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Menos jefes y más líderes: ¡que alguien escuche!
No soy especialmente aficionado a los aforismos o a los esquemas reduccionistas para explicar universos demasiados amplios, pero sí me gustan los conceptos que ayudan a enfocar y resolver. Vivimos un mundo cada vez más volátil, incierto, complejo y, en una fórmula que se ha acuñado a mi entender no exenta de una cierta cursilería.
El hecho es que, para abrir camino en las organizaciones, no solo en las empresariales, se demanda de un liderazgo auténtico, ejecutivo, transformacional… más allá de la formalidad y el cargo, hoy más que nunca. Porque más que nunca hay que acertar encarando y vislumbrando los retos y oportunidades a los que la humanidad se enfrenta. El imparable de la robótica y la inteligencia artificial, la sustitución precisamente de seres humanos en sus funciones y su trabajo, como ya ocurriera en la Revolución Industrial… o simplemente el proceso de calentamiento global. Son todos fenómenos del siglo XXI que exigen visión, con mayúsculas. Hace años todo era más fácil, más sencillo, más estable, más previsible. Con el paso de las décadas veremos con mayor nitidez que vivíamos una etapa de cambios lentos, donde poco o nada se oía hablar del término disrupción porque poco o nada era realmente disruptivo o revolucionario. Ahora, esa revolución trasciende de largo la tecnología, traiga o no causa en ella.
En un circuito de alta velocidad, la ausencia de un gran piloto implica directamente desasosiego y desconfianza. Ahora bien, ¿qué condiciones debe reunir hoy ese gran piloto para triunfar en el Monza o el Montmeló de la empresa? Sin duda y a mi juicio, el carácter, no necesariamente traducido como carisma, suma. La consistencia entre lo que se dice y se hace. La personalidad sólida y, al tiempo, adaptativa, abierta a desarrollar nuevos hábitos que en ocasiones tienen su origen en el feedback de los demás, algo que solo puede suceder cuando creemos en un proyecto organizativo que va más allá de nosotros mismos, quizá porque ya existía antes de nuestra llegada o porque seguirá cuando ya no estemos.
La frase hecha “predicar con el ejemplo” está más de moda que nunca, porque al líder se le exige que pase del ordeno y mando, a que motive. Sea mayor o menor su energía y su vitalidad, pero que, con su ejemplo, transmita entusiasmo y eso sea una corriente permanente de fluido eléctrico.
Para cualquier profesional en general, pero especialmente para aquel que ostenta responsabilidades, no hay nada como el conocimiento de sí mismo. Y eso pasa por tener una visión equilibrada de las fortalezas y debilidades propias, porque solo admitiendo estas segundas se podrá tirar de equipo, para luego compartir colectivamente el éxito. Precisamente es, en mi opinión, cuando estamos abiertos a los demás, cuando a través de ese retorno interactivo podemos generar un clima más positivo en la organización.
Vivimos en la sociedad de la información. Las nuevas tecnologías van ligadas a la gestión del conocimiento y grandes masas de datos en ocasiones no desordenadas sino directamente caóticas en su composición. En ese universo nuevo, que ya pisamos, la comunicación es absolutamente decisiva, de ahí que quien coordina y tiene bajo sus directrices a grandes grupos humanos pueda y deba explotarla como una de sus herramientas de trabajo más fulminantes.
La narrativa ha cobrado peso en los tiempos que corren. Y, aplicado a la galaxia empresarial, eso significa que el líder hará bien no solo en transmitir las principales lecciones que ha aprendido en su pasado sino, además, en comunicar sus principios y valores en su espacio de trabajo. Es su historia y, al tratarse de la historia de una escalada, se presume que puede trasladar ejemplaridad en el legado que va construyendo y, simultáneamente, dejando. Así se dirige y así se guía.
No cabe duda de que aquel que alinea los intereses individuales con los colectivos, el que combina los objetivos a corto plazo con el largo plazo, el que se preocupa no solo por lo que concierne y ocupa a su compañía de puertas hacia dentro sino el que mira la estela que dejará a las generaciones futuras… ese, y no otro se convierte en figura esencial para la supervivencia y avance de cualquier tipo de organización. Aun así, el estilo de liderazgo se ha alterado sustancialmente con el paso de las décadas y la verdadera revolución en nuestra propia forma de vida que ha ido aparejada al ascenso, irrupción y democratización total de la informática en sus mil y una aplicaciones y, ahora, del denominado Internet de las cosas. Venimos de personas a las que les gustaba tener el control absoluto, sentir que ostentaban el poder dentro de una compañía, tomar las decisiones con poca consideración a las opiniones ajenas… y que, con frecuencia, y por desgracia, producían climas laborales de tensión y de baja participación. Un fiasco, se quiera o no se quiera ver.
Hoy la tendencia es muy diferente y, como digo, en mi opinión mejor. Que alguien sea el responsable final de las determinaciones tomadas y de las repercusiones que tengan no significa que no deba consultar, incluso asesorarse, colaborar, demandar impresiones a sus colaboradores. ¡Así debiera ser siempre!
No se trata, sin más, de dejar hacer a los trabajadores sin ejercer control sobre ellos. Pero sí de dotarles de responsabilidades, de intervenir mínimamente en sus rutinas, de provocar que ellos mismos crean en sus posibilidades, siempre estableciendo ineludiblemente algún tipo de sistema de recompensas y castigos y unos procedimientos de funcionamiento que sean los mínimos, que estén tasados y dotados de transparencia, que sean medibles.
No es una frase hecha. El líder natural debe poseer cualidades diferentes al resto y es percibido como aquel que tiene capacidad para resolver problemas que terceros no podrían. No se trata de una visión romántica o idealizada. Es, de acuerdo con los hechos, la única posible. De él se espera una efectividad única, que consigue con el aprovechamiento del talento de sus equipos, persona por persona, creando unidad. Bien es cierto que en la medida en que las organizaciones han cambiado su fisonomía, esencialmente por el irreversible empuje de la revolución tecnológica, también lo ha hecho el propio perfil de quien se ha puesto al frente de ellas.
Hoy, mucho más que ayer, las compañías, medianas y grandes, han dejado de ser estructuras rígidas, absolutamente verticales y jerárquicas, para generar y abrir paso a un estilo más cooperativo y horizontal en el que se espera de la cabeza o las cabezas de la empresa que, más allá del cargo, generen confianza y respeto con su ejemplo, credibilidad, autenticidad. De un dibujo piramidal se ha pasado a otro de tipo reticular.
Pienso que cada persona debe descubrir qué es lo que le hace único para ejercer su mando sobre los demás, conociendo sus fortalezas, debilidades y limitaciones. Es precisamente ese diagnóstico el que llevará al líder a reclamar el tipo de ayuda que pueda necesitar, reconociendo, desde la humildad, las contribuciones de sus colaboradores y, en ese sentido, haciendo del aprendizaje un hábito.
Probablemente, en un entorno tan convulso e impredecible como el que nos ha tocado vivir, no únicamente en términos empresariales, uno de los atributos que más valoro en un buen jefe es la resiliencia. El autocontrol y los mecanismos de defensa para responder a vulnerabilidades por parte de quien está en los pisos superiores son esenciales para disminuir el estrés en el seno de la propia firma, independientemente del sector y para aumentar la confianza y el compromiso del grupo. Los tiempos han cambiado, y un hecho fundamental es que cada persona, a nivel mundial, es capaz de producir contenido y difundir de manera instantánea y global a través de Internet, en general, y las redes sociales en particular. Quien formalmente era o ejercía de jefe en el pasado no tenía la presión que hoy surge cuando hay mecanismos para dejar en evidencia sus traspiés o sus defectos. Tiene sus ventajas e inconvenientes, pero lo insoslayable es que este es el marco en el que nos movemos, y así será al menos en el futuro más inmediato.
Hoy se ve obligado a trabajar con mayor intensidad su lado humano: la cercanía, la honestidad, la empatía que es capaz de transmitir… son todos elementos que influyen sobre la percepción que se forja, en los escalafones medios y bajos, sobre los directivos que ocupan la cúspide.
En ese sentido, el director general de una compañía es, como nunca, un jefe de recursos humanos. Y debe entender el viraje que hay en las necesidades y demandas de los propios empleados, en sus prioridades. Ha remitido la era en que el objetivo era ganar más dinero, una subida en la nómina, una promoción formal, aunque económicamente esta no se tradujera en algo importante desde el punto de vista cuantitativo. Hoy, se pone por delante una mayor flexibilidad y autonomía que facilite la conciliación, o que deje un mayor espacio para el ocio. Simplemente es el bienestar de siempre y distinto.
Desde luego, una parte importante del trabajo del líder es conseguir que otros tengan éxito. De ahí que en mi opinión tenga todo el sentido el que para desarrollar el liderazgo empiece a cuajar la demanda en Humanidades eliminando el peso siempre predominante de la base técnica, o al menos rebajándolo ostensiblemente. En un mundo en el que el acceso a la información es prácticamente universal, la creatividad es un valor al alza. Es el equilibrio clásico entre el management y la psicología.
En cierto modo, el líder ideal debe ser ese coach que ayuda al empleado a conocerse, a establecer sus metas, ese mentor que guía, orienta y muestra cómo desarrollar un camino a través de la experiencia, que prioriza la búsqueda y promoción del talento en los demás empujándoles en el desarrollo de sus vertientes ganadoras, que tiene verdadera confianza en su equipo y, por tanto, provoca que sus integrantes participen, tengan libertad para aportar ideas y sean cómplices y responsables.
No es fácil encontrar a un líder que no sea psicológicamente fuerte, y eso significa una persona que aúne no solo la visión o la fuerza que aplica a aquello que quiere promover sino su propio control. La conciencia sobre sus fortalezas y las de su grupo es clave para identificar oportunidades y hacer avanzar el negocio; pero también esa misma conciencia sobre las vulnerabilidades y las debilidades, para limarlas y doblegarlas, para vencerlas. Sin esa base, sólidamente establecida, todo se vuelve complicado: la delegación del trabajo en otros, la adaptación a un entorno empresarialmente volátil y al propio cambio, tanto los previsibles como los sobrevenidos, la propia toma de decisiones simples en escenarios complejos, pero con esa base sólida, la velocidad y la eficacia en todos los engranajes de la comunicación progresan.
Siempre he tenido muy claro qué debe evocar, en mi opinión, el liderazgo. Y hablo, en términos generales, en la vida, más allá del ámbito estrictamente económico o financiero. Nunca lo he concebido como sinónimo de dominación sino como la habilidad para transmitir una idea, para volcar la pasión desde la humildad, para generar respeto, para hacer posible el compromiso de un colectivo, que debe seguir al primero no desde la obligación sino desde la creencia de que es algo bueno porque marca el camino correcto. De la misma forma, siempre he entendido ese ejercicio desde la combinación del corazón y la cabeza, lo racional y lo emocional, que no debe confundirse con lo irracional o con la misma ausencia de firmeza y disciplina, siempre tan fundamentales la una y la otra. Creo que solo, o especialmente desde este perfil, es factible la inspiración desde el liderazgo y la emulación por parte de los tuyos.
Cuando hablo de corazón me refiero a la propia reflexión sobre lo que uno mismo hace y cómo lo hace. Qué hay de su honestidad, de su actitud, de su autenticidad, de sus valores, de su disposición para el consenso con sus semejantes. Pienso que únicamente desde estas coordenadas es posible crear verdaderos entornos basados en la confianza, y creo que esa posición del líder respecto de sí mismo la transpira y, en consecuencia, termina alcanzando a los demás y, por recurrir a un concepto que no me apasiona especialmente, empoderándoles. Con frecuencia la figura del jefe ha sido demonizada, y equiparada de forma simple y directa a la de un carácter despótico, unidireccional, rígido, sin capacidad de escucha… Siempre he pensado que, de acuerdo a ese estilo, es literalmente imposible dejar huella en las personas, positiva, se entiende; y es muy complicado influir, evangelizar, hacer que los otros lleven tu filosofía y tu mensaje, lo compartan e interioricen de verdad y con naturalidad.
Dicho de otra forma, no lidera quien quiere sino quien sabe. En otras palabras, ¿de verdad piensas que cualquier presidente o consejero delegado o director general o mandatario alcanza la categoría de líder? Al contrario: son demasiados, a mi juicio, quienes ostentan el poder (potestas) pero no ejercen, de acuerdo a la vieja distinción, esa autoridad (auctoritas) que no va en el cargo, sino que se tiene que ganar.
En efecto, pienso que por fortuna va quedando atrás la figura de ese líder que persigue, ante todo, su interés personal, que señala culpables cuando algo falla, que busca a los demás para que aporten soluciones cuando estas son ya casi imposibles porque esa búsqueda comienza demasiado tarde o está muy mal planteada. También creo que, antes o después, le pasa factura ejercer el mando a aquellas personas que acreditan su incompetencia o su irresponsabilidad o su afán desmedido de protagonismo; incluso su insolidaridad, cuando desprotegen a los suyos y no actúan con transparencia o no ofrecen explicaciones.
Soy, por otra parte, contrario a quienes se confunden pensando que el liderazgo equivale a perpetuarse, ante cualquier circunstancia y el mayor tiempo posible, por encima del interés general. Esto, por desgracia, es bastante propio de nuestra desacreditada clase política, oxidada y desgastada a los ojos de la opinión pública, que creo que es capaz de distinguir, siempre, quiénes están por el bien común y quiénes persiguen exclusivamente sus intereses de forma mezquina, sin importarles a quiénes atropellan por el camino.
Por último, y como ocurre en tantos ámbitos de la vida, en ocasiones es más asequible identificar algo en positivo cuando vemos cómo se hace en negativo. Dicho en otros términos, nunca alcanzará las condiciones verdaderas para liderar quien se ve sorprendido o se bloquea por los acontecimientos, a quien paraliza la indecisión, quien se aferra —porque sí— a la corrección política, quien divide y enfrenta, quien polariza y eleva exclusivamente su egoísmo, quien se obsesiona con el beneficio personal, quien se mantiene —por las razones que fuere— constantemente a la defensiva y nunca alcanzará esas condiciones quien actúa desde la suficiencia: más que ley de empresa es ley de vida. Pensémoslo un momento.
El emprendimiento: algo más que un mantra
Si efectuásemos un análisis de contenido de los principales medios de comunicación, prensa, radio, tv, digitales… llegaríamos a una interesante y sugestiva conclusión: el concepto y la simple palabra empresario ha cedido prácticamente todo el terreno al emprendedor, que ha cuajado como término, ha hecho fortuna. ¿Por qué? ¿Se trata de una casualidad o una moda? ¿Hay una razón de fondo con sus raíces y sus consecuencias?
A ojos de una parte sustancial de la opinión pública, y por desgracia, al empresario se le ha asociado con la idea de riqueza rápida y fácil, con la opulencia, con la ausencia de corazón, con la falta de miramientos a sus trabajadores, tampoco precisamente con la laboriosidad o el esfuerzo o la lucha contra las dificultades… no era necesario llegar a la imagen de sombrero negro de copa y puro habano entre los dedos pero, en todo caso, se trataba de una simple caricatura que en modo alguno se compadecía con la realidad. Ni en España ni en ningún país del mundo.
El emprendedor ha emergido, como contrapunto, como una figura formalmente más amable, comprensible y accesible, incluso diría que más cool para un segmento de la población, tal vez el más joven. Ahí se ha enmarcado, de nuevo a ojos de un sector amplio de la sociedad, al autónomo, al propietario de la tienda de informática de la esquina o al joven recién licenciado que ha creado su propia empresa emergente, obteniendo éxito y reconocimiento. Perfiles muy diversos, pero todos con algunos elementos compartidos.
De una forma u otra, emprender es algo fascinante, pero, al mismo tiempo, lleno de obstáculos. Nadie nos va a dar la tecla perfecta, a poner la varita mágica en nuestra mano para prescribir cómo, dónde y cuándo hacerlo. Hay algunas sugerencias que me atrevo a poner sobre el papel sin ánimo de abrirle a nadie el espacio para acertar, sino para su propia reflexión interna, de acuerdo a su particular contexto, a su experiencia, a sus aspiraciones y a su ecosistema no solo empresarial sino propiamente vital.
No me parece que ayude precisamente, y no es mi caso, pasar los días permanentemente pendiente de la aprobación de los demás. En nuestras ideas ni en nuestros actos, ni por supuesto… ¡en nuestros sueños! Creo que en esa actitud hay un punto de inseguridad que bloquea a las personas para pensar y hacer cosas a lo grande, a probar con algo nuevo. Somos humanos: podemos caernos de la bicicleta incluso dando pedales, en función de los circuitos que con ella hagamos, pero hay que subirse y darlos. Y, sobre todo, hay que hacerlo con pasión, sin miedo a ser juzgado, al tan español, y al tiempo cansino, qué dirán. Pienso igualmente que no hay mayor entusiasmo que podemos arrastrar con nosotros mismos cada mañana que el de afrontarla como un nuevo comienzo, con una nueva misión que completar, como una pista en la que avanzar, pisando fuerte y dejando huella. No se trata de convertir la autoexigencia en una obsesión, pero particularmente no me perdono que pase un día o, en todo caso una semana, sin hacer examen de conciencia, análisis de situación, y verificar si he dado o no lo mejor de mí. Creo que es algo igualmente inherente a quienes mantenemos la rutina de ejercitarnos en deportes super competitivos como el boxeo.
No hay emprendimiento real si no hay pasión adherida a la iniciativa, pero, al tiempo (y sin que en modo alguno pueda ser entendido como una paradoja), como emprendedor me he considerado siempre una suerte de jugador de ajedrez: separándome del tablero y las fichas, leyendo la siguiente jugada, y la que podrá sucederse diez movimientos después. La mente, siempre fría. No nos engañemos: ¡hay en juego dinero! En ocasiones, mucho… y esta concepción y predisposición para llevar a cabo las actuaciones requiere, sin duda, de salud y bienestar emocional. Sin ello, el diseño de cualquier estrategia se asoma al precipicio del desastre.
Diría más, hay en mi opinión bastantes similitudes y actitudes extrapolables si ponemos, uno junto a otro, a un jugador y al emprendedor que se convierte en CEO de una compañía.
El ajedrecista arriesga, toma la iniciativa, pero siempre lo hace ayudado de múltiples habilidades que desarrolla a partir del estudio, de la práctica y la experiencia. Como el hombre de negocios, intenta predecir los requiebros de sus rivales, la competencia, y de una manera casi constante, piensa bajo presión, actúa intentando aplicar la lógica y, sin duda, procurando calcular las consecuencias, de las más cercanas a las más lejanas, de sus decisiones.
Desde luego no es tarea sencilla pero tampoco una utopía: simplemente si aplicásemos algo de la filosofía de los grandes campeones, creo que podríamos avanzar en nuestro rendimiento personal y laboral.
Kenneth Rogoff, profesor de economía y miembro del Fondo Monetario Internacional, era un gran jugador, y contaba una y otra vez que, en sus negociaciones, eso le permitía entender qué quería quien se sentaba enfrente. Un gran campeón español, Miguel Illescas, ha señalado de hecho que, en el mundo de los negocios es fundamental observar y comprender todo lo que está sucediendo a nuestro alrededor, y ese hábito analítico es algo que el ajedrez enseña muy bien. En efecto, pienso que hay juegos que pueden ayudar a pensar de manera muy sistemática, y esa siempre es una magnífica recompensa.
Emprender significa responder al pistoletazo de salida, pero, igualmente o más importante, reaccionar a los contratiempos a sabiendas de que son lo que son: una parte casi ineludible del devenir de los negocios y que hemos de contemplar, en consecuencia, desde el momento que arrancamos, desde el instante en el que nos calzamos y anudamos las zapatillas, desde los tacos.
Se ha dicho, y no puedo estar más de acuerdo, que los emprendedores asumimos un doble riesgo. El primero es hundir el barco, esto es, que no marche bien, tal y como estaba previsto en nuestros planes. El segundo es perder el barco, es decir, no hacer lo correcto para que pueda seguir su rumbo de acuerdo con la carta de navegación.
Hay algo, en esta línea, que me parece imprescindible dejar meridianamente claro. Cuando se habla de los riesgos que asume el emprendedor y que están en su cabeza, el primero de ellos es el de haber invertido una cantidad de dinero, sea grande o pequeña, que no sea posible recuperar. Otro de ellos es el de la imposibilidad de solucionar circunstancias coyunturales adversas, crisis, sean cuales sean sus causas.
Hay un tercero, vital, que quizá no trasciende socialmente lo suficiente: no es otro que el de poner en riesgo la estabilidad de nuestro propio entorno familiar y de amistades, especialmente para quienes creemos en él y lo consideramos una base imprescindible de nuestro propio desarrollo y carácter.
Emprender es algo fascinante. Ahora bien, para empezar, no puedo sino suscribir las palabras de Richard Branson: “si la única razón por la que se va a montar un negocio es pensando en los ingresos, es mejor no hacer nada”. El tiempo no perdona, es un regalo que otros ya no tienen. No debemos perderlo. ¡Seamos selectivos! ¡Vivamos el momento!
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