Kitabı oku: «Los besos que no se dan»

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Los besos que no se dan

Cubierta y diseño editorial: Éride, Diseño Gráfico

Dirección editorial: Ángel Jiménez

Cubierta: Carolina Batanero

Los besos que no se dan

© Jesús Francisco Garzás Garcia-Villarrubia

© Éride ediciones, marzo 2022

Espronceda, 5

28003 Madrid

ISBN: 978-84-18848-73-5

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Jesús Francisco Garzás Garcia-Villarrubia Informático de carrera, humanista de profesión, cómico aficionado y, desde siempre, escritor, su verdadera pasión.

Mientras pagaba la hipoteca trabajando en multinacionales como IBM, HP o Roche, en paralelo ha sido capaz de encontrar un hueco para la escritura trabajando como guionista para El Club de Flo, o para el grupo de teatro que dirige, Críticos Cítricos.

Escribe también en varios blogs, sobre todo en el suyo personal, enbuenacompania.com, donde aúna profesión y vocación.

Ahora llega su primera novela «Los besos que no se dan», junto con el de su hijo, el parto más esperado de toda su vida.

Para mi hijo Miguel, gracias por los momentos felices que me das cada día.

«Los besos que no se dan

permanecen.

Porque nunca nacieron,

nunca mueren».

Amalia y Jorge

Dijo que sólo quería dibujar una sonrisa en mi rostro, pero quería besarme.

Estábamos en una playa. No sabía ni qué hacer con las manos, así que decidí pasarme puñados de arena de la una a la otra. Si me concentro, puedo notar aún los granos escapándose entre mis dedos como también se me escapaban los últimos días de aquel verano.

Amanecía o anochecía, la luz en mis recuerdos es tenue pero no consigo ubicarla en un horario concreto, a lo mejor todo esto de la iluminación es culpa de las brumas de mi memoria. Si exceptuamos al señor con aspecto de buscador de metales y alma de mirón que merodeaba entre las sombrillas, aquel era el escenario perfecto para el primer beso.

Daría lo que fuera por volver allí. Justo a ese instante. Justo a aquella sensación. Si tuviera que buscar una metáfora, diría que me sentía como un imán paseando frente a la puerta de una chatarrería.

Aquella fuerza interior que tiraba de mí estaba tan presente que creo que se podía percibir a simple vista si se entornaban mucho los ojos.

Había atracción, había emoción, había incertidumbre y sí, supongo que había amor o, mejor aún, había un amor por descubrir.

* * *

Tras evocar su recuerdo, la llevé a las yemas de mis dedos y la tecleé.

Hacía una semana que había cambiado en mi perfil el estado a «es complicado». No habían llovido desde entonces los mensajes de todas esas amigas que yo ingenuamente pensaba que podrían estar esperando al acecho, amándome en secreto. Sí había recibido mensajes de apoyo y por supuesto también algún que otro comentario cachondo, en sus dos acepciones, de varios colegas.

Facebook, la mirilla del cotilla, la ventana del nostálgico, la memoria del amigo que nunca te felicitaba el cumpleaños, el psicólogo barato para los carentes de vergüenza ajena, el retrete del amargado, el escudo del tímido, el escenario del vanidoso, el pasatiempo del aburrido, la rutina laboral del funcionario anquilosado, el álbum de cromos de los que coleccionan amistades en lugar de cultivarlas, era por primera vez para mí… la caña de pescar del soltero.

Nostálgico por vocación como soy, me encanta que el Facebook me haga cosquillas en la memoria. Vibro con los reencuentros aunque luego casi nunca vaya más allá de un intercambio de formalismos. Algunas fotos antiguas son los mejores tesoros que puedo encontrar buceando en internet. Por eso era raro que no la hubiese buscado antes. Quizás es que estaba muy ocupado tratando de salvar mi relación. Quizás es que en su caso no era conveniente verla a través de la ventana de la nostalgia si no era con una caña de pescar en la mano.

Su apellido era muy común, pero su nombre no tanto. Amalia Fernández. ¿Cuántas mujeres con ese nombre podía haber en la famosa red social? Suponía que no demasiadas, aunque suponía mal.

Había exactamente setenta y ocho. La pregunta ya no era si se acordaría ella de mí, si no si me acordaría yo de ella.

La primera criba fue fácil. Fuera las más jóvenes, fuera las más viejas, fuera las que no eran españolas. Bueno, había una dominicana a la que dejé en la carrera final, pero simplemente por el placer de seguir observando su foto de perfil en la playa. Quedaron doce finalistas con sus correspondientes fotos: dos rubias, cinco morenas, dos perros, dos bebés y un retrato del botones Sacarino. A priori todas podían encajar en mi recuerdo, tinte de peluquería mediante. Le gustaban los animales, tenía edad para ser madre y tenía un magnífico sentido del humor. Supongo que por eso me enamoré de ella, me gustaba que se riera con mis bromas. Sigo pensado que el amor es una mezcla de deseo y posibilidad, y en sus sonrisas vi yo la mía.

Miraba detenidamente las fotos de las morenas que tenía en la pantalla intentando evocar gestos o rasgos del pasado. Todas me parecían ella. O quizás quería que todas fueran ella. O pudiera ser que realmente todas fueran ella. Era una remota posibilidad, pero podía ser que formara parte de una familia de hermanas quintillizas a quien unos padres poco imaginativos pusieron el mismo nombre. Quizás simplemente el deseo de encontrarla me confundía.

Leía la información de cada una a la vez que intentaba bucear en mi memoria para recordar sus gustos. Su película favorita era Dirty Dancing. Se deleitaba con la horchata, con Madonna, George Michael o Miguel Bosé. Soñaba con dedicarse al baile y triunfar en París. En resumen, que no había nada que la distinguiese de una adolescente de aquella época.

La búsqueda acababa de comenzar y no me iba a rendir. Ni siquiera se me pasó por la cabeza la posibilidad de que ella no tuviera cuenta en Facebook. Tenía que estar allí.

Puede que guiado por los instintos más básicos o sencillamente porque si hay algo que los años no pueden quitar es la belleza de una mirada, me quedé contemplando fijamente los ojos de la que me parecía más guapa y recordé la primera vez que me miró… bueno, más bien la primera vez que la miré.

* * *

Acababa de comenzar las vacaciones. Mi hermana había decidido que fuésemos a Benicasim porque allí veraneaban sus amigas. Mis padres cedieron a sus presiones sabiendo que aquella podía ser una de las últimas vacaciones familiares que les quedaran en la recámara. O simplemente querían marcar de cerca aquellos 17 años en plena ebullición.

Mi propuesta de ir a Gandía, donde veraneaba la mitad de mi pandilla, nunca fue tenida en cuenta. Mi manifiesta disconformidad y mi bajón de adolescente fueron considerados daños colaterales. Mi opinión no contaba, ese era el único hecho cierto.

Por si esto fuera poco me comunicaron la noticia con la condescendiente frase «no te preocupes, seguro que allí haces pronto amiguitos». Más que el tópico, me dolió el diminutivo. Mi orgullo de quince años recién cumplidos trató de revelarse y pedí excedencia familiar para el mes de Agosto. Me consideraba lo suficientemente maduro como para quedarme solo en Madrid. Aunque creo que era el único de la casa que seguía esta corriente de pensamiento. La ausencia de habilidades culinarias —unido al hecho de que el microondas aún no hubiera entrado en la mayoría de los hogares, incluido el nuestro—, y el pedal que me pillé el último día de instituto, fueron algunos de los argumentos que blandieron en mi contra.

Desde la distancia, tengo que reconocer que los únicos síntomas de madurez mostrados aquel año a mi familia fueron mi afeitado de bigote bisemanal y la re-decoración de mi habitación sustituyendo el poster de Samantha Fox con los pechos al aire por uno más recatado de Marta Sánchez luciendo un escote de olé (olé). Ahora ni siquiera estoy seguro de que pudieran esgrimirse como grandes argumentos de peso para conseguir la independencia veraniega.

Así pues, asomaban por el horizonte quince días de sol, familia y aburrimiento estival. No tenía ninguna intención de ir mendigando amigos por la playa, y salir con mi hermana y su grupito iba en contra de mi religión. Con el añadido de que la barrera de edad que nos separaba, sin ser muy grande, era lo suficientemente amplia como para situarnos físicamente a un lado y a otro de la entrada legal en una discoteca.

Llegamos de noche. Al día siguiente, como buen hijo, estaba casi con las luces del alba en la playa acompañando a mi padre para coger sitio en primera línea con la sombrilla. Nos cruzamos con grupos de jóvenes que se recogían a esas horas y a los que no pude dejar de mirar con envidia. Mi lugar estaba con ellos, no con mi progenitor. Algo parecido debió pensar él, que su lugar no estaba junto a mí, porque al rato me abandonó con la excusa de ir a por el pan y diciendo que yo debía quedarme para guardar el espacio conseguido, dejándome así, metafóricamente, a la altura de la sombrilla. Literalmente me quedé debajo. En definitiva, ¿había una manera más lamentable de empezar el primer día de vacaciones para un adolescente?

Afortunadamente, mi padre tuvo el detallazo de dejarme el As,un periódico deportivo. Aunque en verano se parezca al Hola por el número de páginas con entrevistas intrascendentes, en aquel lapso de tiempo que se me hizo eterno devoré hasta la última letra. De no haber estado en un sitio público hubiera dado cuenta también de la chica de la contraportada. Como si el radar de mi madre estuviera captando las libidinosas ideas que corrían por mi cabeza, hizo acto de presencia con su grupillo de amigas cloqueantes, desplazándome fuera de la sombra en agradecimiento a mis servicios. Me ofreció a cambio, eso sí, un bote de crema protectora y una gorrilla de Nivea.

No, gracias. Ya me sentía bastante humillado.

Entonces tuve mi «momento hoyo». Es probable que las mujeres lleven inscrita en su código genético la manera de aguantar horas y horas en la playa sin hacer nada aparte de tomar el sol. La mayoría de los hombres, sin duda, no lo tenemos. En su lugar nos aparece el «gen albañil». Y cuando nos aburrimos, empezamos a escarbar en la arena cual perrillo que pretende enterrar un hueso. En función del grado de aburrimiento, el hoyo puede ser de mayores o menores dimensiones.

Creo recordar que hace poco en un capítulo de «Mega construcciones» contaron cómo la primera prospección petrolífera fue ejecutada, de manera involuntaria, por un hombre de uñas largas que estaba ocioso en la playa. Excavó un pozo de diez metros de profundidad y cuando se quiso dar cuenta ya no podía salir de él. De origen vasco, este pionero pensó que si no podía salir por un lado, podría hacerlo por el otro y siguió excavando. Al llegar a los doscientos metros, encontró petróleo. Nunca pudo disfrutar de su descubrimiento porque murió allí mismo. Encontraron su estómago encharcado. Nunca se supo si porque fue anegado por el oro negro o porque, en aquel estado de cansancio y con el bajo nivel de iluminación existente a aquella profundidad, lo confundió con pacharán.

El caso es que aquel día mi grado de tedio era muy alto. Cuando me quise dar cuenta tenía hecho un agujero en el que habría podido enterrarme vivo y poner fin a aquellas vacaciones y de paso a mi atormentada existencia adolescente. Opté sin embargo por transformarlo en el foso de un castillo con túneles comunicantes. Al ver la buena pinta que iba adquiriendo aquello, se unió a la faena la cuadrilla de hijos pre-adolescentes de los amigos de mis padres, impulsados indudablemente por su gen albañil.

Cuando Amalia llegó a la playa, una capa de arena era mi segunda piel, estaba pringado hasta en los recovecos más ocultos de mi cuerpo, allí donde mis dedos no alcanzarían ni querrían llegar. Me encontraba portando un par de cubos de agua, rodeado por la chavalería y, sí, tengo que reconocerlo, con ese gorro de Nivea que marcaba tendencia entre los jubilados aquel año.

Afortunadamente, en un principio ni ella se fijó en mí ni yo en ella. Enfrascado como estaba en mi labor de construcción, todo lo que sucedía fuera de mi castillo carecía de interés. Pero aunque normalmente cuando sonaba la voz de mi hermana se producía un «efecto desconexión» en mi cerebro, estando en la playa lo que produjeron mis neuronas en colaboración con mi testosterona fue una asociación directa entre ella y su amiga de pechos voluptuosos. Hoy en día cualquiera los hubiera tachado de siliconados. En aquella época no era tan corriente la cirugía plástica y sin duda su turgencia se debía más a sus 17 primaveras que al efecto de un bisturí. Tres años atrás, en la piscina del barrio, ella fue la causante de mi primera erección espontanea generada por agentes humanos y la responsable de mis quemaduras de primer grado en la espalda por tener que adoptar una posición de decúbito prono de manera prolongada para camuflar la entonces inesperada reacción de mi cuerpo. Hay mujeres que dejan huella en tu vida, y de paso en el césped de la piscina, y Carmen, así se llamaba, era una de ellas.

Esta vez, más allá de sus pechos, como quien divisa un amanecer entre dos montañas, pude ver algo que estimuló mi cuerpo de una manera diferente. Si nos ponemos metafísicos, diría incluso que estimuló mi alma. Hasta aquel momento no había sentido algo como lo que sentí cuando la vi por primera vez. Allí estaba ella. Desde ese primer instante en que sólo era el contorno de una chica sin rasgos definidos creo que ya sentí un pinchazo en el corazón o en algún otro sitio de mi cuerpo o en todos a la vez. Quizás sea mi memoria la que me juega malas pasadas y adereza de componentes místicos aquel instante, pero no miento cuando digo que en mi recuerdo una oleada de emociones me recorría y se desbordaba provocando un maremoto en mi tranquila existencia. Apenas la vi y ya me gustó para siempre.

Mientras una revolución se gestaba en mi interior, en el exterior Amalia era presentada a mi madre como la prima de Nani. Lo que sucedió en el marco de los siguientes cinco segundos sólo es posible imaginárlo si se hace a cámara lenta. En los labios de mi hermana pude leer «… y ese de ahí es mi hermano…» Hubo otra palabra después de hermano que pudo ser pequeño, guapo, Jorge o muy probablemente imbécil. Pero no podía perder mi valioso tiempo descifrándola. A una velocidad superior a la de Ben Johnson esprintando tras su correspondiente chute de sustancia dopante, me deshice del sombrero de Nivea, lo dejé caer en el foso del castillo, lo enterré con las almenas que mi cuadrilla acababa de rematar y me tumbé sobre él como si estuviera tomando el sol tranquilamente. Adopté lo que yo en aquel instante consideré una postura sexy aunque, desde la distancia que dan los años, estimo que entre el despeinado, la arena impregnada por mi cuerpo y la falta de respiración por el esfuerzo, podría parecer más bien un náufrago recién arrastrado hasta allí por una ola. Sólo hubieran faltado unas algas jalonando mi jadeante anatomía para dar credibilidad a aquel cuadro.

Ella me saludó y me derretí fusionándome con la arena. Bueno, para ser sincero, cuando me saludó una turba de obreros liliputienses enfurecidos por la demolición de sus torres se lanzó sobre mí y me fundió con la arena.

Para cuando logré escaparme ya no estaba allí, aunque curiosamente ha conseguido permanecer en mi memoria hasta hoy.

* * *

Era ella. No estaba seguro al cien por cien pero habría apostado mi dedo meñique del pie por esa foto y esa mirada. No es que fuera una apuesta muy fuerte, pero siempre he sido muy cobarde con eso de la automutilación.

Una vez estábamos frente a frente, aunque su presencia fuera virtual, tenía que decidir cuál sería el siguiente paso. Sólo sabía que quería huir de la monótona tristeza que se había instaurado en mi vida.

Tras la ruptura de una relación de más de quince años, necesitaba una maniobra de Heimlich sentimental para asegurar que el aire llegase a los pulmones y el corazón no dejase de latir. Lo que no sabía era en qué podía consistir esa maniobra. ¿Deleitarme castamente con los recuerdos que la foto traía a mi memoria? ¿Volver a hacerla sonreír? ¿Casarme y sentar la cabeza con ella? ¿Revolcón salvaje en la playa? ¿Sexo con amor a la luz de un candil? ¿Gayola evocadora?

Habrá incrédulos que duden de mi palabra, pero tengo que decir que el sexo en cualquiera de sus variantes era lo que menos necesitaba en ese momento. Quizá porque Silvia era la mujer con quien lo había practicado en más de un 99% de las ocasiones, y por lo tanto el sexo me la recordaba inevitablemente. Quizá porque desde que me quedé solo había visto tanto porno que tenía empacho. Además, lo más fácil de ejecutar en este campo, lo único que estaba en mi mano, la idea de la gayola evocadora me planteaba un dilema ético... Si nos imaginaba juntos, yo tendría quince y ella dieciséis, pero ¿qué papel ejercería durante aquella acción el yo actual? ¿Actor u observador? Como actor podría ser considerado un corruptor de menores, como observador sería un voyeur, el típico viejo verde que frecuenta el parque del Oeste.

Vamos, que no me compensaba el gustillo con el sentimiento de culpabilidad.

Mi problema no se estaba produciendo en un plano físico y la solución por tanto tampoco la iba encontrar allí. Aunque me avergüence ponerme cursi, ya que estamos habrá que contar las cosas tal y como son. Había perdido la fe en el amor y me sentía vacío, o más bien mutilado. Nada que ver con el dedo meñique de mi pie, mutilado a un nivel más profundo. Indudablemente, la relación que había finiquitado recientemente había sido la más importante de mi vida y Silvia, la mujer a la que más he querido, quería, quiero o como narices se conjugue el verbo querer cuando una ruptura aún está demasiado cercana. Si miraba hacia el futuro me parecía imposible salir de la montaña de basura en la que me hallaba pero, de repente, al mirar hacia atrás, muy hacia atrás, estaba ella, Amalia. Nuestra relación sentimental había sido tan corta que casi fue inexistente, pero mi grado de enamoramiento fue sin duda el más alto por minuto, metro cuadrado o como demonios se mida el grado de enamoramiento de una persona en un momento determinado. He consultado en la Oficina Internacional de pesos y medidas y todavía no hay definida una unidad para medir el amor, así que me permitiré crear una: el tontolino.

El sentimiento que ella despertó en mí aquel verano debió estar cercano a los mil tontolinos. Con Silvia tuve una relación siempre por encima de los setecientos tontolinos de media, pero no me acerqué a mil ni en nuestros primeros días de pasión. Y no, no es comparable el amor que siento, sentía, he sentido por ella, con el que pude sentir por Amalia aquel verano. Silvia fue, es y quizás será el amor de mi vida, el mejor por supuesto, pero también menos intenso que aquel de los quince años. Con la inocencia, pureza, ilusión, excitación o incluso devoción con la que se quiere a los quince, con la que se quiere por primera vez, no se vuelve a querer nunca. Por eso Amalia me hizo llegar a los mil tontolinos, y dudo que otra mujer me haga llegar de nuevo a esas cantidades.

Fue entonces cuando se aclararon mis ideas. Sabía cuál sería mi maniobra de Heimlich, y sabía que vendría acompañada de un desfibrilador, porque necesitaba una descarga eléctrica de mil tontolinos en mi corazón. Esa era mi nueva misión en la vida. Volver a tener a Amalia ante mí y besarla. Y no de cualquier manera, sino tras activar en su pecho un sentimiento que contestara con reciprocidad al mío. Me producía subidón sólo pensarlo. La cara se me iluminaba y recobraba las ganas de vivir.

Tras aquella revelación, un nuevo mundo se abría ante mí y estaba deseoso por explorarlo. Lo primero que se me ocurrió fue adentrarme en él por la calle del medio: mandarle un mensaje a través de Facebook, decirle quién era, que no la había podido olvidar y que quería verla de nuevo. Creo que incluso llegué a escribirlo. Me dejé llevar por el corazón y recuerdo que puse algunas frases tan edulcoradas que Gustavo Adolfo Bécquer se removió en su tumba y después salió al exterior para vomitar ante aquel desmedido uso del azúcar. Hasta las oscuras golondrinas huyeron en desbandada.

Mi ratón coqueteó con el botón de enviar durante un decisivo segundo en el que decidí repasar aquel mensaje antes de mandarlo al exterior. Se me pasó por la cabeza la posibilidad de que fuera mal entendido y tras leerlo desde otra perspectiva, como si fuera yo el receptor, me di cuenta de que, efectivamente, aquello podría estar escrito por un tierno enamorado o por un peligroso psicópata. Puestos a elucubrar sobre las consecuencias de enviarlo, se me antojaba más posible tener a un policía llamando a mi puerta al día siguiente que conseguir una cita con ella.

Necesitaba un plan B. No tardé mucho en pergeñarlo. Mi gran reto sería conquistarla de nuevo, sin decirle quién era yo. Por supuesto, no podía enviarle un mensaje porque si de un antiguo conocido la cosa sonaba rara, de un desconocido podría haber sonado directamente a psiquiátrico. Concretamente uno con una brecha de seguridad en el control de acceso al internet de sus pacientes.

Si bien conquistar a alguien a quien sólo has visto en tus recuerdos durante los últimos veinticinco años podría parecer una misión imposible en un tiempo no muy lejano, en nuestros días era tan sencillo que quizás tenía ya ante mis ojos las pistas que necesitaba para iniciar este desafiante reto. Afortunadamente, no había restringido la información de su perfil de Facebook y aquello me bastaba para ponerme a caminar.

Lo que no necesitaba era leer que su estado era «casada».

Quizás hubiera sido muy ingenuo por mi parte esperar que hubiera estado soltera y virginal esperando mi llegada a su vida, pero un estado «divorciada» o «es complicado» no hubiera venido mal a mis planes.

Así, por si mi ocurrencia no estaba siendo lo suficientemente disparatada, ahora tenía que sazonarla con un dilema moral.

Estupendo. Pero, ¿quién dijo que los principios tenían que ser fáciles?

¿Quién dijo que todo principio necesita de principios?

* * *

—Me alegro de que te decidas a salir con los amigos de Gema. A ver si así se te quita esa cara de aburrido que llevas puesta estos días.

Creo que mi madre era la única que realmente se alegraba de aquello. Yo había hecho la propuesta llevado por esa irracional sensación que se había apoderado de mí en la playa, y que me empujaba a hacer lo que fuera por volver a verla. Pero en lo que se refiere a mi parte racional, tenía muy claro que estaba quebrantando mi reglamento interno y que aquel desagravio a mis valores más profundos sólo podía devenir en una catástrofe de proporciones apocalípticas o, en el mejor de los casos, en una resaca.

Por su parte, mi hermana mostró su disconformidad superficialmente torciendo el gesto y cruzando los brazos. Acompañó el mohín con una interjección peyorativa perteneciente y asociada a las tribus pijo-adolescentes, pero ante todo tragó saliva. Ella sabía que si todos estábamos en Benicasim era por su culpa, por eso entendía que mi presencia ocasional en sus veladas veraniegas era un pequeño peaje a pagar. Además, estoy seguro de que, conociéndome, no creía que fuera a aguantar mucho a su vera. Yo tampoco lo creía, pero ambos subestimábamos la revolución hormonal que se estaba produciendo en mi cuerpo. Una revolución que alcanzó su máximo apogeo cuando me vi rodeado de cuatro chicas (más mi hermana, a la que no podía englobar en esa categoría), todas ellas mayores que yo, y vestidas para captar la atención de la comunidad de buitre mediterráneo que poblaba la noche.

Comenzó la ronda de presentaciones y besos en la cara. A Carmen ya la conocía pero no desaproveché la ocasión de acercarme a sus pechos. Me miró amigablemente, probablemente porque las relaciones con las mejores amigas de tu hermana son siempre mucho más entrañables y menos ásperas que con ella misma. Además, Carmen y yo habíamos hecho el amor en varias ocasiones; bueno, ella todavía no lo sabía, pero es que desde aquel iniciático día en la piscina del barrio se había convertido en protagonista estelar de mis mejores fantasías.

Era una morenaza de rasgos latinos, pelo rizado y ojos oscuros, una Sofía Loren en potencia. Vestía un traje vaporoso que traté de escanear visualmente sin que se me notara demasiado, lo que me llevó peligrosamente al borde del estrabismo. Luego estaba Ruth, vecina de apartamento de Carmen y mayor que el resto, rondaba los 18 años, llevaba un rubio teñido a juego con su top amarillo y su mirada de desdén provocó mi antipatía inmediata. A continuación me presentaron a Nani. Podría entrar en detalles sobre su descripción, pero simplemente compartiré la injusta y común etiqueta que le coloqué en aquel instante: la más fea del grupo. Aunque sin duda lo más importante era su parentesco con Amalia, su prima.

Dejaron lo mejor para el final. Sonó el redoble de tambores.

Nuestros dos primeros besos iban a producirse. Su tez morena con sus diminutas pecas descubiertas por el sol, su sonrisa amiga y su top blanco marcando un (obviamente) prescindible sujetador me acogieron en un leve abrazo. Y entonces dijo:

—¿Nos presentaron esta mañana en la playa, no?

Se acordaba de mí. Qué sensación tan gratificante. Aquella frase me llenaba de orgullo y satisfacción cual monarca en Nochebuena. El mundo me parecía un sitio mejor donde vivir y Benicasim el mejor destino de vacaciones posible.

Por supuesto, en aquel momento de felicidad no era capaz de establecer ninguna relación entre ese «se acuerda de mí» con la imagen específica que ella podía tener en mente de ese «mí» con la pandilla de peones de obra infantiles y un gorro de Nivea calado hasta las orejas.

Yo había hecho una relación en un sentido más etéreo. Cósmico. Algo que tenía que ver con el universo y el destino y cómo había decidido unirnos en ese justo momento. Y todo eso sin haber bebido aún.

Subimos a una zona de bares que había en el pueblo. Allí sí que tocaba empezar a beber. Mi relación con el alcohol era totalmente ocasional, alguna vez había coqueteado con los minis de cerveza, y sabe dios por qué, con los de sidra, pero sólo había sufrido una autentica moña, la del último día de instituto, y fue circunstancial. Lo más cercano a aquello fue en las últimas fiestas del pueblo de mis padres, donde participé en una improvisada cata de vino en tetrabrik con mis amigos. La cosa no fue a mayores, se quedó, como se denominaba en la época gracias a una serie de televisión, en un pedete lúcido.

Eso sí, nunca había bebido en presencia de un familiar. Temí que esto nos coartase a ambos pues sobre nosotros siempre sobrevolaba la sombra de la duda acerca de si podíamos ser espías infiltrados al servicio de los padres. Mis temores se disiparon cuando la vi sosteniendo un botellín en una mano y un cigarro en la otra. Me incitó al alcoholismo, ya llevaba yo bastante mal lo de ser el más pequeño como para encima dar motivos de burla pidiéndome esa Coca-Cola que tanto me apetecía.... Como no lo hice, recuerdo incluso que, en una ocasión cuando nadie me miraba, me bebí el culo de una botella que alguien había dejado en la barra tras rellenar su cubata. Deleitado por su dulce sabor a escondidas, no supe explicarme por qué seguía bebiendo aquella amarga cerveza cara al público.

Fuese el alcohol, fuese la testosterona, fueran los escotes de mis acompañantes o fuera el efecto psicotrópico de los gérmenes de las botellas abandonadas en la barra, aquella noche tuve la impresión de estar más desinhibido y desenfadado que de costumbre. Ruth y mi hermana estuvieron a ratos al margen tonteando con otros tíos pero las otras tres permanecieron conmigo, me hicieron sentirme integrado en su grupo y me regalaron sus sonrisas. Y bueno, eso era mucho teniendo en cuenta que la sonrisa de Amalia era mi único objetivo aquella noche.

Era mi único sentido en la vida en aquel momento y en aquel lugar. La pena es que aquel lugar iba a cambiar.

Avanzada la noche llegó el momento de ir a K-Sim, la discoteca de moda en la zona. Estaba tan feliz que no se me hizo larga la caminata, ni mucho menos cansada. Estaba embriagado en parte por el amor y en parte, concretamente dos tercios, por la cerveza. Por supuesto ni se me había pasado por la cabeza la posibilidad de pasar a un nuevo nivel de felicidad. Quiero decir, ni pensaba en enrollarme con Amalia. O mejor dicho, no pensaba en otra cosa pero lo hacía en un plano más onírico que real. Fantasías pasaron todas por mi cabeza, con ella y con las demás, por separado y revueltas. Pero aquello no iba más allá de un plano ficticio. Para ser sincero, de haber considerado seriamente una posibilidad cierta de enrollarnos, en ese instante el pedo se me hubiera bajado, y la desinhibida felicidad se habría trasformado en agobiante estrés.

No había besado a ninguna chica. Era lo que más deseaba en el mundo, pero a la vez me sentía demasiado viejo como para no haber estrenado mis labios, lo cual me llenaba de inseguridad. Había ensayado (incluso con lengua) con la foto de Marta Sánchez que adornaba mi carpeta del instituto, había practicado haciendo con mis dedos la forma de una boca, incluso me había hecho un chupetón a mí mismo en el brazo para comprobar que sabía cómo. Aun así obviamente no me sentía preparado, de hecho no estaba tan ciego como para no captar el patetismo que todo aquello transpiraba. Pero tengo que decir en la defensa de mi yo adolescente que no es que fuera un completo panoli sino que en mi casa había gustado de siempre el buen cine, que yo había crecido viendo películas y que por pretender que mi primer beso fuese algo mágico había esperado hasta un punto en que timidez e inseguridades se habían convertido en una barrera bastante difícil de franquear.

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9788418848735
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