Kitabı oku: «En busca del eslabón perdido», sayfa 6
02
Primeros amores del arte y la tecnología en Argentina
1. Poéticas electrónicas y arte contemporáneo: historiografías divergentes
Durante los últimos años, diversos críticos y académicos han participado de un debate candente en torno al lugar que las poéticas electrónicas ocupan en el mundo del arte contemporáneo, así como la naturaleza de las relaciones establecidas entre ambas escenas. Uno de los autores más activos al respecto es Edward Shanken (2001, 2007, 2009, 2013, 2015), cuyo análisis sostiene que el crecimiento exponencial experimentado por el circuito del arte contemporáneo hegemónico (mainstream contemporary art) desde mediados de los años noventa ocurrió en paralelo a la expansión de las artes electrónicas (new media art), fenómeno que habría provocado el advenimiento de discursos divergentes:
Desde mediados de la década del noventa, el arte de los nuevos medios devino una importante fuerza para el desarrollo económico y cultural, estableciendo sus propias instituciones. La investigación colaborativa y transdisciplinaria en la intersección del arte, la ciencia y la tecnología también ganó estima y apoyo institucional con los programas de doctorado interdisciplinarios que fueron proliferando alrededor del mundo. Durante el mismo período, el arte contemporáneo hegemónico experimentó un crecimiento dramático en su mercado y su popularidad, impulsado por la prosperidad económica y la propagación de museo, ferias de arte y exposiciones internacionales. Este entorno dinámico nutrió una enorme creatividad e invención en el trabajo de artistas, curadores, teóricos y pedagogos que trabajan en ambas escenas. Sin embargo, raramente el arte contemporáneo hegemónico converge con el mundo del arte de los nuevos medios. Como resultado, los discursos han sido cada vez más divergentes.29 (Shanken, 2015: 75, trad. propia)

Antonio Berni, S/T, c.1970, imagen realizada por computadora, 33x72,5 cm. ©José Antonio Berni, Argentina y Luis Emilio de Rosa, Argentina
Podemos incluso retrotraer los postulados de Shanken hacia los comienzos del arte contemporáneo. Cuando en las primeras líneas del famoso artículo dedicado a la expansión del campo escultórico, Rosalind Krauss (2002a [1979]: 59) asevera que “en los últimos años una serie de cosas bastante sorprendentes han recibido el nombre de esculturas”, la autora enumera fotografías que documentan espejos ubicados en habitaciones comunes, líneas dibujadas en mitad del desierto estadounidense y pasillos con televisores, como Live-Taped Video Corridor de Bruce Nauman. Excepto la alusión a la fotografía y la videoinstalación, Krauss omite mencionar a una serie de trabajos que también la habrían dejado atónita. Lo cierto es que mientras se difundían las obras del minimalismo, el arte conceptual, el Land Art y otras de las manifestaciones descritas por Krauss, grandes referentes de la confluencia entre el arte y la tecnología –Mary Ellen Bute, Nicolas Schöffer, Gyula Kosice, Lucio Fontana, Michael Noll, Charles Csuri, Frieder Nake, Georg Nees, Lillian Schwartz, Charlotte Moorman y Nam June Paik, entre muchos otros– dilataban los límites del campo artístico hasta entonces conocido, a través de esculturas robóticas, instalaciones interactivas, animaciones, performances y obras realizadas por computadora.
A pesar de su concomitancia, ambos circuitos no tendieron a converger. Particularmente entre los años sesenta y noventa fueron consolidándose nuevos sistemas de creación, distribución y crítica, además de programas educativos que permitieron transformar el antiguo nicho en un mundo del arte independiente, con sus propios códigos y convenciones. Más aun, hacia fines de la década del ochenta y principios del noventa comenzaron a crearse instituciones que poco a poco impulsarían la conformación de las poéticas electrónicas como una escena autónoma, sustentada en museos, festivales y congresos específicos, entre ellas, el ZKM en Alemania, el InterCommunication Center en Tokyo, Ars Electronica y el International Symposium on Electronic Art –más conocido como ISEA–. En Estados Unidos el impulso institucional fue bastante más lento que en Australia, Japón y Europa, hasta que hacia fines de los años noventa la sustancial MIT Press se posicionó como una editorial clave para la publicación de libros especializados (Manovich, 2003; Quaranta, 2013). Desde los inicios de esa década, el Museo de Arte Moderno de San Francisco, The Walker Art Gallery en Minneapolis; y el Guggenheim, el Whitney Museum of American Art, el Museo de Arte Moderno y la Postmasters Gallery, en Nueva York, emprendieron la difusión de las artes electrónicas.
Este punto ha sido abordado por Domenico Quaranta (2013) quien, retomando la teoría de Howard Becker, argumentó que en las décadas del sesenta y setenta surgieron lenguajes artísticos que desafiaron los mundos del arte vigentes y, por consiguiente, acabaron relegando a sus artistas a un nicho apartado del ámbito del arte contemporáneo. Quaranta retoma la metáfora introducida por Tom Wolfe en La palabra pintada (2010 [1975]) para aprehender el vínculo establecido entre los movimientos de vanguardia y el establishment del arte. Wolfe describe aquella relación como un “ritual de apareamiento”, desarrollado en dos etapas. En la primera –“Danza de los bohemios” (The Boho Dance)– los artistas muestran su obra innovadora, realizada por fuera del arte establecido. En la segunda instancia, denominada “Consumación” (The Consummation), el establishment recluta a nuevos artistas y movimientos de la bohemia, transformándolos en figuras célebres del mundo del arte. El galanteo entre las poéticas electrónicas y el arte contemporáneo hegemónico nunca habría alcanzado la segunda fase. Se trataría entonces de un baile entre dos amantes que coquetean pero cuya relación nunca se llega a consumar (Quaranta, 2013).
La idea de que las poéticas electrónicas fueron consolidándose como un nicho aislado con respecto al arte contemporáneo fue asimismo analizada por Geert Lovink (2007). El teórico holandés sugirió que aquellas no lograron expandirse por fuera de la subcultura que conforman, al punto de constituirse como un campo independiente, fundado en torno a exposiciones, festivales, reuniones académicas y publicaciones especializadas, pero todavía relativamente separado de otras prácticas artísticas contemporáneas. Aunque vivimos en una época signada por la expansión de Internet, teléfonos celulares y diversas tecnologías que circulan cotidianamente en las sociedades de nuestros tiempos, hace diez años todavía las artes electrónicas parecían actuar en un gueto autorreferencial dominado por un “tecnofetichismo” (Lovink, 2007). Más adelante argüiremos que en gran medida la situación no ha sido alterada, por lo menos en nuestro contexto.
2. Materialidades inmateriales
La materialidad de las obras constituye uno de los ejes centrales a la hora de indagar en la divergencia historiográfica entre ambas escenas. Cierto desinterés del arte contemporáneo hegemónico hacia las obras tecnológicas radicaría en la materialidad de estos proyectos, basados en dispositivos y artefactos que frecuentemente obstaculizan la comprensión de sus dimensiones conceptuales. Por lo tanto, hasta que el mercado no termine por acoger a estas prácticas, la historia del arte electrónico no será reconocida por el arte contemporáneo dominante (Shanken, 2013). Como Patrick
Lichty (2013) discute en su respuesta al polémico artículo de Claire Bishop30 (2012), la supervivencia del sistema de las artes visuales, cuyo apego a los objetos coleccionables es aún primordial, se siente amenazado por la desmaterialización que introduce la revolución digital, idea que de cierto modo es reconocida por la propia Bishop (2012: 441, trad. propia): “en la situación más utópica, la revolución digital abre una nueva realidad de cultura colectiva, desmaterializada, desprovista de autores y con dificultades para ingresar al mercado; en el peor caso, da signos de la inminente obsolescencia de las artes visuales en sí mismas”.31 Uno de los aspectos subrayados por Bishop es la ausencia de reflexión crítica acerca de las tecnologías digitales empleadas por las obras. Según su perspectiva, son pocos los proyectos que tematizan o reflejan profundamente cómo experimentamos y somos alterados por la digitalización de nuestra existencia (Bishop, 2012). No solo podemos objetar la afirmación de la autora proporcionando ejemplos de artistas que exploran la especificidad del medio de modos diversos, sino además arriesgar que la tesis de Bishop comete el error de suponer que las artes electrónicas deberían explícitamente hacer referencia a las tecnologías involucradas, cuando a otras prácticas contemporáneas no se les exige la tematización o el reflejo de los medios y herramientas de los cuales se valen. Lo cierto es que el adjetivo “electrónico” no contribuye con la reconciliación de ambas escenas. Convendría preguntarse si la dificultad de las poéticas electrónicas para integrarse al mundo del arte contemporáneo no estaría en parte ligada a su clasificación como tal, dada la jerarquización de su condición “tecnológica”. Asimismo, deberíamos inquirir en la necesidad de resaltar las herramientas o medios implicados en las obras, teniendo en cuenta que cuando se hace referencia a la pintura no se habla de arte “oleoso”, o cuando se alude a la escultura no se enfatiza su carácter “marmóreo”.
Por otro lado, cuando Bishop refiere a la desmaterialización como una cualidad distintiva de la revolución digital, no considera que la noción de obra desmaterializada se remonta por lo menos a los inicios del arte contemporáneo, en la medida en que el concepto no alude a la ausencia de materiales ni niega la existencia del aspecto material de las obras. Por el contrario, remite a la emergencia de materialidades que hasta entonces no habían formado parte del ámbito de las artes. De allí que Lucy Lippard (2004: 33) explicara en Seis años: la desmaterialización del objeto artístico de 1966 a 1972, un texto dedicado al análisis del arte conceptual reciente, que la desmaterialización es interpretada como una “retirada del énfasis sobre los aspectos materiales (singularidad, permanencia, atractivo decorativo)”, es decir, una pérdida de protagonismo del aspecto material, estético y formal de la obra. Ya en 1967, junto con John Chandler, Lippard había escrito el artículo “The Dematerialization of Art”, publicado en febrero de 1968 en Art International. Los autores allí sostenían:
Durante los años sesenta, el proceso anti-intelectual, emocional/intuitivo del quehacer artístico, característico de las últimas dos décadas, comenzó a dar lugar a un arte ultra-conceptual que enfatiza el proceso de pensamiento de manera casi exclusiva (…) Esta tendencia parece estar provocando una profunda desmaterialización del arte, especialmente del arte como objeto y, si continúa prevaleciendo, puede resultar en la obsolescencia total del objeto. (Chandler y Lippard, 1968: 31)
La hipótesis que revela ciertos procesos de desmaterialización en obras que no recurren a medios tecnológicos ha sido el nudo gordiano de la curaduría de Jean-François Lyotard en Les Immatériaux, una exposición organizada en el Centro Georges Pompidou entre marzo y julio de 1985. Por inmateriales Lyotard comprendía la emergencia de nuevos materiales y materialidades devenidos de la expansión de las tecnologías telecomunicacionales, los cuales comenzaban a transformar la sensibilidad y generaban una ruptura con respecto a la concepción moderna de materialidad, asociada a obras, objetos y cuerpos asibles. Sin embargo, la exposición no se limitaba a difundir las obras que resultaban de la experimentación con los nuevos medios (imágenes computarizadas, hologramas y piezas lumínicas), sino también trabajos futuristas, constructivistas y postimpresionistas, entre otras creaciones realizadas en soportes y lenguajes tradicionales32. Las diferentes obras se encontraban organizadas según los cinco ejes conceptuales que estructuraban la curaduría, de acuerdo a un modelo telecomunicacional basado en los conceptos de medio, receptor, emisor, código y referente:
¿De dónde vienen los mensajes que nos son propuestos (cuál es su maternidad)?, ¿A qué se refieren estos mensajes (a qué materia adscriben)?, ¿Según qué códigos son descifrables (cuál es su matriz)?, ¿Sobre qué soporte son inscritos (cuál es su material)?, ¿Cómo son transmitidos a sus destinatarios (cuál es la materialidad de esta dinámica)? Estas secuencias son ilustradas por objetos provenientes de ámbitos heterogéneos (pintura, biología, fotografía, arquitectura, astrofísica, música, etc.), reagrupadas de acuerdo con el régimen de una pregunta única que ilumina un aspecto de la complejidad. (Lyotard, 1985: 2, trad. propia)33
Es decir que la desmaterialización de la obra, iniciada en los años sesenta, implicó la experimentación con nuevos materiales y la implementación de materialidades difíciles de ser percibidas sensorialmente por carecer de existencia concreta, como es el caso de la materialidad de la información (Kozak, 2015). Aunque volveremos sobre el problema de la desmaterialización al analizar algunos proyectos realizados en el ITDT y el CAyC, cabe adelantar aquí que el concepto no supone un rasgo privativo de las artes tecnológicas, ni constituye un atributo específicamente devenido de la revolución digital como sugirió Bishop. Por el contrario, entraña uno de los aspectos característicos de la expansión propia del arte contemporáneo en su afán de forjar una nueva concepción de obra que trascendiera ampliamente las fronteras del campo artístico instituido. Un enfoque teórico de esta naturaleza estimula ciertas reformulaciones de la historiografía del arte contemporáneo, de manera que efectivamente en ella coexistan expresiones del proceso de desmaterialización tecnológica –píxeles, proyecciones, algoritmos, efectos lumínicos y comportamientos cinéticos– y otras manifestaciones contemporáneas –obras conceptuales, arte povera, Land Art, solo por mencionar algunos ejemplos– las cuales, sin recurrir a las tecnologías, también propusieron desmaterializar los proyectos mediante la puesta en jaque de la idea de obra de arte material, física, tangible, permanente y cerrada, predominante a lo largo de la historia de las artes visuales en Occidente.
3. El lado B de la historia del arte
Las tensiones conceptuales repuestas en las páginas precedentes incitan nuevos relatos historiográficos, a través de la configuración de un discurso híbrido que pueda tender puentes entre las historias de cada escena. Esto permitiría contrarrestar cierta inclinación de la práctica y teoría del arte contemporáneo a acuñar nociones vinculadas a la cultura digital y la conectividad global –“interactividad”, “programación”, “redes”–, omitiendo un estudio profundo de los aspectos tecnológicos y científicos necesarios para la comprensión de las obras (Shanken, 2015). El llamado de Shanken a fundar nuevas perspectivas que permitan repensar los puntos de contacto entre las poéticas electrónicas y la escena hegemónica fue plasmado en su ensayo “Art in the Information Age: Technology and Conceptual Art”. En este escrito el autor propone revisar las relaciones entre el arte conceptual y obras “tecnológicas” que no han sido incorporadas en los relatos canónicos sobre el conceptualismo, si bien ambas constituirían manifestaciones anticipadas de la denominada “era de la información” (Shanken, 2013: 112). De manera análoga, su libro Art and Electronic Media, editado por Phaidon en 2009 como parte de la colección Themes and Movements, plantea un abordaje heterodoxo. Mientras que cada uno de los volúmenes que integran la serie están dedicados a diferentes tendencias y movimientos artísticos (minimalismo, arte conceptual, Land Art, arte povera, dadaísmo, surrealismo y pop, entre otros), Shanken disputó aquellas fronteras tradicionales estructurando su trabajo en función de temáticas que no son cronológicas ni tampoco se basan en los medios empleados por los proyectos, sino que apuntan a develar continuidades entre distintas épocas y géneros: “(…) procedo a derribar los sistemas de valoración basados en el mercado al unir perfectamente a artistas contemporáneos de primera categoría como Bruce Nauman, Jenny Holzer y Olafur Eliasson con grandes figuras del arte de los nuevos medios como Roy Ascott, Lynn Hershman y Stelarc” (Shanken, 2013: 116). La organización del libro deja entrever una de las principales hipótesis de las que Shanken se vale para proponer una revisión de la historia del arte canónica, a saber, que la innovación técnica y el uso de tecnologías emergentes como medios creativos tuvieron continuidad en la historia del arte occidental, desde la creación de la pintura al óleo hasta el desarrollo de entornos virtuales interactivos y el arte telemático (Shanken, 2009). Sin embargo, esta clase de enfoques transversales no han sido frecuentes en muchas de las teorías extensamente difundidas:
Por ejemplo, Art Since 1900 (2004) es un texto canónico sobre el arte moderno y contemporáneo escrito por Hal Foster, Rosalind Krauss, Yve-Alain Bois y Benjamin Buchloh, el que podría considerarse como el principal grupo de historiadores del arte contemporáneo de Estados Unidos, sino del mundo. Sin embargo, es tal el grado de desconocimiento (o de hostilidad) de sus autores respecto a cualquier tipo de arte que utilice medios tecnológicos, que ignoran incluso los mayores hitos de los discursos de la historia del arte de los nuevos medios, como Billy Klüver y E.A.T. Si Klüver y E.A.T. no le resultan familiares al lector, no es por su culpa, sino que más bien eso demuestra el problema. (Shanken, 2013: 114-115)
Un caso similar tratado por Shanken consiste en la desatención de teóricos como Rosalind Krauss o Charles Harrison hacia las reflexiones de Jack Burnham sobre el campo escultórico. En sus investigaciones sobre el arte conceptual y la historia de la escultura moderna, los autores parecen desconocer los postulados del escritor inglés, cuyos libros Beyond Modern Sculpture: The Effects of Science and Technology on the Sculpture of Our Time (1968), The Structure of Art (1971) o The Great Western Salt Works (1973), compilación de artículos publicados en Arts Magazine y Artforum en los años precedentes, abordan temas afines a los estudios de Krauss y Harrison:
En lugar de dignificar las teorías artísticas de Burnham disintiendo con él de manera directa, Harrison eludió referir explícitamente a él. Al igual que la teórica y crítica americana Rosalind Krauss, esta exclusión contribuyó con una agenda crítica en revistas de arte influyentes que han minimizado las contribuciones de Burnham hacia la historia del arte. Passages in Modern Sculpture de Krauss no incluyó Beyond Modern Sculpture en su bibliografía.34 (Shanken, 2001: 159, trad. propia)
En realidad, si bien en Pasajes en la escultura moderna, Krauss (2002b [1977]: 207) sí menciona Beyond Modern Sculpture de Burnham cuando recupera determinadas obras que hicieron uso de las tecnologías, por ejemplo, Modulador de espacio-luz de Moholy-Nagy, las citas apuntan a criticar la tesis de Burnham, de acuerdo a la cual la ambición fundamental de la escultura habría sido desde sus inicios la reproducción de la vida, mientras que la expansión de las nuevas tecnologías permitiría a largo plazo asimilarla a la cibernética. Krauss cuestiona esta idea argumentando que muchas obras nunca tuvieron una intención mimética, como los readymades duchampianos, las construcciones de Picasso, o bien el proyecto de Tatlin para el monumento a la Tercera Internacional. No obstante, el futuro de “metas fáusticas” (Krauss, 2002b [1977]: 209) que vislumbra en los postulados de Burnham, conduce a la autora a derivar conclusiones que corren el riesgo de ser leídas como simplistas y apresuradas:
El libro de Burnham es una de las exposiciones más amplias y minuciosas de la escultura puesta al servicio de una concepción mecanicista del mundo. Pero, lejos de ser necesaria, esa concepción es precisamente contra lo que gran parte de la escultura contemporánea (y del arte en general) quiere luchar. (Krauss, 2002b [1977]: 210)
Es seguro que por momentos la concepción teleológica de Burnham acerca del desarrollo de la escultura insinúa que los medios tecnológicos pueden ser utilizados de manera neutral, descuidando que los modos en que éstos son empleados implican determinados posicionamientos socio-políticos. No obstante, la dura sentencia de Krauss olvida interpretar el trabajo de Burnham en sintonía con las transformaciones operadas en la escultura contemporánea no necesariamente tecnológica, en el marco del proceso de desmaterialización que empezaba a caracterizar a las obras producidas en los años sesenta y la irrupción del arte conceptual. El fenómeno referido por muchos críticos de la época como “desmaterialización del objeto artístico” y “post-formalismo” era descrito por Burnham según la retórica de la comunicación y las nuevas tecnologías (Lee, 2004). Aparentemente, Krauss y otros críticos contemporáneos no concibieron dichas conexiones.
Otra de las fricciones entre la escena del arte contemporáneo y las poéticas electrónicas fue revelada por Shanken en 2010, cuando en Art Basel organizó una mesa redonda titulada “Contemporary Art and New Media: Towards a Hybrid Discourse”. Los invitados a disertar sobre el tema fueron Nicolas Bourriaud, Peter Weibel y Michael Grey, tres referentes de ambos circuitos. Según Shanken (2013: 117), una muestra evidente de la escisión entre los dos mundos es que Weibel y Bourriaud no se conocían, a pesar de que el primero es uno de los artistas y teóricos más significativos de la escena del arte y la tecnología, mientras que el segundo es un reconocido curador y académico en el terreno del arte contemporáneo dominante. Las discusiones devenidas allí fueron productivas, dado que pusieron de manifiesto algunos de los prejuicios que muchas veces recaen sobre las poéticas electrónicas. En línea con la perspectiva esbozada en su libro Estética relacional, Bourriaud sostuvo que las tecnologías influyen de manera indirecta en el desarrollo de las prácticas artísticas, en tanto la irrupción de cualquier nueva tecnología inaugura modelos de pensamiento hasta entones inexistentes: la fotografía repercutió entre los artistas impresionistas, configurando un nuevo modo de ver el mundo. Para el autor francés, la computadora o la red no constituyen medios en sí mismos, sino herramientas empleadas en el contexto de la era postmedia. Luego de la exposición de Bourriaud, Weibel retomó el impacto ejercido por la fotografía en la pintura del impresionismo, para recordar que a su vez el campo fotográfico produjo sus propias obras. En pocas palabras, sería un error dejar de considerar a las tecnologías como medios legítimos destinados a la creación artística. Shanken (2013: 120) sintetizó la contradicción de esta manera: “Peter Weibel retomó astutamente la distinción de Bourriaud entre influencias directas e indirectas y advirtió la incongruencia de valorar la influencia indirecta de la tecnología al tiempo que se ignora el uso directo de la tecnología como medio artístico de pleno derecho”. De acuerdo a su opinión, las argumentaciones de Bourriaud acaban legitimando el discurso del arte contemporáneo hegemónico, el cual frecuentemente se ha mostrado reacio a aceptar como parte de su historia a muchas de las prácticas artísticas que incorporan medios emergentes. Este punto condujo al autor a concluir que “(…) un relato del arte contemporáneo en el que los nuevos medios sean un componente central requiere una historia diferente que incluya una reevaluación de los hitos principales” (Shanken, 2013: 118).
Un relato planteado en estos términos supondría analizar, por ejemplo, la obra de Sol LeWitt en relación a otros proyectos contemporáneos, los cuales, a través del uso explícito de las tecnologías, también atendieron a las lógicas matemáticas que gobernaban la propuesta artística. Entre ellos, las obras algorítmicas de Manfred Mohr, como su animación por computadora titulada Cubic Limit, realizada entre 1973 y 1976 investigando las posibilidades de la combinatoria programada, o las variaciones geométricas de Vera Molnar, quien a partir de 1968 comenzó a utilizar el ordenador para diseñar dibujos lineales que originalmente eran ploteados y, años después, pasaron a ser impresos. Independientemente de las diferencias en los medios y herramientas utilizados por cada uno de los artistas, en los tres casos las prácticas artísticas demuestran un carácter sistémico, asociado al devenir de obras abiertas y procesuales fundadas en las relaciones dinámicas establecidas entre sus partes, así como en las estructuras que subyacen en determinados comportamientos perceptibles.
En el contexto argentino, la historia del arte generativo por computadora podría hibridarse con sus tempranas manifestaciones en el campo pictórico. En 1960, Miguel Ángel Vidal y Eduardo Mac Entyre redactaron el “Manifiesto de arte generativo”, donde describieron a la pintura generativa como aquella capaz de engendrar secuencias ópticas mediante un desarrollo producido por una forma. Ya en ese entonces detectaban la relación entre la pintura generativa y nociones vinculadas a la tecnología, como la fuerza y la energía. Incluso la definición del término “generador” que los artistas proporcionan en su escrito, “dícese de la línea o la figura que por su movimiento engendra respectivamente una figura o un cuerpo geométrico” (Mac Entyre y Vidal, 1960), evoca un grado de autonomía de los elementos plásticos con respecto al plano, coincidente con la difundida caracterización de las prácticas artísticas generativas según Philip Galanter (2003). Su teoría sostiene que los artistas generativos ceden el control de la obra a un sistema que opera con cierta independencia de acuerdo a una serie de reglas e instrucciones preestablecidas. Mientras que la pintura generativa nace de la vibración, el giro y el desplazamiento de los elementos plásticos que se originan progresivamente despegándose de la superficie plana que los contiene, el arte generativo basado en las tecnologías digitales es creado por medio de algoritmos que constituyen la arquitectura de datos a partir de la cual la obra se autogenera.35
No obstante, el relevamiento de puntos de convergencia entre ambas historias no debe limitarse a un relato lineal de desarrollos encadenados que descuide las especificidades de sus respectivas prácticas. Söke Dinkla (1996) expuso críticas oportunas hacia la homologación sin distinciones entre las primeras obras participativas de los años cincuenta y sesenta, como ambientaciones, performances y happenings, y el surgimiento del arte interactivo. Frente a las ideas de Regina Cornwell y Erkki Huhtamo, quienes postularon que el rol activo del público en las obras interactivas es una derivación directa de las reconfiguraciones instauradas con el happening y otras manifestaciones del arte participativo –Allan Kaprow, Robert Rauschenberg, Yoko Ono, Fluxus y Situacionismo, entre otras–, Dinkla propone atender también a las diferencias introducidas por las características privativas de la interactividad. Aunque los trabajos de Jeffrey Shaw, Lynn Hershman Leeson, Peter Weibel y Bill Seaman reconocen nexos con el arte participativo, las producciones de Myron Krueger o David Rokeby resultan de sus métodos orientados hacia la investigación estrictamente tecnológica (Dinkla, 1996: 282). Por otro lado, si el happening se vincula con el teatro experimental y su distanciamiento de la estructura dramática clásica, gira en torno a la relación (neo)vanguardista arte/vida y sus artistas aún se encuentran presentes en la obra, los proyectos interactivos no proceden de géneros artísticos determinados, reemplazan el vínculo arte/vida por el par arte/tecnología, sus autores desaparecen de la escena al ser sustituidos por procesos automatizados y el material artístico de las obras es el diálogo entre el programa y el usuario (Dinkla, 1996: 288-289). Las particularidades de unas y otras prácticas también tienen que ser consideradas al momento de elaborar un nuevo relato sobre el arte contemporáneo.

Miguel Ángel Vidal, Estructura generativa, 1969, Medium screenprint, 29x46,5 cm.
La construcción de una nueva historia del arte –o bien, de su “lado B”– exige la adopción de herramientas epistemológicas que permitan complementar conocimientos de la teoría e historia del arte con determinadas nociones sobre ciencia y tecnología. Y allí reside uno de los mayores desafíos. En la introducción de New Media in the White Cube and Beyond: Curatorial Models for Digital Art, Christiane Paul (2008b) caracteriza al paradigmático cubo blanco como un espacio que presenta evidentes limitaciones para albergar propuestas performáticas o que, aun cuando no lo sean, solicitan espacios que no se limiten a la contemplación estética. Al igual que es preciso reformular el contexto adecuado para exhibir toda clase de poéticas electrónicas, cabe repensar las perspectivas teóricas desde las cuales dichas obras son abordadas:
Los nuevos medios nunca podrían ser entendidos solamente desde la perspectiva de la historia del arte: la historia de la tecnología y las ciencias mediales desempeñan un rol igualmente importante en la formación y recepción de las artes. Los nuevos medios requieren de una alfabetización mediática.36 (Paul, 2008: 5, trad. propia)
La alfabetización referida por Paul implica la instrucción de nuevos espectadores, pero también –en primer lugar– supone la formación de historiadores del arte, críticos y curadores, quienes además de analizar las obras estéticamente, comprendan su propuesta técnica y puedan desentrañar comportamientos a menudo complejos.
Ücretsiz ön izlemeyi tamamladınız.