Kitabı oku: «Los besos que no se dan», sayfa 2

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Así que allí me encontraba yo saboreando el momento, disfrutando el presente, sorprendido positivamente por el devenir de la velada. Tan obnubilado que había pasado por alto un detalle importante, no tenía edad legal para entrar en la discoteca. Cuando llegué estaban pidiendo carnets. Me sentía como el chico protagonista de Big cuando le dejaron en puertas de la atracción en la que iba a montar la chica que le gustaba. Mi gesto se entristeció tanto que desperté la ternura de todas mis acompañantes, incluida mi hermana que me dijo.

—A las chicas no nos piden el DNI nunca. Tú pasa en medio del grupo y no te van a decir nada…

Y así lo hice. Me camuflé entre el grupo de chicas poniendo tanta cara de dieciséis años que por un momento creí ver pelos de barba aflorando en mi mentón. Quería colarme, pero no coló. El portero hizo uso de su deber con desafortunada arbitrariedad y me pidió la documentación. Tenía dos opciones, darle un puñetazo en la barbilla con todas mis fuerzas y pasar intentando después perderme entre el gentío o decir que se me había olvidado el carnet suplicando clemencia. Opté por la segunda, quebrantando otros de mis principios, el de no mendigar a una puerta. En aquellos tiempos, incluso más que ahora, la flexibilidad con la que se ejecutaba la ley de acceso me hacía concebir bastantes esperanzas. Sin embargo, su rostro decía claramente «no». Cuando estaba a punto de decirlo también su boca, noté cómo alguien me agarraba por el brazo y se aproximaba cariñosamente hacia mí. Miré a mi izquierda para contemplar entre la incredulidad, la sorpresa y la excitación en todos sus sentidos que era Amalia. Pero tranquilos, aún quedaba lo mejor.

—Es mi chico, déjale pasar.

Mis ojos se pusieron a girar de emoción como las frutas de una tragaperras, balbuceé seguro, si babeé también es algo que no recuerdo o que he preferido borrar de mi memoria, el nivel de tontolinos alcanzó en ese momento cotas totalmente desconocidas para mí. Vale, era sólo un argumento para que me permitieran entrar y lo sabía. Pero qué pedazo de argumento. Además, que oír aquello de sus labios, aunque fuera fingido, paradójicamente lo convertía en una posibilidad real. Sentí unas ganas auténticas de besarla. Tan auténticas que con sólo evocarlas se me pone la carne de gallina.

Que la felicidad completa es un sentimiento efímero es algo que iba a descubrir en breves instantes por dos hechos que iban a acaecer.

El primero, que no por esperado dejó de causarme tristeza, al entrar ella soltó mi brazo. Nunca había sentido una ráfaga de soledad como esa en toda mi vida, sólo comparable al día en que me despisté de mis padres y me perdí en El Retiro con cinco años. El segundo fue una desagradable sorpresa.

Al poco tiempo de llegar y cuando nos acercábamos a la barra a pedir se nos acercó un grupo de cuatro chicos. Debían rondar los dieciocho años y las miradas cómplices que pasaron a través de mi invisible presencia no me gustaban nada. Uno de ellos cogió a mi hermana y le dio un pico, que se fue trasformando poco a poco en un beso más profundo. Me temía que eso era otro caro peaje que tenía que pagar por salir junto a ella. Lo de verla beber y fumar era, hasta cierto punto, divertido. Pero esto, no sé por qué extraña herencia genética machista y ancestral, no me lo parecía tanto. Me dejó helado sin saber cómo reaccionar.

Cuando salí de mi letargo me di cuenta de que no era la única que practicaba un duelo de lenguas, su amiga Ruth también estaba compartiendo fluidos con otro de aquellos chavales.

Se encendieron todas las alarmas y giré la cabeza buscando a Amalia, encontré a Carmen y a Nani por el camino en distendida charla con uno de los invasores de mi mundo feliz, lo que me produjo unas décimas de segundo de alivio. El tiempo justo hasta que mi mirada alcanzó a ver sus labios besando otros labios.

* * *

Me sentía como una mosca. Y no por mi demostrada habilidad de darme una y otra vez contra el mismo cristal sin ser capaz de ver una salida mejor. Me sentía mosca por el modo en que frotaba mis manos, ciertamente tramando algo. No es que la información que poseía pusiera mi objetivo en bandeja, pero ayudaba. Había algo de camaradería léxica y mucho de redundancia en el hecho de que las redes sociales ayudasen a lanzar las redes de pesca con mayor precisión sobre mi objetivo.

Para empezar su perfil en general, sus intereses, sus gustos musicales y hasta sus películas destilaban una vena romántica nada negativa para mis planes. Se dejaban entrever además, sobre todo ante la nada objetiva mirada de mis ojos, cierta insatisfacción o como mínimo ciertos deseos ocultos de traer algo de fantasía y aventura a su vida sentimental. Fue leer entre sus intereses «¿Dónde están los tíos que paran el ascensor para besarte?» y no pude dejar de imaginar que nuestro primer beso sucedería en un ascensor, sólo deseaba que los nervios no me hicieran pulsar el botón de alarma en vez del de parada.

Aunque para poder arrancar mi aventura la información más importante sin duda eran sus actividades, sus aficiones, los lugares que podía frecuentar. Aquello que podía llevar a conocernos en persona. Sí, conocernos, porque por desgracia estaba prácticamente seguro de que ella no se acordaría de mí, y que si lo hacía no podría reconocerme después de tanto tiempo. La revelación de que nos conocimos muchos veranos atrás debía ser el culmen de nuestro reencuentro, la carta que debía utilizar sólo si se daba el momento propicio para el beso, justo antes de montar en el ascensor.

Estaba seguro de que los datos que había sacado de Facebook iban a ser útiles para mis propósitos tarde o temprano. Pero la tarea de investigación en internet no podía darse por concluida. Había unos cuantos cabos que tenía que atar un poco mejor. Los datos y mi intuición apuntaron al grupo de teatro El apuntador atareado del que era fan . No era públicamente conocido, lo que según mi criterio podía significar que, o bien alguno de sus amigos formaba parte de él y ella podría ser una espectadora habitual, o bien que ella misma formaba parte del grupo. Creía firmemente en esta posibilidad. El hecho de que pusiera teatro entre sus actividades así me lo sugería.

Saqué la bola de cristal de nuestro tiempo, Google, para obtener un poco más de información. No salieron demasiadas entradas en la búsqueda de El apuntador atareado. La mayoría hacían referencia a alguna de sus actuaciones, aunque la más interesante sin duda era esa que parecía ser la web del grupo. Interesante en el sentido de los datos que podía contener, porque estéticamente hacía daño a la vista. Era una página cutre con largos textos y fotos donde resultaba difícil distinguir alguna cara. Había una sección llamada «artistas» hacia donde dirigí raudo y veloz el puntero. Allí, en quinto lugar por estricto orden alfabético estaba ella. Fue como ver un gol en un partido lleno de emoción. La confirmación de mis suposiciones. Una bocanada de esperanza. Un chute de tontolinos.

Junto a su nombre no había foto, sólo referencia a las obras en las que había participado y una descripción desconcertante, como todo lo que había ido leyendo entre líneas mientras navegada por la web. Era un grupo de teatro alternativo, pero no alternativo en plan «vamos a hacer algo distinto con pocos medios», alternativo en plan «trascendamos la existencia en un más allá de espléndida concomitancia vital, celebremos la diversidad y el amor por encima de géneros y etiquetas» como rezaba una frase de la página inicial.

Alternativo en plan Perogrullo con ínfulas de Mesías redentor.

Alternativo en plan «no entiendo nada» pero ¡jó! cómo mola.

Es posible que me esté mostrando muy crítico con un grupo de teatro aficionado, más aún si tenemos en cuenta que se trataba del grupo de la mujer a la que pretendía enamorar. Pero cito textualmente la descripción que acompañaba su nombre:

«Amalia Pérez: Alma y gota de lluvia. Sonrisa en un mundo de apocalipsis cotidianos. Verdad en el escenario de la mentira amable».

Sinceramente, yo hubiera preferido su dirección, su teléfono y a ser posible algún retrato suyo en grande. Verla en foto era casi como conocerla otra vez. Y cuantas más fotos hubiera más casi la conocería.

Así que inevitablemente fui a darme una vuelta por una sección llamada «Galería». Difícil de apreciar ningún gesto allí. La reconocía pero apenas si la distinguía. Eran todos retratos de actuaciones en baja calidad de resolución. Me los descargaba a mi ordenador para poder aumentarlos luego, lo que pasa es que donde yo quería distinguir sus ojos sólo encontraba píxeles. Hasta en los mosaicos semi derruidos de las termas de Caracalla podían encontrarse imágenes más nítidas. Casi mejor, así no me entretenía más, porque las ganas de verla me habían distraído de las ganas de volver a encontrarla. El motivo por el que yo estaba en aquella página web no era para andarme con contemplaciones, era para obtener información valiosa que me acercase, literalmente, a ella. Buscaba una sección actuaciones, pero no la había. Temí, aunque no me sorprendía, que la página estuviera obsoleta o que el grupo fuera una experiencia pasada, que hubiera desaparecido, que se hubiera extinguido entre los bostezos de su público gafapasta.

Casi me había rendido cuando encontré una dirección electrónica de contacto. «Algo es algo» me dije. Pero entonces volví a la página inicial. Allí estaba el menú, la foto de una actuación y un manifiesto demasiado largo. Tanto que se perdía por la parte inferior del monitor. Y entonces decidí indagar hacía abajo. Al final del todo y con ayuda de la rueda del ratón llegué hasta un recuadro titulado «Próxima actuación». Dibujé una sonrisa en mi mundo de apocalipsis cotidiano. Estaba más cerca de volver a verla. Tiempo de espera, dos semanas: 30 de Marzo-21:00 h. —Sala Arte AmigoDin, dan, lluvia, corazón y eco. Una obra de «El apuntador atareado».

Me hubiera gustado contar con la ayuda de Sherlock Holmes o de alguna eminencia deductiva de la inteligencia internacional, pero a falta de contactos y conocimientos en materia de idiomas, tuve que recurrir a un amigo.

Riki no podía ser considerado un experto en relaciones sentimentales. Tampoco tenía ningún máster en psicología. No era bueno infiriendo ni conjeturando y dudo seriamente que ni siquiera conociera la existencia de estos verbos y su significado. Pero estaba soltero. Y cuando traspasas la barrera de los cuarenta años y surge alguna duda sobre mujeres, se recurre a los que todavía están en activo. Además Riki era una persona carente de aristas, de buen corazón y, si no eras su pareja, de fiar. Llano y sencillo aunque, para el que no le conociese como yo, podría parecer simple. Tenía la seguridad de que mi plan de resurrección le cautivaría y no se pondría a remover mierda como sucedía con mis amigos emparejados en cuanto les hablaba de rehacer mi vida. Me equivoqué.

—Pero, vamos a ver, ¿tú no querías volver con Silvia?

—Ya no, Riki. Ya no. Quiero empezar de cero sin ella.

—Si tú mismo eres capaz de creerte tus palabras me parece fenomenal, lo que no me gusta tanto es lo de la chica de Facebook.

—No es la chica de Facebook. Es la chica de Benicasim, ¿No recuerdas los cientos de veces que te he hablado de ella?

—Después de quince años con novia, te quedas soltero y necesitas salir a buscar a tu primer fracaso…. Pues no lo entiendo. ¿Eso es una emoción fuerte? Estamos en el siglo XXI, los solteros de tu edad se hinchan a follar. Esas son las emociones fuertes que necesitas ahora mismo.

Ponderé esa posibilidad. Aunque no lo veía algo tan factible como me lo pintaba, no negaré que hasta cierto punto me atraía. Pero perdía en la comparación con Amalia. La puerta al pasado estaba abierta y con ella una ilusión genuina. Las ganas de volver a verla, de luchar por conquistarla no eran equiparables a ninguna otra idea que se cociera en mi cabeza. Así que, no sin un esfuerzo denodado, conseguí reconducir nuestra conversación.

—He leído en su perfil que le gusta ser besada en los ascensores.

—Y dale, pedales. ¿Tú para qué pides consejo si vas a hacer lo que quieras?

—Bueno, dije consejo. Pero realmente necesito apoyo logístico.

* * *

Pasaba la velada compartiendo terraza con mis padres, algunos conocidos suyos, y los hijos de éstos, mis amiguitos de la playa, unos compañeros de faena ideales en el imaginario andamio desde el que se construyen los castillos de arena, pero a los que cuando miraba de reojo me daban ganas de cortarme las venas. Peluso, que iba camino de oficial de obra, construía una paja gigante con las pajitas que iba robando de todos los refrescos de la mesa. Tinín, futuro arquitecto de los túneles de la M-30, descartaba con el dedo, tras una cata de calidad, el fruto de sus extracciones nasales. Y Goyito, pues bueno, Goyito lloraba porque no le gustaban las croquetas. ¿Qué más puedo añadir?

Sus edades rondaban entre los diez y los doce años. Yo tenía quince años, y era consciente de que estaba viviendo un momento con el que podría rellenar al menos dos sesiones de terapia en el futuro.

Cuando se acabaron la comida, la chavalería abandonó sus sillas y me invitaron gentilmente a irme con ellos a su mundo de fantasía, felicidad, heridas con Mercromina en las rodillas y pantalones cortos de pinza. Yo me sentía un ente adulto y como tal me quedé allí participando en las discusiones de los mayores. Mientras el tema de debate fue el papel de Perico Delgado en el Tour de Francia todo fue bien. Pero cuando comenzaron a hablar de la hija de una tal Angelita, que al parecer de la mayoría allí presente era un poco golfa, mi madre me dijo su típica frase:

—Hijo, ¿no te aburres? Anda y vete a dar una vuelta por ahí.

Y así, dando una vuelta, llegué hasta el lugar donde los territorios de los niños de doce años y los adultos de quince se juntan. Los recreativos. Sobre el futbolín les derroté con el mismo desdén con que los adultos habían valorado mi opinión sobre la ligereza de cascos de la retoña de la Angelita. En las máquinas, en concreto en el Street Fighter, pude descargar adrenalina y frustración a través de las extensibles manos y pies de mi alter ego digital. Además, mi orgullo se vio alimentado cuando un corrillo se arremolinó alrededor para admirar mi destreza y corear el nombre del luchador que manejaba.

«¡Dhalsim, Dhalsim, Dhalsim!»

No sé si atraída por los gritos de mis huestes o a propósito, de repente Carmen apareció en los recreativos. Interrumpí la partida y me acerqué hasta ella sorteando el reguero de babas que la clientela del lugar había generado ante la presencia de su generoso busto. A mi alrededor, había un bosque de barbillas que, con la misma elasticidad que mi personaje de videojuego, se desencajaban hasta tocar el suelo.

—¿Hoy tampoco te vienes con nosotras?

—No creo. Estoy bien aquí…

—¿Estás seguro?

A mi espalda, Peluso y Tinín imitaban golpes de Street Fighter con Goyito como principal damnificado. Al tercer barrido lateral, irremediablemente se había echado a llorar. A mí me daban ganas de llorar también. Lo más parecido que podía hacer sin perder la dignidad era sincerarme con Carmen.

—La verdad es que no. Estoy harto de Benicasim. No encajo aquí.

No tengo amigos de mi edad. No me dejan entrar en las discotecas, con vosotras estoy de más…

—Con nosotras no estás de más…

—Se agradece, pero yo creo que sí. Llegado un momento estorbo más que aporto…

—Si lo dices por lo de la otra noche, al menos, si te digo la verdad, yo estoy mejor cuando estás tú. Yo no tengo intención de ligar, tengo novio en Madrid. Contigo estoy mucho más cómoda que con esos buitres que no paran de mirarme las tetas.

Desvié tanto la mirada de sus pechos y tan de repente que creo que di una vuelta a lo David Bisbal. Luego intenté recomponerme y hacer un comentario adulto, pero entonces me di cuenta de que no era tan maduro como para poder mantener una conversación sobre tetas en presencia de las mismas.

—«Gradestargo, men» —En realidad, yo quería decir: «gracias, puedes contar conmigo, Carmen».

Lo bueno es que con la intención pareció entenderme.

—Tú también puedes contar conmigo. Y sabes a lo que me refiero

—me dijo sonriendo.

La verdad es que no sabía a qué se refería. Se me pasaron diferentes ideas en diferentes posturas por la cabeza, pero lo cierto es que ese comentario me dejó desconcertado. De nuevo mi cara debió hablar por mí.

—Hablo de Amalia…

¡Pero bueno! Qué desfachatez, inmiscuirse en mi sentimientos.

Hasta aquí podíamos llegar. Siendo la mejor amiga de mi hermana, no estaba dispuesto a abrirle mi corazón hasta ese punto.

—No le voy a decir nada a tu hermana.

Empezaba seriamente a plantearme la posibilidad de tener una fuga de pensamientos en mi cabeza, porque parecía verlos todos.

¿Cómo era posible?

—No dices nada, supongo que porque te preguntarás que cómo es posible que lo sepa. Pues si te hubieras visto la carita que se te quedó el otro día cuando Amalia se lió con Héctor, no te lo preguntarías.

No sabía hacia qué dirección avanzaba nuestro «diálogo», pero no me gustaba hablar de mis sentimientos. Especialmente cuando no era capaz de identificarlos.

—Creo que me he enamorado.

Era oficial. Mi cabeza iba por un lado y la conversación iba por otro. Es cierto que todo me había pillado un poco de sopetón. Quizás se me había ido la mano etiquetando emociones, el término

«enamorado» seguramente era precipitado. Pero Carmen se mostraba tan cercana que me resultaba difícil no abrirle mi corazón. Con su cálida sonrisa me acogía en una especie de metafórico seno materno, y yo me sentía como un lactante… no me refiero a con ganas de ser amamantado (que también), sino sobre todo cómodo y en paz conmigo mismo.

Salimos de los recreativos, estuvimos paseando por el paseo marítimo y le conté toda mi vida. Mi visión peliculera del amor, mi experiencia cero en besar y el pinchazo que sentí al ver a Amalia. Ella se ofreció a ayudarme en lo que pudiera, a la vez que me preparaba para lo peor con un desmoralizante: «Eres un chico encantador y tarde o temprano llegará tu momento, si no es con Amalia no te preocupes porque hay más peces en el mar».

Y a mí, que cada vez que alguien me decía esto de los peces en el mar, me daban ganas de ahogarle, esta vez casi me convenció. Carmen tenía una energía tan especial que envidié a mi hermana por tenerla como amiga.

* * *

Sentí que al alzarse el telón no iba a comenzar una obra de teatro, sino una nueva vida para mí. Pulso acelerado y una creciente ansiedad, acuciada por la necesidad de volver a verla, eran los síntomas que indicaban que mi corazón tenía de nuevo un motivo para palpitar aparte de la pura supervivencia.

Durante los primeros cinco minutos asomaron cuatro personajes por el escenario y de sus labios salieron tres palabras, comenzaba la cuenta atrás. A mi impaciencia por verla se unió la imperiosa obligación de recibir un estímulo interesante del exterior que impidiese que se cerrasen mis párpados. Y no valían los ronquidos de Riki, por lo que los tuve que cortar de raíz de un codazo.

Silencio. Oscuridad. Y la luz se hizo. Sin necesidad de los focos, ni de un Dios envuelto en pleno proceso creativo. Obviamente, fue su presencia.

Hasta aquel preciso instante, cuando pensaba en la palabra magia siempre me venía a la cabeza una imagen de Tamariz con sus trucos de cartas y su violín imaginario. A partir de aquel momento, iría asociada para siempre a su aparición en escena, y si acaso dejaría que la acompañase de fondo la música del violín.

Cuando noté de nuevo el pinchazo y un cosquilleo que me recorrían el cuerpo estremeciéndome como si fuese a romper a sudar hacia dentro, tuve esa seguridad tan poco frecuente de saber que estaba en el lugar y el momento adecuados. Busqué su mirada y aunque era imposible que en la oscuridad de la grada ella encontrase la mía, por un momento sentí que nos conectábamos. A pesar de su barroco vestuario y el tiempo trascurrido había algo en ese rostro muy familiar para mí. Evocador. Amable.

No me avergüenza decir que sopesé la posibilidad de salir corriendo del asiento a estrecharla entre mis brazos. Aunque sonase como algo ridículo y exagerado, más de uno en el público lo hubiese contemplado sin inmutarse, interpretándolo como parte del espectáculo, que desde mi humilde punto de vista era un poco anárquico, por poner un adjetivo que no fuese demasiado ofensivo con su elenco artístico.

Creo que uno de los personajes era la Libertad, y estaba teniendo un hijo ayudada por la comadrona que no era otra que Amalia. El bebé de la libertad era lapidado al nacer, una metáfora profunda que a mi parecer se veía empañada por el hecho de que el adoquín agresor fuera interpretado por un actor con un disfraz que si en vez de gris hubiera sido rojo podría haberlo hecho pasar por uno de los muñecos de los caramelos M&Ms .Más por el texto que por la historia en sí, me di cuenta de que la obra estaba llegando a su punto culminante.

Din.

—Dan.

—Lluvia.

—Corazón.

El «eco» que faltaba para completar el título no fue tan explícito.

El adoquín tumbado repitió impostando voz de losa funeraria un sutil…

—Zón, zón, zón…

Me vi obligado a mirar al suelo. No por despiste ni por desprecio, simplemente trataba de aguantar la risa ante el tremendo

«dramón» que estaba presenciando. No tardé en recomponerme porque no quería perderme más de un segundo de lo que pasaba en el escenario. No precisamente por estar enganchado a la trama, sino porque Amalia era la que había dicho «corazón» y eso lo interpreté como un buen augurio. Si además añadimos el nada baladí detalle de que al hacerlo se había rasgado la camisa, dejando al aire su ropa interior y apretando su mano derecha contra el pecho izquierdo en busca de los latidos, es comprensible que el foco de mi mirada tuviese que estar allí.

Riki sonreía porque antes de aceptar acompañarme me había advertido que lo único que le gustaba de estas obras alternativas era que se solían mostrar pechos. Yo le había dicho que a veces simplificaba todo demasiado, y él ahora se estaba cobrando mi disculpa con codazos cómplices. No obstante la cosa no fue a más y quedó todo en una muestra de canalillo y sujetador. Y aunque mis más bajos instintos no pudieran evitar deleitarse con la visión de su cuerpo y constatar, por lo que se intuía, un aumento en su volumen pectoral frente al que yo tenía en mis recuerdos, mi mente seguía sublimada por esa otra sensación que estaba experimentando y que dejaba todo lo demás en un segundo plano.

Así, perdido en mi cosmos interior con el escenario al fondo, llegamos hasta el desenlace de la obra en el que el hijo de la libertad sanado de sus heridas se elevaba sobre el escenario levantado por un gancho. Estaba atado en el extremo de una cuerda que era la encarnación viviente del fino hilo que separa el drama de la comedia.

Si se rompía, allí se iba a reír hasta el atareado apuntador.

Desafortunadamente los encargados de la seguridad debieron hacer bien su trabajo y nos privaron de un memorable final, claro que lo que sucedió a continuación tampoco podría olvidarlo. Ante mi sorpresa el elenco artístico comenzó a repartirse besos en la boca sin distinción entre hombres, mujeres y adoquines, algo que, para qué negarlo, despertaba más mi lado celoso que mi lado morboso, de hecho me estaba poniendo de mal humor. Por suerte la libertad aplastó al adoquín aplicándole, como no podía ser de otra manera, una llave de lucha libre. El público rompió a aplaudir, en mi opinión, no por la coherencia de esta técnica de combate, ni por el metafórico triunfo del individuo frente a la opresión y la tiranía, sino porque aquello significaba el final de la obra. Pude observar lágrimas entre algunos de los presentes que no supe interpretar si eran de alegría, emoción, congestión nasal o, probablemente, ingestión de productos estupefacientes. Mientras tanto Riki, sin necesidad de estimulantes, no podía parar de reír.

—¿Y a ti qué te pasa?

—Nada, que estoy pensando que como te líes con esta tía, no va a ser esta la última vez que tengas que tragarte este coñazo.

Aquella puya merecía una réplica en condiciones, pero curiosamente aunque el espectáculo había terminado, era yo el que comenzaba a sentir los nervios que preceden la salida a escena. Se acercaba el momento de decir mi línea.

Nos apostamos en la barra de bar que había en el vestíbulo de la sala. La mayoría del público se congregaba allí esperando la salida de los artistas, o dicho de otro modo, la mayor parte de los espectadores eran familiares o amigos de la gente del grupo «El apuntador atareado».

El botellín quería escurrirse entre mis manos sudorosas, mientras por contraste mi boca se secaba con una facilidad asombrosa. Riki me hizo algún comentario sobre un grupo de mujeres que había por allí y que, según su libidinoso criterio, adoptaban actitudes lésbicas. Ni siquiera eso logró desviar mi atención. No podía dejar de mirar la puerta por donde se suponía que entrarían los actores.

Aparecieron y ella estaba esplendida. Con ropa de calle era aún más humana. Más real. El tiempo había redondeado mi recuerdo, pero los pocos kilos de más adquiridos los llevaba muy bien puestos. Me moría de ganas de hablar con ella, aunque en lugar de eso pedí otro botellín, para ganar valor, mojar la comisura de mis áridos labios y dejar que todo sucediera conforme al guión que habíamos preestablecido.

Utilizaba los espejos del vestíbulo para mirar de la manera menos descarada posible sus abrazos y besos en las mejillas a unos y a otros, sus sonrisas, sus gestos de agradecimiento, su ceño fruncido ante alguna probable crítica no muy positiva, sus suspiros y su forma de colocarse la melena reiteradamente con la mano izquierda.

No hubo besos en la boca, ni abrazos largos, ni caricias cómplices.

Su marido no estaba allí, con un poco de suerte incluso se encontraban en trámites de divorcio. Pero, aunque no podía dejar de fantasear, aún era demasiado pronto y aún nos conocíamos demasiado poco como para contemplar su relación actual como el mayor obstáculo en mi lucha por conquistarla.

Quedó sola por un momento. Mi momento. Mi amigo me azuzó para que saliera a su encuentro. Ella trasteaba con el móvil no sé si por necesidad o simplemente por justificar su soledad. Apuré el botellín y, mientras una no planificada preocupación por mi aliento cervecero se inmiscuía en mis cuitas, me acerqué hasta ella.

El momento en que se encontraron frente a frente nuestras miradas fue uno de esos segundos de larga duración. Se disparó el nivel de tontolinos. Me dio tiempo a pensar miles de cosas, como mandar a la mierda mis planes y simplemente intentar besarla, como decirle cumplidos o piropos más o menos adecuados, como forzar alguna caricia pasajera involuntaria … Pero sobre todo sopesé la posibilidad de ser reconocido. Algo que por un lado daría al traste con mi estrategia inicial, pero por otro me llenaría de alegría. Veinticinco años son muchos, aunque bien podían quedarse en nada si la huella que yo dejé en ella era la mitad de la que ella dejó en mí.

—Enhorabuena. La obra ha estado muy bien, y tú has estado fenomenal —fue lo primero que le dije después de tanto tiempo.

—De verdad ¿Te ha gustado? —preguntó con una cara que se debatía entre la esperanza y el escepticismo sin perder su hipnótica sonrisa.

—Bueno, no sabría explicarte por qué, pero lo cierto es que me ha removido algo por dentro —contesté sin mentir.

Y en ese momento el botellín se deslizó entre mis dedos, para hacerse añicos a nuestros pies. La hice a un lado, y al hacerlo me conformé con el tacto de sus hombros como anticipo de ese beso que debía llegar algún día. Mientras me deshacía en disculpas inconexas, Riki apareció, me cogió por el brazo, dirigió a Amalia un guiño de complicidad como disculpando mi torpeza y sugirió:

—¿Nos vamos?

Aceptando la sugerencia me despedí de ella prometiendo que la próxima vez que nos viéramos intentaría por todos los medios no romper nada.

Cuando salimos a la calle, mi amigo quiso corroborar sus apreciaciones desde la lejanía.

—¿Cómo ha ido todo? ¿Según lo previsto?

—Sí, todo ha ido según lo previsto.

Después, deleitándome en las mieles del éxito, recité una frase en homenaje a Hannibal Smith.

—Me encanta que los planes salgan bien.

* * *

Patetismo adolescente en todo su esplendor. Así definiría aquel instante.

Sonaba uno de los éxitos de algún verano reciente, una especie de rap romántico titulado « I need you» del fugaz grupo BVMSP, y yo lo estaba dando todo en la pista. No había bebido demasiado, dos cubatas, pero las mezclas eran explosivas a la par de singulares: Cointreau con Cacaolat y Bacardi con lima, y mi cuerpo estaba aún en fase de pruebas con lo de la tolerancia al alcohol. Lo de que las pruebas mejor con gaseosa aquella noche me venía al pelo.

Amalia se estaba enrollando con otro y yo no sabía gestionar muy bien esa nueva sensación de tener el corazón partido, lo que se tradujo en una hiperactividad danzarina. Durante las partes rápidas de la canción trataba de impresionar a la audiencia con los pasos que conocía de break dance, básicamente el robot, y mi movimiento estrella, el gusano. Un movimiento que exigía arrastrarse por el suelo, y el de la pista de baile de K-sim no era el más limpio del mundo. Si a eso añadimos que me clavé el cristal de un vaso roto en la palma de la mano, os podéis hacer una composición de lugar próxima a la triste realidad.

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