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EL FUTURO DE LOS JÓVENES
Tenemos a jóvenes de 25-35 años que viven en casa de sus padres, bien por problemas económicos, bien por separaciones recientes, y que se enfrentan a una nueva crisis económica. Esto genera, por tanto, frustración, y el riesgo de que esta se cronifique y conduzca a sentimientos y comportamientos similares a los de la indefensión aprendida.
Hablamos del futuro de los jóvenes, de la crisis y de sus secuelas. Más paro, peores sueldos. Recesión de 2008 y pandemia de 2020.
Precariedad estructural, salarios más bajos, riesgo de que un despido temporal al inicio de un desempeño laboral se transforme en paro de larga duración.
Desde el año 2008, los jóvenes perciben sueldos más bajos que sus mayores.
La destrucción de expectativas de los jóvenes y el horizonte de precariedad dominante suponen una quiebra social.
Y es que es difícil incorporarse al mundo laboral en épocas de recesión. Tanto es así que está estudiado: la inseguridad económica reduce la fertilidad.
Precisamos un tejido industrial robusto, debemos independizarnos de una estructura económica de servicios.
Tendríamos que —deberíamos— hacer un ejercicio de equidad, generosidad intergeneracional.
Fijémonos en que las decisiones actuales influyen hasta en los que aún no han nacido. Se trata de una generación que vive en la incertidumbre sin saber cómo serán en 10 años las relaciones, el trabajo, el consumo.
Un entorno muy volátil que deja a un gran número de jóvenes sin expectativas.
Los jóvenes son los menos afectados por el virus, pero están más expuestos a las consecuencias económicas de la pandemia.
Jóvenes, sí, con vidas aplazadas.
Cierto es que estos jóvenes actuales están adaptados a los cambios estructurales, pero los jóvenes ven zarandeadas sus expectativas de futuro ante el seísmo que ha ocasionado la pandemia del coronavirus.
Pérdidas de salarios y de posibilidades de empleo para los jóvenes, mientras que los trabajadores de más edad quizás intentarán trabajar durante más tiempo.
Situación de déficit de talento por desperdicio de conocimiento, dado que los jóvenes preparados optan por la emigración.
Los jóvenes ya viven peor que sus padres, y así seguirá siendo si no se adecúan aspectos esenciales, como los educativos y los laborales, y si no se potencia la política de empleo juvenil al tiempo que se dota de tamaño y musculatura la estructura empresarial.
Jóvenes que forman parte del paro estructural, del desempleo crónico.
Que no se nos olvide.
En Madrid, a 5 de junio de 2020
Javier Urra
Prof. Dr. en Psicología y Dr. en Ciencias de la Salud Académico de Número de la Academia de Psicología de España Primer Defensor del Menor
INCERTIDUMBRE
Una sociedad que elude reconocer su vulnerabilidad, su culpabilidad, que busca desconocer la muerte, ha comprobado que los problemas globales exigen soluciones globales. Asimismo, ha confirmado que el supuesto equilibrio entre seguridad y libertad tiende a vencerse en favor de la seguridad.
Es hora de compartir enunciados negativos como aviso para las personas que no deseamos pasar por alto datos e impresiones negativas, pero no desesperanzadoras.
Afrontemos la escapista realidad como lo hace el héroe español don Quijote, sin superpoderes.
Abordemos el síndrome posUCI, que afecta aproximadamente a un 40 % de los pacientes que abandonan los cuidados intensivos, que pueden tardar meses en recuperar sus capacidades motoras y cognitivas.
Además, la medicación puede inducir delirios y, en el caso del coronavirus, los pacientes han sufrido aislamiento de sus familiares. Sí, habrán de apreciarse posibles lesiones o daños neurológicos en quienes, cuando estuvieron hospitalizados, tuvieron que ser intubados.
La ciudadanía ha sufrido, y más de lo que muchos perciben; la colectividad está desorientada. El esperado crecimiento postraumático no aflora, cuesta entusiasmarse, apasionarse con esta aletargada vida de mascarillas, rebrotes, hidrogeles, cuarentenas.
Los clínicos estamos atendiendo a quienes muestran los síntomas de estrés postraumático y a quienes conviven con lentitud cognitiva, fallos de memoria, angustia, depresión, crisis de pánico.
Se percibe una acallada tristeza generalizada, una melancolía del alma, una difícil elaboración de lo acontecido y de lo que queda por vivir. Y es que nuestro cerebro, nuestra mente, nuestras conductas siguen siendo, y en gran medida, un misterio.
Respecto a convivir con un vulnerable, por edad o por patologías previas, esta convivencia obliga a extremar la prudencia, las medidas de seguridad, a decir no a muchas actividades en el exterior del hogar, a comprometerse desde la renuncia y la generosidad por amor. En todo caso, los vulnerables habrán de aislarse en gran medida y llevar a cabo un confinamiento voluntario, no impuesto, más difícil, pues el resto disfruta de la libertad que dota a la vida de color. Su esperanza está en esos congéneres a los que no conoce y que seguro que descubrirán la vacuna. Cuestión de tiempo, de amor a la vida.
Tiempos de zozobra, de duelo, de miedos, de búsqueda de una seguridad inexistente. La especie humana ha comprendido su vulnerabilidad, su intrascendencia para el planeta, para el universo, para otras especies.
Humanos que nos desconocemos, pero percibimos la capacidad de cooperación, de solidaridad, de adaptación, de supervivencia.
En Madrid, a 7 de julio de 2020
Javier Urra
Prof. Dr. en Psicología y Dr. en Ciencias de la Salud Académico de Número de la Academia de Psicología de España Primer Defensor del Menor
SECUELAS
Pareciera que lo que va a permitir es un mayor contacto entre los miembros familiares. Se irá más a los pueblos y a residencias de nuestro país. Lo cual, como todo en la vida, tiene distintas lecturas. Por un lado, seguiremos conociéndonos más, apreciándonos más y disfrutando de la proximidad. Pero, por otro, los jóvenes pierden la posibilidad de ir a otros países, de conocer a otros iguales, otras lenguas, otras historias y otras culturas. Sin embargo, como bien sabemos, el estar en contacto permanente conlleva, sin duda, conflictos relacionales, por espacios, por molestias, por frases, por silencios, etc.
Y dicho lo anterior, proveámonos de una actitud positiva, relajada, de aceptación, de perdón, de diálogo, de puesta en común. Sí, es más fácil decirlo que obrar con constancia en el día a día. Habrá malas interpretaciones, algún gesto poco amable, quizás alguna palabra altisonante; pero lo esencial es saber que nos queremos mucho más allá de que nos necesitemos.
La vida es atractiva, pero no es fácil. La imaginamos preciosa, agradable, pero no siempre es así; tiene mucho de cotidianidad, de aburrimiento, de incomprensión, de una fantasía que no se convierte en realidad.
Insisto en la importancia de la actitud, de transmitir que se quiere, aunque se discuta; de demostrar que se perdona, aunque duela; de dar lo mejor de uno mismo; de mostrar la cara más amable; de sonreír aun cuando se llore en el alma.
Concluyamos que la existencia es breve, no creemos problemas donde no los hay. Relativicemos las pequeñas disputas, disfrutemos de la vida, de las cosas humildes, sencillas, naturales, bien hechas.
No intentemos que el otro sea como nosotros. Exijámonos más a nosotros mismos y a los demás.
Sabíamos, y la pandemia nos lo ha recordado, de nuestra vulnerabilidad. No sobreactuemos, no seamos rencorosos, no busquemos el conflicto, no tiremos el tiempo del que se compone la vida.
Las situaciones de dolor y sufrimiento han sido muy diversas. Por ejemplo, el duelo pospuesto por el fallecimiento generalmente de un abuelo, ya que la situación no ha permitido despedirse de manera próxima; es más, tampoco se ha podido acompañar fácilmente en el entierro.
Esta lamentable situación genera dolor y desconcierto.
Otra situación lamentable es la de los familiares sanitarios que se han puesto en riesgo y que, además, han tenido un gran sufrimiento por el denominado «trauma por compasión»; es decir, han sido ellos los encargados de despedir a la víctima, ya que esta no podía estar acompañada de los suyos. Además, los sanitarios no solo enfrentaban la muerte de cerca, sino que tenían miedo de ser portadores de esta a sus hogares.
Asimismo, ha habido distanciamientos atroces, pues las circunstancias han llegado de improviso, sin permitir el acercamiento en estos fatídicos días, y esto ha golpeado la sociedad.
No podemos olvidar a las personas más sensibles, como son las de educación especial, las afectadas por enfermedades mentales, los alcohólicos y drogodependientes, los ludópatas, los afectos de espectro autista, los que son presa de obsesiones compulsivas, los diagnosticados de hiperactividad, y muchos otros.
En conclusión, son muchos los grupos, las personas, que han sufrido, que sufren, que sufrirán. Hay mucho trastorno por estrés postraumático. Sin embargo, de estas virulentas realidades rebrota la empatía, la compasión, la generosidad, el altruismo.
El ser humano, como especie, dejó huellas desde tiempo inmemorial de dar tierra a sus muertos, y aún de ayudar en lo posible a los heridos o a quienes tenían más dificultades desde el momento del nacimiento.
No olvidemos que la historia se ha escrito con guerras, pandemias, hambrunas, desastres naturales y, sin embargo, hemos llegado hasta aquí con una memoria colectiva que se duele por el sufrimiento padecido y se ilusiona con la esperanza de un futuro mejor.
Enseñemos a nuestros hijos y aprendamos nosotros que, más allá del desarrollo tecnológico, seguimos siendo muy frágiles, que nos es muy difícil prever lo que acontecerá mañana. Aprendamos humildad de esta lección que nos ha venido impuesta. Y activemos los recursos que tenemos basados en la solidaridad y el compromiso.
Hemos de pensar no solo en nosotros, sino en los otros y en los que sufren la enfermedad, en los que todavía no se han recuperado de las secuelas neurológicas o de otros tipos de la COVID-19.
Luchemos colectivamente para apoyar a quienes más lo necesitan, por intentar que el paro laboral no nos supere y que la desigualdad social no se cronifique.
En Madrid, a 22 de julio de 2020
Javier Urra
Prof. Dr. en Psicología y Dr. en Ciencias de la Salud Académico de Número de la Academia de Psicología de España Primer Defensor del Menor
APRENDIENDO DÍA A DÍA
Hemos pasado un tiempo de perplejidad que se inició con la sorpresa, el miedo y la angustia. Dio paso a la aceptación de la situación y a la acomodación.
Ahora se nos dice que estamos en la nueva normalidad, pero no deja de ser un eufemismo, si bien todos entendemos lo que significa.
Es difícil para el ser humano acostumbrarse a la distancia social, a la pérdida de contacto (los besos, el piel con piel), porque somos un animal eminentemente social, y aún más en los países latinos.
Por otro lado, el ser humano como especie ha llegado hasta aquí gracias a su capacidad de adaptación y, por lo tanto, todos y cada uno de nosotros podemos aceptar el llevar la mascarilla, el reunirnos en lugares exteriores, el mantener una distancia. Estamos hablando de responsabilidad, de asunción de lo que es vivir en sociedad.
Hemos comprobado que el mundo es uno, que realmente para un ser microscópico las fronteras, las banderas, las ideologías, las creencias... no existen.
Cierto y verdad es que cada uno es un ser único e individual. Algunos somos más mayores o más vulnerables; otros, más jóvenes y, por sus características etarias y de la propia pandemia, se sienten invulnerables o, en todo caso, no preocupantemente afectados. Y llegados aquí, es responsabilidad de las familias, de los representantes políticos, de las fuerzas de seguridad, intentar que se cumplan las normas; pero, como digo, la responsabilidad máxima es de todos y de cada ciudadano.
La presión de grupo, colectiva, es esencial para la conducta de cada sujeto.
Las dificultades son muchas: grietas emocionales no fácilmente perceptibles ni por quien las sufre. Asimismo, existen disociaciones cognitivas y dificultades de interrelación, dada la subjetividad, la percepción de las circunstancias.
Por otro lado, la crisis económica pareciera atenuada por los ERTES y por la lluvia de euros procedente de Europa, pero la realidad es más bien otra: muchas empresas cerrarán, muchos autónomos no podrán continuar con su función, y todo ello genera un desequilibrio emocional, existencial.
Estamos conviviendo con la incertidumbre, una sombra que nos acompaña y que genera una profunda ansiedad en la ciudadanía. Bien es cierto que este es un momento para aprender a manejarse en la duda, para afrontar psicológicamente las dificultades y hacerlo no solo a título individual, sino familiar y social.
En el programa recURRA-GINSO hemos vivido una experiencia inmejorable. Tanto los jóvenes que residen en nuestro centro terapéutico en Brea de Tajo como sus padres han mostrado lo mejor de la persona en momentos de tensión.
Los chicos, en número de ochenta y cuatro, han pasado día a día este encierro con una actividad colaborativa, gustando de aprender, de compartir, de emitir los mejores mensajes a sus familiares, puesto que estos, y por videoconferencia, les han hecho llegar su ternura, su cariño, su amor.
Créanme cuando les digo que el confinamiento, y desde luego sin haber sido buscado, ha resultado para padres e hijos profundamente terapéutico.
En Madrid, a 27 de julio de 2020
Javier Urra
Prof. Dr. en Psicología y Dr. en Ciencias de la Salud Académico de Número de la Academia de Psicología de España Primer Defensor del Menor
CONFINAMIEDO
Se respira miedo, no precaución, prevención o respeto. Se respira miedo.
Incluso un distanciamiento de los otros como posibles transmisores de enfermedad, de muerte.
No se verbaliza, pero se desea que se anulen cumpleaños, bodas, actos que nos reúnen.
Estamos dañados emocionalmente, más de lo que creemos. Las pérdidas de vidas, la debacle económica, la percepción de vulnerabilidad, la incertidumbre... nos agobia, nos angustia, nos genera desesperanza.
Se aprecia un generalizado trastorno por estrés postraumático, con pensamientos recurrentes, dificultades para conciliar el sueño, reviviscencias.
Nos decimos que este es un verano atípico, y es que lo que nos acontece colectivamente es que nos atenaza la indefensión aprendida, un estado psicológico que aparece cuando se viven situaciones de forma reiterada en las cuales nuestros actos no influyen para modificar lo que nos acontece. Es por ello que pasivamente aceptamos un sufrimiento compartido, a la espera de que se nos indique qué hacer.
Nuestra individualidad ha quebrado y ha dado paso a la obediencia jerárquica que en algo nos exime de responsabilidad.
Estamos en estado de shock, aturdidos y sin capacidad de reacción, no percibimos locus de control interno, la vida no está en nuestras manos en la decisión personal.
Hay dolor, un crujido inaudible de sufrimiento, nuestra seguridad ha colapsado y vislumbramos un futuro imprevisible pero oscuro.
Precisamos apoyarnos unos en otros, pero nos disociamos al tener que mantener distancia, llevar mascarillas, primar el yo, aun por el bien del nosotros.
Nos invaden dilemas cotidianos que zarandean a la persona humana, eminentemente social.
Nuestra esperanza es la ansiada vacuna, pero nos preguntamos: ¿Qué acontecerá en ese tiempo de espera? ¿Volverán a confinarnos?
Hay personas, muchas, que no salen a la calle por decisión propia o por agorafobia. Los hay desequilibrados al haber perdido tratamientos y terapias para su enfermedad mental, para sus características especiales, para sus adicciones.
Y qué decir de los sanitarios, agotados física y psicológicamente, pues conviven con decisiones que hubieron de tomar contra su propia moral y ética y, además, arrastran el dolor por compasión.
Esta pandemia nos iguala como especie humana, pero pareciera que nos discrimina por grupo de edad.
Vemos egoísmo y generosidad; inconscientes y comprometidos. Pero no vemos líderes mundiales ni criterios científicos congruentes.
Acostumbrados a la soberbia que nos caracteriza como especie, hemos descubierto que somos muy vulnerables, y que el planeta sigue girando, y el resto de animales sigue viviendo sin necesitar de nosotros.
Buscamos respuestas relativas al colegio de los niños, al trabajo de los adultos, al ocio cultural, y no encontramos más que incertidumbre, ensayo-error.
Vivimos un baño de realidad, atisbamos lo esencial, ingenuamente creemos que vamos a cambiar sin percibir que la especie humana evoluciona, pero las personas no cambiamos. Es momento de afrontar psicológicamente los momentos de crisis que vivimos y que están por venir. Los mensajes deben llegar a cada individuo, pero también a la sociedad en su conjunto.
Preparemos nuestra mente, abramos cognitivamente el horizonte de posibilidades, anticipémoslas, visualicémoslas. Forjemos de esta manera nuestra motivación, voluntad y recursos.
En lo posible, dotémonos de herramientas como Internet. Si no contamos con este medio de comunicación, siempre que sea posible contemos con aquello que nos facilite vivir un segundo confinamiento, desde espacios abiertos para mirar en la distancia hasta libros, películas de cine… Pero también regalémonos una nueva afición.
El ser humano es adaptable, es resiliente, aguanta mucho más de lo que cree.
Es verdad que un segundo confinamiento colapsará algunas estructuras emocionales ya agrietadas. En ese sentido, busque mantener el contacto, aunque sea de manera virtual, con los terapeutas.
Recordemos que la humanidad ha llegado aquí tras pandemias, hambrunas, guerras mundiales.
Demos valor supremo a nuestra vida, pero dotándola de una razón de ser, que siempre serán los otros.
No permitamos que el miedo nos impida vivir, no olvidemos lo esencial, el compromiso, el dar lo mejor de uno, el aliviar a los demás.
Serán las noticias, los datos y, por tanto, la sensación de grave riesgo lo que podrá de nuevo confinarnos; primará la seguridad a la libertad individual.
Somos conscientes de que se nos ha privado de ver imágenes de féretros a cientos, a miles; pero lo sabemos, y callamos y lloramos la muerte de nuestros mayores sin respiradores.
Lo no dicho, lo ocultado, nos perjudica, su sombra nos acompaña.
Hay una responsabilidad de los gobernantes para prever, para no dejarse sorprender de nuevo. Y hay una corresponsabilidad ciudadana en las conductas, en los comportamientos, también para no crispar, para no violentar.
En Madrid, a 31 de julio de 2020
Javier Urra
Prof. Dr. en Psicología y Dr. en Ciencias de la Salud Académico de Número de la Academia de Psicología de España Primer Defensor del Menor
MALESTAR INESPECÍFICO
El primer confinamiento ha dejado una muy visible huella en la salud mental de la población, al ahondar en quienes ya eran pacientes y en el 25 % que lo son debido específicamente a la situación de angustia generalizada padecida durante varios meses.
Nunca dudemos de nuestra alta capacidad de adaptación, de resiliencia. No es que seamos fuertes, es que somos flexibles; pero el riesgo es que los más vulnerables quiebren ante una segunda oleada de soledad, de ansiedad, de sentimiento de desprotección. Por eso hay que reforzar la atención psicológica y psiquiátrica.
El malestar difuso que padecemos se explica desde la ansiedad anticipatoria, donde sufrimos tanto o más al imaginar lo que acontecerá que por el propio hecho en cuestión, pues hemos aprendido a gestionar esta situación, y ya hemos comprobado que podemos superarla sin que el encierro repercuta de manera catastrófica y devastadora.
Dicho lo cual, estamos saturados de frustración, de impotencia, al comprobar que no vencemos al virus que nos impone una forma de vida artificial, defensiva, limitada. Un primer y sacrificado confinamiento no nos permite adquirir la completa libertad.
Volver a empezar en el otoño es volver atrás, es plantearse para qué sirve el esfuerzo realizado, es buscar culpables, ya sean responsables políticos o colectivos irresponsables propagadores de rebrotes.
Aceptamos desde la sorpresa y el miedo la imposición del encierro; cuando lo que se nos transmite son recomendaciones, la respuesta es desigual. Y ante la perspectiva de nuevas restricciones, no son pocos quienes se posicionan desde la rebeldía y no desde la aceptación de un nuevo confinamiento.
Es esencial realizar un análisis de realidad para entender que tenemos un reto individual y colectivo, un problema al que los investigadores buscan solución, siendo que nosotros hemos de convivir con una situación no buscada, no deseada, y que nuestra conducta revierte en los demás, como la de ellos en nosotros.
Vivimos en la incertidumbre, que es un mal vivir, que conlleva ansiedad, la cual, cronificada, nos aproxima a síntomas depresivos. Estamos en permanente y agotadora alerta de datos, de miedo a colapsos hospitalarios.
Un segundo confinamiento agravaría síntomas que generan desesperanza ante la debacle económica, la quiebra del horizonte. Así, se llega a idear el suicidio como forma de acabar con una angustia que ahoga.
Hay que acompañar, tratar, apoyar a quienes padecen problemas mentales, conductuales, adictivos, y también a quienes no cuentan con el suficiente apoyo socioeconómico.
Precisamos contratar a mucho más personal experto en salud mental que trabaje presencialmente y, en su caso, mediante videoterapias de forma continuada.
Pudiéramos acordar que el 50 % de la población se ha sentido durante el confinamiento triste, incluso deprimida, y en no pocos casos desesperada. Claro que los más vulnerables son quienes no cuentan con red de apoyo social, quienes viven en hogares precarios, que ya parten de desigualdades previas. Téngase en cuenta para una rápida prevención no solo individual, sino colectiva.
Hemos de atender también prioritariamente a los sanitarios, con un reconocimiento constatable, más allá del aplauso ciudadano. No son pocos los que siguen en un necesario tratamiento psicológico. Y, por supuesto, a los supervivientes de la COVID-19 que sufren severas y limitativas secuelas.
Podemos y debemos normalizar los padecimientos leves, pues son provocados por las adversas circunstancias, pero hemos de anticipar la necesaria socialización de los niños en los colegios y el cálido acompañamiento a los más mayores, ya sea en sus hogares o en residencias (que no pueden ser vividas por ellos como una fatal encerrona).
Un reconfinamiento reabrirá heridas, duelos, soledades, y una lacerante pregunta: ¿No pudimos evitarlo?
Seguimos muy cansados, arrastramos pesimismo y la percepción de muchos de no tener una fuente de ingresos económicos, de haber perdido lo que tanto esfuerzo ha conllevado, sin visos de recuperación.
Una sociedad precisa de un objetivo. «Sangre, esfuerzo, lágrimas y sudor» fue la famosa frase de un verdadero líder, de un creíble líder: Winston Churchill. Fue un llamamiento colectivo, un señalamiento intransferible, personal, individual, para un logro común: el mantenimiento de la libertad.
Sin abdicar de ideologías y posicionamientos, hemos de adquirir un compromiso cívico, ciudadano, intergeneracional, sin dejar fuera a nadie. Saber que luchamos por el presente de nuestros mayores y por el futuro inmediato de nuestros jóvenes —y, a medio plazo, de nuestros niños— nos empuja a apretar los dientes, a convivir con sufrimientos e incomodidades, a ser solidarios, a tener una razón para vivir, para ayudar, para comprometerse, para sentirse concernidos.
Y es que el sufrimiento aislado de los demás es desesperante, devastador. Nos une la dificultad, el dolor, la tragedia. Más que curarnos las heridas, hemos de entonar un himno de perseverancia, de esperanza, mostrar una bandera de confianza en un futuro por construir.
No nos ha fallado la distribución de alimentos ni el sostén tecnológico para comunicarnos, ni las noticias. Hemos aprendido más de lo que conscientemente enumeramos. Han aflorado grandes y tiernos sentimientos; nos estamos conociendo más y mejor como individuos y como colectividad.
No es hora de esconderse bajo la cama ni de adoptar una cobarde o incómoda pasividad. Es tiempo de compromiso, de sentirse concernido, de sorprendernos gratamente a nosotros mismos por la capacidad de iniciativa, de ayudar, de ilusionar.
Los estragos económicos y sociales inciden de forma grave y directa en el equilibrio mental; añádanse colectivos vulnerables como pacientes con autismo y con discapacidad mental. Por ello, hemos de fortalecer el sistema de salud mental, pues son muchos los afectados (muchos de ellos ya padecían problemas mentales previos a la crisis sanitaria).
Nos acechan 5D: decepción, desánimo, desilusión, desesperanza, depresión. Y hemos de afrontarlas con expectativas laborales, con saberse no olvidado, y con explicitar la capacidad de regeneración social en los diversos ámbitos (económicos, de justicia, de cultura, de imaginación, creatividad, investigación, de arte).
La depresión colectiva conduce a la inercia, a la quietud. Para modificar el ánimo, precisamos de creencias, de aspiraciones por todos sentidas. Hay que ponerse en marcha. Pensar, sentir, hacer (cogitare, sentire, facite).
Los humanos somos solidarios por etiología neurobiológica, por desarrollo empático, por convicción, por necesidad. Sumemos voluntades, motivaciones. Comprometámonos desde la humildad individual para mejorar la existencia en este planeta y quién sabe si en otros, más allá de nuestro efímero vivir.
En Madrid, a 4 de agosto de 2020
Javier Urra
Prof. Dr. en Psicología y Dr. en Ciencias de la Salud Académico de Número de la Academia de Psicología de España Primer Defensor del Menor
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