Kitabı oku: «El gran libro de la reencarnación»
© Plutón Ediciones X, s. l., 2020
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I.S.B.N: 978-84-18211-07-2
A Elías, Noé
y Elizabeth,
que son la misma persona
y ejemplo directo
de reencarnación.
Prólogo
¿Qué significa vivir?
La existencia trasciende lo que conocemos por vida. La materia, el cosmos, el tiempo y el espacio perduran mucho más allá que nuestra conciencia de estar aquí y ahora, es decir, de estar vivos, y, sin embargo, a menudo nos preguntamos qué significa esto de ser y estar vivos.
No son pocos los filósofos y las religiones que se han hecho esta pregunta, y aunque nos vemos, nos sentimos y nos percibimos, no acabamos de darnos a nosotros mismos una respuesta satisfactoria.
Calderón de la Barca nos diría que la vida es sueño, Buda que es una experiencia de ascenso hacia el Nirvana, Homero que es un espacio donde los dioses nos permiten buscar la gloria para poder trascender, o bien, para caer en el olvido y la tristeza eterna.
Hay quien piensa que, dado el estado en que hemos tenido al mundo en los últimos doce mil años, con guerras, hambre, maldad, abuso, engaño, a pesar de las maravillas de la Madre Naturaleza, esto no puede ser más que una cárcel, un infierno diseñado para el castigo y el oprobio, del cual no podemos escapar ni física, ni mental ni espiritualmente.
Nuestra tecnología avanza a pasos agigantados, pero seguimos sin poder abandonar el planeta. El espacio es un lugar hostil para nosotros, nuestros cuerpos no están hechos para viajar por el espacio, y nuestras naves son primitivas y limitadas ante la inmensidad del espacio, por no hablar de las diferencias espacio temporales que convierten en un sinsentido superar la velocidad de la luz.
Estamos atados a la Tierra, al menos de momento, y los sistemas sociales que hemos implementado, jerárquicos y basados en el poder de unos pocos ante la miseria moral y material de muchos, parecen dar la razón a los que piensan que esto es una cárcel, una prisión donde los malos y los poderosos hacen de las suyas sin importarles la vida, la muerte y la suerte del resto de la humanidad.
Nuestra alma y nuestro espíritu no parecen más libres que nuestro cuerpo, y mucho menos en un sistema de reencarnaciones, 144 por lo menos según el hinduismo, que marcan el tiempo de la condena, en un tiempo sin tiempo, donde pasado, presente y futuro se encuentran en una misma línea de la espiral kármica, que abre y cierra puertas de nacimientos y renacimientos en cualquier punto de la existencia del universo, con lo que usted puede morir hoy y renacer en el Medievo o en la Era de las Cavernas sin poder escapar a su destino.
Venimos del pecado y al pecado vamos, según el cristianismo primitivo, sin más posibilidad que la de ser salvados independientemente de nuestro comportamiento en esta Tierra. Creamos o no creamos, píos o impíos, nos salvaremos si así está escrito, o nos condenaremos si no lo está. Venimos a un valle de lágrimas y estamos destinados al infierno o la nada si no fuimos elegidos desde antes de nacer, y la ilusión de tener fe o de seguir o emular a una figura divina, no salvará a nuestra alma ni a nuestro espíritu.
Nuestra mente crea e inventa, interpreta e infiere, calcula y razona, fantasea y modela todo tipo de verdades y realidades, que por objetivas que sean siempre terminan siendo subjetivas. La nada, apetecible en el taoísmo, es aberrante para nuestra mente.
Sabemos que somos proteínas parlantes, genes egoístas, fenómenos bióticos, animales mamíferos que estamos en un globo de agua y tierra que gira alrededor de una estrella enana en el brazo de una galaxia, pero en realidad no sabemos ni quiénes somos, qué somos, dónde estamos y hacia dónde vamos. Sabemos mucho, o creemos que sabemos mucho, cuando en realidad sabemos muy poco, casi nada.
Nuestro cuerpo físico es independiente de nosotros en muchos sentidos, y nuestra mente acumula sus propios recuerdos y hace funcionar al organismo sin que nosotros tengamos consciencia de ello. Descartes distingue a ese cuerpo físico como un ser mecánico que está unido a nuestra alma, o conciencia, por medio de la glándula pineal, pero que puede funcionar en todos los sentidos sin tener en cuenta lo que pensamos, sentimos o creemos, de la misma manera que podemos pensar, sentir y creer sin tener en cuenta a nuestro organismo ni el estado en que se encuentre, sano o enfermo, funcional o disfuncional, con el único límite de la muerte física.
Mientras tanto, vivimos, somos y estamos aquí y ahora con todas nuestras miserias y con todas nuestras grandezas, vida tras vida, porque, como bien dice la autora del libro, una vez no basta, una sola vida no es suficiente para comprender algo de esta existencia tan rara y maravillosa que experimentamos día a día.
¿Dónde estábamos antes de nacer? ¿A dónde iremos cuando esto termine? ¿Nacemos una y otra vez, o solo tenemos una oportunidad, una sola experiencia vital y después viene la nada? ¿Qué significa realmente vivir?
Hay muchas miles de preguntas al respecto, y no faltan teorías curiosas, como la de que estamos en una cárcel planetaria, aunque en realidad solo intuimos vagamente lo que puede ser todo este misterio de la vida, la muerte y la existencia.
La reencarnación es un tema apasionante contemplado por todas las religiones en sus orígenes, aunque algunas, por cuestiones jerárquicas, hayan desechado el tema o lo hayan vinculado con otro tipo de renacimiento, elevación e incluso castigo eterno, para ilusionar y contener a sus feligreses.
Janice T. Wicka nos presenta una visión fresca y diferente de la reencarnación, donde no hay premios ni castigos, ni jerarquías ni falsas promesas, apartándose de los típicos tópicos sobre nuestra presencia en este hermoso y misterioso planeta, dándonos ideas para construir nuestra propia realidad y no la realidad impuesta.
“La vida es solo un breve espacio de tiempo entre eternidades”, dice el poeta, y la sabiduría mágica de Janice recoge la frase para intentar desvelar qué hay antes y después de esta vida, sin miedos y sin establecer falsas promesas.
Disfrute de su lectura.
Jay Tatsay
Introducción
Una vez no basta
¿Qué es la vida? Un frenesí.
¿Qué es la vida? Una ilusión,
una sombra, una ficción,
y el mayor bien es pequeño;
que toda la vida es sueño,
y los sueños, sueños son.
Calderón de la Barca
Y a veces una sola vez puede ser demasiado.
Mi nombre es Janice T. Wicka, tengo por lo menos la edad del universo, así que puedo ser eterna o haber surgido con el famoso Big Bang, y voy a seguir existiendo hasta el final de los tiempos, reencarnación tras reencarnación aunque solo sea en forma de partícula o subpartícula elemental en el maravilloso y desordenado plano cuántico, lo mismo que usted que me está leyendo.
No sé qué va a ser de mi conciencia, de mi ego, de mi personalidad, de la persona que creo que soy ahora, hoy, en esta vida, pero intuyo que llegará el momento en que no me preocupe por mi construcción social identitaria, mi nombre o mi reflejo en las fotografías o en el espejo.
Puedo ser una simple gota de agua que no sabe que tarde o temprano volverá al mar para fundirse con la eternidad, o para disgregarse y convertirse en dos gases que se elevan al cielo para juntarse otra vez y ser gota de agua de nuevo.
Puedo ser una chispa, total, todos somos intrínsecamente energía, que tarde o temprano volverá a la luz primordial, para sumarme al eterno continuo con una nueva consciencia de ser y estar.
Tal vez soy un experimento de los dioses, un ser mortal intrascendente que no tiene la menor importancia dentro del concierto cósmico, lo que al fin y al cabo sería una liberación, un descanso reconfortante en la más absoluta nada, sin dolor ni hambre, sin género ni urgencias de sexo, sin odio, sin rencor y sin amor, sin pecados ni virtudes, sin responsabilidades ni necesidades, sin poder ni debilidades, e incluso sin dioses que me crearan para su solaz esparcimiento, haciéndome vivir una o varias vidas. ¡Qué paz! ¡Qué armonía! ¡Qué felicidad más pura e intensa!
En ese sentido siempre he ambicionado la nada.
Morir y que no haya nada, absolutamente nada. ¡Qué descanso eterno más maravilloso!
Sin cielos, nirvanas o infiernos, sin divinidades ni demonios.
El todo y la nada unidos, final y principio, armonía absoluta.
Sin embargo presiento que no es así, que no me será nada fácil liberarme de todo y que una sola experiencia vital, al menos en mi caso, no será suficiente para alcanzar tal regocijo.
Una sola vida no me va a dar verdadera sabiduría.
Una sola vida no me otorgará el conocimiento necesario.
Una sola vida no será suficiente para experimentar todo lo que este mundo ofrece, mucho menos lo que ofrece el cosmos y lo que está más allá de todo esto.
Sé que estoy lejos de la meta.
Soy consciente de muchas de mis carencias, aunque no de todas. Hay muchas cosas que se me escapan, cosas que no conozco, cosas que no comprendo, cosas que ni siquiera se me pasan por la imaginación.
Al menos en mi caso me hacen falta muchas vidas para llegar a ser consciente de mi propio ser, y en la vida presente, por mucho que me esfuerce, van a quedarme cientos o miles de pendientes.
Como bien apunta el Libro Tibetano de los Muertos, el Bardo Thodol, una sola vida y una sola muerte no es suficiente para la iluminación y el desapego.
Astrológicamente tampoco estoy en la línea de los signos evolucionados, y si bien es cierto que el maestro Jay Tatsay me asegura que puedo dar un gran salto espiritual en la presente vida, porque soy Virgo ascendente Capricornio, sé que el salto no será el puente para liberarme de mis dudas, demonios y carencias.
Si usted es Capricornio ascendente Capricornio, puede ser que ya esté muy cerca de la puerta que se abre al universo espiritual, que su alma sea vieja, que su espíritu esté rebosando de conocimiento, incluso sin que usted se dé cuenta, pero yo estoy, cuando mucho, a la mitad del camino.
Buena parte de la humanidad tiene un espíritu joven, almas de un siglo de vida e incluso recién nacidas, a las que les falta por lo menos 143 vidas bien vividas para pasar a otro plano, y digo bien vividas porque en esta teoría de las 144 vidas obligadas también existe el camino de la involución, de dar pasos hacia atrás, de vivir sin ser, de existir sin aprender y sin experimentar, por lo que tendrán que repetir una y otra vez las mismas situaciones hasta que se conviertan en verdaderas experiencias.
Siento que yo estoy repitiendo esta vida, y que cometí muchos errores en la experiencia pasada, los cuales intento no volver a cometer, para ir hacia adelante y no quedarme estancada.
No sé si la teoría de la reencarnación hindú sea la correcta, de lo que sí estoy segura es de que esta vida ya la viví, y de que hay muchas cosas más de las que creemos reales. En mi experiencia pasada no hice caso de muchas cosas, de avisos claros a los que mi mente racional se negaba a aceptar, y que en esta repetición sí escucho y atiendo, y quiero compartir con todos ustedes, porque sé que en cierta medida todos nosotros estamos unidos en un mismo destino, y que la falta de unos arrastra a los otros hacia un lado o hacia otro, hacia una evolución positiva o hacia una involución negativa, porque la nave en que viajamos todos es la misma, el planeta Tierra, y lo más sensato sería que todos remáramos en la misma dirección.
Es cierto que tenemos muchas vidas por delante, pero el tiempo de este universo es finito y en algún momento se acabará, y lo que ahora nos parece muy lejano el día de mañana estará a la vuelta de la esquina.
A lo largo del presente libro, expondré diversas teorías sobre la reencarnación junto con mis propias y humildes experiencias, agradeciendo que me permitan compartir lo que he vivido, lo que intuyo y lo que siento y pienso más allá de las mismas teorías, creencias y conocimientos que hay sobre el tema, intentando ser objetiva, pero no determinista, porque al final cada uno de nosotros experimenta la vida y la existencia a su manera.
Un fuerte abrazo. Muchas gracias.
I
¿Dónde estamos antes de nacer?
Nada se crea ni se destruye,
solo se transforma.
Rudolf Julius Emmanuel Clausius
Mark Twain, el famoso autor de Tom Sawyer, que nació y murió con el paso de un cometa, se hizo a menudo la misma pregunta: si la vida dura apenas unos cuantos años, muchos o pocos para los humanos, comparada con la duración del universo, apenas si vivimos un instante, casi nada, entonces dónde estábamos antes de nacer y dónde estaremos después de este instante vital.
¿Existimos antes de nacer en este mundo?
¿Hay una conciencia previa al nacimiento?
Cuando nacemos nos llenan la cabeza de información positiva y negativa y se nos enseña a ser quién somos, pero no me refiero a este tipo de conciencia que absorbemos en el contexto en el que nacemos y nos desarrollamos, sino a una conciencia previa de ser y estar antes del nacimiento.
A las hembras nos enseñan a ser mujeres y femeninas, y a los varones les enseñan a ser hombres y machos aprovechando ciertas condiciones biológicas dependiendo del lugar y la época del nacimiento.
Sexo solo hay uno y somos animales de reproducción sexual desde el nacimiento hasta la muerte, con las hormonas necesarias para la función fisiológica de la reproducción, independientemente de si nacemos hembra, varón o andrógino, el resto es una construcción social que depende de los factores contextuales a los que nos enfrentemos, y, dependiendo de la época y el contexto social, adoptaremos las figuras que se nos presenten.
Hoy podemos transformarnos en prácticamente lo que se nos antoje, y nos podemos maquillar, operar o disfrazar de lo que queramos dentro de nuestro contexto, imitando lo que vemos y lo que conocemos, pero no de lo que desconocemos. Los hombres que quieren ser mujeres imitan a las mujeres de su entorno, de la misma manera que las mujeres que quieren ser hombres imitan a los hombres de su entorno.
Los occidentales imitan a los occidentales, y los orientales imitan a los orientales, pero ni el alma ni el espíritu tienen sexo, por lo que antes de nacer no hace falta disfrazarse de nada, y la conciencia previa a la concepción carece de cargas morales, religiosas o sociales adosadas al género sexual.
Hago la distinción entre alma (sensaciones, emociones y sentimientos) y espíritu (ser esencial), porque a menudo tendemos a confundirlos y a tratarlos como si fueran una misma cosa, cuando no lo son en absoluto.
El alma se deposita en el cuerpo y se une a él por medio de la glándula pineal, mientras que el espíritu acompaña el proceso desde el chacra coronario y se manifiesta muy pocas veces a lo largo de nuestra vida material en este mundo.
Ese espíritu, nuestro ser esencial, como todo lo que hay en el universo, no debería crearse ni destruirse, sino ser eterno e inmanente, inmaterial, pero siempre presente ya sea en forma de energía, quinta esencia o subpartícula atómica sin masa, pero siempre presente, antes y después de cualquier formación material biótica o inerte.
Pues bien, ¿ese espíritu tiene conciencia, voluntad, recuerdos, intenciones?
Si los tiene es muy posible que sea capaz de elegir dónde y cuándo nacer, es decir, que existe la firme posibilidad de que usted haya elegido el tipo de familia, país, época y experiencias por las que desea pasar en esta vida, por buena o mala que pueda parecerle en este momento.
En este sentido el albedrío empezaría desde antes del nacimiento.
La libertad de ser y estar, la libertad de elegir, la libertad de experimentar y pasear por este maravilloso planeta, sin injerencias de poderosos o divinidades que nos manipulen a su antojo.
La libertad marea, da miedo, y muchos prefieren entregarse a una creencia antes de asumir la responsabilidad de su propia existencia.
La unión de las consciencias para formar un solo ser
Dentro de la tradición semítica que recorría buena parte del Mediterráneo hace más de dos mil años, el esperma masculino ya tenía vida en sí y era un bien sagrado que no se debía verter en tierra, mientras que en el África subsahariana se creía que con el semen se podía fertilizar los campos, y más de un grupo humano hacía literalmente el amor con la Madre Tierra. Tanto en uno como en otro sentido, el esperma estaba vivo, era sagrado y tenía propósito y conciencia: crear vida.
La unión de las conciencias
Los óvulos, en forma de esperma femenino, o menstruación, también contenían vida, señalaban la edad y las etapas fértiles de la mujer, y se les consideraba mágicos, capaces de influir en el comportamiento de quien los ingiriera.
Con la llegada del patriarcado a ultranza, los óvulos femeninos pasaron a ser negativos y receptivos, y el semen adquirió visos de poder.
Las cosas han cambiado mucho desde entonces, pero en ambos casos la idea de una vida consciente material antes de la concepción y el nacimiento ya se encontraba en el semen y en los óvulos. Muchas recetas mágicas los siguen incluyendo en sus pócimas, e incluso la cosmética hace uso de ellos desde tiempos inmemoriales.
Cuando se unen, cuando el esperma penetra en el óvulo sucede el milagro de la concepción y comienza el camino hacia la vida.
Justo en ese momento, se cree en algunos círculos esotéricos, el alma y el espíritu se asientan y se da inicio a la formación del cigoto y sus divisiones. Para otros no es sino hasta los catorce días, o dos semanas, cuando la unión de las conciencias tiene lugar, y ya es una persona con vida lo que hay dentro del vientre de la madre.
La consciencia femenina en forma de óvulo es el receptáculo del alma.
La consciencia masculina en forma de espermatozoide es el receptáculo del espíritu.
En una hay amor, sensaciones, emociones y sentimientos.
En la otra hay voluntad de ser, estar y existir.
Las dos son igual de importantes, porque las dos son indispensables para la creación de la vida, su preponderancia posterior no depende de su inicio, sino de algo previo que se manifestará más adelante y que nosotros conocemos como género o sexo, ya sea masculino, femenino o andrógino.
Estadísticamente, nacen un 51% de mujeres, un 48% de hombres y un 1% de andróginos, es decir, de personas con ambos sexos, y es posible, aunque difícil de constatar y de probar, que el alma y el espíritu que se unen en el cigoto ya tienen elegida su sexualidad desde mucho antes, pero de eso hablaremos en el capítulo siguiente.
Esas dos existencias, con sus conciencias propias, se funden en una sola, en un ser complejo, un organismo extraordinario, con mente, cuerpo, alma y espíritu, todos unidos y, paradójicamente, cada uno independiente del otro.
Un solo ser con cuatro cuerpos, o cuatro seres dentro de una misma expresión vital.
Si pensamos en los cromosomas, los 24 pares que se duplican y complementan, tendríamos cuarenta y ocho conciencias más, y si hablamos de la cadena de ácido desoxirribonucleico, o ADN, las conciencias independientes y complementarias serían aproximadamente treinta y seis millones.
El paquete básico es el femenino.
Todos somos hembras hasta que se decide genéticamente el sexo que se va a ostentar más tarde, ya sea femenino, masculino o andrógino, por lo que las hembras o son varones mal desarrolladas, como se creía en la antigüedad, sino que los varones son hembras con los ovarios como testículos y el clítoris como pene, capaces de amamantar a una criatura si es necesario, pero sin la posibilidad de parir, con lo que los varones serían hembras inconclusas desde el punto de vista biológico, con tendencia a desaparecer dentro de algunos miles de años.
Pero más allá de los datos biológicos, la fusión de todos los elementos y de todas las conciencias posibles, el resultado final será un ser vivo único e irrepetible, alguien que no sabemos de dónde viene ni que experimentará los placeres y los sufrimientos de este mundo en carne propia, y que dejará el cuerpo que ocupa para reencarnarse o para ir a donde tampoco sabemos con certeza, cielo, infierno, más allá, limbo o lo que sea, transformándose en algo que desconocemos, en una nueva consciencia, en un nuevo ser.
Tal parece que de una o de otra manera, tanto al nacer como al morir, las almas se parten en dos para volver a ser un único espíritu.
La vida dentro del vientre
Dentro del vientre de la madre, el bebé, a las seis o siete semanas, es decir, a los tres meses de gestación, ya tiene vida propia y se le puede considerar una persona con todos sus potenciales físicos y psíquicos, que piensa, sueña, siente , imagina, se educa, y va conformando su carácter y personalidad. Incluso hay quien señala que ya poseen memoria y recuerdos ancestrales, y no solo de la existencia espiritual, sino todo un conocimiento filogenético que le aportan sus antepasados, es decir, que en sus genes hay un nutrido bagaje de información que le acompaña desde la formación de sus células nerviosas hasta su muerte, y que a su vez transmitirá a sus descendientes, si es que los tiene.
De las cuatro semanas a los 4 meses
El vínculo con la madre es necesariamente muy fuerte, pues el bebé permanecerá dentro de ella nueve meses, y de ella comerá, sentirá y escuchará.
Reirá con la madre.
Llorará con la madre.
Oirá a la madre por dentro y por fuera.
Absorberá sus nutrientes.
Padecerá sus miedos y sus angustias.
Gozará de sus alegrías, y por supuesto, recibirá todo su paquete genético, con las fortalezas y debilidades, traumas y éxitos, potencias y hasta enfermedades.
El vínculo con el padre no será el mismo, pero también lo escuchará y percibirá sus buenas y malas vibraciones, su presencia y su ausencia, su cariño o su rechazo, y, al igual que con la madre, recibirá toda su carga genética y toda su memoria ancestral biológica y vivencial, tanto en lo positivo como en lo negativo.
Si la pareja se lleva bien, el bebé lo percibirá.
Si la pareja discute, pelea o se lleva mal, el bebé lo percibirá.
Si hay amor, lo disfrutará.
Si no hay amor, lo sufrirá.
Si es querido y esperado, lo sabrá.
Si no es querido, percibirá el rechazo.
El ambiente externo, más allá del padre y de la madre, también le afectará, y le ayudará a crecer y a desarrollarse, o le influirá negativamente.
Su corazón late, su mente reacciona ante los estímulos, duerme y sueña, pero, ¿con qué sueña? ¿Cuál es el contenido de sus aventuras oníricas?
Sueña acaso con su futuro en este mundo o con la familia que ha escogido para nacer, o quizá solo con sonidos y sensaciones.
Tal vez aún recuerda su vida pasada o su estancia en el otro lado, cielo o mundo paralelo donde están las almas y los espíritus antes de nacer, porque, si nada se crea ni se destruye en este universo, el ser debe tener otro tipo de existencia antes de nacer.
Pero, de momento, dentro del vientre de su madre experimenta una vida dentro de la placenta durante al menos seis meses, con emociones, sufrimientos, hambre, incomodidad, calor y frío, así como con alegrías, risas y gratas sensaciones.
Se mueve, se enreda, patea y, sabiéndolo o sin saberlo, espera el momento de ser dado a luz.
Cuando un bebé nace es como si muriera, ya que ha de abandonar la vida a la que está acostumbrado para enfrentarse a otra vida nueva que desconoce por completo, y esa experiencia puede ser grata o convertirse en un trauma de por vida, ya sea por problemas en el parto, por el entorno, por la forma en que es recibido en el nuevo mundo, o simplemente porque pierde todo lo que tenía sin la posibilidad de volver atrás, a su tibia y confortable vida dentro del vientre.
Salir para no volver más
En el momento de la concepción, cuando se funden el óvulo con el espermatozoide, todo es potencia y energía, eclosión fantástica y casi milagrosa que también funde a las consciencias de alma y espíritu en el cigoto, con lo que la experiencia no es dolorosa, pero el parto sí puede serlo, incluso si se hace con el mayor cuidado posible, de forma sana y natural, con todos los avances técnicos y médicos de los que disfrutamos hoy en día.
A lo largo de la historia de la humanidad el parto ha sido considerado incluso como un riesgo vital, ya que muchas madres morían al parir, y muchos bebés morían al nacer o a los pocos días de haber nacido.
Los partos “seguros” son relativamente recientes, lo mismo que la baja en la tasa de mortalidad infantil, porque hasta hace poco menos de un siglo embarazarse era poner en peligro la propia vida, y las formas de recibir al recién nacido eran poco menos que salvajes.
En los países menos desarrollados, el parto sigue entrañando el peligro de muerte para la madre y para el recién nacido por más que se idealice o se piense románticamente en que el parto primitivo y natural es mejor que el parto moderno.
Nuestra forma de dar a luz, desde el punto de vista biológico, no es el mejor diseño de la naturaleza humana, ya que por donde cabe un limón debe de salir una sandía, y debe salir entera y sana aunque haya que desgarrar con fórceps el útero y la vagina de la madre.
El bebé debe salir de cabeza, presionando y empujando hasta que logra hacerse paso y salir al mundo, donde le cortarán el cordón umbilical, su unión materna y fuente de alimentación y respiración, para exponerlo a un mundo extraño.
Hoy en día hay varios métodos para ahorrar sufrimientos y peligros a las madres, como la cesárea (a mí me practicaron dos), así como para salvaguardar al recién nacido y procurarle una mejor bienvenida a este mundo.
Si ahora somos más de siete mil millones de seres humanos sobre el mundo, se debe en buena medida a que las madres y los bebés ya no mueren como moscas en la sala de parto, en su casa o colgadas de un árbol, y así miles de millones de almas y espíritus tienen la oportunidad que no tuvieron durante miles de años, la de nacer y la de experimentar los bienes y los males de esta vida.
La mortandad infantil ha descendido dramáticamente en los últimos setenta años, y la esperanza de vida también se ha doblado en muchos casos (en el siglo XIX llegar a los cincuenta años era llegar a viejo, y en el siglo XXI a los cincuenta años se goza de una segunda juventud), y ya no hay necesidad de parir seis o diez hijos para que sobrevivieran dos o tres.
Sin embargo y con todos los adelantos, el nacimiento sigue siendo un trauma, un paso difícil y arriesgado, y superar los primeros nueve meses de vida en este planeta sigue siendo un triunfo, porque durante ese tiempo el bebé debe adecuarse forzosamente a la vida terrestre añorando su anterior vida dentro del vientre.
No es nada exagerado asegurar que la primera muerte que experimenta un ser humano es su propio nacimiento, ya que debe abandonar su vida previa, separarse de su madre y encarnarse en su propio e independiente cuerpo de ahí en adelante.
El bebé es un espíritu encarnado que lo sabe todo
Una leyenda árabe cuenta que el bebé, desde que es concebido y a lo largo de los nueve meses de espera, lo sabe absolutamente todo, lo conoce todo. Sabe lo que es el universo, las estrellas y sus misterios.
Conoce el presente, el pasado y el futuro, porque sabe que son una misma línea, un todo donde dimensionalmente se dan una serie de eventos, los cuales también conoce.
Sabe de todas las artes y de todas las ciencias, de todos los libros escritos y por escribir. Conoce por tanto la Biblia al igual que el Corán, y todos los textos sagrados que en el mundo han sido y serán.
En el cerebro del bebé hay las suficientes neuronas para tener todo el conocimiento.
En el alma del bebé hay el suficiente espacio para todos los sentimientos.
El espíritu del bebé está conectado con el todo, por eso conoce los misterios de la vida, la muerte y los infinitos planos de la existencia.
El bebé tiene consciencia plena. Mientras se desarrolla y se prepara para el alumbramiento, contempla lo que será su propia vida en este planeta, mientras observa el resto del universo y reflexiona sobre su trascendencia.
Lo conoce todo, y a todos, en su esencia, materia y existencia. Nada se le escapa.
Justo cuando va a nacer, un ser de luz le toca los labios para que olvide y guarde silencio, y le dice amorosamente: “Tú que lo sabes todo, ahora tendrás que vivir, experimentar y aprender. ¡Aprende!”.
Pero, ¿dónde estamos antes de ser concebidos?
En el cielo.
En el limbo.
En las estrellas.
En un mundo paralelo.
En el más allá tras una muerte previa.
En el eterno continuo a la espera de manifestarnos físicamente dentro del samsara o rueda del destino.
En el alma de otro ser que eclosionará para dar lugar a mil vidas por lo menos.
En otro cuerpo, muerto o vivo, esperando ocupar el cuerpo de otra persona transmigrando nuestro espíritu.
En un sueño de Visnú.
Junto a uno de los seis mil dioses que pueblan las creencias de la humanidad.
Como materia dispersa en el espacio.
Como materia dispersa en este mundo.
Como energía.
Como subpartículas atómicas.
Haciendo cola y a la espera de que nos toque el turno de instalarnos en un ser en el momento de la concepción, como quien hace un viaje turístico.