Kitabı oku: «Procesos interculturales»

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Procesos interculturales. Texturas y complejidad de lo simbólico

Javier Protzel de Amat



Colección Investigaciones

Procesos interculturales: texturas y complejidad de lo simbólico Primera edición digital: noviembre, 2017

© Universidad de Lima

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Carátula: Procesión de los cuatro santos (altar del Niño Jesús de Huanca) en la procesión del Corpus Christi. Atribuido a Basilio Santa Cruz de Pumacallao. Óleo sobre lienzo, siglo XVII. Cortesía del Museo del Palacio Arzobispal de Arte Religioso del Cusco.

Versión ebook 2017

Digitalizado y distribuido por Saxo.com Perú S. A. C.

https://yopublico.saxo.com/ Teléfono: 51-1-221-9998 Avenida Dos de Mayo 534, Of. 304, Miraflores Lima - Perú

Se prohíbe la reproducción total o parcial de este libro, por cualquier medio, sin permiso expreso del Fondo Editorial.

ISBN versión electrónica: 978-9972-45-427-1

A la memoria de mi madre.

“… parece que fuera justo, conforme a la común costumbre, tratar aquí (…) si el mundo es un solo o si hay muchos mundos”.

GARCILASO, COMENTARIOS REALES, I

“Y yo te digo: Cuando alguien se va, alquien queda. El punto por donde pasó un hombre, ya no está solo. Únicamente está solo, de soledad humana, el lugar por donde ningún hombre ha pasado”.

VALLEJO, POEMAS HUMANOS, II

Índice

Presentación

Capítulo 1: Interculturalidad, multiculturalidad e historia

1. La teoría frente a la esencialización de la cultura

2. Matrices históricas de la interculturalidad peruana

3. El valor de la interculturalidad en la era del multiculturalismo y la hegemonía anglosajona

Capítulo 2: Sobre la cultura nacional y la erosión del Estado-nación

1. La comunidad imaginada y el desconocimiento de la nación

2. La cultura problematizada y los discursos elitarios

3. Profundizando en el pasado y mirando al futuro: Modernidad y movimiento social

4. Élites ausentes, industria cultural y sentido común

Capítulo 3: Industrias culturales e imágenes en movimiento: entre el reconocimiento y la distinción

1. La búsqueda del exotismo y la construcción del Otro

2. El cine o la universalización de un modo de contar

3. Una hegemonía disociada

4. Televisión, apropiación y nuevos roles sociales

5. Telenovelas, miniseries y largometrajes

6. Reality shows e intimidad

7. Crítica del populismo mediático

Capítulo 4: El habitus entre antiguas y emergentes interculturalidades

1. Utilidad y límites del concepto de habitus cultural

2. Estructura y características diferenciadoras

3. Diferencias generacionales y producción/consumo de sentido

3.1. Adultos mayores y ancianos

3.2. Los jóvenes

4. Oralidad secundaria y culturas juveniles

5. Subalternidad

6. El sufrimiento y la fe

7. Bienes textualizados y bienes comodificados

8. Aspiraciones e industrias culturales

Capítulo 5: Regiones y diversidad intercultural

1. Ethos y Physis

2. El Cusco: Imágenes antiguas y sensibilidades actuales

2.1. Herencia cultural, ideologías visuales y sentido común

2.2. Cusqueños de hoy

3. Lo espurio y lo auténtico de Iquitos

3.1. Nativos y colonos

3.2. Observando desde fuera

4. Lambayeque entre el legado Muchik y el Paseo de las Musas

4.1. Etnicidades soslayadas

4.2. Voces regionalistas

5. El Perú ya no es ancho y ajeno

Capítulo 6: Memoria histórica, relato y cambios culturales

1. Escritura y clases medias

2. Novelistas y construcción de realidades

3. Novela y dispositivos de la temporalidad

4. Memoria y performance

5. El presente en la pequeña pantalla

Bibliografía

Presentación

Todo libro lleva inevitablemente la impronta de la época en que fue escrito, más aún si su tema es el cambio cultural. Las ideas y las palabras que las expresan, las herramientas e informaciones de pesquisa y, sobre todo, la sensibilidad que anima a este tipo de trabajo reflejan el tiempo y el lugar de su escritura por más que el autor crea trascenderlas. Es cierto, por lo tanto, que si las intuiciones y hallazgos de una investigación aportan conocimientos y claves para razonar, no lo es menos que las omisiones, el prejuicio y la franca ceguera se convierten también en testimonios de opciones intelectuales que, tomadas en un momento determinado, un futuro lector encontrará equívocas, erradas o francamente ridículas. A medida que el tiempo es acelerado y el espacio comprimido por flujos globales de contenido cada vez más abundantes y veloces, van cambiando las formas de preguntarnos quiénes somos y dónde estamos. Quiénes o cuáles somos los peruanos y dónde está el Perú se convierten en interrogantes que, a fin de cuentas, llevan a la evanescencia y a la caducidad del sentido, como si en un viaje a través del tiempo los paisajes y ciudades recorridos diesen a contemplar sus ciclos incesantes de destrucción y fundación, de conversión en ruinas y de emergencia de lo nuevo. Implacable devenir, del que la memoria solo recupera los restos, los trozos con figuras y sonidos antiguos mezclados con lo recién aparecido para formar una actualidad que la siguiente rápidamente superará. Quizá este río de Heráclito esté fluyendo con más fuerza que nunca, pues los referentes conceptuales y emocionales recibidos a lo largo del siglo pasado para entender el país y el mundo acaso adquieren cierta condición de ruina.

La decoloración del mito del mestizaje y la formación de nuevos tipos de diferencia cultural, pese al mantenimiento pertinaz de la desigualdad material que les sirve de base, han puesto sobre el tapete los temas de la interculturalidad y la diversidad. Son útiles por ubicar la reflexión más allá de la mezcla simple e igualadora de los legados hispánico e indígena andinos que, según se especuló hace varias décadas, daría lugar a una “síntesis” mestiza peruana genérica y homogénea con predominio criollo y capitalino que, además de estar desmentida por la historia de un país que sigue siendo racista y jerárquico, impide percibir a las culturas en sus dinámicas permanentes de préstamo, apropiación, declive y creación a partir de la multiplicidad de referentes simbólicos que se les ofrecen. También omite la supervivencia de acervos vernáculos locales cuya existencia se debe a las relaciones entre hombre y naturaleza que propicia el medio ambiente tan diverso del país, como ocurre en la Amazonía y en los arenales de la costa. Interculturalidad y diversidad permiten sobre todo comprender mejor las grandes transformaciones culturales contemporáneas provocadas por la extensión del transporte, de las tecnologías de la comunicación y los mercados de consumo que con estas se han abierto. Son procesos discontinuos y contradictorios que fracturan a los antiguos sujetos culturales colectivos —sacudidos, tanto por los mil vientos de las nuevas carencias materiales y afectivas, como por las ofertas de la moda— a la vez que multiplican los sentimientos de pertenencia del sujeto, que negocia a su conveniencia sus gustos y su lugar en la modernidad. La complicada (y desordenada) diferenciación del país de inicios de este siglo hace poco viables los enfoques holistas de hace cuarenta años. Lleva por el contrario a los laberintos de la subjetividad, es decir, a las prácticas individuales o grupales de quienes habitan varios y transitorios mundos a la vez, y a estudiar las emociones mediadas por los bienes simbólicos del mercado que demarcan aquello a lo que se aspira con respecto a lo que se desecha.

Sin embargo, es imposible comprender la escena contemporánea sin ubicar su decurso en el tiempo y ver la parte de pasado acumulado que nos caracteriza. No se trata de que el pasado explique causalmente al presente, sino, a la inversa, de que en cada presente está contenida una singular reinvención del pasado, una mirada de época que selectivamente recoge o borra sus símbolos pasados de orgullo o de vergüenza. En tal virtud, los cambios culturales de las últimas cuatro décadas colocan a la historiografía dentro de la óptica interdisciplinaria de las ciencias sociales, dadas las condiciones que durante siglos generaron los ricos acervos interculturales de nuestro continente. Por ello, en este libro, me propongo analizar las grandes líneas de los procesos interculturales del Perú contemporáneo insistiendo en el hilo conductor que los lleva a siglos atrás. La diversidad, felizmente perviviente en el país pese a cierto efecto homogeneizador de la urbanización y las industrias culturales, tampoco puede ser dejada de lado, pues una reflexión alimeñada sobre la interculturalidad está viciada desde su inicio. Al ubicar este trabajo bajo el rótulo interdisciplinario de los estudios culturales, la noción de cultura cobra amplitud. Me refiero a ella, tanto en el sentido antropológico de las prácticas simbólicas cotidianas y festivas, como en el sociológico de las identificaciones mediante el consumo mediado por los mercados. Sin pretender ser exhaustivo, este estudio considera a los bienes simbólicos en su gran variedad actual: desde aquellos que los medios de comunicación ofrecen hasta la narrativa literaria.

Sin tener continuidad estricta a lo largo de sus seis capítulos, este libro es un texto pensado como un conjunto orgánico. En el primero, defiendo los fundamentos teóricos de una definición no esencialista de la cultura para pasar a una presentación de las matrices históricas de la interculturalidad peruana, o andina, me atreveré a decir. De lo cual procedo a un análisis comparativo exponiendo las bases históricas y principios de la multiculturalidad anglosajona, marcando diferencias y postulando la especificidad de nuestra condición. En el segundo capítulo, también hay una aproximación historiográfica. Se orienta a criticar los discursos sobre el Estado-nación peruano y las limitaciones que, a lo largo de prácticamente toda la hist oria republicana, han tenido las élites para materializar una “comunidad imaginada” nacional. Al no haber funcionado la copia de los modelos europeos, resulta además imposible hablar de una “cultura nacional” incluyente pero diversa, sino de un intento de homogeneización desde un punto de vista criollo. De ahí que lo nacional provenga más de los sentidos comunes elaborados por la colectividad desde los medios de comunicación. Precisamente, el tercer capítulo se centra en las imágenes en movimiento —cine, televisión— como mediación popular en la construcción de las identidades modernas. He recurrido a la historia de las imágenes visuales para constatar que han desempeñado desde mucho tiempo atrás un rol importante en la construcción simbólica del Otro, del nativo por el occidental y viceversa, y que esa lógica de un modo u otro sigue operando mediante algunos ejemplos que doy: telenovelas, miniseries y largometrajes.

Para los capítulos cuarto y quinto, he realizado trabajo de campo. Observación y entrevistas, tanto en Lima como en la ciudad y provincia del Cusco, en Lambayeque y en Iquitos y alrededores. Aunque las entrevistas recogidas en Lima para el capítulo cuarto, han sido seleccionadas sistemáticamente (jóvenes, adultos mayores y ancianos de nivel socioeconómico muy bajo, en su mayoría nacidos en el interior del país, o bien hijos de inmigrantes serranos recientes, residentes todos en los conos norte, sur y este de Lima), no he tenido por meta elaborar una taxonomía rigurosa del habitus cultural de estos segmentos limeños, sino de incursionar en la experiencia personal de cada uno para “tocar” mi objeto de trabajo e intentar una interpretación. No ha sido igual mi actitud en Cusco, Lambayeque y Maynas. No consideré posible hacer un trabajo de campo riguroso dadas mis limitaciones de tiempo y recursos. Tampoco era mi objetivo, puesto que, tanto mi propósito de ver, preguntar y entrevistar —también de contemplar—, como mi búsqueda de textos y documentos, me llevaron a la actitud de un cronista que observa, piensa, compara y luego cuenta, no sé si lo vivido o lo estudiado, pero sí desgarrado entre el afán por el rigor y el placer de la escritura.

Lo cual lleva al último capítulo, “Memoria histórica, relato y cambios culturales”. Exploro ahí cómo toda práctica cultural transcurre en cierta temporalidad social subyacente, en los momentos imaginarios del ritual festivo, de la novela, de la escucha musical o del cine, con cuya fruición el sujeto logra afirmar sentimientos de pertenencia, elaborar sus identificaciones, siempre transitorias o compartidas con otras, y darle continuidad a su propia experiencia. En esa medida, la memoria colectiva se apoya en una variedad de referentes simbólicos comunes y se va haciendo inteligible como relato. Mecanismos de reconocimiento de Sí mismo y del Otro que valen más por lo emotivo que por lo cognitivo, pues poco importa si en el relato las fronteras entre lo real y lo ficticio se disuelven. Sin afán de ser exhaustivo ni de comparar, establezco tres matrices culturales diferentes en que la memoria opera de modo singular: el relato literario —del que analizamos aspectos en las novelas de Vargas Llosa y Arguedas—, las prácticas culturales festivas ritualizadas y ciertos productos narrativos de la televisión.

El orden que le he dado al libro no impide que este se haya construido sobre una multiplicidad de motivaciones que deben ser mencionadas explícitamente. Mi interés por las ciencias sociales nunca ha llegado a superar mi pasión por las artes y la narrativa, y ya pasé la edad para que eso ocurra. Quizá lo que mi método tenga de poco riguroso esté compensado por lo que —dándome la libertad— llamo una poiésis especulativa, un goce en la composición de ideas mediante la escritura en torno a lo que me emociona, cierto placer del texto, para decirlo con Roland Barthes, ideas precedidas de aquella pesquisa que sea instrumentalmente necesaria.

Otra gran motivación es el carácter intelectualmente autobiográfico y personal del texto, pues en él se condensan ideas sobre las cuales he disertado a lo largo de los años en la cátedra de Comunicación Intercultural y posteriormente de Procesos Interculturales, en la Universidad de Lima. En su contenido, está mi propia memoria. Parte de la historia de este texto ha quedado en el eco de mi voz y en la mirada de los alumnos, entre quienes he logrado sembrar algunas vocaciones y, supongo, jamás la indiferencia.

Debo dar las gracias. En primer lugar, a la Universidad de Lima, en especial a su Rectora por facilitar mi trabajo académico y por haberme concedido el año sabático en que desarrollé lo fundamental de la investigación; al Director del Instituto de Investigación Científica de la universidad, tolerante con los plazos de entrega y oportuno en sus consejos; y, por cierto, al Fondo Editorial, en el cual este texto pasó por su minuciosa labor. Las deudas del trabajo de investigación son muchas. Mi público reconocimiento a Rosario Nájar, cuya participación fue decisiva en el trabajo de campo. Me limito a mencionar solo a dos autores, cuyo aporte intelectual ha estado muy presente, aunque no les haya expresamente consultado: Jesús Martín-Barbero y Gonzalo Portocarrero. Gracias a ambos por lo leído. Pero a Jesús, sobre todo, por lo conversado desde fines de los setenta.

A toda mi familia, los presentes y los ausentes. A Teresa, mi amada compañera, quien me leyó con dulzura y me alentó cuando fue necesario.

Capítulo 1
Interculturalidad, multiculturalidad e historia

En estas últimas décadas, los pueblos incomunicados están prácticamente desapareciendo de la Tierra. Corolario de la modernidad, la humanidad se revela a sí misma como una totalidad que no se agota en una biogenética compartida. Es una realidad demográfica, sometida a problemas comunes, como los del medio ambiente finito y depredable, pero separada siempre por una inmensa diversidad de modos de darle sentido al mundo para vivir en él. En torno a esas diferencias culturales, han aparecido secularmente desigualdades tan profundas y conflictos tan crueles, que con el avance científico actual se tornan en amenazas a la supervivencia de la especie. Irónicamente, la “humanidad” fue un universal de origen europeo, inspirado en la filosofía de la Razón, cuya ideación implícitamente contenía valores comunes básicos. Pero era una apreciación desprendida del ojo del observador moderno y occidental que, literalmente, habla desde un punto de vista, y no puede escapar de tenerlo. Y la historia de cómo los hombres identificamos y nombramos al mundo, de cómo le damos sentido, pasa inevitablemente por una posición de observador. Desde ella, emanan los discursos sobre la cultura que, por científicos y bienintencionados que se pretendan, son siempre un constructo que responde a circunstancias dadas e intereses específicos.

Frente a todo ello, el discurso de la Ilustración sobre el que se han asentado las ciencias sociales ha sido puesto en crisis ante la evidencia de la irreductibilidad de las particularidades y los conflictos derivados de esas interrelaciones. El significado de estas es establecido generalmente según el entendimiento de lo que ocurre entre migrantes y nacionales de las grandes naciones hegemónicas. El fanatismo, el prejuicio contra el Otro y la ley del más fuerte campean, pese a que las ciencias sociales han ido dejando de ver en cada cultura un todo coherente e integrado para identificar y analizar estos complejos procesos de contacto y cambio. Pero esto, además de ocurrir de manera desordenada, termina reproduciendo las visiones sobre los contactos entre culturas que ocurren en las regiones hegemónicas, frente a los cuales hay otras visiones provenientes de lo que transcurre en otras regiones, a la sazón, en América latina.

La tarea de dar cuenta de las dinámicas culturales en el Perú de hoy no es solo el propósito de comprendernos, saber valorarnos y vivir mejor entre nosotros. Es un intento de pensar por nuestra propia cuenta para no ser pensados y construidos desde afuera. Por ello, empezamos este capítulo revisando críticamente los conceptos de cultura y civilización, para después revisar aquellos nudos de la historia cultural del país que la caracterizan como una sucesión de apropiaciones aún en curso, dejando de lado el prejuicio de la “autenticidad” primordial de la tradición y tratando de ver cómo en cada presente se está construyendo el pasado. Finalmente, se rescata la idea de interculturalidad como diálogo y mezcla permanente sin fronteras, al confrontársele con la de multiculturalidad, en boga en los países industrializados del norte.

1. La teoría frente a la esencialización de la cultura

¿Hasta qué punto el término “cultura” es efectivamente útil o, al contrario, se trasforma en obstáculo para conocer y pensar la naturaleza y la circulación del sentido en esta época de insólita densificación del contacto entre los diferentes pueblos de la humanidad? Esta es una primera pregunta que puede hacerse el estudioso de lo inter-multi-, o cualesquiera otros prefijos seguidos de “cultural” en la actualidad. Al margen de que las ciencias sociales y el vocabulario cotidiano, inevitablemente prisioneros de la costumbre, usen la palabra menos con la intención de nombrar un concepto estrictamente especificado que para designar un territorio conceptual amplio y de límites evanescentes, el empleo del término suscita dos problemas que es preciso aclarar desde el inicio.

Primero, que el lugar desde cual ha sido ideológicamente posible elaborar un discurso que necesitase acuñar ese término es el Occidente triunfante. En la inteligente aproximación del brasileño Muniz Sodré, el territorio de lo cultural está relacionado con los tiempos modernos y el advenimiento de la Razón en Europa, por lo que ello trajo de inventiva, de descubrimientos geográficos, de conquistas coloniales y de expansión del saber. La recuperación del acervo grecorromano en el Renacimiento implicó poner en otra perspectiva lo que Cicerón llamó cultura animi, “cultivo del alma”, la autoeducación, el aprendizaje de ciertos valores y el disciplinamiento estoicos del individuo, equivalentes al crecimiento adecuado de una planta bien cultivada1. Pero en el pensamiento renacentista ese principio ya había superado sus connotaciones míticas de la antigüedad, ubicándose en un tiempo lineal y no cíclico, volcado hacia un futuro visto como prometedor. Pero este ideal de la persona “culta” estaba también asociado a la adquisición de poder, riquezas y magnificencia, valores comparativamente novedosos para las burguesías comerciales que emergían a fines de la baja Edad Media, pues contrastaban con la escasez, el intercambio restringido y las endebles estructuras políticas precedentes. Por ello, el refinamiento artístico de la cultura renacentista y el desarrollo de una sociedad cortesana que buscaba significarse como tal iba de la mano con una demarcación clasista, vale decir, de ejercer dominio social y tomar distancia frente a las culturas populares nacientes de ciudades italianas y francesas de los siglos XIV y XV2. Por otro lado, el término de “civilidad”, introducido por Erasmo de Rotterdam, que designaba al comportamiento adecuado en público en la ciudad (o civitas) de la época, en materia de control de los impulsos y reglas de higiene corporal que diferenciaba a las capas superiores, llevó al de “civilización”, como condición general y deseable de vida social. Esta actitud sobre todo consolidó una nueva mirada hacia fuera de Europa. Además de permitir empresas de expansión colonial y comercial, las técnicas de navegación habían derribado los mitos de un mundo plano y pequeño, geográficamente enclaustrado. El descubrimiento de América fue fundacional, pues el contacto con el Otro, el indígena, sirvió especularmente a su vez para que el Occidente se reconozca a sí mismo como diferente, pero “civilizado”. Los no occidentales no pertenecían por definición a la “civilización” ni tenían una “cultura” con la que pudieran diferenciarse internamente entre ellos.

Pero en los siglos XVIII y XIX, el pensamiento de la Ilustración y el Romanticismo le dieron mayor especificidad a estas nociones. Mientras en la Francia de la monarquía absolutista la cultura de una persona designaba su gusto como refinamiento en el goce de las artes y letras del medio aristocrático cortesano (llamado grand goût), la civilización se refería a las buenas maneras y al avance técnico y científico3. En cambio, el término alemán Kultur se oponía al de Zivilisation. La primera, se refería a los valores morales intrínsecos de una presunta espiritualidad germánica, única y excluyente; la segunda, al aspecto superficial del comportamiento humano. Subrayemos que la idea de Kultur fue más desarrollada por escritores románticos alemanes como Herder y Schiller para hacer un contrapeso antifrancés, que ulteriormente sería fuente del nacionalismo alemán4.

Pero fueron más bien las avanzadas colonialistas francesas y británicas las que propiciaron el giro científico que la cuestión habría de dar. Por un lado, la propia consciencia europea de su propio progreso material, sin comparación con el de otras regiones del mundo ni precedente alguno, la llevaba a asignarse un lugar central en la historia, incluso en las obras de Hegel y de Marx. Esta convicción de la vocación de Occidente como portador de progreso miraba hacia el futuro, sin dejar su culto romántico al pasado. Por lo tanto, esos vectores de signo opuesto le daban al tiempo la linealidad del historicismo, y a los imperios nacientes, un sentimiento de superioridad, un derecho de ocupación, sobre los habitantes de aquellas regiones de las que extraían materias primas. Los viajeros y exploradores que visitaban estas últimas ya no opusieron civilización a barbarie, o cristianismo a paganismo, como en la colonización ibérica, sino civilización a “primitivismo”. En otros términos, estos pueblos de climas cálidos estaban, en su versión particular, en un estado anterior del proceso de evolución, en una especie de infancia con respecto a la civilización europea. Esto no significa que los pioneros de la antropología hubiesen construido intencionalmente una visión tendenciosa del Otro. Al contrario, Clyde Kluckhohn ha afirmado que investigadores como E. Tylor y Morgan fueron lo suficientemente objetivos para ver en estos colectivos una “totalidad viva” a la que se le podía llamar “cultura”, por ser un conjunto integrado de creencias, costumbres, artes, etcétera, cuya naturaleza, sin embargo, solo les importaba a estos exploradores excéntricos5. Pero esto no fue óbice para que, al ser teorizados desde fuera de ellos mismos, se idealizase el “estado natural” de la vida de estos pueblos, atribuyéndoseles diferencias radicales que los harían impermeables al contacto con la civilización moderna. Por haber permanecido en el aislamiento y con recursos materiales muy limitados, serían pueblos sin historia, sin cambio. Para el hombre moderno occidental, la exotización del colonizado ha sido una manera de tomar distancia frente a él y construirle un retrato inferiorizante, señala Edward W. Said6.

Al origen europeo de la noción de cultura como conjunto, agreguemos el segundo elemento que debe aclararse. Para las antropologías estructuralista y funcionalista, las culturas serían unidades cerradas, discretas, desconectadas de los flujos simbólicos exteriores. Para la segunda, hay una primacía de lo normativo, por cuanto la integración resulta de la vigencia de ciertos principios de orden interno. Deudora de las ciencias biológicas, vio en la cultura a un organismo vivo. Según esta metáfora organicista, la funcionalidad de cada elemento del “cuerpo” de una cultura determina su equilibrio y su supervivencia. Esto llevó a la antropología funcionalista a orientarse hacia la búsqueda de elementos comunes, universales, a toda la humanidad, pero proyectando casi inevitablemente en ellos las categorías perceptivas del observador7. Al revés, el estructuralismo no se propone hallar universales; le interesa explicar la diversidad de las obras humanas a partir de la organización, distinta en cada caso e inconsciente para el actor, de los componentes de las operaciones de producción de sentido8. Pero, en ambos casos, una buena parte de los estudios antropológicos ha estado orientada hacia sociedades cerradas y relativamente aisladas cuyos cambios, o bien no eran visibles para la observación externa, o bien eran muy lentos.

Pese a que el decurso de la antropología ha cambiado considerablemente por el creciente contacto de las etnias secularmente aisladas con el mundo moderno, en el discurso sobre la cultura, no han dejado de estar presentes ni una mirada occidental hacia el Otro ni una conceptualización de conjunto integrado y discontinuo, como el descrito en las etnografías tradicionales. El reconocimiento implícito de la razón analítica en las operaciones mentales que conforman el sentido (en los mitos, la lengua, la cocina, el parentesco, etcétera) propuesto por el estructuralismo, conserva cierto etnocentrismo, pese a su efectivo valor heurístico. Al asimilar la cultura a un código (y los bienes simbólicos a textos), en analogía con el modelo semiológico saussuriano de la lengua, siguen presentes, como señala Muniz Sodré, “los postulados abstraccionistas de la razón universal que otorgan a la ciencia toda la verdad del conocimiento”9.

Sin descalificar los inmensos aportes del método estructuralista, la aceleración de las dinámicas interculturales emprendidas en todo el planeta ha recortado el espacio del relativismo que sustentó durante mucho tiempo el ejercicio de ese tipo de antropología. La ajenidad radical del “primitivo” que permitía, ya sea temer su “salvajismo” y valorar la misión civilizadora de las grandes potencias, ya sea idealizar su “inocencia” para criticar la codicia del colonizador blanco, se ha esfumado. Acaso lo más importante es que en vez de unidades culturales discretas y claramente identificables nos encontremos cada vez más inmersos en un continuum simbólico muy desordenado, de bordes inciertos y porosos cuya delimitación misma por localidades o regiones geográficas determinadas deja de ser clara por cuanto el Otro y el Mismo pueden encontrarse alojados dentro del mismo sujeto. Y esto cuestiona nuevamente el concepto de cultura, pues como afirma el sueco Jonathan Friedman es “… un típico producto de la modernidad Occidental que consiste en transformar la diferencia en esencia”10.

En otros términos, para distinguir entre unas y otras, es necesario presentarlas como conjuntos relativamente estáticos, como “paquetes” cuyas características guardan permanencia en el tiempo y una extensión fija en el espacio. Coordenadas que, sin embargo, los etnohistoriadores han ido demostrando desde hace más de treinta años que eran móviles. No eran “pueblos sin historia”, sino de asimilación de elementos exteriores y cambios lentos en función de las vicisitudes que tuvieren que enfrentar. Así, las investigaciones del mismo Friedman en África central demuestran que prácticas como el canibalismo, la extensión de la brujería y las estructuras clánicas no han sido perennes, sino consecuencia de la colonización europea11.

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