Kitabı oku: «Orgullo y Prejuicio ( Pride and Prejudice )», sayfa 6

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CAPÍTULO XIV

El señor Bennet apenas habló durante la cena; pero cuando ya se habían retirado los criados, creyó que había llegado el momento oportuno para conversar con su huésped. Comenzó con un tema que creía sería de su agrado, y le dijo que había tenido mucha suerte con su patrona. La atención de lady Catherine de Bourgh a sus deseos y su preocupación por su bienestar eran extraordinarios. El señor Bennet no pudo haber elegido nada mejor. El señor Collins hizo el elogio de lady Catherine con gran elocuencia. El tema elevó la solemnidad usual de sus maneras, y, dándose mucha importancia, afirmó que nunca había visto un comportamiento como el suyo en una persona de su alcurnia ni tal afabilidad y condescendencia. Se había dignado dar su aprobación a los dos sermones que ya había tenido el honor de pronunciar en su presencia; le había invitado a comer dos veces en Rosings, y el mismo sábado anterior mandó a buscarle para que completase su partida de cuatrillo durante la velada. Conocía a muchas personas que tenían a lady Catherine por orgullosa, pero él no había visto nunca en ella más que afabilidad. Siempre le habló como lo haría a cualquier otro caballero; no se oponía a que frecuentase a las personas de la vecindad, ni a que abandonase por una o dos semanas la parroquia a fin de ir a ver a sus parientes. Siempre tuvo a bien recomendarle que se casara cuanto antes con tal de que eligiese con prudencia, y le había ido a visitar a su humilde casa, donde aprobó todos los cambios que él había hecho, llegando hasta sugerirle alguno ella misma, como, por ejemplo, poner algunas repisas en los armarios de las habitaciones de arriba.

––Todo eso está muy bien y es muy cortés por su parte ––comentó la señora Bennet––. Debe ser una mujer muy agradable. Es una pena que las grandes damas en general no se parezcan mucho a ella. ¿Vive cerca de usted?

––Rosings Park, residencia de Su Señoría, está sólo separado por un camino de la finca en la que está ubicada mi humilde casa.

––Creo que dijo usted que era viuda. ¿Tiene familia?

––No tiene más que una hija, la heredera de Rosings y de otras propiedades extensísimas.

––¡Ay! ––suspiró la señora Bennet moviendo la cabeza––. Está en mejor situación que muchas otras jóvenes. ¿Qué clase de muchacha es? ¿Es guapa?

––Es realmente una joven encantadora. La misma lady Catherine dice que, haciendo honor a la verdad, en cuanto a belleza se refiere, supera con mucho a las más hermosas de su sexo; porque hay en sus facciones ese algo que revela en una mujer su distinguida cuna. Por desgracia es de constitución enfermiza, lo cual le ha impedido progresar en ciertos aspectos de su educación que, a no ser por eso, serían muy notables, según me ha informado la señora que dirigió su enseñanza y que aún vive con ellas. Pero es muy amable y a menudo tiene la bondad de pasar por mi humilde residencia con su pequeño faetón y sus jacas.

––¿Ha sido ya presentada en sociedad? No recuerdo haber oído su nombre entre las damas de la corte.

––El mal estado de su salud no le ha permitido, desafortunadamente, ir a la capital, y por ello, como le dije un día a lady Catherine, ha privado a la corte británica de su ornato más radiante. Su Señoría pareció muy halagada con esta apreciación; y ya pueden ustedes comprender que me complazco en dirigirles, siempre que tengo ocasión, estos pequeños y delicados cumplidos que suelen ser gratos a las damas. Más de una vez le he hecho observar a lady Catherine que su encantadora hija parecía haber nacido para duquesa y que el más elevado rango, en vez de darle importancia, quedaría enaltecido por ella. Esta clase de cosillas son las que agradan a Su Señoría y me considero especialmente obligado a tener con ella tales atenciones.

––Juzga usted muy bien ––dijo el señor Bennet––, y es una suerte que tenga el talento de saber adular con delicadeza. ¿Puedo preguntarle si esos gratos cumplidos se le ocurren espontáneamente o si son el resultado de un estudio previo?

––Normalmente me salen en el momento, y aunque a veces me entretengo en meditar y preparar estos pequeños y elegantes cumplidos para poder adaptarlos en las ocasiones que se me presenten, siempre procuro darles un tono lo menos estudiado posible.

Las suposiciones del señor Bennet se habían confirmado. Su primo era tan absurdo como él creía. Le escuchaba con intenso placer, conservando, no obstante, la más perfecta compostura; y, a no ser por alguna mirada que le lanzaba de vez en cuando a Elizabeth, no necesitaba que nadie más fuese partícipe de su gozo.

Sin embargo, a la hora del té ya había tenido bastante, y el señor Bennet tuvo el placer de llevar a su huésped de nuevo al salón. Cuando el té hubo terminado, le invitó a que leyese algo en voz alta a las señoras. Collins accedió al punto y trajeron un libro; pero en cuanto lo vio ––se notaba en seguida que era de una biblioteca circulante–– se detuvo, pidió que le perdonaran y dijo que jamás leía novelas. Kitty le miró con extrañeza y a Lydia se le escapó una exclamación. Le trajeron otros volúmenes y tras algunas dudas eligió los sermones de Fordyce. No hizo más que abrir el libro y ya Lydia empezó a bostezar, y antes de que Collins, con monótona solemnidad, hubiese leído tres páginas, la muchacha le interrumpió diciendo:

––¿Sabes, mamá, que el tío Phillips habla de despedir a Richard? Y si lo hace, lo contratará el coronel Forster. Me lo dijo la tía el sábado. Iré mañana a Meryton para enterarme de más y para preguntar cuándo viene de la ciudad el señor Denny.

Las dos hermanas mayores le rogaron a Lydia que se callase, pero Collins, muy ofendido, dejó el libro y exclamó:

––Con frecuencia he observado lo poco que les interesan a las jóvenes los libros de temas serios, a pesar de que fueron escritos por su bien. Confieso que me asombra, pues no puede haber nada tan ventajoso para ellas como la instrucción. Pero no quiero seguir importunando a mi primita.

Se dirigió al señor Bennet y le propuso una partida de backgammon. El señor Bennet aceptó el desafío y encontró que obraba muy sabiamente al dejar que las muchachas se divirtiesen con sus frivolidades. La señora Bennet y sus hijas se deshicieron en disculpas por la interrupción de Lydia y le prometieron que ya no volvería a suceder si quería seguir leyendo. Pero Collins les aseguró que no estaba enojado con su prima y que nunca podría interpretar lo que había hecho como una ofensa; y, sentándose en otra mesa con el señor Bennet, se dispuso a jugar al backgammon.

CAPÍTULO XV

El señor Collins no era un hombre inteligente, y a las deficiencias de su naturaleza no las había ayudado nada ni su educación ni su vida social. Pasó la mayor parte de su vida bajo la autoridad de un padre inculto y avaro; y aunque fue a la universidad, sólo permaneció en ella los cursos meramente necesarios y no adquirió ningún conocimiento verdaderamente útil. La sujeción con que le había educado su padre, le había dado, en principio, gran humildad a su carácter, pero ahora se veía contrarrestada por una vanidad obtenida gracias a su corta inteligencia, a su vida retirada y a los sentimientos inherentes a una repentina e inesperada prosperidad. Una afortunada casualidad le había colocado bajo el patronato de lady Catherine de Bourgh, cuando quedó vacante la rectoría de Hunsford, y su respeto al alto rango de la señora y la veneración que le inspiraba por ser su patrona, unidos a un gran concepto de sí mismo, a su autoridad de clérigo y a sus derechos de rector, le habían convertido en una mezcla de orgullo y servilismo, de presunción y modestia.

Puesto que ahora ya poseía una buena casa y unos ingresos más que suficientes, Collins estaba pensando en casarse. En su reconciliación con la familia de Longbourn, buscaba la posibilidad de realizar su proyecto, pues tenía pensado escoger a una de las hijas, en el caso de que resultasen tan hermosas y agradables como se decía. Éste era su plan de enmienda, o reparación, por heredar las propiedades del padre, plan que le parecía excelente, ya que era legítimo, muy apropiado, a la par que muy generoso y desinteresado por su parte.

Su plan no varió en nada al verlas. El rostro encantador de Jane le confirmó sus propósitos y corroboró todas sus estrictas nociones sobre la preferencia que debe darse a las hijas mayores; y así, durante la primera velada, se decidió definitivamente por ella. Sin embargo, a la mañana siguiente tuvo que hacer una alteración; pues antes del desayuno, mantuvo una conversación de un cuarto de hora con la señora Bennet. Empezaron hablando de su casa parroquial, lo que le llevó, naturalmente, a confesar sus esperanzas de que pudiera encontrar en Longbourn a la que había de ser señora de la misma. Entre complacientes sonrisas y generales estímulos, la señora Bennet le hizo una advertencia sobre Jane: «En cuanto a las hijas menores, no era ella quien debía argumentarlo; no podía contestar positivamente, aunque no sabía que nadie les hubiese hecho proposiciones; pero en lo referente a Jane, debía prevenirle, aunque, al fin y al cabo, era cosa que sólo a ella le incumbía, de que posiblemente no tardaría en comprometerse.»

Collins sólo tenía que sustituir a Jane por Elizabeth; y, espoleado por la señora Bennet, hizo el cambio rápidamente. Elizabeth, que seguía a Jane en edad y en belleza, fue la nueva candidata.

La señora Bennet se dio por enterada, y confiaba en que pronto tendría dos hijas casadas. El hombre de quien el día antes no quería ni oír hablar, se convirtió de pronto en el objeto de su más alta estimación.

El proyecto de Lydia de ir a Meryton seguía en pie. Todas las hermanas, menos Mary, accedieron a ir con ella. El señor Collins iba a acompañarlas a petición del señor Bennet, que tenía ganas de deshacerse de su pariente y tener la biblioteca sólo para él; pues allí le había seguido el señor Collins después del desayuno y allí continuaría, aparentemente ocupado con uno de los mayores folios de la colección, aunque, en realidad, hablando sin cesar al señor Bennet de su casa y de su jardín de Hunsford. Tales cosas le descomponían enormemente. La biblioteca era para él el sitio donde sabía que podía disfrutar de su tiempo libre con tranquilidad. Estaba dispuesto, como le dijo a Elizabeth, a soportar la estupidez y el engreimiento en cualquier otra habitación de la casa, pero en la biblioteca quería verse libre de todo eso. Así es que empleó toda su cortesía en invitar a Collins a acompañar a sus hijas en su paseo; y Collins, a quien se le daba mucho mejor pasear que leer, vio el cielo abierto. Cerró el libro y se fue.

Y entre pomposas e insulsas frases, por su parte, y corteses asentimientos, por la de sus primas, pasó el tiempo hasta llegar a Meryton. Desde entonces, las hermanas menores ya no le prestaron atención. No tenían ojos más que para buscar oficiales por las calles. Y a no ser un sombrero verdaderamente elegante o una muselina realmente nueva, nada podía distraerlas.

Pero la atención de todas las damiselas fue al instante acaparada por un joven al que no habían visto antes, que tenía aspecto de ser todo un caballero, y que paseaba con un oficial por el lado opuesto de la calle. El oficial era el señor Denny en persona, cuyo regreso de Londres había venido Lydia a averiguar, y que se inclinó para saludarlas al pasar. Todas se quedaron impresionadas con el porte del forastero y se preguntaban quién podría ser. Kitty y Lydia, decididas a indagar, cruzaron la calle con el pretexto de que querían comprar algo en la tienda de enfrente, alcanzando la acera con tanta fortuna que, en ese preciso momento, los dos caballeros, de vuelta, llegaban exactamente al mismo sitio. El señor Denny se dirigió directamente a ellas y les pidió que le permitiesen presentarles a su amigo, el señor Wickham, que había venido de Londres con él el día anterior, y había tenido la bondad de aceptar un destino en el Cuerpo. Esto ya era el colmo, pues pertenecer al regimiento era lo único que le faltaba para completar su encanto. Su aspecto decía mucho en su favor, era guapo y esbelto, de trato muy afable. Hecha la presentación, el señor Wickham inició una conversación con mucha soltura, con la más absoluta corrección y sin pretensiones. Aún estaban todos allí de pie charlando agradablemente, cuando un ruido de caballos atrajo su atención y vieron a Darcy y a Bingley que, en sus cabalgaduras, venían calle abajo. Al distinguir a las jóvenes en el grupo, los dos caballeros fueron hacia ellas y empezaron los saludos de rigor. Bingley habló más que nadie y Jane era el objeto principal de su conversación. En ese momento, dijo, iban de camino a Longbourn para saber cómo se encontraba; Darcy lo corroboró con una inclinación; y estaba procurando no fijar su mirada en Elizabeth, cuando, de repente, se quedaron paralizados al ver al forastero. A Elizabeth, que vio el semblante de ambos al mirarse, le sorprendió mucho el efecto que les había causado el encuentro. Los dos cambiaron de calor, uno se puso pálido y el otro colorado. Después de una pequeña vacilación, Wickham se llevó la mano al sombrero, a cuyo saludo se dignó corresponder Darcy. ¿Qué podría significar aquello? Era imposible imaginarlo, pero era también imposible no sentir una gran curiosidad por saberlo.

Un momento después, Bingley, que pareció no haberse enterado de lo ocurrido, se despidió y siguió adelante con su amigo.

Denny y Wickham continuaron paseando con las muchachas hasta llegar a la puerta de la casa del señor Philips, donde hicieron las correspondientes reverencias y se fueron a pesar de los insistentes ruegos de Lydia para que entrasen y a pesar también de que la señora Philips abrió la ventana del vestíbulo y se asomó para secundar a voces la invitación.

La señora Philips siempre se alegraba de ver a sus sobrinas. Las dos mayores fueron especialmente bien recibidas debido a su reciente ausencia. Les expresó su sorpresa por el rápido regreso a casa, del que nada habría sabido, puesto que no volvieron en su propio coche, a no haberse dado la casualidad de encontrarse con el mancebo del doctor Jones, quien le dijo que ya no tenía que mandar más medicinas a Netherfield porque las señoritas Bennet se habían ido. Entonces Jane le presentó al señor Collins a quien dedicó toda su atención. Le acogió con la más exquisita cortesía, a la que Collins correspondió con más finura aún, disculpándose por haberse presentado en su casa sin que ella hubiese sido advertida previamente, aunque él se sentía orgulloso de que fuese el parentesco con sus sobrinas lo que justificaba dicha intromisión. La señora Philips se quedó totalmente abrumada con tal exceso de buena educación. Pero pronto tuvo que dejar de lado a este forastero, por las exclamaciones y preguntas relativas al otro. La señora Philips no podía decir a sus sobrinas más de lo que ya sabían: que el señor Denny lo había traído de Londres y que se iba a quedar en la guarnición del condado con el grado de teniente. Agregó que lo había estado observando mientras paseaba por la calle; y si el señor Wickham hubiese aparecido entonces, también Kitty y Lydia se habrían acercado a la ventana para contemplarlo, pero por desgracia, en aquellos momentos no pasaban más que unos cuantos oficiales que, comparados con el forastero, resultaban «unos sujetos estúpidos y desagradables». Algunos de estos oficiales iban a cenar al día siguiente con los Philips, y la tía les prometió que le diría a su marido que visitase a Wickham para que lo invitase también a él, si la familia de Longbourn quería venir por la noche. Así lo acordaron, y la señora Philips les ofreció jugar a la lotería y tomar después una cena caliente. La perspectiva de semejantes delicias era magnífica, y las chicas se fueron muy contentas. Collins volvió a pedir disculpas al salir, y se le aseguró que no eran necesarias.

De camino a casa, Elizabeth le contó a Jane lo sucedido entre los dos caballeros, y aunque Jane los habría defendido de haber notado algo raro, en este caso, al igual que su hermana, no podía explicarse tal comportamiento.

Collins halagó a la señora Bennet ponderándole los modales y la educación de la señora Philips. Aseguró que aparte de lady Catherine y su hija, nunca había visto una mujer más elegante, pues no sólo le recibió con la más extremada cortesía, sino que, además, le incluyó en la invitación para la próxima velada, a pesar de serle totalmente desconocido. Claro que ya sabía que debía atribuirlo a su parentesco con ellos, pero no obstante, en su vida había sido tratado con tanta amabilidad.

CAPÍTULO XVI

Como no se puso ningún inconveniente al compromiso de las jóvenes con su tía y los reparos del señor Collins por no dejar a los señores Bennet ni una sola velada durante su visita fueron firmemente rechazados, a la hora adecuada el coche partió con él y sus cinco primas hacia Meryton. Al entrar en el salón de los Philips, las chicas tuvieron la satisfacción de enterarse de que Wickham había aceptado la invitación de su tío y de que estaba en la casa.

Después de recibir esta información, y cuando todos habían tomado asiento, Collins pudo observar todo a sus anchas; las dimensiones y el mobiliario de la pieza le causaron tal admiración, que confesó haber creído encontrarse en el comedorcito de verano de Rosings. Esta comparación no despertó ningún entusiasmo al principio; pero cuando la señora Philips oyó de labios de Collins lo que era Rosings y quién era su propietaria, cuando escuchó la descripción de uno de los salones de lady Catherine y supo que sólo la chimenea había costado ochocientas libras, apreció todo el valor de aquel cumplido y casi no le habría molestado que hubiese comparado su salón con la habitación del ama de llaves de los Bourgh.

Collins se entretuvo en contarle a la señora Philips todas las grandezas de lady Catherine y de su mansión, haciendo mención de vez en cuando de su humilde casa y de las mejoras que estaba efectuando en ella, hasta que llegaron los caballeros. Collins encontró en la señora Philips una oyente atenta cuya buena opinión del rector aumentaba por momentos con lo que él le iba explicando, y ya estaba pensando en contárselo todo a sus vecinas cuanto antes. A las muchachas, que no podían soportar a su primo, y que no tenían otra cosa que hacer que desear tener a mano un instrumento de música y examinar las imitaciones de china de la repisa de la chimenea, se les estaba haciendo demasiado larga la espera. Pero por fin aparecieron los caballeros. Cuando Wickham entró en la estancia, Elizabeth notó que ni antes se había fijado en él ni después lo había recordado con la admiración suficiente. Los oficiales de la guarnición del condado gozaban en general de un prestigio extraordinario; eran muy apuestos y los mejores se hallaban ahora en la presente reunión. Pero Wickham, por su gallardía, por su soltura y por su airoso andar era tan superior a ellos, como ellos lo eran al rechoncho tío Philips, que entró el último en el salón apestando a oporto.

El señor Wickham era el hombre afortunado al que se tornaban casi todos los ojos femeninos; y Elizabeth fue la mujer afortunada a cuyo lado decidió él tomar asiento. Wickham inició la conversación de un modo tan agradable, a pesar de que se limitó a decir que la noche era húmeda y que probablemente llovería mucho durante toda la estación, que Elizabeth se dio cuenta de que los tópicos más comunes, más triviales y más manidos, pueden resultar interesantes si se dicen con destreza.

Con unos rivales como Wickham y los demás oficiales en acaparar la atención de las damas, Collins parecía hundirse en su insignificancia. Para las muchachas él no representaba nada. Pero la señora Philips todavía le escuchaba de vez en cuando y se cuidaba de que no le faltase ni café ni pastas.

Cuando se dispusieron las mesas de juego, Collins vio una oportunidad para devolverle sus atenciones, y se sentó a jugar con ella al whist.

––Conozco poco este juego, ahora ––le dijo––, pero me gustaría aprenderlo mejor, debido a mi situación en la vida.

La señora Philips le agradeció su condescendencia, pero no pudo entender aquellas razones.

Wickham no jugaba al whist y fue recibido con verdadero entusiasmo en la otra mesa, entre Elizabeth y Lydia. Al principio pareció que había peligro de que Lydia lo absorbiese por completo, porque le gustaba hablar por los codos, pero como también era muy aficionada a la lotería, no tardó en centrar todo su interés en el juego y estaba demasiado ocupada en apostar y lanzar exclamaciones cuando tocaban los premios, para que pudiera distraerse en cualquier otra cosa. Como todo el mundo estaba concentrado en el juego, Wickham podía dedicar el tiempo a hablar con Elizabeth, y ella estaba deseando escucharle, aunque no tenía ninguna esperanza de que le contase lo que a ella más le apetecía saber, la historia de su relación con Darcy. Ni siquiera se atrevió a mencionar su nombre. Sin embargo, su curiosidad quedó satisfecha de un modo inesperado. Fue el mismo señor Wickham el que empezó el tema. Preguntó qué distancia había de Meryton a Netherfield, y después de oír la respuesta de Elizabeth y de unos segundos de titubeo, quiso saber también cuánto tiempo hacía que estaba allí el señor Darcy.

––Un mes aproximadamente ––contestó Elizabeth. Y con ansia de que no acabase ahí el tema, añadió:

––Creo que ese señor posee grandes propiedades en Derbyshire.

––Sí ––repuso Wickham––, su hacienda es importante, le proporciona diez mil libras anuales. Nadie mejor que yo podría darle a usted informes auténticos acerca del señor Darcy, pues he estado particularmente relacionado con su familia desde mi infancia.

Elizabeth no pudo evitar demostrar su sorpresa.

––Le extrañará lo que digo, señorita Bennet, después de haber visto, como vio usted probablemente, la frialdad de nuestro encuentro de ayer. ¿Conoce usted mucho al señor Darcy?

––Más de lo que desearía ––contestó Elizabeth afectuosamente––. He pasado cuatro días en la misma casa que él y me parece muy antipático.

––Yo no tengo derecho a decir si es o no es antipático ––continuó el señor Wickham––. No soy el más indicado para ello. Le he conocido durante demasiado tiempo y demasiado bien para ser un juez justo. Me sería imposible ser imparcial. Pero creo que la opinión que tiene de él sorprendería a cualquiera y puede que no la expresaría tan categóricamente en ninguna otra parte. Aquí está usted entre los suyos.

––Le doy mi palabra de que lo que digo aquí lo diría en cualquier otra casa de la vecindad, menos en Netherfield. Darcy ha disgustado a todo el mundo con su orgullo. No encontrará a nadie que hable mejor de él.

––No puedo fingir que lo siento ––dijo Wickham después de una breve pausa––. No siento que él ni nadie sean estimados sólo por sus méritos, pero con Darcy no suele suceder así. La gente se ciega con su fortuna y con su importancia o le temen por sus distinguidos y soberbios modales, y le ven sólo como a él se le antoja que le vean.

––Pues yo, a pesar de lo poco que le conozco, le tengo por una mala persona.

Wickham se limitó a mover la cabeza. Luego agregó: ––Me pregunto si pensará quedarse en este condado mucho tiempo.

––No tengo ni idea; pero no oí nada de que se marchase mientras estuvo en Netherfield. Espero que la presencia de Darcy no alterará sus planes de permanecer en la guarnición del condado.

––Claro que no. No seré el que me vaya por culpa del señor Darcy, y siempre me entristece verle, pero no tengo más que una razón para esquivarle y puedo proclamarla delante de todo el mundo: un doloroso pesar por su mal trato y por ser como es. Su padre, señorita Bennet, el último señor Darcy, fue el mejor de los hombres y mi mejor amigo; no puedo hablar con Darcy sin que se me parta el alma con mil tiernos recuerdos. Su conducta conmigo ha sido indecorosa; pero confieso sinceramente que se lo perdonaría todo menos que haya frustrado las esperanzas de su padre y haya deshonrado su memoria.

Elizabeth encontraba que el interés iba en aumento y escuchaba con sus cinco sentidos, pero la índole delicada del asunto le impidió hacer más preguntas.

Wickham empezó a hablar de temas más generales: Meryton, la vecindad, la sociedad; y parecía sumamente complacido con lo que ya conocía, hablando especialmente de lo último con gentil pero comprensible galantería.

––El principal incentivo de mi ingreso en la guarnición del condado ––continuó Wickham–– fue la esperanza de estar en constante contacto con la sociedad, y gente de la buena sociedad. Sabía que era un Cuerpo muy respetado y agradable, y mi amigo Denny me tentó, además, describiéndome su actual residencia y las grandes atenciones y excelentes amistades que ha encontrado en Meryton. Confieso que me hace falta un poco de vida social. Soy un hombre decepcionado y mi estado de ánimo no soportaría la soledad. Necesito ocupación y compañía. No era mi intención incorporarme a la vida militar, pero las circunstancias actuales me hicieron elegirla. La Iglesia debió haber sido mi profesión; para ella me educaron y hoy estaría en posesión de un valioso rectorado si no hubiese sido por el caballero de quien estaba hablando hace un momento.

––¿De veras?

––Sí; el último señor Darcy dejó dispuesto que se me presentase para ocupar el mejor beneficio eclesiástico de sus dominios. Era mi padrino y me quería entrañablemente. Nunca podré hacer justicia a su bondad. Quería dejarme bien situado, y creyó haberlo hecho; pero cuando el puesto quedó vacante, fue concedido a otro.

––¡Dios mío! ––exclamó Elizabeth––. ¿Pero cómo pudo ser eso? ¿Cómo pudieron contradecir su testamento? ¿Por qué no recurrió usted a la justicia?

––Había tanta informalidad en los términos del legado, que la ley no me hubiese dado ninguna esperanza. Un hombre de honor no habría puesto en duda la intención de dichos términos; pero Darcy prefirió dudarlo o tomarlo como una recomendación meramente condicional y afirmó que yo había perdido todos mis derechos por mi extravagancia e imprudencia; total que o por uno o por otro, lo cierto es que la rectoría quedó vacante hace dos años, justo cuando yo ya tenía edad para ocuparla, y se la dieron a otro; y no es menos cierto que yo no puedo culparme de haber hecho nada para merecer perderla. Tengo un temperamento ardiente, soy indiscreto y acaso haya manifestado mi opinión sobre Darcy algunas veces, y hasta a él mismo, con excesiva franqueza. No recuerdo ninguna otra cosa de la que se me pueda acusar. Pero el hecho es que somos muy diferentes y que él me odia.

––¡Es vergonzoso! Merece ser desacreditado en público.

––Un día u otro le llegará la hora, pero no seré yo quien lo desacredite. Mientras no pueda olvidar a su padre, nunca podré desafiarle ni desenmascararlo.

Elizabeth le honró por tales sentimientos y le pareció más atractivo que nunca mientras los expresaba.

––Pero ––continuó después de una pausa––, ¿cuál puede ser el motivo? ¿Qué puede haberle inducido a obrar con esa crueldad?

––Una profunda y enérgica antipatía hacia mí que no puedo atribuir hasta cierto punto más que a los celos. Si el último señor Darcy no me hubiese querido tanto, su hijo me habría soportado mejor. Pero el extraordinario afecto que su padre sentía por mí le irritaba, según creo, desde su más tierna infancia. No tenía carácter para resistir aquella especie de rivalidad en que nos hallábamos, ni la preferencia que a menudo me otorgaba su padre.

––Recuerdo que un día, en Netherfield, se jactaba de lo implacable de sus sentimientos y de tener un carácter que no perdona. Su modo de ser es espantoso.

––No debo hablar de este tema repuso Wickham––; me resulta difícil ser justo con él. Elizabeth reflexionó de nuevo y al cabo de unos momentos exclamó:

––¡Tratar de esa manera al ahijado, al amigo, al favorito de su padre!

Podía haber añadido: «A un joven, además, como usted, que sólo su rostro ofrece sobradas garantías de su bondad.» Pero se limitó a decir:

––A un hombre que fue seguramente el compañero de su niñez y con el que, según creo que usted ha dicho, le unían estrechos lazos.

––Nacimos en la misma parroquia, dentro de la misma finca; la mayor parte de nuestra juventud la pasamos juntos, viviendo en la misma casa, compartiendo juegos y siendo objeto de los mismos cuidados paternales. Mi padre empezó con la profesión en la que parece que su tío, el señor Philips, ha alcanzado tanto prestigio; pero lo dejó todo para servir al señor Darcy y consagró todo su tiempo a administrar la propiedad de Pemberley. El señor Darcy lo estimaba mucho y era su hombre de confianza y su más íntimo amigo. El propio señor Darcy reconocía a menudo que le debía mucho a la activa superintendencia de mi padre, y cuando, poco antes de que muriese, el señor Darcy le prometió espontáneamente encargarse de mí, estoy convencido de que lo hizo por pagarle a mi padre una deuda de gratitud a la vez que por el cariño que me tenía.

––¡Qué extraño! ––exclamó Elizabeth––. ¡Qué abominable! Me asombra que el propio orgullo del señor Darcy no le haya obligado a ser justo con usted. Porque, aunque sólo fuese por ese motivo, es demasiado orgulloso para no ser honrado; y falta de honradez es como debo llamar a lo que ha hecho con usted.

Es curioso ––contestó Wickham––, porque casi todas sus acciones han sido guiadas por el orgullo, que ha sido a menudo su mejor consejero. Para él, está más unido a la virtud que ningún otro sentimiento. Pero ninguno de los dos somos consecuentes; y en su comportamiento hacia mí, había impulsos incluso más fuertes que el orgullo.

––¿Es posible que un orgullo tan detestable como el suyo le haya inducido alguna vez a hacer algún bien? ––Sí; le ha llevado con frecuencia a ser liberal y generoso, a dar su dinero a manos llenas, a ser hospitalario, a ayudar a sus colonos y a socorrer a los pobres. El orgullo de familia, su orgullo de hijo, porque está muy orgulloso de lo que era su padre, le ha hecho actuar de este modo. El deseo de demostrar que no desmerecía de los suyos, que no era menos querido que ellos y que no echaba a perder la influencia de la casa de Pemberley, fue para él un poderoso motivo. Tiene también un orgullo de hermano que, unido a algo de afecto fraternal, le ha convertido en un amabilísimo y solícito custodio de la señorita Darcy, y oirá decir muchas veces que es considerado como el más atento y mejor de los hermanos.

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