Kitabı oku: «El rey de Jerusalén»

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El Rey de Jerusalén

Cubierta y diseño editorial: Éride, Diseño Gráfico Ilustración: Carmelo Mesa Rodríguez

Fuente histórica: «Historia de las cruzadas II: El reino de Jerusalén y el oriente franco (1100-1187) Steven Runciman Alianza editorial. Año 2002. ISBN: 9788420668475

El Rey de Jerusalén

© Jesús Alberto Reyes Cornejo

© Éride ediciones, marzo, 2022

Espronceda, 5

28003 Madrid

ISBN: 978-84-18848-74-2

Diseño y preimpresión: Éride, Diseño Gráfico Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Sobre el autor


Jesús Alberto Reyes Cornejo (Santa Cruz de Tenerife 1967) es graduado en Derecho por la Universidad Católica de Ávila y funcionario de la Administración de Justicia desde el año 2000. Autor de la novela El silencio de los Abades.

Dedicatoria

A todos aquellos que sufren con la enfermedad, a mi madre que está en el cielo.

Agradecimientos

Martín Llade,

Carmelo Mesa Rodríguez

y Primitivo Pajares Mateos

Prólogo

Con el buen sabor de boca que me dejó El silencio de los Abades del tinerfeño Jesús Alberto Reyes Cornejo llega ahora a mis manos su segunda novela para la que me ha otorgado también el honor de figurar como prologuista. No deja de sorprenderme tanto el cambio de registro del autor como una constante en su literatura que no puede dejar de ganar mi incondicionalidad hacia él. Es Jesús Alberto un narrador de raza que no teme probar nuevas experiencias, que implican una evolución en su estilo de sorprendente contraste con su refrescante debut. Se ha inclinado en esta ocasión por la novela histórica, género con el que me sucede lo mismo que con las películas de terror: que a pesar de contar con algunos títulos estupendos han sido devaluados por una ingente cantidad de productos innecesarios.

Dentro del océano actual de novelas que pretenden reconstruir otras épocas son muy pocas las que merecen ser leídas hasta la última página y se encuentran a años luz de las piedras angulares del género, tales como Yo, Claudio de Graves o Memorias de Adriano de Yourcenar. El género histórico se vende hoy al peso, mediante volúmenes cercanos al millar de páginas que no pretenden sino volcar en un lenguaje periodístico y casi siempre anacrónico, episodios mucho mejor plasmados en los estudios históricos en las fuentes originales. Jesús Alberto, en cambio, se ha decidido a contarnos la historia de Balduino IV de Jerusalén, prácticamente desconocida hasta la realización del film El reino de los cielos de Ridley Scott (no demasiado fiable desde el punto de vista histórico). Para ello ha optado por un virtuoso sentido de la brevedad que le aproxima a las crónicas de la época, con una sobriedad que puede recordar a la de Miguel Pselo, quien el siglo anterior a este en que vivió el protagonista de la novela, describió con gran pericia y exquisitez las vidas de los emperadores de Bizancio. El hecho de que este estilo parco, donde ni una palabra está de más y no se echa a faltar ninguna, esté articulado en tiempo presente nos da la clave. Más que una novela, parece que nos encontremos presenciando un documental cámara al hombro tomado por un viajero en el tiempo que no se permite juzgar a sus personajes ni las tribulaciones que les llevan a actuar como lo hacen en un contexto tan extremo con esa Jerusalén de las cruzadas.

Sin más, el que el lector tiene en las manos es un material fascinante que devorará como una refinada delicatesen y sólo nos hace desear más señales de vida por parte de un escritor que parece dispuesto a dar mucho que hablar. Sin duda alguna, no puede soslayarse aquí la herencia de un lector de los Episodios Nacionales del también canario Galdós, trasladados al lenguaje del siglo XXI para transportarnos maravillosamente al siglo XII.

Martín Llade

Esta es la historia de Balduino IV, una curiosa historia de un hombre bueno, adalid de la cristiandad que fue preclaro ejemplo para todos los que lo conocieron y para futuras generaciones. El rey Balduino nació en Jerusalén el año del Señor de 1161 y tan solo a los trece años de su nacimiento falleció su padre el rey Amalarico I.

Es de noche en la Ciudad Santa y por el Monte Sión corre un aire frío que anuncia que el rey cristiano ha muerto, el pequeño niño enfermo ya es rey. Ahora está solo, su reino es Jerusalén. Guillermo de Tiro, con su barba desteñida por el paso del tiempo y su aspecto salomónico, entra en su estancia y al ver al infante desvalido de rubios cabellos y pálida tez, se arrodilla ante él a la vez que dice con voz templada:

—¡Majestad! —El niño Balduino hace que duerme, como si no quisiera despertar, pero su corazón está agitado y, de repente, abre sus ojos, de su mejilla cae una lágrima. El viejo caballero vuelve, no sin esfuerzo, a hablar:

—¡Lo siento majestad! —Guillermo, con ternura, parece que quiere abrazar al pequeño infante, pero no lo hace, agacha su cabeza en señal de respeto, mientras, el niño llora. El veterano caballero, con la voz entrecortada, por fin consigue hablar:

—Debemos despedir a vuestro padre, señor.

En el centro de una gran sala está el féretro del rey difunto, detrás de él campea la gran cruz cruzada de Jerusalén. En ese instante, el niño Balduino se arrodilla y se acerca a su padre besando su mano blanca y fría. El joven rey fallecido con apenas 33 años tiene el semblante sereno, mientras que su hijo no encuentra ningún consuelo.

A Guillermo le falta el aire y sus ojos brillantes delatan su dolor; junto al féretro, cuatro caballeros francos con la cruz cruzada en el pecho custodian al infortunado rey difunto, ellos a pesar de estar impasibles no parecen ajenos a tanto dolor y, al fondo, entre la luz tenue de una lámpara se ve la cruz de Jerusalén como testigo y custodio de lo que allí sucede.

Por la mente del cansado y triste Guillermo pasan las imágenes de toda una vida al servicio de su rey, así como la eterna lucha para defender la Ciudad Santa. Guillermo, como vencido por el dolor, hinca la rodilla en el suelo y rompe el silencio con un quejumbroso balbuceo.

—¡Majestad, no os vayáis! —Guillermo desenfunda su espada con rabia y golpea el suelo violentamente con su afilada punta como intentando traspasar la piedra para, después, apoyar su frente en la empuñadura, mientras algunas lágrimas brotan de sus ojos para fluir por el frío acero de su espada, reposando luego sobre la austera piedra.

Respira profundamente.

El niño rey se encuentra desvalido junto al féretro, con el semblante de porcelana como una estatua de sal. Por la mente de Guillermo discurre aquella promesa al rey Amalarico I de Jerusalén de cuidar a su hijo en aquel fatídico día que descubrió su enfermedad. El pequeño infante no siente el dolor, y ahora es el rey.

Guillermo no entiende cómo la mala suerte se ha cebado con el pequeño que ahora es su rey, al que los musulmanes llaman el maldecido por su enfermedad maldita, la lepra será su eterna compañera; pero Guillermo lo quiere como a su vida misma, aunque se siente sin fuerzas para vivir sin su amigo el rey difunto.

Este hace un esfuerzo y se levanta, con paso firme se dirige a su amigo y con ternura coge su corona dorada y se acerca al niño; tras unos instantes, la coloca suavemente en su cabeza de rizos de oro y luego se arrodilla junto a él, entonces balbucea:

—¡Majestad! Vuestro reino es Jerusalén, Ascalón, Jaffa, san Juan de Acre —enumera con solemnidad.

El pequeño asiente con su cabeza como intentando entender algo que ha cambiado su vida.

* * *

Amanece un nuevo día en Jerusalén, ya han pasado tres años desde la muerte del rey Amalarico I, el niño rey ya es el joven rey Balduino IV, que ha tomado las riendas del reino poniendo fin a la regencia de Raimundo III.

El joven monarca resplandece con su cota de malla, su escudo y una espada en su mano derecha, mientras galopa a todo trote con un sol de justicia por el torrente del Cedrón; muy detrás de él un grupo de caballeros persigue al joven monarca y este, al llegar a una tumba, baja ágilmente de su cabalgadura y pone el pie en tierra; al punto, llegan cuatro caballeros cruzados con Guillermo de Tiro al frente. El rey observa una singular tumba de piedra con forma de sombrero, Guillermo se acerca a él como si le faltara el aliento, y es el primero en hablar.

—Majestad, el hijo querido del rey David, Absalón.

El joven rey sonríe, luego contesta:

—Cuéntame, fiel Guillermo.

—Majestad, no hay nada que no os haya enseñado.

El rey se quita el casco cruzado cogiéndolo entre las manos y haciendo sonar su metal contra las escamas de su malla, luego dirige su mirada a su maestro:

—Cuéntamelo otra vez querido amigo, quiero oírte.

Guillermo baja de su cabalgadura con su gran barba blanca alborotada por la brisa y se acerca a Balduino:

—No hay nada que os pueda este viejo ya enseñar majestad. —El rey vuelve a sonreír.

—¿Cómo se puede querer a un traidor? Vuélvemelo a contar —replica nuevamente.

Guillermo se lo piensa un instante, después toca con su dedo sus labios como intentado encontrar una solución a la pregunta de su discípulo.

—Era Absalón, majestad, el hijo querido del rey David y aunque lo traicionara siempre lo quiso, era de su propia sangre.

Balduino sonríe un instante, y luego pierde el gesto de alegría como si sintiera dolor y no quisiese que se viese reflejado:

—Nunca podré saber qué siente un padre. —Después de decir esto, el rey vuelve a sonreír y mira a su amigo como esperando una respuesta esperanzadora de su maestro.

Guillermo se entristece, se quita el casco y baja la mirada para, un instante después, como iluminado por inspiración divina, levantar su cabeza y recuperar la luz en su mirada antes de hablar:

—¡Majestad, vuestra esposa es Jerusalén!

El rey agarra su espada fuertemente como si quisiera defenderse…

—Es una esposa muy exigente, no sé si podré complacerla amigo mío, ni siquiera sé si podré con esta espada dentro de un tiempo, para intentar arañar un poco mas de tiempo para el Jerusalén de los cristianos —le contesta con decisión el niño rey.

—No hay nada, majestad, que con la ayuda de Dios no se pueda, vuestra voluntad es grande, señor. —Guillermo quiere ser rotundo.

El rey se acerca a su amigo y, mientras desdibuja la sonrisa de su rostro, le pregunta:

—¿Cómo crees que podré llevar esta pesada carga?

—Sois un rey cristiano ungido por Dios, si tenéis valor y sabiduría puede que triunféis, si no triunfáis y lucháis con fe la vida eterna os espera, tendréis que aceptar la voluntad de nuestro Señor Jesucristo, pero siempre tenéis que tener presente que no hay nada que más satisfaga a vuestro Dios que la justicia, y solo un camino, majestad, y es Jerusalén. Sin duda, no podréis tener Jerusalén si no es amándola con justicia.

Balduino se rasca la cabeza como preocupado y no tarda en responder:

—Mi padre y tú siempre me habéis hablado de las bondades de la justicia, él siempre quiso que fuera un pequeño salomón, y por eso me buscó un buen maestro, pero yo solo soy un pequeño e infortunado rey —se lamenta el regio infante.

Guillermo esboza una extraña sonrisa a la que no está acostumbrado su rostro.

—No es así, señor, sois un gran rey, y en la enfermedad os habéis hecho fuerte, no conozco a nadie con vuestra fortaleza y eso no os lo he enseñado yo —Guillermo mira a su pupilo fijamente con regocijo.

—Tú también me abandonas, te necesito —le contesta Balduino dándole en un instante la espalda como queriendo ocultar sus ojos tristes.

Guillermo abre sus ojos y ellos se vuelven brillantes, luego baja su mirada y exclama:

—¡Estoy muy cansado! Ya no ambiciono ni cargos ni reinos, señor, mi sangre es franca como la de vuestra majestad, pero esta es mi tierra y quiero morir en ella, solo necesito un hueco y poco más, señor, mis cansados huesos no resistirán mucho tiempo.

El rey se aleja unos pasos, luego se da la vuelta y lo vuelve a mirar con ojos de niño y en la distancia sonríe pícaramente, con la inocencia de un adolescente.

— Ya sé, fiel amigo, mi novia es Jerusalén y tú no podrás dejarme solo, porque me quieres como un padre a su hijo y porque amas a mi padre que está en el cielo; no podrías vivir lejos de Jerusalén, aunque sé que no soportarás cuando llegue el momento ver cómo mi cuerpo se irá desmembrando, es mi condena ineludible.

Guillermo se acerca y lo mira a los ojos.

—Eso no pasará y no os quedaréis solo, majestad, vuestra hermana estará con vos, este pobre viejo guerrero os esperará en la nueva vida.

El rey se acerca a Guillermo como queriendo abrazarlo pero se refrena como si de repente dejara de verlo y, como si hubiera envejecido veinte años, con una voz profunda se dirige a él:

—Seréis arzobispo de Tiro y mi canciller, no quiero que estéis lejos del reino, ahora ni siquiera podéis morir, el rey os necesita, Jerusalén os necesita, moriremos en la Ciudad Santa, como nuestro Maestro y Señor, como el Señor de todos los reinos.

Guillermo se arrodilla y agacha su cabeza.

—Majestad, Jerusalén está más cerca del cielo, esperaré aquí, junto a vos.

El rey permanece inmóvil con la mirada de niño fija en Guillermo y, luego de una larga pausa, Guillermo puede oír otra vez su voz:

—Me habéis enseñado todos los secretos de la ciencia y la guerra, me habéis enseñado a ser un hombre justo, pero no me habéis enseñado a luchar contra la soledad, la enfermedad y la muerte; pero no os defraudaré, fiel maestro. Ni siquiera puedo tocaros para levantaros.

Y de sus sonrosadas mejillas caen dos lágrimas al suelo, luego parece querer retener de sus ojos una lluvia que sucede a las dos gotas, Guillermo lo mira con ternura.

El rey huye a su caballo y sube ágilmente a su cabalgadura, gira su cabeza y ve a Guillermo que permanece inmóvil con la rodilla en el suelo como estatua de mármol, luego Balduino sale a galope con su caballo; detrás de él, su fiel guardia intenta seguirlo a distancia, pero la cabalgadura del rey es más rápida. La comitiva deja tras de sí una gran estela de polvo dorado que se va desvaneciendo según pasa el tiempo.

En el horizonte de la Ciudad Santa, se pierde el rey y su guardia, Guillermo se incorpora y mira el atardecer en Jerusalén, la ciudad va tomando un tono amarillo cobrizo con la caída del sol y a lo lejos ondea en las murallas una bandera cruzada con la cruz de Jerusalén a la vez que suenan dulcemente las campanas de la Iglesia del Santo Sepulcro; el viejo caballero no puede dejar de mirar al horizonte.

En la penumbra de una capilla está a solas, de rodillas, el rey; la tranquila atmósfera del templo, la media luz, el silencio, eran como un espejo donde el alma posaba blandamente sus ojos; se veía al fondo un cristo crucificado y una vela que acompañaba al sagrario mientras el rey parecía que rezaba. De repente la puerta de la capilla se abre bruscamente entrando un haz luminoso y una joven rubia con un bello traje blanco entra en la capilla descalza; sigilosamente se acerca al monarca, pero el rey no se percata de su presencia pues su cabeza está inclinada.

Sus delicados pies blanquecinos de sonrosados dedos marcan el brillante y blanco mármol, dejando por un instante tras de sí la huella de su pisada que se difumina en un suspiro. La joven doncella de cabellos dorados toca la espalda del monarca y este se sobresalta, al fin se incorpora:

—Sibila no me toquéis, no debéis tocarme, os podría desterrar por eso.

La joven rubicunda mira con una sonrisa al rey, él parece estar enfadado, y exclama con solemnidad:

—¡No os permitiré que no me obedezcáis! —hace esfuerzos para parecer enfadado.

La joven doncella se pone triste, el rey exclama:

—¡Hermana mía, si os contagiarais, jamás me lo perdonaría! Mi enfermedad va a más, por esa razón debéis manteneros distante de mí si queréis seguir siendo mi hermana.

La joven, con un gesto pícaro y burlón, le guiña un ojo y sonríe, al tiempo que sus ojos azules parecen un infinito universo de paz, luego le saca la lengua. El rey y hermano, desposeído de toda autoridad se rasca la cabeza, desordenando aún más su pelo rubio alborotado como pensando una solución. La joven princesa se arrodilla y el rey, mediante un gesto, le ordena que se levante. Ahora sorprendentemente con lágrimas en los ojos, la joven le susurra:

—Haré lo que mi rey me ordene, pero daría con gusto mi vida por mi rey y hermano, no habrá jamás nada que nos separe aunque me mandéis matar por no obedeceros, no olvidéis que a pesar de todo sois mi hermanito pequeño y eso nunca cambiará, y será así hasta la eternidad.

No tarda mucho en volver una amplia sonrisa a su bello y sereno rostro, dejando ver sus blancos dientes que con hileras perfectas enseñan una encía sonrosada, todo ello aderezado con un guiño de uno de sus ojos tan grandes como la luna de Parasceve y tan azules como el mar de Galilea; después con una risa pícara grita como si hubiera una muchedumbre oyéndola encantando a su hermano, que impávido la ve y la escucha con sorpresa y regocijo.

—¡No olvidéis que sois el rey más joven de la cristiandad y yo soy vuestra hermana mayor!

El rey sonríe con cara divertida y alarga su brazo como queriendo tocarla.

—Sibila, hermana mía, no podéis estar siempre pendiente de mí, ¡no os necesito!

Sibila se levanta con cara enfadada y, sabiendo que su hermano la necesita, deja oír su aterciopelada voz con ternura.

—Balduino, hermano mío, ni siquiera vuestra corona os podrá valer para libraros de mí.

El rey deja de sonreír y grita:

—¡Guardia! —Y de forma inmediata aparecen dos caballeros armados con lanza en la capilla, la joven parece sobresaltada. En ese momento, el rey sonríe de forma traviesa, para luego hablar:

—Que preparen las cabalgaduras de la princesa Ascalón y la mía.

La luz incide sobre los cabellos de ambos y los delata como hermanos, en la fría habitación ellos brillan como dos estrellas doradas con luz propia de juventud, y parece que la luz suave que entra por la ventana les promete un maravilloso futuro; en aquel momento solo existe felicidad entre ambos.

Balduino cabalga solo al galope por fuera de las murallas de Jerusalén, la princesa Sibila ve cómo se aleja y se acerca a una yegua blanca inquieta a la que un soldado le sujeta las riendas, mientras otro le ayuda a subir su pie descalzo a la silla de montar. Sibila recoge su largo traje blanco de seda, sube con la agilidad de un jinete sarraceno y fustiga a la yegua para intentar seguir la estela de su hermano al galope, y en un promontorio Balduino la espera.

Cuando ella llega, el rey sobre su cota de malla se coloca el casco de acero con la corona, un casco para ceremonias especiales que ha cogido para sorprender a su hermana y brilla como un diamante al sol de Jerusalén. Sibila llega con su yegua agotada y se pone junto a la cabalgadura del rey Balduino.

—¡Mirad hermana mía qué bella es Jerusalén! Nada tan bello como la Ciudad Santa, es el legado de nuestro padre para la cristiandad, en ella desean habitar cristianos, musulmanes y judíos, un Dios único, un solo Dios para todos, cada uno lo honra a su forma, pero sin entendernos.

Balduino, tras una pausa, le dice:

—¡Sibila, hermana mía! Algún día perderemos Jerusalén pero ese día prefiero no vivir, mi vida será corta, esta es nuestra tierra, tú y yo hemos nacido en la ciudad que está más cerca de Dios. ¡Somos unos privilegiados!

Sibila mira con ternura a su hermano, coge de las riendas a su caballo, da una vuelta en redondo a la cabalgadura del rey, se planta enfrente de él con su yegua y quita con decisión sus rizados cabellos rubios de delante de sus azulados ojos. Luego la princesa dice dulcemente:

—Ese día aún no ha llegado, ¿por qué mi rey se preocupa?, solo Dios sabe lo que pasará y solo Dios proveerá, pero mientras tanto el Reino de Jerusalén es cristiano y tiene un joven y apuesto rey.

Sibila con decisión sale al galope y apenas después de recorrer veinte metros, tira de las riendas de su yegua y esta clava sus patas en la arena frenando su carrera. La joven princesa intenta no caer de la cabalgadura y se agarra al morro del animal haciendo un extraño equilibrio con sus pies desnudos sobre el lomo del caballo griego, luego mira hacia atrás con rostro travieso y ve que el rey sigue impasible en el promontorio.

—Hermano mío, algún día ninguno de los dos estará en este mundo, por si no os habéis enterado todos nos tenemos que morir y después de esta vida solo Dios sabrá, pero ese día tiene que esperar porque ahora vuestro reino os necesita.

Sibila parte a galope mientras el joven rey niño sonríe y, como despertando de su letargo, galopa siguiendo la estela de su hermana.

* * *

Un radiante y hermoso día reina en Jerusalén pero la tranquilidad muere súbitamente por la Puerta de Damasco, en la muralla los soldados divisan a lo lejos un grupo de hombres y mujeres descalzos y ensangrentados; una veintena de caballeros armados sale al galope de las murallas de Jerusalén como avanzadilla a su encuentro y, a su llegada, una mujer cae desfallecida al suelo; el resto de sus compañeros están malheridos, descalzos, andrajosos y ensangrentados. A toda prisa, los caballeros descabalgan de su montura e intentan socorrer a los heridos, un hombre contusionado y ensangrentado se pone de rodillas, a la vez que grita: «¡Jerusalén!». Al oírlo, un caballero se acerca a él y pregunta: «¿de dónde sois?».

Mientras el hombre llora arrodillado, los demás miran desfallecidos a las murallas de Jerusalén, cuando un hombre andrajoso se acerca al caballero y le dice:

—Somos peregrinos de la Bretaña y hemos sido atacados por los sarracenos a pocos días de alcanzar la ciudad de Jerusalén, en la llanura de Ascalón, solo quedamos quince de doscientos peregrinos cristianos; han muerto hombres y mujeres, curas y labriegos.

Luego hace una pausa y agacha la cabeza diciendo:

—¡Sea la voluntad de nuestro Señor!

El caballero, sin mediar palabra, sube a su montura y desde el caballo grita a los soldados:

—Llevadlos a Jerusalén. —Y sale al galope en dirección a la ciudad y entra a toda prisa por la Puerta de Damasco en dirección al cardo máximo, intentando esquivar a los comerciantes y animales que halla en su camino. Después de un largo recorrido por las estrechas calles de la ciudad, tirando los enseres de algunos artesanos con su montura, aparece ante él la esbelta Torre de David y junto a ella el palacio del rey; a su llegada el caballo, exhausto, cae al suelo y el caballero queda atrapado por una pierna de su cabalgadura.

Inmediatamente, los soldados de guardia del palacio se acercan a él, quien a su vez se quita el casco y desde el suelo les grita:

—Rápido, ayudadme, llevadme ante el rey.

Los soldados arrojan sus lanzas e intentan liberar al caballero no si dificultad, después de un gran esfuerzo, el caballero se libera del animal desfallecido y sin poder caminar, con paso renqueante, vuelve a gritar:

—¡Llevadme ante el rey!

Dos soldados levantan al caballero del suelo y lo arrastran hasta dentro del palacio. Ya en el interior, Guillermo de Tiro sale a su encuentro alarmado.

—¿Qué sucede? —pregunta airado por aquella precipitada intromisión.

El hombre sujeto por los dos soldados exclama:

—El rey dio órdenes de que cualquier ataque se lo comunicara personalmente —se defiende el recién llegado.

Un joven con cara de niño está junto a Guillermo en la oscuridad del Palacio, el caballero vuelve a gritar:

—¡Tengo órdenes de nuestro rey de comunicar cualquier ataque a los cristianos! —Guillermo de Tiro sonríe y junto a él, el joven infante alza la voz.

—¡Soy vuestro rey! —Los soldados dejan caer al caballero al frío mármol del suelo, provocando que el caballero se golpee en la espalda y dolorido exclame:

—¡Ay Dios mío!

Luego se rehace y puede hablar desde el suelo:

—¡Majestad!, los sarracenos han atacado a un grupo de peregrinos.

—Jerusalén no corre peligro, ¡no alarméis a vuestro rey! —manifiesta rotundo y enfadado Guillermo.

El rey mira sorprendido al caballero que se encuentra en el suelo con la mirada fija en la suya:

—¿De qué orden sois? —pregunta el monarca. El caballero como si estuviera viendo la salvación contesta:

—¡Soy caballero hospitalario, señor!

El joven rey alza la voz:

—En ese caso, buscadme cincuenta valientes como vos para luchar con vuestro rey.

El imberbe caballero intenta levantarse del suelo, mientras que los soldados impasibles ven cómo este se incorpora haciendo un esfuerzo que no parece propio de su escasa corpulencia.

—¡Sí majestad!, buscaré los más leales del reino —contesta con apremio y decisión el muchacho.

—Decidle a vuestro rey cómo os llamáis —manifiesta Balduino sonriendo.

—Federico, majestad, nieto de peregrino franco. —El joven caballero se levanta y hace una reverencia, mientras parece que se va a partir su cuerpo, casi en un gesto cómico, luego intenta colocarse su cota de malla correctamente.

—Comandaréis esta expedición junto a vuestro rey, saldremos de Jerusalén al alba, haced lo que os he dicho —sentencia el niño rey con una solemnidad impropia de la situación, mientras los allí presentes quedan sorprendidos de su rotundidad.

Guillermo que ve con angustia la situación, es tajante:

—Os acompañaré, si los caballeros hospitalarios son tan útiles como este, será un fracaso vuestra misión, tenéis que haceros acompañar por los templarios, majestad, la bondad de los hospitalarios no es propia para luchar contra los infieles sarracenos.

—El canciller obedecerá a su rey y permanecerá en Jerusalén — le contesta con voz grave el niño rey, para luego proseguir—: Jerusalén, si pasara algo al rey, no puede quedar privada de un regente, vuestra obligación es Jerusalén, y la mía salir en defensa del reino.

—Vuestro padre era tan testarudo como lo sois vos, pero tengo que reconocer que siempre supo gobernar, me gustaría acompañaros, ¡por favor majestad!, os lo ruego —manifiesta Guillermo juntando sus manos en señal de súplica.

En un momento dado, Guillermo mira con reproche y ternura a su discípulo.

—Obedeced a vuestro alumno por una vez, amigo, sois como un padre para mí, pero ahora os toca obedecer a vuestro rey, si el Señor todopoderoso entregó las llaves de Jerusalén a un niño, por algo será, tampoco será para vivir para siempre, esta vida es pasajera, y no hay mayor honor para un rey por muy pequeño que sea que dar la vida por su reino. Una muerte temprana me ahorraría mucho sufrimiento y vos lo sabéis. Pero no os preocupéis en exceso, no es mi intención morir en este empeño.

Guillermo baja la cabeza y parece que responde con disgusto:

—Nunca os desobedecería, señor.

Balduino sonríe y se pierde en el dédalo de estancias interiores de palacio. Por su parte, el joven caballero vuelve a montar en su caballo y sale a toda prisa en busca de caballeros leales.

* * *

Empieza a amanecer en Jerusalén, en el palacio del rey un pequeño ejército de un grupo de hombres se reúne en torno a sus puertas, ataviados con escudos y ropa de guerra. El rey luce armadura oscura de guerra con cota de malla y casco del que sobresale algún rizo dorado, que contrasta con la palidez de su piel, sube a su cabalgadura con destreza. Alrededor de una cincuentena de caballeros hospitalarios espera la orden del rey junto al abanderado con la cruz de Jerusalén para iniciar la marcha, es muy de mañana pero al frente de la comitiva va el niño rey por las calles de Jerusalén. La gente se agolpa para ver al joven Balduino, algunos exclaman: «¡ungido rey por Dios!», mientras que otros siervos claman por primera vez por el rey: «¡bendito sea nuestro joven rey!, viva el rey cristiano de Jerusalén».

Balduino mira a su alrededor sorprendido al ver a la clamorosa multitud, al tiempo que una lluvia de flores cae sobre su cabalgadura; con una sonrisa tímida sigue al frente para salir con su comitiva por la Puerta de Damasco a la afueras de la muralla, el joven monarca galopa al igual que su pequeño ejército y van perdiéndose en el horizonte bajando desde Jerusalén a Jaffo. Tras un largo camino, en la explanada inmensa la noche cae y el rey acampa junto a su pequeña hueste en la inmensa llanura cerca de la colina de Megido, al amparo de una hoguera que los calienta; sus caballeros se encuentran alrededor del rey Balduino, su pequeña majestad se recuesta sobre la tierra de la llanura con su espada clavada en el suelo arenoso y muy cerca de él, el joven Federico; la noche se cierne rápidamente sobre ellos. Desde el suelo, Balduino observa el cielo estrellado pero Federico interrumpe su tranquilidad:

—Majestad, mañana estaremos cerca de Ascalón, allí es probable que nos encontremos con los sarracenos. —El rey lo interrumpe con seguridad y alzando su brazo derecho, como queriendo tocar las estrellas del firmamento, dice:

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