Kitabı oku: «Hechizo tártaro»
© del texto: Javed Khan
© diseño de cubierta: Equipo Mirahadas
© corrección del texto: Equipo Mirahadas
© de esta edición:
Editorial Mirahadas, 2021
Avda. San Francisco Javier, 9, P 6ª, 24 Edificio SEVILLA 2,
41018, Sevilla
Tlfns: 912.665.684
Producción del ePub: booqlab
Primera edición: diciembre, 2021
ISBN: 978-84-18996-71-9
«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o scanear algún fragmento de esta obra»
A la verdadera protagonista de esta novela. A mis nietos Alexandre, Mikaela y Roy, para que recuerden siempre a Belo.
A mi esposa que me animó a escribir esta novela. Gracias.
ÍNDICE
Capítulo I
Capítulo II
Capítulo III
Capítulo IV
Capítulo V
Capítulo VI
Capítulo VII
Capítulo VIII
Capítulo IX
Capítulo X
Capítulo XI
Capítulo XII
Capítulo XIII
Capítulo XIV
Capítulo XV
Capítulo XVI
CAPÍTULO I
El anciano caminó hacia la puerta giratoria del hall del aeropuerto que daba acceso al exterior. En su andar se notaba el cansancio del largo viaje, había salido de Madrid en el vuelo de KLM que hacía escala en Ámsterdam y después de una estancia de una hora había emprendido el vuelo hasta Moscú, donde enlazaría para su destino final Ufá en la República de Baskortostán en las estribaciones de los Montes Urales. Un total de 15 horas entre vuelos y estancias
Su caminar era cansino, arrastrando los pies, encorvado por el peso de los años y apoyándose en su pequeña maleta de cuatro ruedas que le aportaban algo de estabilidad.
Al traspasar la puerta notó una ráfaga de aire frío que le hizo estremecerse, la temperatura ese mes de abril era solo de 5 grados centígrados.
Se acercó a uno de los numerosos taxistas piratas que pululaban por el exterior de la terminal y en su escaso conocimiento del idioma le dijo «Sanatoriy Zelenaya Roshcha» (Sanatorio Arboleda Verde), luego le preguntó haciendo uso de su macarrónico ruso «¿skol’ko?» (¿Cuánto?).
El taxista respondió «dólares, euros» a lo que el anciano respondió «rublos». La cara del taxista demostró su decepción. Las divisas fuertes eran muy bienvenidas, todavía, en la Rusia postsoviética. Si el cambio oficial era de 90 rublos por euro, en el mercado negro se pagaba mucho más caro.
Se encaminaron, bajo el gélido aire, hasta donde el taxista pirata tenía estacionado su vehículo; el taxista ni se preocupó de auxiliar al anciano que arrastraba sus pies por el resbaladizo suelo. Al llegar, el anciano se derrumbó exhausto sobre el asiento trasero colocando su pequeño equipaje junto a él. Al destartalado taxi le costaba arrancar, lo que hizo después de varios intentos y exclamaciones, el anciano supuso que obscenas, del taxista.
Los 20 km de distancia entre el aeropuerto y el sanatorio discurrían por una carretera angosta, estrecha y sin arcenes, con pendientes de más del 5 %. El taxi renqueaba más de la cuenta y el anciano pensaba que en cualquier momento los dejaría tirados en la carretera. Sin saber cómo, llegaron.
El personal del sanatorio salió a recibirlos y solícitos ayudaron al anciano con su equipaje y lo acompañaron hasta la recepción.
Allí, en su macarrónico ruso, dijo: «ya zabroniroval nomer», (ya tengo reservada una habitación). Y aunque el precio era de unos 24 euros la noche, él había negociado un precio de 18, ya que había hecho una reserva por seis meses. No esperaba vivir más de ese tiempo. Era su fecha de caducidad.
La habitación era pequeña pero confortable, tenía baño particular, wifi y conexión a Internet. Él no necesitaba más.
El anciano era introvertido y sus magros conocimientos del idioma no le permitían relacionarse con otros huéspedes o con el personal del centro.
Su rutina diaria era siempre la misma. Se despertaba a las cinco de la mañana (su horario habitual de toda su vida laboral), se aseaba y empezaba su repaso diario a los variados periódicos digitales de su país y resto del mundo, aunque solo miraba los titulares, hacía mucho tiempo que se había borrado del mundo, de su política y sus muchas atrocidades y mentiras, para mantener despierta su inteligencia jugaba unas partidas al solitario, no más de cinco. Reanudaba la lectura de algunos de sus muchos libros y a las nueve en punto, como un cronómetro suizo, bajaba a desayunar. El desayuno como todo en su vida era una rutina continua, zumo de naranja, café descafeinado con leche y unas rodajas de pan con mermelada sin azúcares añadidos.
Volvía a su habitación y leía hasta las doce de la mañana, cuando iniciaba como una especie de ritual religioso.
Aunque con gran esfuerzo, debido a los achaques de su avanzada edad, bajaba hasta el mirador situado unos cientos de metros alejado del hotel, allí se sentaba en su banco favorito y contemplaba extasiado la arboleda que se extendía a sus pies hasta más allá del horizonte, como una infinita alfombra verde. Le maravillaba el recorrido del río Ufimka, su paso majestuoso por los numerosos recovecos y meandros de su cauce. En abril ya se había abierto la navegación por el río que hasta entonces había estado helado. Los barcos fluviales iban y venían transportando las mercancías y alimentos que necesitaban las numerosas y populosas ciudades asentadas a lo largo de su recorrido. De vez en cuando se veían unas estelas plateadas saltar en el cauce del río; eran los numerosos peces que lo habitan a la busca de insectos que se acercaban peligrosamente a la superficie.
Pero pronto aquel idílico paisaje se apartaba de su mente para dar paso a otro más dulce pero más doloroso, estaba ensimismado en sus pensamientos cuando una voz dulce y cariñosa le susurró al oído, mientras una mano acariciaba su espalda: «Cariño, ¿te animas a bajar por el sendero hasta la orilla del río?».
El sendero era angosto, empinado y con mucho matorral, que le arañaba y le podía hacer perder el equilibrio. Pero allí iban los dos enamorados cogidos de la mano hasta descender los más de doscientos metros de bajada, solo para contemplar de cerca las grises aguas del río. Sentados en el borde pasaban las horas, aislados del mundo, viviendo su amor como colegiales en su primera cita y sin que la diferencia de edad, veintidós años, fuese inconveniente alguno. Los dos se sentían jóvenes y mayores, el mundo parecía detenerse y ellos solo vivían para ellos mismos. El cielo siempre era azul y el clima cálido, todo era maravilloso y se sentían capaces de volar.
Estaba tan absorto en sus pensamientos que no escuchó la voz que le decía «dobriy den», (buenas tardes), hasta que una mano se posó en su hombro y repitió «dobriy den». Aquella voz le llevó a la triste realidad de su soledad. El sueño se desvaneció, pero lo había retrotraído al pasado.
Habían pasado veintinueve años.
CAPÍTULO II
El colapso y posterior desmembramiento de la URSS en 1991 había despertado una voracidad tremenda en todas la naciones europeas ante un mercado de más de 148 millones de habitantes sedientos de disfrutar de las comodidades de la sociedades occidentales, una sociedad carente de lo más elemental como son los alimentos, los medicamentos y los accesorios de higiene personal; los anaqueles de los supermercados estaban vacíos, la muchedumbre deambulaba por las calles con una bolsa de redecilla, a la que llamaban la bolsa del por si acaso; por si acaso encuentro pan, o cebollas o patatas, o lo que fuera para poder cocinar y comer algo. De los bancos de los jardines y plazas de las ciudades solo quedaba el armazón de hierro, la madera de los asientos y respaldos había desaparecido, unos decían que, para hacer muebles, otros que para hacer fuego. La pobreza se vislumbra por todas partes.
El Gobierno de la Unión Soviética que había llevado, con su catastrófica y alocada carrera armamentista, a la URSS primero a la ruina y luego a su implosión interna, había desaparecido. El borrachín Yeltsin, como buen populista, se había hecho con el poder en Rusia y había declarado su independencia.
Ante los países occidentales se abría un mercado potencial ilimitado, no solo en cuanto a ventas, sino también en cuanto a inversiones o adquisiciones de los muchos recursos naturales de que dispone el país. No en balde, Rusia tiene las mayores reservas de recursos energéticos y minerales del mundo.
Y España no iba a ser menos.
Una empresa española productora de productos plásticos había conseguido colocar al Gobierno de la Republica de Bashkortostán una planta de producción de linóleum, por la intermediación de un español (niño de la guerra), que había ostentado algunos puestos importantes en el ministerio de energía; la planta estaba obsoleta, de hecho, había sido desmontada y abandonada en una localidad del País Vasco cuando en 1983 se produjo una terrible inundación que anegó muchas plantas industriales y su maquinaria quedó inservible. Para su montaje en Rusia se seleccionó un equipo de tres ingenieros de la planta y un ingeniero de una empresa de ingeniería que haría la labor de coordinación.
El vuelo que hacía la ruta Madrid-Moscú-Tokio era operado por Iberia y la JAL (la línea aérea japonesa) y estaba totalmente ocupado, de hecho, había que reservar plazas con bastante antelación.
Y allí, entre los cientos de pasajeros se encontraba Eloy González, el ingeniero que coordinaría el montaje de la planta, unas filas más atrás se encontraban sus tres compañeros provenientes de la fábrica de productos plásticos, es decir, los técnicos.
Eloy estaba en sus cincuenta y pocos años, no muy alto 1,70 m, pelo negro, aunque ya empezaba a clarear por algunos puntos, ojos castaños y una pequeña tripa que demostraba que no practicaba ningún deporte. De hecho, desde que practicara golf en Indonesia solo había practicado el sillón ball (es decir, tumbado en un sofá). Como había sido un alma inquieta, esta nueva aventura le entusiasmaba, Rusia provocaba un morbo difícil de imaginar en la sociedad española.
Hacía más de media hora que los pasajeros habían embarcado, pero no se veía movimiento que indicara que el despegue sería pronto. Las azafatas habían hecho un corrillo y se contaban sus aventuras y desventuras. Para ellas los pasajeros no existían. Típico de Iberia. Solo la azafata de nacionalidad nipona se percató del malestar de los pasajeros y distribuyó la prensa, lo que hizo descender, solo un poco, el malestar. Finalmente, el avión despegó iniciando el vuelo que duraría algo menos de cinco horas.
En aquellas fechas se había iniciado la apertura del llamado «telón de acero», y la curiosidad hacia todo lo que se empezaba a conocer sobre la extinta Unión Soviética era muy grande, pero para algunos pasajeros las noticias y rumores de que, en la situación actual, muy volátil y descontrolada, podía ocurrir cualquier cosa les provocaba inquietud. Las mafias campaban a sus anchas y se estaban apoderando del país. Eloy era consciente de eso y estaba preocupado, además tenía que cuidar de sus compañeros que no habían salido nunca al extranjero.
El aeropuerto de Sherémetevo-2 estaba considerado el más grande de Moscú y acogía a más de 45 millones de pasajeros por año.
Cuando desembarcaron y llegaron a la terminal, la impresión fue tremenda, se encontraron en un hall enorme, envuelto en una semioscuridad amenazante, frío y vacío. Aterrador, a los cuatro empezaron a correrle por su imaginación el KGB y los espeluznantes métodos de interrogación de los sicarios de la temida policía política. Pero todavía estaba por llegar una impresión más escalofriante. ¡El control de pasaportes!
Tuvieron que transitar por una especie de pasillo con las paredes del techo y del lateral izquierdo cubiertas con espejos y a su derecha una ventanilla. En el interior, un funcionario con mirada penetrante, unos ojos fríos como el acero y mirada inquisidora que alargaba la mano, sin decir palabra, pidiendo el pasaporte. El individuo ojeaba las páginas, elevaba la mirada escrutando al pasajero, volvía a mirar las páginas y volvía a observar al pasajero. Eloy, que había llevado una vida bastante ajetreada y había sufrido todo tipo de situaciones desagradables en sus viajes por países poco recomendables, empezó a sentirse nervioso, tuvo que hacer un considerable esfuerzo de voluntad para ocultar esos temores porque una reacción nerviosa por su parte hubiese desencadenado de forma inmediata una reacción de sospecha en el funcionario y creado una situación embarazosa.
Finalmente, el funcionario con una última mirada fría, gélida como un témpano, agarró el sello y le estampó el pasaporte. Eloy, nada más salir del trance, exhaló un respiro profundo y esperó a que sus compañeros pasaran por el mismo trámite.
Reunidos los cuatro y algo más relajados se dirigieron a recoger sus equipajes. Otra ardua tarea, no había carritos para las maletas. En un rincón oscuro y con unos individuos mal encarados pululando por allí, encontraron unos carritos. Cuando se acercaron para coger alguno, uno de los individuos les pidió cinco dólares o no había carrito. Decidieron que no querían carrito. Recogieron sus maletas y de dispusieron a salir.
Habían recuperado la calma, estaban más relajados y esto los llevó a cometer una estupidez. Observaron el letrero que decía «Nothing to declare» (Nada a declarar) y se dispusieron a cruzarlo, no antes sin hacer un chiste malo: «Vaya —exclamó uno de ellos—, estos comunistas se han civilizado».
Pero nada más cruzar, Eloy, que era perro viejo, pensó: «Llevamos herramientas especiales que luego tendremos que sacar del país, así que será mejor declararlas».
Intentaron volver a entrar, pero no se lo permitieron. Rotundamente les dijeron «Net» (no). Decidieron hablar con los agentes de aduanas y otro rotundo «Net». Finalmente decidieron marcharse esperando que el cliente en la ciudad de destino arreglara el entuerto.
La siguiente aventura era encontrar un medio de transporte que les condujera al aeropuerto de vuelos domésticos. De los cuatro aeropuertos que hay en Moscú, el de Domodedovo es el que alberga los vuelos hacia el este, a las ciudades situadas en Siberia y las estribaciones de los Montes Urales.
La distancia entre el aeropuerto de Sherémetevo-2, situado al norte de Moscú y el de Domodedovo situado al sur es de 90 km y discurre por el anillo perimetral que rodea Moscú hasta llegar a la intersección con Sovkhoza Lenina para enlazar con la A-105 hasta Domodedovo. El trayecto discurre por zonas boscosas totalmente despobladas.
Como el desmembramiento de la URSS había sido muy reciente, la sociedad rusa aún mantenía todos los automatismos soviéticos, así que la terminal para extranjeros estaba aislada en un extremo del aeropuerto totalmente separada y alejada de la terminal para los nacionales.
Para desplazarse hasta la terminal para extranjeros había que atravesar una zona de aparcamiento de los aviones. La terminal, por llamarla de algún modo, era una sala mal iluminada, sin asientos y con tres mostradores sin indicación alguna, nadie del personal hablaba inglés, solo ruso y tampoco había servicio de megafonía. Cuando a voz en grito anunciaban algo, Eloy tenía que estar atento para escuchar la palabra mágica, ¡UFÁ! Pero nunca la escuchaba.
Y pronto comenzaron los problemas.
No anunciaban la salida de ningún vuelo, la terminal, o lo que fuera, empezó a llenarse de gente. Era el mes de octubre y la vuelta de los estudiantes extranjeros. Y la terminal se convirtió en un remedo del hall de las Naciones Unidas. Gente de color, amarillos, sudamericanos, árabes y unos cuantos norteamericanos en viajes de negocios. Pronto no hubo espacio donde sentar las posaderas. Los servicios empezaron a desprender tal olor a orines que hacía imposible entrar en ellos, así que la gente salía de la terminal y orinaba en la rueda delantera de los aviones allí aparcados.
Pero había un problema aún más acuciante. ¡Alimentarse!
Había una pequeña cafetería que abría sus puertas a las ocho de la mañana, que solo servía café y algunos bollos, la cola se formaba a las siete de la mañana. Pero, a las ocho y media se habían acabado las provisiones. Eloy, hombre de recursos, localizó a unos sudamericanos y les propuso un trato, ellos harían cola y él les pagaría la comida. ¡Y funcionó! Aunque parcialmente. Esto y la Berioska, tienda solo para extranjeros, les permitió a los cuatro sobrevivir a las 72 horas de caos, aunque fuera a base de cerveza y chocolate.
Mientras tanto, los rumores se propagaban, unos decían:
—Ha habido un golpe de Estado.
Otro anunciaba que Aeroflot se había declarado en huelga.
El de más allá decía que había habido un accidente, que un avión se había estrellado.
Al final, la verdad salió a la luz. ¡No había queroseno!
Eloy y sus compañeros no sabían qué hacer, el dilema era: Seguir y esperar que el orden se restableciera o liarse el petate a la cabeza, volver a España y olvidarse de todo.
Estaban enfrascados en esa disyuntiva cuando anunciaron un vuelo. El revuelo que organizó este anuncio provocó una estampida hacia el mostrador donde estaba la azafata que estuvo a punto de provocar una tragedia.
Otra vez la desilusión, la palabra mágica no se oía: ¡UFÁ!
Juan, uno de los compañeros de Eloy, se acercó y le susurró al oído: «Hay un tipo extranjero, creo que alemán, que habla ruso y también viaja a Ufá».
Eloy con su experiencia supo enseguida que no se tenía que separar de ese hombre y acompañarle, aunque fuese a orinar.
Y de pronto alguien gritó la palabra mágica: «¡Ufá!».
Y allí estaba el alemán que, elevándose, con su estatura, por encima de todos, alargó su billete con su pasaporte y un billete de 20 dólares en su interior. Inmediatamente consiguió su tarjeta de embarque. Las siguientes fueron para Eloy y sus compañeros.
Aeroflot era en aquellas fechas mucho peor que una compañía del Tercer Mundo, era incalificable. Los respaldos de los asientos se caían, la alfombra del pasillo estaba levantada y el olor a sucio y podrido era inaguantable. Y aún les esperaba otra sorpresa a la llegada.
Al aterrizar y cuando aún estaban desabrochándose los cinturones de seguridad, vieron que los primeros en abandonar el avión eran los miembros de la tripulación. Eloy y sus compañeros se quedaron aturdidos y confusos y a punto de entrar en pánico pues se imaginaban lo peor. Todo fue una falsa alarma; al parecer, este proceder era norma habitual del personal de Aeroflot.
Los problemas continuaban, el personal que se había desplazado para recibirles desde Sterlitamak (1), la ciudad de destino final, ante la escasez de noticias había decidido regresar. Eso sí, se habían preocupado de que, al llegar, si llegaban, los alojaran en una habitación y avisaran a Sterlitamak de su llegada. Así que se vieron confinados en un lúgubre recinto del aeropuerto. Cuando preguntaron si había algún sitio donde tomar café la contestación fue «Net». Siempre se repetía la misma respuesta «Net». Tampoco había agua para beber, ni lavabo donde refrescarse.
El cansancio los venció y quedaron semi adormilados, durante un tiempo que no supieron calcular, en los vetustos sillones.
Eloy estaba profundamente dormido cuando en sueños escuchó una voz dulce y melodiosa que le susurraba: «Señor, despierte, ¿está bien?, nos tenemos que marchar». Lentamente abrió los ojos y allí ante él estaba una especie de ángel. Eloy pensó que estaba soñando. Veía ante sí el rostro de una joven que tenía una sonrisa resplandeciente. Se presentó, en un español más que aceptable, diciendo:
«Me llamo Aliyá y soy su intérprete».
La joven tenía una piel blanquísima, ojos de un color verde turquesa, pelo de color castaño claro y pómulos salientes, que denotaban su origen tártaro, labios finos y delicados, pero sobre todo destacaba su sonrisa, natural y sin afección. Cuando Eloy se levantó pudo contemplar que era bastante alta, tanto o más que él, que medía 1,70 m. Estaba bien formada, pechos un poco pequeños, piernas largas y caderas anchas.
Después de tantas vicisitudes esta aparición le pareció la de un ángel custodio. De inmediato se sintió atraído por ella.
El matrimonio de Eloy había naufragado hacía muchos años, aunque seguía con su familia, principalmente porque sabía que un divorcio perjudicaría el futuro de sus hijos; les había mostrado un camino que habían empezado a recorrer y ahora no les podía decir que regresaran al punto de partida.
Su estado anímico le hacía vulnerable ante apariciones de ese tipo. Pero al mismo tiempo no se hacía ilusiones debido a la gran diferencia de edad, calculaba que sería de más de 20 años. Así que se limitó a soñar.
Los 127 km que separan Ufá de Sterlitamak se le pasaron volando, escuchaba embelesado la voz de Aliyá explicando los pueblos por los que discurría la carretera. Esta era angosta, mal asfaltada y peligrosa, atravesaba entre las casas de los pueblos y los rebaños de vacas y cabras cruzaban la carretera o se estacionaban en ella. Se podía apreciar la pobreza y la miseria, casas en mal estado. Sin embargo, los huertos y campos estaban bien cuidados, la tierra parecía muy fértil, de un color negruzco muy rica en nutriente procedentes de la descomposición de fósiles o de las hojas caídas de los árboles y con gran capacidad para retener el agua de lluvia.
A la llegada a la ciudad los hospedaron en la «guest house» de la empresa en la que iban a montar la planta de producción de Linóleum. Las habitaciones que les asignaron eran amplias, pero sucintamente amuebladas, el mobiliario consistía en un catre, estrecho y duro, y una mesita con un par de sillas y un cuarto de aseo pequeño, con lavabo, váter y ducha. Pero eran confortables y estaban limpias.
Solo había una nota molesta. La «guest house» estaba dividida en dos secciones: una para los visitantes rusos y otra para los extranjeros. Había una línea divisoria, invisible, pero presente. Algunas secuelas de la paranoia soviética aún persistían.
Al siguiente día los trasladaron a las instalaciones del complejo petroquímico. Kaustic (2). Este complejo petroquímico era la empresa más grande de Sterlitamak; pero sus instalaciones, fruto de la dejadez, escasez de medios y la corrupción estaban en pésimas condiciones. Las puertas de las distintas naves estaban descolgadas, no se podían cerrar, las tuberías de vapor estaban oxidadas y sin aislamiento, las estructuras metálicas oxidadas y desvencijadas y los arcenes de las carreteras internas del complejo estaban cubiertos de maleza, alta y seca como yesca esperando ser prendida por el fuego.
Así en este estado de cosas empezaron su cometido. La tarea era ardua pues al desinterés y a la escasa atención que ponían los operarios rusos asignados al trabajo se unía la falta de herramientas. Si solicitaban una llave inglesa un operario tenía que ir al almacén central a solicitarla y solo regresaba al día siguiente.
Pero el equipo estaba unido y se las arreglaba para sobrellevar los problemas. A las once se reunían para tomar café y allí Aliyá era la anfitriona perfecta, preparaba el té con suma delicadeza y amabilidad y se lo servía a cada uno regalándole una espléndida sonrisa. Era como una especie de hada madrina entre tanta hosquedad y modos poco refinados del personal ruso. Eran buena gente, pero un poco asilvestrados. Después del trabajo y para hacer más llevadera la monotonía y suavizar la tensión acumulada se reunían todos en el saloncito adyacente al comedor y organizaban una especie de aperitivo. Habían ido cargados desde España con dos maletas llenas de vituallas. Chorizos, jamón, frutos secos, aceitunas y hasta unas botellas de vino. Que a decir verdad duraron poco, pero conseguían que les suministraran de la Berioska de UFÄ cervezas. El vodka era local y se dejaba beber. Esto compensaba algo la cena que solía ser una salsa de verduras donde flotaba alguna que otra patata. Eloy, que era de mal comer, perdió ocho kilos en los primeros quince días.
Un día después de la cena, Aliyá y Eloy se quedaron en el comedor porque le tenía que explicar cómo funcionaban unos programas que le iba a instalar en su ordenador. Estaban sentados uno enfrente del otro, separados por una mesa tan estrecha que sus rodillas casi se tocaban.
Cuando se terminó la explicación, Aliyá se lo agradeció y de forma espontánea, estirando su cuerpo por encima de la mesa, lo besó suavemente en la mejilla. De forma no premeditada, o sí, sus labios rozaron la comisura izquierda de los labios de él. Y entonces el volcán que llevaba dentro entró en erupción. Sin pensárselo dos veces giró su cabeza y su boca buscó la de ella y la besó apasionadamente, para su sorpresa ella no solo no lo rechazó, sino que le correspondió con la misma intensidad. Sin decir palabra siguieron besándose hasta que llevados por un impulso natural se dirigieron a la habitación de ella.
Nada más cerrar la puerta se abalanzaron uno sobre el otro, se abrazaron y recomenzaron los besos y los abrazos. Él, mientras la besaba con pasión, le acariciaba la espalda hasta introducir su mano por debajo de su blusa buscando el cierre de su sujetador. El tacto de esa piel tan suave lo excitaba más y más; finalmente, como no era capaz de abrir el cierre del sujetador, ella decidió subírselo un poco de forma que él pudo acariciar sus pechos, estos eran pequeños pero firmes y delicados, parecían dos melocotoncitos en su punto de madurez. Él empezó a acariciárselos muy suavemente, ella empezó a gemir y exhalar grititos apagados, esto le excitó aún más si cabe y le acarició los pezones, ella ya no pudo sofocar sus gritos y gemidos, y le apretaba contra su cuerpo, él bajó la cabeza y empezó a besárselos, esto la llevó al máximo, sin poder contenerse lo empujó hasta el camastro. Se desvistieron apresuradamente y sus cuerpos se unieron en un abrazo infinito. Se comportaban como dos adolescentes que descubren el amor por primera vez.
La noche dio paso al día y ellos ni se enteraron hasta que miraron el reloj y escucharon pasos en el pasillo. Esto los devolvió a la realidad, había que hacer una pausa en esa noche de pasión y volver a la rutina cotidiana, anhelando que llegara la noche para reanudar su viaje al más excitante de los paraísos.
Los días pasaban y su idilio no solo no se resentía, sino que se consolidaba, parecía que aparte del deseo sexual se afianzaba la constatación de que cada uno encontraba en el otro lo que le faltaba. Si él era rudo, impulsivo, fogoso, vehemente y a veces hasta furioso; ella era suave, delicada, reflexiva, serena y hasta, a veces, demasiado sosegada. Por ello se complementaban.
Durante el trabajo sus miradas se buscaban continuamente y trataban, con una excusa u otra, estar próximos el mayor tiempo posible, en las cenas se sentaban juntos y, por debajo de la mesa, jugaban tocándose con sus piernas. Pero procuraban ser discretos para no llamar la atención de sus compañeros.
Pero, desgraciadamente, las cosas buenas tienen un final, a veces feliz, la mayoría de las veces no tanto. El proyecto llegaba a su fin.
El viaje de regreso hasta Ufá empezó de forma catastrófica. El calor era agobiante y la ciudad está plagada de álamos, que en aquellas fechas estaban en plena floración. Los granos de polen, casi cinco millones de granos por árbol, cubrían el suelo con un manto blanco, como si hubiese nevado. La contaminación hacía que las ventanas tuviesen que estar cerradas. La respiración se hacía dificultosa y los pulmones se inundaban del aire viciado.
El autobús era una sauna, no se podía ventilar y la calefacción ¡estaba encendida! Eloy le pidió a Aliyá que hablase con el conductor y que apagase la calefacción, la respuesta fue demoledora. ¡La válvula estaba estropeada y no había pieza de repuesto! Así, en esa sauna rodante, tuvieron que hacer todo el trayecto.
Para Aliyá y Eloy el trayecto fue una especie de suplicio sentimental para ambos, se iban a separar y seguramente para siempre. Pero durante el proyecto Eloy le regaló un libro: Ébano, la novela de Alberto Vázquez Figueroa, que narra la odisea de un europeo casado con una mujer africana que en la visita a su país de origen es raptada por unos mercaderes de esclavos y llevada hasta Arabia Saudita y el marido sigue su rastro hasta que ella desaparece en las aguas del Mar Rojo. Eloy le regaló el libro con una emotiva dedicatoria: «Como él la siguió así lo haré yo».
Y así iba a suceder
Mientras tanto había que salir del país.
Y otra vez los problemas.
Después de volar desde Ufá hasta Moscú se dirigieron apresuradamente a Sherémetevo-2 y oh, sorpresa, sorpresa, los billetes de sus compañeros estaban caducados y el dinero que tenían no les llegaba para pagar nuevos billetes. Entonces no proliferaban las tarjetas de crédito y ellos no tenían.
Intentaron explicarles el problema a los funcionarios de Lufthansa en el mostrador de embarque y estos sin escucharlos porque estaban retrasados los remitieron a la puerta de embarque para ver qué podían hacer. Cuando llegaron a la puerta de embarque y viendo el nerviosismo de los funcionarios de la línea aérea, Eloy tuvo una inspiración y pidió a sus compañeros los billetes, puso el suyo que, era válido encima de todos, y lo entregó. Los teutones ni los miraron y les entregaron las tarjetas de embarque. Hasta que el avión no despegó no estuvieron tranquilos y se relajaron, como Eloy viajaba en bussines consiguió que una azafata muy gentil le regalara una botella de champán para celebrar con sus compañeros el final feliz.