Kitabı oku: «El juego de las élites», sayfa 4

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–Joder, gordo, llevo tres noches sin dormir, ¡qué pasada! No podía decirte nada porque Átomo es tan confidencial que hasta que no estuviera seguro de que estabas metido no quería arriesgarme a hablar contigo. Pero de puta madre que estés tú también. ¡Esto es la hostia, mariqueeeeeein!

Bernardo estaba tan cansado y desorientado que no sabía si ponerse a reír o decirle a Álvaro que se tomase una tila. Le contó que él también llevaba un par de noches casi sin dormir por culpa de Átomo, y que llevaba día y medio sin que nadie le dijera exactamente qué se esperaba que hiciera ahora.

–Pues tenemos que revisar las escrituras de titularidad de las acciones y los números de las acciones también –seguía soltando atropelladamente Álvaro, que estaba sinceramente feliz de tener a su compinche a su lado.

–¿Solo eso? ¿Y para eso hacemos falta los dos?

–Sí, gordo; yo ya ni veo los números y hay que sumar las acciones, comprobar que son correlativas… Con el coco que tú tienes para las mates te necesitamos. Además, en cualquier momento puede venir Tomás diciendo que todo está acordado y que firmamos inmediatamente, así que hay que darse prisa.

De repente Álvaro «le necesitaba». En fin, no quedaba otra, así que Bernardo se puso a la tarea, a la que siguió otra y otra y otra más, para finalmente, de madrugada como no podía ser de otra manera, asistir al acto solemne de la firma de los contratos por parte de Eléctrica y Gasista. Habían sido tres días con sus tres noches de trabajo ininterrumpido, sin dormir y casi sin comer.

Rodeado por los semblantes de deber cumplido de Tomás, «Henry», Álvaro y tantos más, Bernardo tenía una sensación de vacío tremenda. Todo este esfuerzo no era sino el primero de muchos similares que le esperaban. Si Tomás y «Henry», con veinte años más que él en edad y experiencia, también se habían pasado sus tres buenas noches sin dormir, su destino en El Gran Bufete no podía sino reservarle unas cuantas docenas de «matadas» similares. ¿Era eso lo que él buscaba al dedicarse a la abogacía? No estaba seguro de ello.

En medio de esas disquisiciones se le acercó un jovial, digamos más bien que «espídico», Álvaro:

–Joder, gordo, de esta seguro que nos cae un tombstone.

–¿Un qué?

–Sí, hombre, las placas esas de metacrilato con toda la información de la operación para conmemorar la firma. ¿No has visto nunca una? Las tienen todos los socios en las mesas de sus despachos.

Bernardo ahora caía. Se trataba de esas cositas transparentes con una hojita metida dentro que coleccionaban con tanto ahínco «Henry» y los demás socios de M&A. Tenían verdaderas filas de esas plaquitas alineadas de manera ordenada en un lugar visible del despacho como si tratase de trofeos de caza. El que más tenía era el más importante, el que acumulaba más mega-operaciones. A veces incluso lograban que les diesen dos o tres plaquitas por la misma operación, que por supuesto camuflaban entre las otras para hacer bulto y que no se notase que estaban «repes».

No sabía qué decir. Para Bernardo el tombstone de Átomo solo podría recordarle el absurdo vivido esas tres noches. No lo quería para nada. A sus ojos era como guardar de recuerdo la cruz en la que uno había sido clavado.

* * *

David llevaba meses desarrollando sus propias estrategias de supervivencia. Tras haber pecado de inexperto ya en demasiadas ocasiones en las que había acabado pringando de manera innecesaria, había logrado, a base de observación, encontrar la manera de que lo dejasen en paz. Sabía perfectamente que nunca podría irse a casa antes de las diez de la noche aunque fuera viernes y no tuviera nada de trabajo pendiente. Eso te convertiría en un vago. Sabía igualmente que tampoco podía quedarse calentando silla hasta esa hora, puesto que en cuanto algún socio le viera ocioso en su despacho lo «enmarronaría» con algún asunto nuevo. Así que se las ingenió para estar, pero sin estar. Para aparentar ocuparse, pero sin estarlo.

Su ritual comenzaba poco antes de las ocho de la tarde, que es cuando por una parte había concluido diligentemente con lo que tenía pendiente de hacer ese día, y por otra, aumentaba exponencialmente el riesgo de marrón. Porque era justo entonces cuando los socios comenzaban a pensar ellos mismos en irse a sus casas, por lo que iniciaban la ronda de búsqueda de júniores dispuestos a echarles «voluntariamente» un cable, esto es, a cargarse con el trabajo que aún tenían por hacer y así poder marcharse tranquilos a cenar con sus familias.

A esa hora David colocaba la chaqueta en el respaldo de su sillón, situaba estratégicamente dos o tres informes o contratos con revisiones bien visibles sobre la mesa y dejaba abierto en el portátil un contrato a medio redactar. Era sumamente importante tener configurado el ordenador para que no se activase el salvapantallas. Esto daría imagen de estar parado, de llevar tiempo inactivo fuera de su sitio y sin trabajar. Después se pasaba por la máquina de refrescos y comida. Compraba una lata de cualquier cosa y un par de sándwiches. Abría la lata, bebía un poco y la dejaba al lado de los contratos. Mordisqueaba uno de los sándwiches y dejaba el otro sin abrir. Los depositaba junto al refresco. A continuación salía del despacho dejando la luz encendida y la puerta bien abierta. Ya podía dirigirse a la biblioteca, donde a esas horas prácticamente no quedaba nadie. Allí se sentaba con un buen libro delante y dejaba pasar el peligro. Normalmente, llegadas las diez ya podía volver tranquilamente a su sitio, comerse los dos sándwiches, que también tenía hambre, recogerlo todo y marcharse a casa.

En algunas ocasiones la biblioteca estaba ocupada por abogados que estaban verdaderamente trabajando allí, buscando jurisprudencia o revisando doctrina. En tal caso, se dirigía a la planta baja, donde se encontraban las salas de reuniones. Preguntaba qué salas estaban libres a los encargados de la seguridad del edificio, que a esas horas ya habían hecho una primera ronda y habían apagado las luces de las salas que no estaban ocupadas ni se iban a ocupar ya. Se metía en la más lejana a la entrada, encendía la luz y volvía a sacar su libro. Era un plan casi infalible.

Casi. A veces fallaba, como esa tarde víspera de puente en que Tomás lo había enganchado para Átomo. Al tratarse de una reunión inesperada, los de seguridad no le habían podido advertir a tiempo y no había podido prever el riesgo que implicaba el estar allí a esas horas. Y lo cazaron. Así que David no llegaría nunca a recibir el tombstone de Átomo ni de ninguna otra operación. La operación del año había sido demasiado para él. Eso no era trabajar, ni asesorar, ni nada. Era una auténtica mierda que le ponía los nervios de punta y él no estaba dispuesto a aguantarlo ni un segundo más. Así que, de la manera más estrambótica, en medio de la reunión preparatoria de todo el equipo Átomo antes de acudir a la Notaría, se puso de pie en una silla y entregó oralmente desde ahí a «Henry» su carta de renuncia, a lo Club de los Poetas Muertos, su película favorita.

–Querido «Henry» –declamó delante de todos–, ha sido un inmenso placer formar parte de tu equipo. Como te he oído decir en muchas ocasiones, de verdad que habría estado dispuesto a pagar por haber tenido esta oportunidad de trabajar en un lugar así con abogados como tú. Porque he aprendido una barbaridad. Y es que en la vida se aprende más por el contraejemplo que por el ejemplo.

Se bajó de la silla, consciente de que jamás podría volver a trabajar ni en ese ni en ningún otro bufete. Mientras tanto retumbaban en su cabeza las notas de Lápiz cargado, el bombazo hip-hop de Dato Anómalo:

Llevo este lápiz cargado

De detonantes ideas

Con las que hoy he perpetrado

Aquí

Un despiadado atentado:

Hoy solo he escrito de aquello

De lo que no me han hablado

Ni de algo que habré leído,

Ni

De lo que otros han contado.

Ideas propias y feas

Sin un brillo milenario

Desprovistas de mecenas

Y

De espacio en los noticiarios

Sin apoyo popular

Por su falta de simpleza

Por tratar sin ligereza

Mil

Asuntos de gran calado

Llevo este lápiz cargado

¿Y tú?

Tú opinas de segundas

Sin contrastar lo escuchado

Por bueno el dictamen dando

Del que tan solo especula

Despreciando al que razona

Aquel que te contradice

Porque incluye mil matices

En tu realidad simplona.

Y es que el estudio asegura

Aterrizar en los grises

Donde nadie te bendice

Al ser la verdad oscura

Pues nos gusta más la cara

Más visible de la luna

Que la que reside oculta

Esperando a ser hollada

Llevo este lápiz manchado

¿Por?

Llevo este lápiz manchado

De oscura materia gris

Pues con él he trepanado

Con tu cerebro ya mil

De aquellos que como tú

Despreciaban las ideas

Que proyectaban la luz

En sus jíbaras cabezas

Su silencio pretendían

Su murmullo retumbaba

Las conciencias sacudía

Disparaba las alarmas

Por ello ha sido juzgado

Sin derecho a un abogado

Sentenciado y condenado

A no besar más papel

Llevo este lápiz quebrado

Por ti

Bajó de la silla, recogió las cosas de su despacho y se marchó por última vez tras despedirse de los guardias de seguridad, a los que él sí conocía por su nombre de pila.

Pasaba Bernardo sus primeros años de moderna esclavitud forjando su futuro entre opíparas comidas y cenas a base de sándwiches y pizza, poco dormir y mucho calentar silla, incluyendo por descontado los fines de semanas y fiestas de guardar. Rodeado siempre de otros desdichados y estajanovistas jóvenes entregados a su suerte. Al menos esa que ellos involuntaria o temerariamente habían escogido.

Mientras redactaba la innumerable certificación de la enésima reunión del consejo de administración de alguna sociedad, la otra mitad de «Los Chaquetas» entró como un torbellino en su despacho.

–Gordo, ¡eres el séptimo, cabrón!

–¿El séptimo qué, Álvaro?

–¿Es que no miras los mails? –le reprendió Álvaro con una mezcla de asombro y fastidio provocada por los celos–.

¡Séptimo en la clasificación de horas facturables del año pasado!

Pues para ser sinceros, no, no miraba los mails internos. Es que no le daba tiempo. Bastante tenía con los de trabajo.

Ahora bien, ¿el séptimo? No se podía creer que hubiera otros seis colegas aún más pringados que él. ¿Cómo era posible que seis abogados hubieran facturado más de 2.714 horas en un año? En cierto modo también le fastidiaba. Si al menos ese inhumano ritmo de trabajo le hubiera catapultado al primer puesto… Y lo peor era que esa barbaridad de tiempo facturado, duramente trabajado, no iba a tener impacto alguno en su remuneración en forma de bonus. Tendría que darse como mucho por satisfecho con pasar de ser abogado de segundo año a abogado de tercer año, salvando de esa manera el riesgo de perder el sitio tras las rotaciones y ser despedido por la firma.

Al menos eso era lo que a don Ramón le gustaba que temieran todos y cada uno de sus asociados, pues era la mejor receta para evitar molestas reivindicaciones salariales. La permanente sensación de estar en deuda con el patrón producía un efecto paralizante incluso en las muy desarrolladas y preparadas mentes de esos abogados que podrían encontrar acomodo en cualquier otro bufete o empresa y por más dinero del que les ofrecía El Gran Bufete. Se trataba sin duda de un sistema brillante, especialmente teniendo en cuenta que ni siquiera eran empleados, sino que mantenían una relación mercantil con el despacho de abogados. Bajo la romántica excusa de que eran en realidad profesionales liberales que mantenían la independencia, lo que se escondía era la pérdida de cualquiera de los derechos que, como la pensión, el subsidio por desempleo o el simple derecho a disfrutar de vacaciones, llevaban décadas adornando las condiciones salariales de cualquier empleado por cuenta ajena teóricamente mucho menos capaz e inteligente que ellos.

Así que, ¿un bonus? ¿En que estaría pensando? Suficiente era seguir vivo en ese campo de batalla a pesar de los tremendos y frecuentes errores que aún cometería pese a acumular ya dos intensos años de experiencia. Esos dobles espacios entre palabras, esas comas mal ubicadas, todos ellos graves atentados contra el grueso manual de house style del Gran Bufete. Como para encima pensar en medallas.

–Oye, Álvaro, ¿te has dado cuenta de que con el dinero que El Gran Bufete cobra por las horas que he trabajado este año se podría pagar más de diez veces mi sueldo? –le preguntó divertido a su amigo mientras levantaba la vista de la certificación.

Álvaro hizo el cálculo rápidamente en su cabeza.

–No es bueno pensar en esas cosas, gordo, que bastante suerte tenemos de seguir aquí –contestó el interpelado a su compañero evitando que su cabeza se intoxicara con tales pensamientos impuros que no podían llevarle a ninguna parte.

Pensar demasiado no llevaba a nada bueno. Bernardo no acababa de entender ni de compartir esos miedos atávicos, pero lo que realmente lo descorazonaba era que cada vez que encontraba la manera de acercarse a ese ideal iniciático que tanto lo cautivó al incorporarse dos años atrás al mundo profesional, a esa aspiración avivada por don Ramón de convertirse en un innovador jurista-asesor-abogado, el frontal rechazo que experimentaba lo sumía en el más profundo de los desánimos.

Todavía tenía fresca en su mente aquella ocasión, meses después de la operación de Gasística. «Henry» se encontraba por aquel entonces inmerso en el asesoramiento de una complicadísima Oferta Pública de Adquisición (las denominadas OPAs en la jerga empresarial, adquisiciones de grandes cantidades de acciones de una sociedad cotizada que implicaban la toma de control de la misma) que lo llevaban de cabeza a él y a don Ramón. Miguel Stravssen, una de las mayores fortunas de la Nación, les había realizado el encargo de asesorarle en la adquisición de un importante paquete accionarial de determinada sociedad cotizada eludiendo la obligación de formular una OPA, si es que esto era factible. Pese a las reticencias que en «Henry» despertaba el díscolo Bernardo, a quien Tomás había aconsejado probar en su equipo, apreciaba su capacidad de razonamiento diferente, por lo que, aunque dudara de la solidez de sus conocimientos, le había pedido darle al cocumen para tratar de encontrar la manera de realizar la compra de esas acciones evitando pasar por la temida OPA. Bernardo sintió que se le abrían las puertas del cielo de par en par. El socio más joven de la historia del Gran Bufete le había pedido nada menos que a él que idease una solución a un delicado problema jurídico, ¡encima en relación con una de las operaciones de más relumbrón de la temporada empresarial! Se trataba de hallar una manera de estructurar la adquisición que consiguiera convencer al regulador del mercado de valores de que la operación no implicaba en realidad un cambio en el control de la compañía.

Bernardo se puso manos a la obra, revisando todos los informes, dictámenes, memoranda y precedentes, tanto nacionales como del resto de Europa, todo lo escrito en español, inglés, italiano, alemán y francés, hasta corroborar que la estructura que había ideado tenía un sustento basado en otros entramados jurídicos previamente testados y que habían resultado aprobados por los respectivos supervisores de cada uno de esos mercados. Dedicó semanas al estudio, concentrado al máximo, totalmente motivado ante la idea de ser capaz de encontrar la manera de desbloquear la operación, hasta que finalmente completó la redacción de un extremadamente complejo informe de Derecho Comparado. Treinta densas páginas de razonamiento jurídico del que el propio Karl Popper se habría sentido orgulloso, planteando una hipótesis, poniéndola a prueba con otra contra-hipótesis, para finalmente de esa manera ir matizándola y acabar logrando un pleno acomodo jurídico.

Tras revisarlo una y mil veces, no fuera a ser que tanto trabajo se viera empañado por un par de espacios seguidos imprevistos, un sangrado mal justificado o una enumeración con números árabes y no romanos, dejó el informe sobre la mesa de «Henry» con las hojas impresas a una cara y unidas con un clip por la esquina superior izquierda, sin grapar, como se estilaba en las normas de presentación del Gran Bufete, el famoso house style. En el pequeño adhesivo amarillo pegado sobre la primera página puso, como era la costumbre, un breve mensaje para «Henry», tras dedicar casi media hora a pensar con detenimiento un texto que fuera una perfecta mezcla de contenido, asepsia e información no confidencial:

PARA: Enrique Garmendia

DE: Bernardo Fernández Pinto

Te dejo el informe sobre toma de control. Cuando lo hayas podido revisar me avisas.

Le parecía que había realizado un trabajo concienzudo. Y, además, había conseguido dar con una estructura que solucionaba el problema y desbloqueaba la operación. «Henry» iba a estar encantado. Ahora solo faltaba esperar a que lo revisara e hiciera sus comentarios. Bernardo estaba expectante por conocer la reacción del socio.

A los pocos días recibió una llamada de la extensión 1723. Era el número directo de «Henry». No le había llamado a través de su secretario. Buena señal. Eso es que le había realmente gustado el informe, se ilusionó Bernardo.

–Bernardo, ¿puedes bajar a mi despacho, por favor?

–Enseguida, «Henry» –contestó saltándose de la emoción su regla de no llamar por su apelativo apocopado a Enrique. Bajó de dos en dos los escalones hasta la primera planta, corrió hacia el despacho de «Henry» y… se encontró la puerta cerrada. Prudente, se dirigió a la mesa de Gabriel Martín, su secretario, y le preguntó:

–¡Hola, Gabriel! Había bajado a ver a «Henry» pero tiene la puerta cerrada, ¿sabes si está hablando por teléfono? –extremó la prudencia.

Gabriel miró al teléfono y vio la luz de la extensión de «Henry» apagada.

–No, no está hablando. Y no he visto entrar a nadie, así que puedes pasar. Llama antes, por favor.

Así lo hizo Bernardo. Llamó a la puerta con la fuerza precisa para que se oyera bien pero al mismo tiempo sin denotar la ansiedad que lo inundaba.

–Pasa, pasa, Bernardo, y siéntate.

Muy seco, pensó el aludido, que prefirió no darle muchas más vueltas y sentarse enfrente de la mesa de «Henry», tal y como éste le había indicado. Y ahí estaba, inquieto, a punto de preguntarle al socio qué le había parecido el informe cuando, de un rápido vistazo a la mesa del socio, se percató de que ni siquiera le había quitado el adhesivo amarillo.

Siguió sentado en silencio mientras «Henry» retiraba el adhesivo y comenzaba parsimoniosamente a leer la primera página del documento preparado con tanto esmero por Bernardo, quien no podía evitar una sensación extraña. Eso de revisar su trabajo delante de él le parecía extremadamente peculiar. ¿Acaso se iba a leer las treinta páginas con él presente? ¿Y le iba a ir haciendo preguntas a medida que le fueran surgiendo dudas?

Al cabo de pocos minutos, levantó la vista del papel, miró al horizonte con los ojos entornados como tratando de buscar una referencia, volvió al papel, de nuevo vista al horizonte. Bernardo estaba comenzando a desesperarse. Le parecía todo muy teatral. Pero la función no había hecho más que comenzar. De sopetón, el brillante y joven socio se levantó de su silla dando un golpe en la mesa y lanzó el informe en dirección a donde estaba Bernardo, que sintió cómo súbitamente le temblaban las manos mientras la boca se le iba secando progresivamente. Era increíble la sensación de desasosiego que podía llegar a experimentarse sin motivo alguno, tan solo a raíz de un simple gesto y sin que hubiera nada realmente que a uno se le pudiera reprochar. Edad adulta le llaman. Esa en la que la correlación entre mérito, esfuerzo y recompensa se ve turbada por el sesgo de la autoridad mal ejercida, los intereses creados, las envidias, los recelos, o sencillamente, la maldad. Esa clase de maldad en apariencia inocua que poco a poco se va instalando en el alma de todos y cada uno de nosotros, en muchas ocasiones fruto involuntario de cicatrices del pasado.

–«No existen en apariencia motivos sólidos que debieran impedir la adquisición pretendida» –leyó en voz alta «Henry» tras recoger de nuevo el informe mientras miraba fijamente al joven abogado apoyado en su retorcida sonrisa–. ¿Tú qué crees que pensará Miguel Stravssen cuando lea esto? ¿Qué va a pensar un importante hombre de negocios como él, que pone en manos del Gran Bufete su futuro empresarial, esa tarde otoñal al hojear este informe?

Bernardo no sabía qué contestar. «Joder, imagino que al menos antes de opinar se lo habría leído entero, no como tú», pensó.

–Así, de sopetón, un grandísimo problema jurídico se resuelve de un plumazo ¡en la primera línea de un informe! Cientos de miles gastados en asesores para concluir que «en apariencia» no existen impedimentos –continuó su furibundo ataque «Henry».

–Bueno, podemos eliminar esa frase y ponerla de otra manera en el apartado de conclusiones. Yo tan solo quería adelantar que existe una manera de…

–¡¡Ya está bien!! –le interrumpió «Henry» dando un segundo manotazo sobre la mesa con la cara teatralmente descompuesta por la ira.

–¡Acompáñame! –ordenó a Bernardo, que ya estaba bastante acojonado, mientras se dirigía en dirección a la puerta de su despacho empujando al júnior levemente con la mano derecha sobre su espalda.

Salieron juntos al pasillo, donde «Henry» le señaló el pequeño cartelito a la izquierda del marco de la puerta en el que aparecía en letras grandes el nombre del socio que lo ocupaba: Enrique Garmendia.

–Mira, Bernardo, no sabes la suerte que tienes. Si en este cartelito, en vez de Enrique Garmendia pusiera Tomás Cantalapiedra ya te habrían follado.

A Bernardo le parecía todo tan absurdo e irreal que se quedó sin palabras. Por un momento las lágrimas se le agolparon en los ojos, luchando por brotar, pero era más por rabia que por temor o vergüenza. ¡Si tan solo se había leído los primeros dos párrafos de un informe de treinta páginas! Había dedicado semanas a diseñar una solución que ni siquiera se dignaba a leer. Entonces, ¿para qué le había pedido el memorándum?

No supo qué decir. Ni tampoco llegó nunca a saber cómo consiguió «Henry» resolver el problema y lograr que finalmente Miguel Stravssen se saliera con la suya.

Bernardo tardaría aún unos años en volver a ver su informe. Buscando monografías para prepararse para otra OPA encontró una en apariencia muy sugerente de la Editorial Roman Law. En el capítulo seis aparecía un caso de estudio:

«Toma indirecta de control de sociedad cotizada: Derecho Comparado». Se trataba de la estructura diseñada por él años atrás para el Gran Bufete. Su autor: Enrique Garmendia.

* * *

Tanto a Bernardo como a Álvaro les acabarían finalmente promocionando de abogados de segundo a abogados de tercer año, como no podía ser menos por mucho que quisieran hacerles creer lo contrario. Habían trabajado como mulas y los clientes estaban satisfechos con su trabajo. Incluso algunos los llamaban a ellos directamente para pequeños nuevos encargos. Ese era un indicativo claro de estar haciendo las cosas bien.

Por supuesto, de bonus ni hablar. Aunque se movieran cómodamente entre los abogados que más horas facturaban al año. La sensación que los socios les trasladaban en las evaluaciones era que no podían confiarse lo más mínimo porque allí había otros jóvenes tan buenos o mejores que ellos. Que no habían ascendido, sino que más bien habían sobrevivido. Que iban raspados y seguían cometiendo errores imperdonables que los realmente buenos (¿quiénes serían esos?) nunca cometían. Así que vete tú a pedir un bonus.

Aun así, en definitiva se trataba de una promoción importante porque significaba el fin de las rotaciones y la asignación definitiva a un departamento. Al incorporarse al Gran Bufete, los novatos pasaban sus primeros dos años rotando durante estancias de ocho meses por diversos departamentos. Era como un período de prueba en el que El Gran Bufete podía valorar sus capacidades y en qué áreas del Derecho serían más útiles, y ellos mismos decidir qué materias eran las que más los atraían. Era una buena manera de aterrizar en el mundo laboral. Al final de cada una de las tres rotaciones el socio responsable del área en que había trabajado el júnior cumplimentaba una evaluación escrita en la que valoraba las capacidades del tutelado. Allí se juzgaba todo, desde los conocimientos técnicos hasta el aspecto físico. Con puntuaciones del uno al diez.

ORGANIZACIÓN DEL ESPACIO DE TRABAJO: 9

- Comentario del evaluador: Mesa de trabajo extremadamente ordenada, pero no etiqueta los códigos legislativos de acuerdo con las normas de house style del Gran Bufete.

- Comentario del evaluado: No me llegaron a tiempo las etiquetas y no pude ponerlas. En cuanto lleguen las coloco. Mis disculpas por ello.

Y así todos los apartados. Al final de la evaluación había una última casilla en la que el evaluador indicaba si, una vez completados los dos años de rotaciones, deseaba que le asignasen al abogado evaluado. Las opciones eran tres: SÍ, NO y NO DECIDIDO. Lo ideal era tener tres SÍ, aunque algún NO DECIDIDO no influía demasiado. Sin embargo, lo que provocaba la inmediata salida del joven abogado de la firma era recabar un NO por parte de alguno de los tres socios evaluadores.

Álvaro recibió el tercero de sus tres SÍ y llamó raudo a Bernardo, que acababa de terminar su tercera rotación con Pier Águila, uno de los socios recién nombrados en la última Junta anual del Gran Bufete.

–¿Qué pasa, gordo? ¿Te han hecho ya la evaluación? A mí me la acaba de hacer «Henry».

–Pues todavía no. Me ha citado Pier para dármela esta tarde. ¿Qué tal te ha ido?

–Muy bien. También me ha puesto un SÍ. Prueba superada. Ya estoy a salvo. A esperar ahora a ver dónde me asignan.

Al recabar tres SÍ Álvaro sabía que había superado el período de prueba y que formaba parte de ese cincuenta por ciento de la promoción que conseguía seguir en El Gran Bufete tras las rotaciones. Ahora solo le tocaba esperar a saber con qué socio lo asignaban finalmente para continuar su carrera profesional.

–¡Qué bien! ¡Enhorabuena!

–Gracias, gordo. Seguro que a ti Pier también te pone un SÍ. Con eso pasas el corte seguro.

Y es que Bernardo por el momento llevaba un SÍ de Tomás y un NO DECIDIDO de «Henry». Sabía tan bien como Álvaro que estaba al borde. Con un NO estaba fuera, aunque era imposible que Pier le pusiera un NO. El riesgo era que en lugar del SÍ, en la última casilla de su evaluación apareciera un NO DECIDIDO. Eso le dejaría al límite, en la frontera de los que pasan el filtro y los que no. Así que esa tarde, cuando recibió el formulario de evaluación de Pier, lo primero que hizo fue ir a la última página con el corazón acelerado. Cuando vio el deseado SÍ respiró tranquilo.

No solo le había dado su SÍ. Además de eso Pier había pedido expresamente que le asignasen a Bernardo, como finalmente ocurrió. Él habría preferido haber acabado en el departamento de Tomás, que era la gran estrella del Gran Bufete. Además, eso le habría permitido trabajar cerca de Álvaro, que finalmente había sido asignado a Henry, que había visto en él a un buen y dócil soldado. Sin embargo, Bernardo disfrutó así de su etapa más tranquila y cómoda en El Gran Bufete.

Su tercer año, el primero tras la asignación, su primero completo con Pier, le iba a permitir encontrar poco a poco su papel como segundo de a bordo de un socio. Con un rotante a su disposición. Y sin sobresaltos. Trabajando tan intensamente como antes pero sin tener la espada de Damocles de las evaluaciones permanentemente sobre la cabeza.

Fue uno de sus mejores años. Trabajó en multitud de medianas operaciones de M&A en las que pudo operar de facto como responsable del asesoramiento, al mismo tiempo que participaba codo con codo con Pier en un puñado de grandes transacciones en las que lo acompañaba haciendo las funciones de mano derecha. Pier era mucho más tranquilo y mucho menos estresado que Tomás. Además, confiaba en Bernardo y le daba cancha. No lo agobiaba con estupideces. Le dejaba volar solo y así él comenzar a tener sus propios clientes, pero al mismo tiempo le enseñaba la profesión. Bernardo se iba dando cuenta con el transcurso de los meses de que no era tan torpe como le habían intentado hacer creer. Le faltaba todavía mucha experiencia, aunque al acercarse al final de su tercer año en El Gran Bufete ya era consciente de que tenía las cualidades necesarias para dedicarse a esa profesión. Por fin comenzaba a tener claros sus objetivos. Aspiraba a acabar por ser él quien liderase el asesoramiento de las grandes operaciones, con una lista de clientes deseosos de recibir su sagaz asesoramiento. Ese era sueño, ser un abogado de campanillas. El nuevo Tomás.

* * *

La camada de abogados de tercer año, entre los que aún se contaban Álvaro y Bernardo, iba adelgazando progresivamente. De una forma lenta pero segura. Por una u otra razón, a esas alturas eran escasos los abogados que resistían y conseguían llegar al cuarto año. Algo menos de la cuarta parte de los que comenzaron juntos esa aventura. Y no necesariamente los mejores. Quizá sí los más preparados para aguantar esa mezcla de ritmo inhumano de trabajo y excelencia, aunque por supuesto siempre lo suficientemente cualificados. En El Gran Bufete nadie sobrevivía sin ser un excelente abogado, de eso no cabía ninguna duda.

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9788418811586
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