Kitabı oku: «La resurrección»
LA RESURRECCIÓN
De hombre a Dios
Javier Alonso López
LA RESURRECCIÓN
De hombre a Dios
La resurrección
De hombre a Dios
© 2017, Javier Alonso López
Autor representado por Silvia Bastos, S.L. Agencia Literaria
© 2017, Arzalia Ediciones, S.L.
Calle Zurbano, 85, 3º-1. 28003 Madrid
Diseño de cubierta: Diego Lara
Diseño interior y maquetación: Luis Brea Martínez
ISBN: 978-84-17241-13-1
Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en o transmitida por un sistema de recuperación de información en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotomecánico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia, o cualquier otro, sin el permiso por escrito de la editorial.
Índice
Prólogo, de Antonio Piñero
Introducción
PRIMERA PARTE. Las creencias sobre la muerte y la resurrección 1. La resurrección en el judaísmo
El mundo en el que nació y vivió Jesús
Las creencias de ultratumba antes del destierro en Babilonia (hasta 586 a. C.)
¿Por qué morimos?
Si hay castigo, hay un juicio, y unas reglas que respetar
¿Qué ocurre cuando muere un ser humano?
¿Se puede escapar del šeol? Casos de resurrección y asunción
La vida de ultratumba y la resurrección en el judaísmo entre la vuelta del destierro y la época de surgimiento del cristianismo (586 a. C.-siglo i d. C.)
Rediseño del šeol
Los mártires de Yahvé
Creencias sobre la resurrección en tiempos de Jesús
A modo de resumen
2. La resurrección entre los vecinos de los judíos: griegos y romanos
La charca de ranas
¿Creían los griegos y/o romanos en la resurrección o en cualquier otra forma de vida después de la muerte?
Escapar del Hades
La inmortalidad del alma
Otra vida para el cuerpo
Los ritos mistéricos
A modo de resumen
SEGUNDA PARTE. La resurrección de Jesús 1. Los testimonios escritos sobre la resurrección
La fuente de información: el Nuevo Testamento
Las cosas no son lo que parecen
2. La resurrección en las cartas de Pablo
¿Cuáles son los testimonios más antiguos sobre la resurrección?
La primera carta a los Corintios
Después de Pablo
3. La redacción de los Evangelios
Cómo surge la necesidad de escribir los Evangelios
El orden de redacción de los Evangelios
4. El entierro en los Evangelios
Para resucitar, primero hay que morir
El entierro de Jesús
¿Quién enterró a Jesús?
Testigos del entierro
Cómo fue el entierro
El sepulcro
La fosa común
La tumba de un rico
A modo de resumen
5. Los relatos sobre la resurrección en los Evangelios
Los nueve finales del evangelio de Marcos
El final breve de Marcos
La versión de Mateo
La versión de Lucas
El final largo de Marcos
A modo de resumen
6. Muchas preguntas y pocas respuestas ciertas
Buscar elementos y no relatos
Las explicaciones a la «tumba vacía»
¿Robaron los discípulos el cuerpo de Jesús?
¿Robó el cadáver de Jesús alguien por otro motivo?
¿Y si las mujeres se equivocaron de tumba?
Este muerto está muy vivo: otras explicaciones para la «tumba vacía»
¿Pudo Jesús sobrevivir al suplicio de la cruz?
Las «verdades» de El Código da Vinci
Todavía más lejos: Cachemira
Las explicaciones a las apariciones
Jesús no era Jesús
Alucinación
7. Una propuesta ¿Se puede reconstruir el rompecabezas?
¿Fosa o tumba?
Sin testigos, no hay muerto
Si no hay cadáver, se abre otra vía
Jesús como caso extraordinario
Según las escrituras
Las apariciones
Evidentemente, no
El sepulcro vacío
El rastro del proceso
La ascensión
Entender la ascensión
A modo de resumen
Conclusión
Epílogo
Anexo gráfico
Bibliografía
Sobre el autor
Títulos publicados por ARZALIA
A mi madre, que me regaló
un espejo en el que mirarme.
Prólogo
El tema del que se ocupa este libro, la resurrección de Jesús, es absolutamente básico para el cristianismo. Pablo ha dejado escrito en su primera Carta a los corintios una sentencia memorable: «Si Cristo no resucitó, vana es nuestra fe» (15,17). La resurrección de Jesús, o mejor, la firme creencia en ella por parte de unos seguidores, al principio decepcionados por la cruel e infamante muerte de su Maestro, es fundamental para el nacimiento y desarrollo de la religión cristiana. Es en verdad la primera piedra de la construcción de una teología que con el tiempo será como una gran catedral del pensamiento… Y el honor de ser el fundamento y la base de ella se lo lleva la creencia en que Jesús no había muerto del todo. ¡Jesús vive entre nosotros!, exclamaban los primeros cristianos, absolutamente convencidos. Y para defender esta verdad estaban dispuestos a morir. Así que este libro toca el punto nuclear de los inicios de la religión más importante del mundo occidental.
No conozco a ningún autor de lengua española que sepa mezclar de mejor manera la información estrictamente científica con la amenidad y el entretenimiento cuando trata temas históricos. Y no es nada fácil, porque las mentes acostumbradas a la investigación técnica de la arqueología y de la historia sufren a menudo de una incómoda deformación profesional, que se destaca en que cuando intentan componer un libro sobre lo que han investigado con la intención de alcanzar al gran público, la exposición por escrito se muestra seca, árida, confusa y cansina para el lector. Y a otros les ocurre lo opuesto; se pasan al bando contrario, como un péndulo desbocado: sus obras son tan triviales que la información ofrecida al público es muy escasa, parca, incompleta. Javier Alonso muestra la justa medida entre los dos extremos: pura ciencia y puro divertimento.
Me ha divertido mucho leer el libro que el lector tiene entre sus manos. Doy testimonio, sabiendo bien lo que me digo, de que el autor está al día, perfectamente enterado, de lo que concierne a la investigación sobre el tema de la resurrección de Jesús, tanto de la investigación confesional como de la independiente. Es este otro punto que debe tener en cuenta el lector: este libro no es confesional, no pretende conducir a quien lo lee a un engrandecimiento de su fe. No lo pretende… ni tampoco lo contrario. El autor no es militante; no defiende bando alguno: ni intenta arteramente arrebatar la fe de los creyentes, ni procura fortalecerla. Simplemente muestra con objetividad los resultados de la investigación crítica del Nuevo Testamento, que es básicamente nuestra única fuente sobre la resurrección de Jesús.
¿Cómo lo hace? Situando al lector, en primer lugar, en el entorno en el que nace la fe en la resurrección: presenta así una visión breve, amena, didáctica de las creencias en la resurrección que existían en el judaísmo previas al siglo en el que vivió Jesús. Y aquí se llevará una sorpresa el lector, porque caerá en la cuenta de que —aunque Jesús no lo supiera— la creencia en la resurrección de los muertos que él defendió con tanto ardor contra los saduceos, según nos indica Marcos 12, era casi un hallazgo reciente en la religión judía. Hacia el 260 a. C. se compuso el libro del Eclesiastés por un autor desconocido, probablemente pretencioso, puesto que atribuyó su obra nada menos que al mismísimo Salomón. Ahora bien, este ignoto individuo no tenía aún ninguna idea clara de que pudiera existir el alma como entidad separable del cuerpo, ni de que hubiera otro mundo después de la muerte, ni sospechaba la existencia de un juicio divino, ni que Dios hubiera pensado en retribuir en ese otro mundo las acciones buenas o malas de los seres humanos. Por tanto, tampoco creía en la existencia del cielo ni del infierno. ¿Cómo entonces, en tiempos de Jesús, al menos entre esenios y fariseos, aparecían estas ideas como moneda corriente entre los piadosos?
Esto es lo que explica Javier Alonso con mano maestra en no demasiadas páginas como introducción y marco del tema principal de su libro. Y como el momento y el lugar en el que se expande el cristianismo por vez primera es el Mediterráneo oriental, Javier Alonso se encarga de introducir al lector en las ideas que los griegos y los romanos tenían de los temas en torno a la resurrección en el tiempo en el que empieza a extenderse el cristianismo tras la muerte de Jesús. En una palabra, la información sobre el entorno de las ideas cristianas en Atenas, Roma y Jerusalén —por decirlo con el nombre de las tres capitales— antes de Jesús resulta básica para que el lector entienda bien de qué se trata cuando se habla de la resurrección de Jesús.
También con el pulso firme y gran claridad, el autor expone el estado actual de la interpretación del Nuevo Testamento, que es nuestra única fuente para precisar cómo entendían los primeros cristianos la resurrección del Maestro. Todo lo que debe saberse sobre la composición y las fechas de los diversos escritos del Nuevo Testamento, y en concreto sobre Pablo de Tarso y los Evangelios, está en esta obra.
El libro procede luego a lo más interesante, el examen detenido, con sabrosas deducciones y conclusiones, de los textos que nos hablan del entierro y de la resurrección de Jesús. Como nuestra primera información es la del Nuevo Testamento, Alonso comprende que la primera tarea, la única antes de cualquier reflexión u opiniones, es hacer un análisis fino, pero comprensible, de los textos neotestamentarios y exponerle con claridad al lector si nos llevan a una conclusión satisfactoria… o no. Si, por el contrario, nos vemos envueltos en un mar de dificultades…, se dan al menos pautas para la comprensión del proceso que llevan al estado actual de las primeras informaciones.
El último capítulo trata, pues, con mano maestra, de reconstruir brevemente el proceso de cómo se llegó a construir la certeza firme en la resurrección de Jesús entre sus primeros seguidores y cómo fueron los fundamentos de esta certeza, las apariciones. La crítica de la consistencia, o no, de estos relatos es básica.
Al final, el lector obtendrá por sí mismo sus propias conclusiones, pues el libro le ofrece todos los materiales que hay para tomar una decisión. Es posible que el lector pueda intuir qué es lo que piensa el autor como persona sobre este difícil tema, pero —debo insistir— no es esa la intención de este espléndido libro informativo, breve, claro, ameno… que lleva a una gozosa reflexión y a la toma de decisiones personales, pero debidamente formadas de acuerdo con el método histórico más riguroso de nuestras fuentes.
Antonio Piñero
Introducción
Jerusalén, viernes 3 de abril del año 33, hora sexta
Hacía ya un buen rato que no se escuchaban los gemidos de los crucificados. Los soldados que vigilaban la ejecución en lo alto de la colina conocida como Gólgota soportaban inmóviles el calor del sol que desde hacía más de tres horas martilleaba contra sus cascos. En la distancia, algunos familiares, o simplemente curiosos, observaban la escena al pie de las murallas de la ciudad, sin poder acercarse más por la presencia de los legionarios.
El centurión al mando se pasó la mano por la frente, se secó el sudor, ahuyentó una mosca, miró al cielo y se ajustó el cinturón del que pendía su espada.
—Ya no queda mucho para que comience el día sagrado de los judíos. Vayamos terminando.
Con un simple gesto de la cabeza en señal de asentimiento, uno de los soldados abandonó su posición y se acercó a una mula en la que estaban cargadas las herramientas. Tomó un mazo y se dirigió a una de las cruces. Separó los pies, sosteniendo el mazo con ambas manos, alzó la vista un instante para ver el rostro del crucificado y descargó un golpe seco contra la pierna derecha del hombre. La tibia crujió como un madero viejo, y lo mismo ocurrió con la pierna izquierda, que recibió otro mazazo pocos segundos después. El crucificado emitió un leve gemido de dolor, pero ya no tenía fuerzas para gritar. En pocos minutos, estaría muerto.
El soldado se dirigió luego al pie de otra de las cruces y repitió todo el ritual, perfeccionado tras muchos años al servicio de las águilas romanas. Esta vez al condenado le quedaron fuerzas para chillar e incluso maldecir a sus ejecutores, pero a los pocos segundos su voz se fue apagando hasta convertirse en un llanto casi imperceptible.
Ya solo quedaba uno, el galileo Yeshua bar Yosef, el más famoso de los condenados de aquel día y, quizás por eso, merecedor de un trato especial. Aparte de los tradicionales golpes de flagelo, en las mazmorras del pretorio había recibido una brutal paliza que había hecho temer a los soldados que no llegaría con vida al patíbulo. En la cabeza, una corona de espinas recordaba las burlas que habían hecho los legionarios sobre sus pretensiones de convertirse en rey de Israel. E incluso el mismo Pilato había participado en el escarnio haciendo colocar en lo alto de su cruz un cartel en el que se leía «Jesús Nazareno, rey de los judíos».
—¿A qué esperas? —preguntó el centurión.
El soldado miró hacia arriba, intentando captar algún indicio de vida en el cuerpo del galileo.
—No hace falta que le rompa las piernas. Ya está muerto —respondió el legionario.
—Mejor. Así será más rápido. Dile a los judíos que ya pueden encargarse de los cuerpos.
Éfeso, marzo del año 54
Delante de su escritorio de la pequeña habitación donde vivía desde hacía casi tres años en Éfeso, Pablo de Tarso se frotó los ojos, agotados por el esfuerzo de fijarse en el texto que estaba escribiendo. Se trataba de una carta muy importante a los fieles de Corinto, una de las ciudades más notables de Grecia, donde unos tres años antes había fundado una floreciente comunidad cristiana. Pero Corinto era un terreno lleno de peligros. La ciudad era famosa por su depravación, hasta el punto de que, siglos atrás, Aristófanes había acuñado el verbo corintizar para referirse al relajado estilo de vida de aquellas gentes. Y si uno se ponía a discutir con los corintios, rápidamente salía a relucir su proverbial arrogancia intelectual, la misma que había hecho a Cicerón hablar de la ciudad como «la luz de toda Grecia».
Habían llegado a oídos de Pablo noticias inquietantes sobre la evolución de la comunidad cristiana de Corinto, por lo que se había decidido a tomar cartas en el asunto, y estaba escribiendo una carta que sería leída en la Pascua de Resurrección del año 54. Ya llevaba escritas varias páginas de la misiva, en las que reprendía a los corintios que se hubieran dividido en facciones y que hubieran provocado escándalos de todo tipo. Además, les daba instrucciones sobre diversos asuntos de la vida comunitaria. Ahora se enfrentaba a la parte final de su epístola: recordar a los fieles cuál era la esencia del mensaje que les había predicado:
Os recuerdo, hermanos, el Evangelio que os anuncié: el que aceptasteis y en el que os mantenéis firmes, y por el que estáis en camino de salvación, con tal de que conservéis el mensaje que os anuncié; de lo contrario habríais aceptado la fe en vano. Ante todo, yo os transmití lo que yo había recibido: que Cristo murió por nuestros pecados según las Escrituras, y que fue sepultado y que resucitó al tercer día según las Escrituras, y que se apareció a Cefas y después a los Doce; después se apareció a más de quinientos hermanos de una sola vez: la mayoría viven todavía, algunos murieron ya; después se apareció a Santiago y después a todos los apóstoles. Al final de todos, como a un aborto, se me apareció a mí. Pues yo soy el más pequeño de los apóstoles, que no soy digno de ser llamado apóstol, porque perseguía a la comunidad de Dios; pero por merced de Dios soy lo que soy, y su favor hacia mí no quedó huero, sino que me esforcé por encima de todos estos; no yo, sino la gracia de Dios conmigo. Así es que, sea yo o sean ellos, predicamos así y así abrazasteis la fe. (1 Corintios 15, 1-11)
Entre estos dos momentos, la muerte de Yeshua bar Yosef (Jesús de Nazaret para el mundo occidental) y el primer testimonio escrito sobre su resurrección, separados por apenas veinte años, se produjo uno de los procesos más sorprendentes y de mayor alcance de toda la historia de la humanidad. El desarrollo de una creencia única, a saber, que un hombre que había muerto en la cruz ejecutado por los romanos había resucitado y que eran muchos los que decían haberlo visto tras volver de la muerte.
¿Cómo es eso posible? ¿Puede un ser humano muerto volver a la vida? Desde hace más de dos mil años, científicos y paracientíficos (muchos de ellos con una mal disimulada motivación religiosa) han intentado abordar el problema de la posibilidad o imposibilidad científica del hecho de que un cuerpo muerto resucite. Pero, a medida que la ciencia ha avanzado, no ha hecho sino confirmar lo que siempre se ha intuido: la resurrección de un muerto es un fenómeno que carece por completo de plausibilidad natural.[1]
No es la intención de este libro arrebatar la fe a nadie. Pero tampoco es un libro de ficción, así que partirá de la premisa fundamental de que resucitar es imposible. Su propósito será intentar explicar cómo se forjó, paso a paso, la creencia en la resurrección de Jesús, no intentar explicar lo inexplicable. Para ello ya existen obras tan extensas como The Resurrection of the Son of God (Londres, 2003), de casi 800 páginas, que N. T. Wright, obispo de Durham, escribió para argumentar intelectualmente la fe en la resurrección.
A fin de comprender mejor el fenómeno, el primer paso consistirá en analizar las creencias existentes sobre la resurrección en el siglo primero de nuestra era en el Mediterráneo oriental, y muy especialmente dentro de la sociedad judía en la que vivió, y murió, Jesús de Nazaret.
Una vez establecido el escenario general, se examinarán los testimonios sobre la resurrección de Jesús. Es este un punto de evidente importancia, entre otras cosas porque deja bien claro que la resurrección es una cuestión de textos, no de hechos. Y analizar estos textos en el orden preciso en que fueron escritos resulta enormemente revelador.
Por último, y siempre tomando como punto de partida estos mismos textos, los esfuerzos se centrarán en desenmarañar una madeja de datos contradictorios que apuntan en diferentes direcciones, para intentar ver con mayor claridad el proceso de construcción mental que condujo a la formación de tan extraordinaria creencia entre la comunidad judeo-cristiana primitiva.
Una última observación: este libro es una obra divulgativa, no erudita. Está pensado para que cualquier lector sin formación previa en cuestiones tan específicas como los estudios neotestamentarios, la historia de las creencias religiosas del antiguo Israel o las lenguas antiguas, pueda hacerse una idea cabal del asunto. El autor ya ha asumido con anterioridad la tarea de leer las obras publicadas en foros académicos, y ha cribado, racionalizado y hecho comprensible esta información para quien no suele enfrentarse a estas obras, a menudo tan precisas como ininteligibles y aburridas. Esto es, a la vez, ventaja y desventaja para el lector, pues, por una parte, se ahorrará la ingente cantidad de notas y referencias eruditas propias del mundo académico. Pero, por otra parte, si desea profundizar más en el tema, deberá recurrir a la bibliografía que se ofrece al final de este libro y volver a andar todo el camino recorrido por el autor. ¡Buena suerte!
Cuando el amable lector haya concluido la lectura de este libro, solo espero que tenga un poco más claras sus propias ideas sobre el tema tratado. Quizás siga lleno de dudas, puede que ninguna explicación le convenza por completo, pero, al menos, serán sus propias dudas y sus propias certezas, no las que ningún dogma le haya impuesto.
«La verdad os hará libres» (Juan 8, 32)
[1] Un interesante resumen de este proceso en Solís, C, 2012: «La ciencia de la resurrección», Asclepio, Vol. LXIV, nº 2, julio-diciembre, 311-352.