Kitabı oku: «Mis memorias de África»

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PRESENTACIÓN

Me uno con gratitud a Mons. Jesús Sanz Montes, arzobispo de Oviedo, por haber tenido la delicadeza de compartir con nosotros lo que supone la misión en su vida y así ayudarnos a crecer en este sentido misionero al que todos estamos llamados, puesto que la mejor forma de anunciar el Evangelio es el testimonio, y este libro así lo confirma. El papa Francisco dice: «Quien se deja atraer por la voz de Dios y se pone en camino para seguir a Jesús descubre enseguida, dentro de él, un deseo incontenible de llevar la Buena Noticia a los hermanos, a través de la evangelización y el servicio movido por la caridad. Todos los cristianos han sido constituidos misioneros del Evangelio» (Mensaje con motivo de la Jornada de Oración por las Vocaciones 2015). Hoy en día, la misión tiene como finalidad fundamental «llevar a Cristo» a todas las gentes de cualquier condición, cultura y raza que puedan darse. De ahí que sea apasionante hacer posible que muchos descubran lo mejor y más preciado que hay en la vida del ser humano: Jesucristo y su amor por todos.

Hago notar que estos escritos-testimonio han sido redactados por un relator especial, que es el señor arzobispo de Oviedo, que sabe usar la pluma con mucha elegancia y, al mismo tiempo, como un imán atrae con sus historias a quienes las leen. Espero que sea, para todos los lectores, un momento de experiencia misionera y de motivación esperanzadora en esta época que necesita atractivos positivos e ilusionantes. No debemos dejar que pase el tiempo sin dejarnos impresionar por la acción de Dios en nuestras vidas, y estos testimonios son un rayo de luz que ilumina nuestro camino. La torpeza del ser humano más nociva es cuando se deja llevar por sus propios impulsos sin sentido y sin meta a la que llegar. No olvidemos que Dios se hace visible en el amor que nace y renace en un corazón enamorado y se manifiesta, en nuestras vidas, a través de Jesucristo, que ha dado lo mejor de sí para salvarnos.

Tal vez nos preguntemos la razón fundamental de este libro o cuál ha sido la motivación para escribirlo. Es muy sencillo: la visita del señor arzobispo a los misioneros de su archidiócesis que se encuentran en tierra de misión, y de modo especial en el continente africano. El relato no tiene nada que ver con una novela virtual y fantástica, sino con algo vivido en primera persona. Es la manifestación de unas personas que, por amor a Jesucristo y a su Iglesia, se entregan a los más necesitados sin preocuparse de otra cosa que la de mostrar que el humanismo auténtico y verdadero nace y crece en un corazón generoso por amor a Jesucristo y a todos aquellos a los que él ama.

Todos somos misioneros desde el momento en que recibimos el bautismo y tenemos el deber de anunciar al Señor de nuestras vidas a aquellos que aún no lo conocen. Al declarar un mes misionero extraordinario (octubre de 2019), el papa Francisco ha puesto el acento en que, si somos bautizados, somos enviados. Para el cristiano que está bautizado no existe la cerrazón y apropiación de su vida de creyente en su corazón y nada más. El regalo de Dios, que se ha recibido gratis, con generosidad se ha de poner a disposición de los demás. Estoy seguro de que este libro ayudará a crecer en el camino de vida creyente en Jesucristo, y así lo deseo.


+ FRANCISCO PÉREZ GONZÁLEZ

arzobispo de Pamplona y obispo de Tudela

presidente de la Comisión Episcopal de Misiones


PRÓLOGO


Muchas veces me he quedado absorto ante esa escena bíblica que marca todo un comienzo en la historia creyente de un pueblo. Se trata de cuando Dios decide recomenzar una alianza con su criatura más asemejada y parecida de cuantas salieron de sus manos creadoras. Salió mal el primer intento, por así decir. Y, tomando la fruta prohibida, aquel hombre y mujer primeros se enajenaron de Dios, se inculparon mutuamente entre ellos y tuvieron que asumir la vida y el trabajo con sudor en la frente y dolor en las entrañas. Esto fue hace tanto tiempo, siglos de una historia sagrada en la que median los años y las enseñanzas. Por eso Dios no se arredró y, tomándose tiempo, quiso volver a un nuevo comienzo empezando por Abrahán. Y aquí viene la escena de mis asombros: «El Señor dijo a Abrán: “Vete de tu tierra y de tu patria y de casa de tu padre a la tierra que yo te mostraré; de ti haré un gran pueblo, te bendeciré y engrandeceré tu nombre, que servirá de bendición”» (Gn 12,1-2). Salir de tu tierra, esa que es tu suelo patrio, esa que ha sido tu propio hogar… Es como una parábola del desarraigo más drástico y preciso, para arraigarse en otra que no es sino fruto de un regalo, de un don, de una indicación, pero nunca de una conquista o de una colonización.

Salir de la tierra en esta historia salvadora que la Biblia relata es dejarse llevar continuamente por Dios, fiarse de él y no adueñarse de cuanto cómodamente podríamos controlar con todos nuestros filtros y seguridades. Es aceptar que la trama de mi vida, los hilos de mi biografía, no son objeto de mi propia apropiación. Todo un misterio que me arrastra al éxtasis que me empuja, al éxodo que me saca, a la certeza de que mi vida solo descansa en Dios. Y muchas veces, en mi camino cristiano, como bautizado que soy, como religioso franciscano, como sacerdote y obispo, me he visto en esa tesitura en la que el mismo Abrahán se vio. Muchas veces lo tuve que explicar en mis clases del tratado sobre la Trinidad, cuando explicaba a mis alumnos de la Universidad San Dámaso (Madrid) el misterio de Dios uno y trino. Solo quien se deja llevar, quien se deja salir, puede recorrer los caminos trazados por Dios en los que nos irá desvelando y revelando su propio misterio abriendo para mi bien su corazón, a fin de que el mío aprenda a latir su pálpito divino.

Pues de una salida se trata en estas páginas que son como un diario viajero, el propio de un peregrino convencido de que ha renunciado a ser turista de afición. Y una vez que has dado el paso y has hecho el equipaje ligero, entonces descubres cómo el Señor no juega con tu felicidad… si tú no banalizas su fidelidad. Esta ha sido la aventura providencial que me ha tocado en gracia vivir durante varias semanas en tres etapas. Y es lo que deseo abrir como se abre una carta escrita en África, en la que he ido volcando mis humildes memorias. Son, cabalmente hablando, mis «memorias de África».

Sí, he tenido el regalo de Dios de poder acercarme a ese increíble continente que es África. Jamás pensé que mi condición de arzobispo de Oviedo me empujaría a semejante viaje para poder visitar a nuestros misioneros que allí trabajan pastoralmente en la misión diocesana que tenemos en Benín, colaborando con el obispo de la diócesis de N’Dali, Mons. Martin Adjou Moumouni. Desde hace más de treinta años, los misioneros diocesanos asturianos tienen asignado un territorio que han asumido como trabajo evangelizador, con todas sus variantes pastorales, educativas, sociales, culturales.

Han sido tres viajes que he podido realizar en 2012, 2014 y 2019, y en cada uno de ellos Dios me ha llenado de sorpresa, porque no ha consentido que me relajase, como quien va «turísticamente» a un paisaje ya conocido desde que regresé la primera vez y que, por eso mismo, ya no puede suscitar ninguna novedad. Muy al contrario, aun visitando algunos lugares ya vistos, y asomándome a escenarios que no veía por primera vez tras el primer viaje, tienes la sensación sinceramente trabada de que estás estrenando algo que supone un verdadero don, un inmerecido regalo, con el que Dios vuelve a sorprenderte como si se tratase de la vez primera.

Son mundos bien diferentes a los que por motivo de nacer en el lugar donde nací, y en la época de mis años, y dentro de la familia que me deseó, me esperó y me acogió, y en una comunidad cristiana como la de mi parroquia, o en un colegio religioso en el que crecí en tantas direcciones humanas y creyentes, y con mi vocación eclesial concreta que poco a poco fui descubriendo y secundando… En fin, ¡cuántas variables que en mi biografía han hecho que yo sea como soy, porque así Dios lo quiso propiciando las diferentes circunstancias que me han arropado y sostenido!

Por todo ello, cuando aterricé cada una de las tres veces en nuestra misión diocesana, me sentía movido a ese estupor limpio y abierto tan propio de los niños que sin prejuicios se arriesgan a mirar la realidad dejándose provocar por ella, aceptando sus preguntas, teniendo paciencia con las respuestas. Con ese estupor inocente, Dios hace generosa y fecundamente el resto, porque no te encuentra parapetado en tu trinchera, sino de par en par abierto a cuanto la Providencia tenga a bien señalarte, susurrarte, con indómita complacencia al encontrar en ti la mínima vulnerabilidad de quien se apresta a escuchar, a reconocer, a agradecer y compartir la gracia imprevista con la que Dios bendice una bendita experiencia.

I

LA AVENTURA DE DEJARNOS
SORPRENDER POR DIOS

Nos asomamos a diario a nuestro habitual paisaje en el que no pocas veces volcamos una mirada perdida y cansada, gastada de mirar sin afán lo que juzgamos demasiado visto y conocido. No es así propiamente hablando, aunque sea así como tantas veces lo vivimos. Y es que lo que pone una nota de verdadera novedad no es la vida en sí, que puede repetir rostros y circunstancias que son familiares, sino que la novedad descansa en el modo en que miramos esos rostros y abrazamos esas circunstancias, hasta el punto de poder estrenarlas o reestrenarlas cada día.


Es aquí donde entra el guiño de Dios, que se agazapa para poder sorprendernos si nosotros nos dejamos sorprender por su infinita creatividad, que es indomable ante el secuestro que con chantaje nos infligen el cansancio ahíto de aburrimiento y la rutina llena monotonía. Pero el Señor se sacude esas lacras y vuelve a intentar cada día captar la atención del corazón en una aventura siempre despierta y atrevida. Si supiéramos dejarnos provocar por la constancia tenaz de un Dios tan persuasivo y respetuoso, veríamos cómo el horizonte de nuestro andar cotidiano se sorprendería realmente hasta hacernos exclamar con aquel estupor que su paso por nuestro mundo, hace ya dos mil años, provocaba en todas las buenas gentes.

Me acompañaron en este primer viaje de 2012 el delegado episcopal de Misiones en la diócesis de Oviedo, don José Antonio Álvarez Álvarez, y otro sacerdote compañero suyo en la misión diocesana en Guatemala años atrás, don César Rodríguez García. Los dos tuvieron que salir de allí cuando la guerrilla los tiroteaba y salvaron la vida de milagro. Sabedor del gran peligro que corrían entonces en ese sufrido rincón de Centroamérica, el arzobispo de Oviedo de entonces, Mons. don Gabino Díaz Merchán, les pidió que regresasen de inmediato a Asturias, y así lo hicieron ellos, en medio del dolor que suponía dejar aquella tierra y, sobre todo, aquellas comunidades cristianas que ellos acompañaban como sacerdotes. Pero se vinieron con un misionero dentro de sus corazones y, reintegrados en su diócesis asturiana, es fácil reconocer en su ministerio esa huella imborrable que ha dejado en todos ellos el paso por la misión.

Nos esperaba el padre Alejandro Rodríguez Catalina, que lleva años en Benín, habiendo estado antes en Burundi cuando allí teníamos otra misión diocesana, y de la que también hubo que salir por motivos semejantes ante las guerras tribales que han sido y son tan frecuentes en el continente africano. Estaba, pues, bien acompañado por estos hermanos sacerdotes que tenían en el hondón de sus almas el sello misionero con el que el Evangelio del Señor te marca para siempre.

He ido tomando apuntes, y cada día escribía unos renglones en mis páginas del diario, que luego mandaba a nuestros canales a través de un blog que nuestra Oficina diocesana de medios de comunicación había creado para seguir la visita, cada una de ellas. De este modo, en varias ocasiones compartía con amigos y lectores las ideas e impresiones que día tras día, noche tras noche, se me iban ocurriendo, suscitando en mi corazón una vivencia inédita de mi vida cristiana, del sentido de mi ministerio como sacerdote y obispo, del acopio de mi llamada franciscana, de la Iglesia universal con todos sus mapas, todos sus climas, todos sus llantos y todas sus sonrisas. Por ese motivo, al querer compartir ahora mis notas a modo de memorias vividas en África, como si de un epistolario fechado y franqueado en Benín durante mis breves visitas misioneras se tratara, lo que deseo es abrir esas cartas y contar con sencillez lo que fui viendo, oyendo, rezando, pensando. Es esa misma sencillez de los primeros cristianos, que contaban con sus cartas y testimonios el impacto que les supuso aquel imborrable acontecimiento: haber encontrado a Jesús, haber encontrado la comunidad cristiana a la que él confió el anuncio evangelizador hasta el fin del mundo. Como decía el apóstol san Juan: «Lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado y lo que hemos tocado con nuestras manos acerca de la Palabra de vida, es lo que os anunciamos» (1 Jn 1,1).

En medio de tantos escenarios de este convulso mundo, cuando hay tanta mentira como método para arrebatar el poder o para perpetuarse en él, al ver demasiadas violencias de toda calaña donde sufren y caen los más vulnerables, sean quienes sean, de pronto emerge este inmenso ventanal tan lleno de verdad, de belleza y de bondad, que he podido descubrir y gozar en las comunidades cristianas a las que atienden mis hermanos misioneros en África. Sé que en ese continente hay también pandemias, tragedias, masacres, genocidios… pero yo he podido ver un vergel precioso en medio de un mundo que no sabe ni entiende cómo sería la vida si secundásemos el plan de Dios.

1

COMIENZA LA SORPRESA
CON LA QUE DIOS BENDICE

Días atrás andábamos pensativos. Un prolongado viaje a una tierra lejana, y vacunarse ante posibles enfermedades de las que solo había oído hablar en las películas y en los relatos de expediciones. Yo creía que ser arzobispo en Oviedo no tenía más historia que esa de centrarse en los cuatro puntos cardinales de un territorio geográfico bien preciso y delimitado, sin salirse de la historia viva que seguimos escribiendo desde los siglos que atrás nos presiden y nos contemplan. Pero se ve que Asturias, como Iglesia, como comunidad cristiana que es dentro de ese espacio que nos enmarca y dentro del tiempo que ahora nos pertenece, es algo más que cuanto sucede entre los dos puertos: el puerto de Pajares, que nos abre a la meseta castellana y leonesa, y el puerto del Musel, que nos pone delante el mar Cantábrico, con todos sus horizontes abiertos.

Salir de la tierra, es decir, dejarse empujar libremente, sabiendo que la mano que tienes detrás es esa con la que Dios mismo nos anima en nuestros desánimos, acaricia con toda su ternura o nos detiene ante nuestros precipicios por sí mismo o a través de sus ángeles. «Sal de tu tierra» (Gn 12,1) se le dijo a Abrahán cuando el mismo Señor le quiso asomar a lo que ni él imaginaba para poderlo sorprender. Ahora nosotros queríamos también dejarnos sorprender por ese Dios amable y cómplice de lo bueno, lo verdadero y lo bello, y jamás rival de nuestra felicidad. Nos dejamos llevar.

Todo esto nos hacía estar pensativos sin estar pesarosos. Porque la historia cristiana de esta tierra también ha sabido de largos viajes, y nuestras gentes saben mucho no solo de decir adiós y aventurarse allende los mares en busca de trabajo cuando este ya no daba para más entre nuestras villas y valles, sino que también Asturias ha escrito un precioso relato misionero cuando en lugar de ir a la búsqueda de una salida laboral era la urgencia de anunciar a Jesucristo como quien comunica una buena noticia aventurándose a ir más allá de todos los «finisterres» lingüísticos, culturales, políticos, religiosos… a fin de decir con la sencillez de los santos aquello que se dijeron los primeros seguidores de Jesús cuando unos y otros se comunicaban el gran hallazgo: «Hemos encontrado al Mesías» (cf. Jn 1,35-42).

Ponerse en marcha y emprender una andadura tan novedosa como incierta para mí es lo que llenaba de misterio una hazaña semejante como misionero por unos días, yendo al encuentro de unos hermanos que en Benín trabajan pastoralmente, poniéndose a disposición del obispo de N’Dali. No es, por tanto, la curiosidad turística lo que me mueve, no se explica desde un intercambio cultural o para realizar un safari fotográfico, ni siquiera desde la noble misión altruista del voluntariado. Si un obispo siempre está llamado a acompañar a ese pueblo que le ha sido confiado, a sostener la entrega y la esperanza de quienes van a transmitir la fe a los hermanos, a cuidarla y acrecentarla como mejor sepan, a mí me correspondía visitar a estos hermanos que, en aquellas tierras tan distantes de nuestro territorio diocesano, tienen, no obstante, una parte de nosotros con la misión diocesana que allí tenemos desde hace ya bastantes años.

Soy consciente de que voy a una tierra lejana, de gentes bien distintas en sus tradiciones, en sus expresiones religiosas y en sus bagajes culturales. Pero Jesús nos dejó como encargo: id hasta los confines de la tierra y anunciad una Buena Noticia (cf. Mc 16,15). Así lo han hecho tantos hermanos nuestros que desde hace siglos llegaron al corazón de África con esta encomienda y con esta preciosa misión. Es una tierra que suscita verdaderamente pasión, y cómo han surgido allí o para allí varias familias religiosas que tienen como un carisma propio la evangelización de esa parte del mundo. Pero también otros se han ido allegando allí, para sumar y colaborar como Iglesia en una ingente labor evangelizadora que está pidiendo precisamente la unión de muchas manos, la comunión de muchos corazones y el ardor misionero que encienda la llama de esperanza que no se apaga jamás.

Para esta pequeña y breve aventura puedo decir que mi equipaje es ligero. Caigo en la cuenta de las muchas cosas que no me hacen falta cotidianamente y que me tienen secuestrados la atención, el tiempo, las fuerzas, sin que sean en absoluto necesarias. Ligero de equipaje para poder caminar con entrega, con libertad, sin hipotecas ni condicionantes, sirviendo a los hermanos en nombre de Dios, y dejándome mover y conmover allí donde Él quiera sorprenderme como solo el Señor sabe hacerlo.

Hicimos la broma fácil cuando nos bajamos en París para hacer la conexión, procedentes de Oviedo: al llegar al avión que nos llevaría a Benín, los de «color» éramos nosotros tres, los de color distinto y minoritario, y llegando a la capital administrativa y económica de Benín, Cotonou, éramos nosotros los recibidos, los extranjeros, los que venían de otra parte del mundo con todo su bagaje de diferencia. ¡Cuántas lenguas que no son las que nosotros hablamos!, ¡cuántas usanzas y maneras con las que podemos mirar las cosas, temerlas, desearlas, poseerlas… en nuestra increíble humanidad! ¡Qué riqueza variopinta en las personas, en sus culturas, en sus modos de vivir las cosas y de concebir la gratitud hacia Dios, el gran Padre creador de todos sus hijos, tan distintos!

Se me ocurría pensar que en torno a las vacunas tuvimos un buen acopio de ellas, especialmente quienes por primera vez íbamos a una zona de alto riesgo para las distintas pandemias. Ha habido que ponerse muchas vacunas por razonable cautela y prudente precaución. Un montón de ellas: para el tifus, la fiebre amarilla, la malaria, el paludismo, etc. Pero las más importantes no han sido inyectables o en pastillas. Esas tenían un efecto contrario: eran vacunas –por así decir– que se nos administraban directamente al corazón, a los ojos, a los oídos… para favorecer precisamente el contagio de lo que no son pandemias, sino dones y gracias. Sí, unas vacunas para que podamos ser contagiados de algo especial: lo que Dios quiera decirme en estos hermanos; lo que pueda sorprenderme aprendiendo de ellos; la esperanza con sabor a sencillez evangélica; el testimonio de nuestros misioneros asturianos; la universalidad de la Iglesia. No está nada mal que, entre el ligero equipaje y estas vacunas alternativas, podamos hacer la aventura misionera como un don que se nos regala inmerecidamente. Por este motivo he pedido, hemos pedido al buen Dios y a nuestra Madre, la Santina, que nos acompañe en este viaje de visita pastoral y peregrinación. La aventura no tiene un timbre de pagado divertimento, sino de apertura a una sorpresa con la que el Señor, que jamás es aburrido, de seguro nos sorprenderá.

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195 s. 9 illüstrasyon
ISBN:
9788428834926
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