tiempo por medio de la selección natural siguiendo las ventajas aleatorias que presentaban en relación con la perpetuación de aquel código genético arbitrario: eso era todo. De forma que permitir que los animales te “conmovieran”, experimentar ternura o asombro en su presencia, era sucumbir a una ilusión.

Sara ya había sabido todo esto, más o menos, por las clases de biología del instituto, pero la lucidez implacable del libro se lo había hecho entender con una fuerza perturbadora. Durante un tiempo, cada vez que miraba a un animal se sentía obligada a recordarse que la compasión que surgía en ella estaba siendo estimulada por un objeto que no era nada más que una fórmula matemática aplicada en un universo físico durante un periodo enorme de tiempo. Al final había superado aquella compulsión deprimente gracias a la idea de que como ella misma, siguiendo aquella lógica, también era el resultado de una fórmula matemática aplicada en un universo físico durante un periodo enorme de tiempo, tenía derecho a experimentar sentimientos. Pero la imagen de aquella matriz o tabla volvía a ella con frecuencia cuando contemplaba las hileras de jaulas del establo de Carla, y había momentos –como ahora, contemplando aquellas zarigüeyas de otro mundo con sus caras alargadas, blancas y puntiagudas y sus ojos muy juntos como las semillas de una pera partida por la mitad– en que tenía la sensación de vislumbrar aquella realidad extraña y desolada que describía el libro de Richard.

Se abrió la puerta lateral del cobertizo y en ella apareció Carla.

—Ahí estás –dijo, mirando a Sara bajo la penumbra–. Lo tienes listo. Ven.

Su voz era grave y tenía una imperiosidad de la que la gente a veces se burlaba, aunque a Sara le gusta la sensación de que aquella voz le diera órdenes. La siguió hasta el exterior del cobertizo.

—Confío en que las chicas no nos hayan estropeado la sorpresa –dijo Carla.

—No.

—Bien.

Aunque sólo era un pelín más alta que Sara, el porte regio de Carla producía una ilusión de altura mucho mayor. El pelo largo le colgaba en forma de dos tupidas alas blancas a ambos lados de la cara bronceada por los elementos. Llevó a Sara hacia la casa, un edificio enorme con paredes de tablones de cedro llenas de manchas oscuras y marcos verdes en las ventanas.

—¿Cómo está tu marido? –preguntó.

—Está… bien.

—Estresado, ¿verdad? –dijo Carla, captando la ligera vacilación de la voz de Sara.

—Tampoco diría eso. Sólo es que tiene mucho trabajo.

—¿Más que de costumbre?

—Quizás.

Durante una temporada Sara había sentido en Carla un deseo de hacerla hablar sobre Richard. Se había resistido, escrupulosamente discreta en aquellos asuntos, y se había limitado a comentarios muy vagos. Pero no le resultaba desagradable aquella ligera sensación de presión. Por ejemplo, no había sido consciente de haberle notado algo raro a Richard, pero ahora sí que lo vio. Se dio cuenta de que últimamente se había mostrado distraído e irritable. No sabía por qué, pero dio por sentado que se lo contaría cuando estuviera preparado. Siempre lo hacía.

En la puerta de atrás, Carla se detuvo para rellenar varios comederos de pájaros. Las aves silvestres que estaban comiendo de ellos salieron volando hacia los arbustos, pero una masa de otras a medio domesticar se quedó revoloteando en torno a su benefactora, que servía con la pala las semillas nuevas; jilgueros, arrendajos azules, tangaras escarlata, azulillos añiles, todos posándosele en los hombros y en los brazos extendidos como si fueran serafines en plena adoración.

—Al final sentía a mi marido como algo gris –dijo. Era dada a aquellas declaraciones–. No podía admitir ante mí misma que era mi enemigo. No en un sentido personal, sino en tanto que hombre casado con una mujer más allá de la edad reproductiva. Se trata de una relación de hostilidad estricta, en términos zoológicos. No creo que él se diera cuenta tampoco. Por lo menos en su cabeza.

Sara asintió, sin decir nada.

—En un contexto –siguió diciendo Carla, deslizando el último comedero poste arriba y reanudando su caminata señorial alrededor de la casa– en que ya no tienes una función decretada por la naturaleza, te ves obligada a elegir entre una lucha fútil contra la obsolescencia o un cambio de contexto. Yo cambié de contexto.

Está claro que lo cambiaste, pensó Sara, aplicando una vez más el punto de vista escéptico de Richard, al mismo tiempo que sopesaba las palabras de Carla en un silencio interior. Como pasaba con gran parte de lo que decía Carla, había algo que despertaba su interés a pesar de toda la grandilocuencia.

Carla llegó a una puerta lateral que había en una de las muchas extensiones que sobresalían de la casa y se llevó un dedo a los labios.

—Puede que esté dormido. O dormida, no estamos seguras.

La puerta se abrió revelando una sala con suelo de cemento, olor a humedad y una vaga dulzura acuosa que flotaba en el aire a oscuras. En el centro de la sala había un balde ancho de acero galvanizado lleno de agua y hierbas verdes y, más allá, un lecho de paja sobre el que algo blanco se movió y levantó una cabeza de ojos oscuros unida a un cuello sinuoso y luminosamente pálido.

Las dos mujeres se quedaron un momento en el umbral mientras la criatura las contemplaba a través de la oscuridad. Luego Carla se le acercó despacio, emitiendo murmullos graves y tranquilizadores.

—Muy bien, sí, sí…

Era un cisne. El largo tallo de su cuello retrocedió un poco mientras Carla se acercaba, como empujado suavemente por una ráfaga de aire, pero pareció aceptar su aproximación.

—Muy bien, sí, sí, me conoces, ¿verdad? Claro que sí, claro que sí…

Se agachó sobre la paja junto a él.

—Lo han encontrado en una de esas fincas grandes que hay al otro lado del río. Tenía la pata fracturada, creemos que por una pelea con un cisne trompetero. Es mudo, se le nota por el bulbo del pico, ¿lo ves? El Departamento de Pesca y Fauna lleva años intentando reemplazarlos con trompeteros. Dicen que los mudos son una especie invasora, lo cual es una tontería, tal como he explicado en numerosos artículos en Internet, aunque por supuesto en el departamento tienen una política muy asentada de no hacer ningún caso de nada que yo escriba. Para mí está claro que están apoyando a los trompeteros sólo porque son más grandes y agresivos. Es un drama que parecemos condenados a repetir una y otra vez en este país…

Era típico de Carla agrandar cualquier cosa que ella hiciera hasta convertirla en un acto de resistencia dentro de alguna gran batalla entre el bien y el mal. Richard habría interpretado sus palabras como una evidencia más de su insufrible narcisismo. Y no le habría faltado razón, pensó Sara; tenía la costumbre de exagerar absurdamente todo lo relacionado consigo misma.

—La fractura se está curando bien. Estaba pensando, Sara, que quizás querrías encargarte tú de él a partir de ahora.

—Sí –dijo Sara de inmediato. No tenía experiencia con criaturas salvajes de aquel tamaño, y de hecho la idea le asustaba. Se oían historias de gente atacada por aquellas aves; de golpes con el ala lo bastante fuertes como para romper una costilla. Pero el asentimiento parecía haberle surgido de dentro de forma espontánea, expresándose sin vacilar.

—Bien. Pues ven a decirle hola.

Sara caminó en silencio por el suelo de cemento. El cuello en forma de S del ave se volvió a ondular ligeramente hacia atrás, esta vez acompañado de un sonido bajo, parte gemido y parte susurro. Sara se detuvo mientras Carla tranquilizaba al animal:

—Chiiist, tranquilo, no pasa nada. Es amiga nuestra. Sí lo es, sí lo es… Los llaman mudos pero pueden hablar perfectamente, como puedes oír. Simplemente no hablan tan fuerte como los trompeteros. Ven, quiero que lo abraces.

El cisne miró a Sara fijamente mientras se acercaba y se agachaba.

—Habla con él.

Sara emitió también unos murmullos tranquilizadores. Le pareció que el animal la estaba midiendo con un instrumento de tasación minuciosamente preciso. La miró directamente con sus ojos oscuros y redondos. Entre la ostentación de Carla y la presencia tan nítida de la criatura, Sara se sintió una figura tenue en la escena; apenas esbozada a lápiz.

—Te acepta –dijo Carla. Como era típico en ella, sonaba más a decreto que a observación.

—Ahora abrázalo. Ponle los brazos sobre las alas. Con firmeza, venga.

Sara se movió deprisa, antes de que la pudiera vencer el miedo. De rodillas frente al cisne, rodeó con los brazos aquella mole con forma de barco que era su cuerpo. El animal se puso de pie de inmediato, con las alas agitándose poderosamente bajo sus manos y la dureza marcial de los huesos inconfundible bajo las plumas rígidas y duras. El corazón de Sara reaccionó agitándose también, pero siguió aferrada al animal, murmurándole por lo bajo:

—No pasa nada, no pasa nada.

—Levántalo –le ordenó Carla.

Ni hablar, pensó Sara; el animal había dejado de intentar batir las alas, pero ella todavía sentía la agitación que le encrespaba el cuerpo. Y sin embargo, mientras hacía lo que Carla le mandaba, sintió en el cisne cierto esfuerzo para cooperar a pesar de su alarma; cierta forma de apoyarse en ella, como si quisiera reclutar su firmeza y usarla contra su propio impulso de huir.

A la criatura le colgaban por debajo las patas palmeadas, que tenían un aspecto incongruentemente utilitario, como pequeñas botas de pescador planas y de goma. Carla le cogió una pata con mucha gentileza y se la extendió del todo. El ave la volvió a encoger para soltarse.

—¿Lo ves? Está recobrando las fuerzas. Enseguida lo tendrás en plena forma otra vez. Lo sé.

2

Victor había vuelto a vivir con Audrey. Llamó para darle la noticia a Richard.

—He seguido tu consejo. Pero no te jactes de ello. Bueno, vale, te puedes jactar.

—¿Estás contento?

—Claro que estoy contento. Si no, no estaría aquí.

—Pues entonces me alegro mucho. ¿Cómo está Audrey?

—Está de maravilla. Estamos follando como conejos otra vez. Es como una segunda luna de miel.

—Intentad no romper nada.

—Ja. Por cierto, ¿cómo se llamaba aquella chica a la que abandonaste con tanta crueldad?

—¿Francesca…?

—Sí. ¿Francesca qué?

—Sullivan. ¿Por qué?

—Toca el mes que viene en un club de Tribeca. El Take Five. He visto su nombre en el programa.

—Debe de ser otra Francesca Sullivan. Ella se volvió a Cork.

—Francesca Sullivan de Cork, Irlanda. Eso decía el programa.

—Ah.

—No debería ser difícil averiguar si es ella.

Richard oyó teclear al otro lado de la línea.

—¿Tienes una pantalla cerca? Te he mandado el programa.

Al cabo de un momento apareció en la pantalla del portátil de Richard un retrato de Francesca, junto con los detalles del programa.

—¿Es ella? –preguntó Victor.

—Sí.

—Muy guapa. Acabas de subir un punto en mi estima.

Richard se quedó mirando en silencio la pantalla. Era la primera vez en más de diez años que veía la cara de Francesca.

—¿Crees que irás?

—No.

—¿Por qué no?

—Sería un poco hipócrita, ¿no te parece? Después del sermón que te solté.

—¡Como si a mí me importara un carajo!

—Bueno, a mí sí me importa.

Hablaron de otras cosas, pero a Richard le costó mucho prestar atención.

La verdad era que desde aquel día de marzo en que le había confiado la infidelidad a Victor, le habían estado asaltando los pensamientos sobre Francesca, y aquella aparición repentina de su imagen en la pantalla le había provocado una descarga de emociones. Durante todos aquellos años se había guardado el episodio para sí mismo, no tanto por vergüenza (como le había dicho a Victor) como por el simple deseo de proteger su propia paz mental. El silencio le había parecido una manera de limitar el agarre que tenía aquel episodio con la realidad y, por extensión, su poder para perturbarlo. En la infidelidad se habían mezclado unos sentimientos extremadamente turbulentos: encaprichamiento, culpa y la sensación de estar casi partido en dos por las distintas lealtades. Su matrimonio requería que pusiera aquellos sentimientos a dormir; no sólo a fin de esconder el engaño, sino también porque realmente quería construir su vida como padre y marido sobre unos cimientos no dañados. Y lo había conseguido, pero después de una lucha tremenda.

Había sido una estupidez por su parte reabrir el tema. No es que fuera supersticioso, pero había cosas que tentaban a la suerte, y ahora parecía una equivocación obvia exponer, incluso ante su mejor amigo, las emociones de una antigua infidelidad en la que su destino había estado tan claramente en juego. Ya lo había lamentado entonces, sintiendo casi de inmediato la ruptura como autoinfligida por sus propias defensas. Y ahora que veía a Francesca en su pantalla, se sentía todavía peor. No se habría pasado todas aquellas semanas pensando en ella si no se hubiera ido de la lengua con Victor, y ciertamente se habría ahorrado el conocimiento inquietante y en cierta manera ilícito de que ella estaba de vuelta en Nueva York. El poder que tenía Internet de exhumar de sus tumbas a la gente del pasado más remoto era algo que le desagradaba por instinto; una especie de necromancia. Pero ahí estaba ella, dirigiéndole una cálida sonrisa con sus ojos de color gris verdoso, como si supiera que él también la estaba mirando.

Salió abruptamente de la página.

Durante unos días se convenció de que no tenía ningún interés en volver a verla. Y cuando se vio obligado a reconocer que no era verdad, todavía fue capaz de refugiarse en la certidumbre absoluta de que no tenía intención alguna de hacerlo. Luego, cuando esa certidumbre empezó a erosionarse, se metió en cintura a sí mismo con más severidad. Era una locura pensar en ver otra vez a Francesca después de tantos años, se dijo a sí mismo. Por mucho que ella lo hubiera perdonado milagrosamente, cosa que dudaba, ¿qué podía conseguir con ello? ¿Qué quería conseguir? Estaba contento con su matrimonio, le encantaba ser padre, disfrutaba de la plácida estabilidad de su hogar. ¿Por qué poner todo aquello en peligro? ¿Por qué hacer algo que era tan pura y obviamente destructivo?

Pasaron dos semanas. Consiguió quitarse el asunto de la cabeza, más o menos. Luego una mañana vio el anuncio de una exposición de manuscritos de los trascendentalistas que se iba a inaugurar en la Morgan Library. En la universidad había hecho un estudio sobre los trascendentalistas y todavía se veía fuertemente atraído por su aura de inocencia dinámica. Si pudiera elegir su epitafio, sería una frase del diario de Thoreau: “Deseo aliarme con los poderes que rigen el universo”.

Le mencionó la exposición a Sara, añadiendo en tono despreocupado que no estaba seguro de tener ni el tiempo ni la energía para ir a verla.

—Pues claro que deberías ir –le dijo ella sin dudarlo–. Por supuesto que deberías.

Era exactamente lo que Richard había esperado que dijera.

Un sábado por la tarde de finales de junio cogió el tren a Nueva York. Había quedado para cenar con Victor y Audrey después de ver la exposición, y le dijo a Sara que llegaría tarde a casa.

Durante el trayecto le estuvo flotando en el margen de la conciencia la sensación de estar haciendo algo ligeramente furtivo. Intentó no pensar en ello, pero para cuando se bajó del tren en Penn Station ya estaba claramente nervioso.

Se encontró la biblioteca en silencio y casi vacía. Había apuntes manuscritos para charlas, diarios abiertos por observaciones famosas y cartas autografiadas, todo desplegado en vitrinas de cristal, junto con daguerrotipos de sus autores de miradas templadas. Si hubiera estado de un humor más despejado, Richard habría disfrutado de todo aquello. A menudo había sospechado que su temperamento habría sido más adecuado a la época de aquellos hombres que al presente, que en el fondo de su corazón le resultaba casi del todo repelente. Alcott y Emerson, Muir, Fuller y Thoreau eran las figuras que apelaban a su naturaleza más profunda. Para ellos seguía siendo crucial la cuestión de la bondad activa; lo bastante vital como para restituirle una función práctica real al instinto religioso, incluso en ausencia de cualquier divinidad verosímil. De alguna manera, en compañía de aquellas figuras podías conservar una noción de lo sagrado, sin tener que renunciar a tu racionalidad básica. Por lo que a él respectaba, desde ellos no había existido nada que satisficiera aquellas necesidades paradójicas pero, para él, elementales.

Ahora mismo, sin embargo, estaba demasiado nervioso para apreciar nada de todo esto. Si no le hubiera dicho a Sara que iría, se habría saltado directamente la exposición. No es que lo fuera a interrogar, pero de alguna manera sentía que le debía a su mujer seguir su propio guion en la medida de lo posible.

Contempló la carta sobre la granja de Fruitlands, uno de los intentos que había hecho Alcott de construir una comunidad utópica. Richard siempre había sido inmensamente receptivo a la idea de aquellos proyectos quijotescos, pero por alguna razón en aquel momento no consiguió sentir ningún interés. “Ropa sencilla”, leyó. “Baños puros, moradas impolutas, conducta abierta, comportamiento gentil, simpatías amables y mentes puras”. Las palabras le parecieron inertes; tan lejanas para él como jeroglíficos de una lengua muerta. Fue a sentarse en un café y después paseó sin prisa hacia el Downtown y la casa de Victor y Audrey, parando por el camino para comprar flores.

Victor salió a la puerta llevando a su hija debajo de un brazo. Tenía un aspecto excelente: recién afeitado, con las anchas mejillas rojas de buena salud y no de agitación.

—¡Entra!

Con el brazo libre abrazó a Richard y a punto estuvo de aplastar las flores.

Audrey salió de la cocina con un delantal por encima de la blusa y la falda perfectamente planchadas. Saludó con calidez a Richard y le dio gracias por las flores. También ella tenía buen aspecto: le brillaban los ojos oscuros.

La siguieron a través de las estrechas habitaciones. El apartamento –el mismo apartamento con forma de pasillo que Victor había habitado desde los veintitantos años– estaba hecho un desastre: juguetes y libros por todo el suelo, montones de ropa sucia, ceniceros rebosantes. Audrey, con lo pulcra que era, no parecía darse cuenta; o eso o bien se había acomodado a la capacidad de Victor para generar caos.

A la hora de la cena resultó que Victor tenía otras razones para estar de buen humor además de la restauración de la armonía doméstica. Su carrera había dado una serie de giros inesperados. Un periódico inglés le había ofrecido una columna sobre la vida nocturna de Nueva York. Y le habían encargado que escribiera un libro sobre jazz escandinavo, que era un interés suyo de siempre.

—¡Maravilloso! –se oyó decir a sí mismo Richard en varias ocasiones.

Y había más. Después de terminar de cenar, y de que Audrey se llevara al niño a la cama, Victor se inclinó sobre la mesa en tono conspirador.

—Está embarazada.

—¿Audrey?

—¿Quién si no, memo?

—¡Maravilloso!

—En teoría no te lo debería decir todavía, pero qué más da.

—¡Qué gran noticia! Estoy emocionado.

—Yo también. –Victor se rio, echando hacia atrás su cabezota–. Y Audrey también. Está que se sale.

—Ya me parecía que se la veía radiante.

—Nunca creí que quisiera otro mocoso subiéndose por todas partes, pero parece que me encanta la idea. Me debo de estar ablandando. ¿Lo apruebas?

—Claro que lo apruebo, Victor.

—Bien. Ahora dime qué te tiene preocupado a ti.

—¿A qué te refieres?

—Richard, te conozco como si te hubiera parido. ¿Qué está pasando?

—Nada…

—A ver si lo adivino. La chica irlandesa. Te has puesto en contacto con ella.

—Muy gracioso.

—Espera un momento. ¿No era esta semana cuando actuaba en el club? –Victor se sacó su iPhone. Le apareció una sonrisita en la cara–. Es esta noche.

—Oh.

—¿Has venido a la ciudad por eso, Richard?

—¡No! He venido a ver la exposición de la Morgan. Y a veros a vosotros.

—Vaya, menuda coincidencia.

Richard frunció el ceño. Como no había hecho ningún plan real para ver la actuación de Francesca –ni había comprado entrada ni le había dicho a Victor que iría– podía decirse a sí mismo sin mentir que no había tenido intención de ir. Era necesario, para calmarse la conciencia, poder disipar cualquier sospecha de premeditación. Si terminaba en el club, quería poder sentir que había sucedido de forma espontánea, y a ser posible bajo coacción.

—Bueno, pues ya que estás aquí –siguió diciendo Victor–, ¿por qué no vas?

—No. No podría.

—¿Por qué no?

—Oh, ya sabes. Sería demasiado raro… ¿Qué le diría a Sara?

—No le digas nada.

—No. Sentiría que estoy haciendo algo a escondidas. Un hombre casado escabulléndose solo para ver a una antigua amante…

—¿Quieres que vaya contigo? ¿Quieres que sea una cosa más social?

Richard hizo una pausa. El guión que había imaginado, donde Victor le convencía para ir y hasta se ofrecía para acompañarlo, se estaba haciendo realidad casi con demasiada facilidad. Le habría gustado que aparecieran unos cuantos obstáculos más en el camino.

—¿Qué pasa con Audrey?

—¿Qué pasa con ella?

—¿No le importará que la dejemos sola?

—No seas ridículo.

—Bueno…

—Venga. Si no vas, te arrepentirás.

—Pero me siento muy cómodo con el arrepentimiento.

—Richard. Ponte el abrigo, joder.

Al cabo de unos minutos estaban en un taxi y las tiendas baratas de la Calle Canal dieron paso a las manzanas más elegantes de Tribeca.

El club, señalado por un toldo pequeño, tenía un breve tramo de escaleras que bajaban a una sala pequeña y abarrotada con un escenario iluminado por focos al fondo. En el centro, sentada en un taburete alto, estaba Francesca, con un vestido de seda verde.

Estaba cantando con voz grave, sobre el ritmo lento y sincopado que le marcaba la banda que tenía detrás. No era la forma que tenía de cantar en el grupo donde habían estado juntos Richard y ella en el Ryden College: bluegrass y música gaélica, con sus tres o cuatro cambios de acordes y emociones correspondientemente simples. O bien el programa no lo había mencionado o bien Richard no lo había visto, pero Francesca se había convertido en cantante de jazz.

Ella miró en su dirección desde el otro lado de las luces mientras pasaban como podían por entre las mesas. Cuando se estaba sentando, la mirada de Richard se encontró con la de ella y vio que por un momento se le ponía cara de estupefacción. Casi de inmediato, sin embargo, Francesca cambió la expresión por otra de asombro encantado, boquiabierta, un poco exagerada.

—Vaya, vaya. Acabo de ver a un viejo amigo –dijo por el micrófono. Volvió a sonreír a Richard–. Buenas noches…

Richard la saludó con la cabeza, intensamente cohibido, pero también aliviado. Realmente había tenido miedo de que ella le pudiera dispensar un recibimiento hostil.

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