Kitabı oku: «Historia del Partido del Progreso Moderado Dentro de los Límites de la Ley»
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Historia del Partido del Progreso Moderado Dentro de los Límites de la Ley
Biografía
Prólogo
Primera parte. Historia del Partido del Progreso Moderado Dentro de los Límites de la Ley
Segunda parte. Comandante de la ciudad de Bugulmá
En Serio,
2.
Título original:
Dějiny strany mírného pokroku v mezích zákona
Velitelem města Bugulmy
Edición en formato digital: diciembre 2020
© de la traducción: Montse Tutusaus, 2015
© de la introducción: Monika Zgustova, 2015
© de la imagen de cubierta: Ana Rey, 2015
© de la presente edición: La Fuga Ediciones, 2020
La traducción de esta obra ha recibido una ayuda financiada por el Ministerio de Cultura de la República Checa.
Diseño gráfico: Tactilestudio Comunicación Creativa
ISBN: 978-84-123107-9-5
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Jaroslav Hašek
Historia del Partido del Progreso Moderado Dentro de los Límites de la Ley
traducción de Montse Tutusaus
prólogo de Monika Zgustova
Jaroslav Hašek
(Praga 1883 - Lipnice nad Sázavou 1923)
Nacido en Praga en una familia arruinada a causa de los problemas de alcoholismo del padre, Jaroslav Hašek tuvo siempre una vida al límite. Despedido de varios trabajos por su afición a la bebida, se dedicó al periodismo acercándose a los ambientes anarquistas. En 1911 fundó el Partido del Progreso moderado dentro de los Límites de la Ley y se presentó como candidato a las elecciones generales. Durante la I Guerra mundial combatió en las filas del ejército austrohúngaro (experiencia que narra en su única novela Las aventuras del buen soldado Švejk), desertó y se incorporó al ejército revolucionario ruso, donde llegó a ser comandante de todas las operaciones en Siberia. De vuelta en Praga, murió de alcoholismo a los cuarenta años.
Títulos:
- Cómo encontré al autor de mi necrológica
- Historia del Partido del Progreso Moderado Dentro de los Límites de la Ley
- El buen soldado Švejk antes de la guerra
el rebelde con un libro en el bolsillo y una jarra de cerveza en la mano
de Monika Zgustova
Alemanes, checos, judíos, católicos, protestantes, anarquistas y republicanos, todos convivían entre los muros ennegrecidos de las callejuelas de la Praga gótica, dominada por las fantasmagóricas estatuas barrocas de los santos que se retuercen como un ejército de fanáticos de Savonarola. La convivencia de más de una cultura es siempre enriquecedora aunque nunca resulta fácil. ¿Cómo convivían los checos y los germanohablantes a nivel cultural?
Según el escritor y periodista pragués de expresión alemana Egon Erwin Kisch, amigo de Hašek, del mismo modo que a un checo nunca se le ocurriría entrar en un café alemán, un alemán jamás en la vida se tomaría una copa de coñac en un café checo. Cada cual tenía sus restaurantes, sus casinos, jardines públicos, hospitales y hasta depósitos de muertos. La Praga de la preguerra contaba con medio millón de habitantes de los que unos 415.000 eran checos (que representaban un 92% de la población total) y 34.000 germanohablantes (un 8%), de los cuales 25.000 eran judíos. Si bien poco numerosa, la minoría de habla alemana era cultural y económicamente muy poderosa.
Sin embargo el escritor Max Brod, amigo y biógrafo de Kafka, que también escribía en el alemán de Praga, matiza esta situación: «Los escritores en alemán manteníamos con los checos muy buenas relaciones de vecinos y adorábamos a los poetas checos; no hubo nada que nos separara de ellos, no se producía aislamiento alguno. Todos dominábamos perfectamente el checo que para nosotros era tan importante como el alemán.»
Brod llama a Praga «ciudad polémica». Con ese término se refiere a su unicidad de capital formada entre la convivencia y las desavenencias de distintos grupos étnicos, lingüísticos, religiosos y políticos. Mientras que muchos escritores anteriores a Brod y Kafka, tanto checos como alemanes, tomaban la posición de un nacionalismo exclusivo, la generación de Kafka y Hašek alcanzó una postura tolerante y de comprensión mutua entre los distintos grupos.
Franz Kafka y Jaroslav Hašek nacieron en el mismo año, 1883, en la misma ciudad, Praga, en la que pasaron la mayor parte de su vida; ambos murieron a los cuarenta años de edad. Para ambos, Praga no fue solo una gran fuente de inspiración sino el punto de referencia esencial de su obra.
Jaroslav Hašek nació en una familia de clase media, empobrecida tras la muerte a causa de una cirrosis hepática del padre, un alcohólico; la procedencia de Hašek alumbra muchas actitudes en la vida y la obra del autor de Las aventuras del buen soldado Švejk. A lo largo de la vida del escritor y sobre todo tras su muerte prematura, sus amigos contaron tantas anécdotas sobre sus aventuras, y el mismo Hašek dejó circular tantas mistificaciones sobre su vida que nunca ha resultado fácil distinguir la realidad de la ficción.
Tras varios empleos —ayudante en una droguería, empleado de una oficina de seguros— el jovencísimo Hašek decidió que quería ser escritor y empezó a publicar sus cuentos en las revistas más diversas. En esa época —nos referimos a los años entre 1906 y 1907—, frecuentó ambientes anarquistas, formó parte de la plantilla de la revista Mundo Animal —donde se inventaba animales inexistentes— y se casó con Jarmila Mayerová contra la voluntad de los padres de la novia. Más tarde, al comprobar que el esposo de su hija no era capaz de ganarse el pan, el suegro acabó trasladando a Jarmila, a su nieto Richard y los muebles a otro piso.
Tras la separación de Jarmila, en 1911, Hašek y algunos de sus compañeros fundaron el Partido del Progreso Moderado Dentro de los Límites de la Ley, una invención política, una caricatura que se burlaba de las absurdidades de la política y de las autoridades de aquel entonces. Hašek, el gran mistificador, se presentó como su candidato. (Los discursos reales del candidato-mistificador Hašek no se han conservado, pero no debían ser muy distintos de los que el autor inscribió en la presente colección.) Sin embargo, tanto para el movimiento anarquista como para el Partido del Progreso Moderado, Hašek era un hombre demasiado radical, excesivamente intuitivo y poco disciplinado para que su mutua colaboración resultara duradera. El escritor entonces orientó su indignación contra las autoridades de cualquier orden, ridiculizándolas en sus artículos y sus cuentos (para más tarde mofarse de ellas en Las aventuras del buen soldado Švejk), y también en sus actuaciones cabaretísticas en las que salía al escenario junto al antes citado humorista y escritor E. E. Kisch.
El hecho de haber participado en un movimiento político le sirvió para escribir sobre su experiencia. En su colección de cuentos Historia del Partido del Progreso Moderado Dentro de los Límites de la Ley, una selección de los cuales constituye el presente volumen —la selección se ha hecho siguiendo el criterio de buscar los temas más diversos y descartando los que podrían resultar reiterativos—, dibujó una parodia de la atmósfera política y social del momento, y salvo algunos detalles podría referirse a cualquier época, incluso a la actual. Bajo el humor y la ironía de esas narraciones no se halla una risa ligera ni las bromas de un borracho desenfadado sino el profundo descontento de alguien que ha perdido las ilusiones, una revuelta contra el orden establecido y contra el mundo con el que el autor está en desacuerdo.
Hašek se ganó la fama de oponerse a todo lo que sucedía, y esa reputación tenía mucho de cierto. Aunque el escritor escribió estas narraciones en los años 1911-1912, es significativo saber que no se publicaron hasta cincuenta y cinco años más tarde, es decir, hasta el comienzo del movimiento político liberador de la Primavera de Praga.
El escritor carecía de trabajo fijo y de domicilio —pernoctaba en casa de sus amigos y a menudo vagabundeaba por el mundo— y tenía fama de beber compulsivamente, aunque esta podía ser otra de sus muchas mistificaciones porque, asimismo, no dejaba de redactar artículos y cuentos (en su corta vida escribió más de dos mil), además de leer profusamente los clásicos de la literatura de todos los tiempos: la obra de Hašek testimonia una extensa y elevada cultura.
En una época en la que los escritores, bajo la influencia del romanticismo decimonónico, hablaban de talento divino, inspiración y musas, Hašek, un rebelde tanto en la vida como en la literatura, se burlaba de muchos novelistas y poetas de su tiempo cuyo estilo consideraba grandilocuente y artificial, y se lanzó a redactar sus propias narraciones y artículos en un estilo directo y un lenguaje que surgía del habla popular. Desde sus primeros cuentos, el método de Hašek fue una especie de collage literario avant la lettre.
Hašek rechazaba la imagen del escritor y del artista como un milagroso ser excepcional dotado de una no menos milagrosa inspiración, un ser alado que se mueve fuera de las leyes de lo humano y de la normalidad cotidiana. Para él, la literatura era un oficio que un escritor debía dominar y desempeñar responsablemente como cualquier otro. En una época en la que el alemán era, en Praga, el idioma de la burocracia y de la pomposidad de la corte vienesa, él fue uno de los primerísimos escritores praguenses en adoptar el lenguaje de las tabernas y las cervecerías.
En 1915, es decir, un año después de haber estallado la Primera Guerra Mundial, Hašek era perfectamente consciente de que tarde o temprano las autoridades militares le obligarían a participar en la guerra, y por eso se adelantó a los acontecimientos y se convirtió en voluntario por un año. Desde la ciudad de České Budějovice, en el sur de Bohemia, las autoridades militares le mandaron al frente de Galitzia (más tarde, Hašek describiría todo este periplo en su única novela Las aventuras del buen soldado Švejk).
En septiembre de 1915 se dejó apresar voluntariamente por el enemigo, los rusos; a continuación pasó más de un año escribiendo y publicando en la capital de Ucrania, Kiev. En 1916 ingresó en las Legiones Checoslovacas. Bajo la influencia de la Revolución Rusa, en 1918 abandonó las Legiones para entrar en el Ejército Rojo. Una de las condiciones que le pusieron los militares fue la de abandonar la bebida; el escritor siguió la orden al pie de la letra. Ese mismo año, en la defensa de la ciudad rusa de Samara, se dio a conocer como un valiente adalid militar y un serio funcionario bolchevique.
Con el Ejército Rojo luchó en Siberia, desde la ciudad de Bugulmá hasta la de Irkutsk, contra el Ejército Blanco liderado por Aleksandr Kolchak. Hašek escribe en clave de humor sobre algunos episodios de la guerra en sus cuentos Comandante de la ciudad de Bugulmá, colección que forma la segunda parte de este libro. En esas narraciones, consideradas unas joyas literarias, habla en primera persona de un jefe militar —él mismo o su alter ego— que defiende a la población local, sobre todo a los más desvalidos, de los rigores revolucionarios. Hašek llegó a ser un importante jefe militar cuando en octubre de 1920, durante la ausencia del comandante del departamento político del Quinto Ejército, fue nombrado su sustituto, cosa que significaba que estaba encargado de tomar todas las decisiones políticas del ejército que controlaba la Siberia soviética entera. Las últimas investigaciones han dejado claro que en el ambiente revolucionario ordenó un elevado número de ejecuciones. Esta última faceta del escritor no queda reflejada en esas narraciones, aunque sí se intuyen en ellas actos de crueldad, siempre llevados a cabo por alguien que no ha entendido la revolución como una nueva justicia. Hašek, sin embargo, era demasiado buen escritor como para etiquetar a sus personajes como buenos o malos o para idealizar la revolución. Más bien retrató en clave humorística las absurdidades que conlleva un cataclismo de estas dimensiones. Si bien el humor aparentemente ligero que emplea antes de la guerra ya daba señales de salir de un escritor desengañado, su humor tras haber experimentado en propia piel más de un conflicto bélico se vuelve implacable, acusador y virulento; no es hasta su única novela que el humor de Hašek recupera su irreverencia inicial.
Aunque su primer matrimonio se mantenía legalmente vigente, Hašek se volvió a casar en Rusia, esta vez con una empleada de una imprenta, Aleksandra Lvova llamada Shura. En diciembre de 1920 regresó a Praga con su segunda esposa: puesto que se habían comprobado sus dotes de buen organizador político, desde Rusia le enviaron allí para organizar el movimiento comunista. No obstante, por motivos de política internacional, no pudo llevar a término su misión.
En Rusia, Hašek —en ruso Gashek— es recordado más como un serio e instruido intelectual y un funcionario militar responsable y disciplinado que como escritor, aunque la mayoría de los rusos cultos han leído su novela. En varias capitales rusas, entre ellas Moscú y San Petersburgo, hay calles que llevan su nombre y se le han erigido monumentos en distintas ciudades a lo largo y ancho de Rusia. En Bugulmá le honraron con todo un museo dedicado a Gashek. Praga no quedó atrás: en 2005 erigió su estatua ecuestre, aunque a su manera: el lomo del caballo resulta ser el mostrador de una taberna con jarras de cerveza; al bromista Hašek su irreverente pueblo le dedicó una estatua grotesca.
Efectivamente, al volver a Praga y no estar sometido a las condiciones militares, Hašek volvió a la cerveza en grandes cantidades y enfermó. Se retiró de la capital al campo checo donde en parte escribió, y cuando su salud ya no se lo permitía, dictó a su secretario su novela, concebida como una crónica de la Primera Guerra Mundial. Al igual que su padre, el escritor murió a consecuencia de la bebida.
Hašek, heredero de Cervantes, llegó a ejercer toda una corriente de influencia en la literatura europea. «Si me pidieran que eligiera tres obras literarias de este siglo que formaran parte de la literatura universal, diría que una de ellas es, sin duda, Las aventuras del buen soldado Švejk de Hašek», afirmó Bertold Brecht. Para Milan Kundera, Hašek es el mejor autor cómico universal, y no solo del siglo XX. A Bohumil Hrabal, Hašek le enseñó a mirarlo todo desde la perspectiva de los marginados, aquellos que habitan los bajos fondos de la sociedad.
Historia del Partido del Progreso Moderado Dentro de los Límites de la Ley
Programa inicial del Partido del Progreso Moderado Dentro de los Límites de la Ley
La intensa corriente educativa que en 1904 sacudió toda la Europa central, las poderosas ideas liberales provenientes de las provincias rusas sublevadas, donde los terroristas desarrollaron entre 1902 y 1904 su mayor actividad, respaldada por la guerra ruso-japonesa y coronada por éxitos aislados como los atentados a Von Pleve o al tío del zar Serguéi en Varsovia, también tuvieron repercusión en nuestro país. En el norte de Chequia los mineros se amotinaron y no volvieron al trabajo hasta que los patrones les redujeron los salarios. El gran movimiento revolucionario asimismo se hizo sentir en Westfalia, donde alzaron una bandera roja en el ayuntamiento de la capital, cuyo nombre no nos concierne. Fueron los propios gendarmes de Würtenberg quienes pusieron allí la bandera, y esto sucedía en el momento preciso en que los japoneses derrotaban a la flota rusa del Báltico cerca de Tsushima.
En aquel tiempo el eco de aquella victoria japonesa causó un gran revuelo en Praga: aunque la noticia era cierta, el entonces corresponsal de guerra de los periódicos Národni listy y Národni politika, el amigo y diputado Václav Jaroslav Klofáč, escribía continuamente sobre las grandes victorias de los rusos frente a los japoneses. En Praga lo creía el 30% de los habitantes, los mismos que en 1901, cuando estalló la guerra ruso-japonesa, se concentraron en la plaza de Ciudad Vieja, delante del templo ruso de San Nicolás, donde el batiushka Ryškov celebró las exequias por el triunfo de las armas rusas y la multitud de checos cantó el himno Hej Slované, probablemente para rendir homenaje a la Fortaleza de San Pedro y San Pablo, y a los mil rusos fusilados por la guardia personal del zar y los cosacos mientras gritaban «¡Gloria al zar!» en la avenida Nevski. Ataviados con la tricolor eslava apalearon a Pelant, a ocho anarquistas checos y, por último, al redactor de Právo lidu, el amigo Skala, que llegó a la plaza con retraso, cuando ya había tenido lugar la auténtica hecatombe y los oponentes al zar fueron apaleados. Al ver a tanta gente junta, en la euforia del partido, Skala pensó que tenían que ser socialdemócratas, así que en medio del gentío gritó: «¡Fuera el zar!, ¡Zar sinvergüenza!».
Al ser arrestado por la policía, se libró de morir de una paliza. Como él mismo cuenta, los entusiastas zaristas le propinaron unos seiscientos bofetones. Fueron los mismos que cuatro años después, en la plaza, pasada la convulsión sobre el sufragio universal, vociferaban con el doctor Soukup, este último desde el balcón del Ayuntamiento: «¡Que triunfe la Revolución Rusa!».
Sí, ya en aquella época flotaba el sufragio universal en el ambiente de la Chequia central. Empezaba a despertarse una vaga conciencia por la dignidad humana. El anarquista Knotek donaba el dinero heredado a la Komuna de Žižkov. Vohryzek se aplicaba brillantina en la escasa corona de pelo que le quedaba, se paseaba por Praga con el traje mejor cortado como arbiter elegantiarum, se compraba perfumes y publicaba El pobre, la baratija anarquista del pueblo checo. Mientras, en la estrecha y triste callejuela Charvatská, en la imprenta de Rokytov, nacía la revista Svítilna, en la que el pintor Lada ponía por primera vez sus pies deformados. Svítilna se extinguió1 cuando los autores cogieron como adelanto los honorarios de las seis generaciones venideras. El periódico České slovo dejaba de ser el Partido Democrático Checo, y el citado partido dejaba de ser el susodicho periódico. En sus cartas de Manchuria, el diputado Klofáč alababa el valor de las tropas rusas, el heroísmo de los japoneses, y enviaba a Chequia bordados tártaros que los rusos les habían requisado a los ajusticiados junguzi. Entretanto, los realistas no perdían el tiempo, y Herben y Masaryk echaban pestes el uno del otro. Masaryk afirmaba haber terminado moralmente con Herben, a lo que Herben asentía con ironía y un peligroso añadido: «Pero jamás económicamente».
El pilar clerical del movimiento literario de los católicos modernos, el denunciant páter Dostál-Lutinov, se las tenía con Machar, quien se lamentaba, con una paga de cuatro mil coronas anuales y desde una agradable casita de propiedad en las afueras de la enemiga Viena, mostrándole el puño al reino checo y empezando a disgustarle Eliška Krasnohorská, a la vez que estudiaba, para el futuro, una guía de Roma.
En Chequia se encontraban dos jóvenes poetas, cada uno escribía peores versos que el otro. Eran Rosenzweig-Moir y Frabša, que años después se convertiría en un sincero nacionalsocialista, en redactor del boletín de Kutná Hora. En aquel tiempo era costumbre que los poetas jóvenes como Frabša se llevaran a las hijas de los panaderos y que, cuando el padre iba a por ellos, cometieran ofensas a Su Majestad. En las tabernas de Vinohrady, el desdichado librero Horálek regalaba biblias de Kralice a sus amigos y conocidos y les pedía dinero prestado. La Iglesia anglicana compraba en Praga almas a una libra. En el balneario de Heroldo, en Nusle, los adventistas bautizaban a viejas desnudas. En Macedonia estallaba la revolución, los rebeldes volaban los puentes de Bitola y Salónica. En el palacio arzobispal del castillo de Praga, el deshollinador caía al patio. El amotinado acorazado ruso Potemkin bombardeaba la costa de Rumanía. En el Elba, el bajo nivel del agua mostraba las piedras del hambre2. En la redacción del Komuna, el agente provocador Mašek se hacía pasar por el anarquista italiano Pietro Peri, fugado de Sebastopol, y pasaba una noche en casa de Rosenzweig-Moir. A decir verdad, ambos la pasaban en vela, pues tenían miedo el uno del otro. El duque de Macedonia Klimeš llegaba a Praga con total discreción y en semejantes tiempos agitados fundaba yo, en el mesón de Královske Vinohrady El litro dorado y para escarnio del maestro Arbes, un nuevo partido político checo: el Partido del Progreso Moderado Dentro de los Límites de la Ley, cuyo nombre era ya el programa principal e inicial, pues las palabras «moderado», «progreso», «límite» y «ley», juntas ideológicamente en una vasta unidad, anunciaban la tendencia general del partido, aunque, evidentemente, luego se transformara debido a las circunstancias políticas vigentes, hasta el momento en que en 1911 se reorganizó de nuevo.
Y ha llegado el momento de mencionar, sin más demora, a dos hombres que en el memorable año de la fundación del partido estuvieron a mi lado, entre muchos otros a los que se hará mención más adelante, y me respaldaron en mis aspiraciones. Eran el duque de Macedonia Klimeš y el poeta Gustav R. Opočenský.
Gustav R. Opočenský y el duque de Macedonia Klimeš
El poeta Opočenský proviene de una familia con profundas creencias religiosas. Es una estirpe extraordinariamente honrada y que ha dado al mundo numerosos pastores evangélicos. También el padre de Opočenský fue un respetable pastor en la localidad de Krouna, en la demarcación de Chrudimi, y el poeta se embebió, por boca de su progenitor, de los juicios morales sobre el mundo que guiarían su trayectoria vital. En la penumbra mística de la catedral evangélica de Krouna, el joven Gustav permanecía todo el día escondido debajo de un banco del templo frente al instrumento de la justicia divina en la tierra, como su padre llamaba al azote. Y cuando era descubierto no se oponía a la fuerza del destino sino que, doblado sobre las rodillas paternas, recordaba las palabras del evangelio: «Todo el poder proviene de Dios, por lo cual, quien se resiste al poder, ¡se resiste a los designios divinos!».
Las rodillas del padre y la vara fueron la mejor escuela poética para Opočenský, puesto que conviene agradecerles la lograda particularidad de su creación poética, que el historiador de la literatura observará en cada uno de sus poemas: una desesperación infinita, una tristeza imposible que no se deja apaciguar, una llama extinguida...
Y en su vida aquella época que pasó cruelmente doblado sobre las rodillas del padre dejó huella en el hecho de que hoy, en su anhelo por el realismo, no busque más que las aventuras que le deparan un estado espiritual parecido al cultivado en la niñez. Su vida consiste en abstenerse de todos los placeres terrenales, y contemplar el mundo con la mirada del que sabe que ni en el Apolo ni en el café Bendova, ni siquiera en Las estrellitas o en el Técnico encontrará aquello que busca su alma poética deseosa de belleza.
Y este mundo puramente materialista demasiado a menudo penetra en su espíritu sensible de forma muy poco armónica. Ya lo agarran unos brazos robustos y se lo llevan del local, y aquellos a los que él quería le escriben en una carta que la fusión de sus almas ha quedado atrás, y entonces él, en la noche negra, recostado contra un árbol, llora a las calles silenciosas, y a aquellos que lo quieren consolar, con voz entrecortada por las lágrimas, les cuenta: «Pero si nunca he matado ni a una mosca. ¡Vete de aquí o te suelto un par de hostias!».
Tengo el honor de decir que este hombre impecable estuvo a mi lado durante la fundación del Partido del Progreso Moderado Dentro de los Límites de la Ley.
¡Qué distinto era el duque de Macedonia Klimeš! Ante todo, ninguno de nosotros sabía ni dónde ni cuándo nació aquel combatiente por los derechos de los oprimidos. Era de estatura alta y lucía una barba castaña que le poblaba las mejillas. La terrible expresión del rostro y los fervorosos discursos hacían presentir que se trataba de un líder militar revolucionario nato, y como tal lo conocí en Sofía dos años antes de la fundación del partido. En cualquier caso, hará falta un extenso capítulo para narrar todas sus hazañas, la más célebre de las cuales fue precisamente nuestro encuentro: de cómo tomamos parte en la memorable batalla del monte Garvan, de cómo cercamos Monastir y de cómo, rodeados por las filas del ejército turco regular, el Nizam, huimos con esa gracia con la que solo del combate se huye.
El duque de Macedonia Klimeš
i
Repito que, durante un tiempo, tuvimos en el partido a aquel hombre por el que sentíamos un particular aprecio, debido, precisamente, a su conducta heroica.
Sin embargo, que lo que escribo a continuación no se considere un intento de empequeñecerlo, sino más bien un bello testimonio de su entereza.
La verdad es que aquel hombre desconocía el miedo pero, llegado lo peor, también reconocía que lo mejor era retirarse, acto que siempre llevaba a cabo en perfecto orden.
Lo más bonito de todo fue nuestro encuentro en Sofía. Sucedió en aquellos tiempos turbulentos en que las tropas del ejército regular turco, el Nizam, cercaron las regiones alrededor de Salónica y, bajo el bello Vitosha, en aquel rincón encantado y lleno de poesía, lanzaron su mayor fuerza contra las fronteras búlgaras. Era la época en que todo olía en los poderosos bosques y selvas del Vitosha y retumbaban los cañones y traqueteaban las pistolas de los rebeldes macedonios. Allí avanzaban los pelotones revolucionarios del búlgaro Sarafovo y, una y otra vez, venga y venga el retumbar de los cañones, venga gritos a favor de la liberación de Macedonia.
Y allí, entre el vino (malísimo y caro, por cierto) de las montañas atenienses, entre los vinos del Olimpo (que tampoco eran ningún néctar divino, sino un brebaje cualquiera), me mintió por primera vez en la vida al contarme que conocía todos los pasos, a todos los revolucionarios, todos los pelotones de rebeldes macedonios, que conocía a su líder, el héroe Sarafovo, al que más tarde mataron los komiti3 por haber desfalcado dinero para metralletas, granadas de mano y otros objetos placenteros.
Reconozco que en aquel momento sentí el deseo de marchar con él hacia la frontera y él estaba dispuesto a partir de inmediato, o al día siguiente, es decir, a luchar por la libertad de los oprimidos hermanos macedonios.
Y para demostrarlo cogió el sombrero y me invitó a seguirlo.
Fuimos a un pequeño café donde, como más tarde me confió, creía que no se reunían los komiti, pero que por una desdichada casualidad se habían juntado allí ese día, lo que explica que se convirtiera en el duque de Macedonia, en aquel bondadoso, heroico, intrépido y honesto espíritu, pues precisamente allí reclutaban a los voluntarios para la frontera. Palideció, pero intuyendo que a lo mejor le llegaba la gloria, en un inconsciente estado de heroicidad como cuando Ilyá Múromets empezó a tambalearse, en un búlgaro más macarrónico que fluido, anunció que junto a él se hallaba un paisano de Chequia y que él mismo estaba dispuesto a dar su vida conmigo por la libertad de los hermanos de Vitosha, por sus intereses, sus esposas, hijos, por todo lo hermoso, heroico, inmenso y maravilloso.
—Dadnos pistolas, hermanos —exclamó tras un trago de rakia4.
Y entonces prestamos juramento ante la bandera de la libertad. Confieso que hasta aquel momento no había disparado más que a liebres, mientras que entonces querían que disparara a turcos. Era un despropósito, pero el segundo, tercer, cuarto y quinto trago de rakia me dieron coraje.
Y al prestar juramento temblamos los dos, nos estremecimos y fue así como, en la noche más negra y triste que recuerdo, partimos hacia la frontera turca.
Al amanecer, bajo el monte Vitosha, llegamos al depósito de armas que se encontraba en una casita pequeña, donde antes que nada nos dieron queso y solo luego nos repartieron las armas. Eran fusiles Werndl. Se cargan como los Mannlicher y tanto el duque Klimeš como yo ignorábamos cómo caray se hacía.
—¿Sabéis cómo va? —nos preguntó el cabecilla de nuestra horda.
—¡Cómo no! —dijo el valeroso duque Klimeš, tiritando de pies a cabeza, cuando nos dieron munición de reserva—. Introduces la carga en el fusil, apuntas a un turco, ¡pum! Y el cabrón del turco se revuelca por el suelo, le pisas el cuello, le cortas la cabeza y sientes un regocijo en el corazón. Una alegría, vaya. Hermanos, pasadme la cantimplora.
Se la pasaron y, tras haber bebido, continuó hablando:
—Así es, hermanos, el turco, la bestia no cristiana, vive como un perro y morirá como un perro. Lo juro como que me llamo Klimeš.
Se incorporó, robusto, rebosando de hermosura, con sus ardientes ojos azules y la tupida barba erizada. Ya no era Klimeš el aprendiz de tapicero. Era el auténtico duque de Macedonia Klimeš el terrible.
Y así que nos mandaron a la vanguardia para que amedrentáramos a los turcos. Yo porque llevaba un traje europeo y Klimeš porque parecía el mismísimo Goliat.
Al principio de aquella marcha estábamos aterrados porque pensábamos que estaríamos en primera fila y que los turcos nos harían picadillo. Por la noche prendimos fuego a un pajar abandonado que pertenecía a unos religiosos turcos, pues estábamos ya en su territorio. El mulá estaba a resguardo en Salónica. La ladera del monte Garvan, el guardián del territorio turco donde hormiguean los escorpiones, se alzaba delante de nuestras narices.