Kitabı oku: «Ateos y creyentes», sayfa 2

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Los creyentes –tanto deístas como teístas– nos topamos de nuevo con otra cuestión de calado cuyo correcto afrontamiento no nos permite huir o refugiarnos en los amables campos de la dogmática eclesial o de la exégesis bíblica. No nos queda más remedio que aceptar, en principio, el campo de la sospecha antropológica en el que L. Feuerbach lo planteó para mostrar, teniendo presentes las pruebas o conclusiones alcanzadas por la antropología moderna, la mayor fortaleza racional de la tesis creyente: no es el deseo o la fantasía lo que crea a Dios, sino más bien es Dios quien activa el deseo de encontrarse y relacionarse con él.

W. Pannenberg (1928-2014) es, probablemente, quien ha formulado y propuesto la mejor y más fundada explicación al respecto en los últimos tiempos. Lo ha hecho, ajustándose al marco antropológico fijado, estudiando sus aportaciones más significativas y mostrando, a partir de las pruebas o evidencias alcanzadas, la mayor consistencia racional y veritativa de la cosmovisión teísta. Por eso, llegará a proclamar provocativamente que el alienado es el ateo, no el deísta o el teísta. Y lo es porque, esclavo de un tipo de conocimiento de corto vuelo (que algunos denominan «materialismo bruto» o «casualismo ocioso»), acaba subyugado y sometido a una fantasía prometeica y termina autoincapacitándose para percibir y reconocer en el ser humano, en el cosmos, en la vida y en la historia las señales o transparencias de lo que se dice cuando se dice «Dios».

c) El ateísmo ametafísico

Existe, en tercer lugar, otro grupo de pensadores que, porque defienden que la finitud es un límite racionalmente intraspasable, condenan al absurdo lo que sea que digamos cuando nos referimos a lo que se manifiesta en la finitud como residiendo también más allá del límite finito en cuanto tal, y que por ello se denomina «Dios». Me permito tipificar esta aportación como «ateísmo supuestamente ametafísico», es decir, como negación y rechazo de que sea posible hablar de manera racional de lo que, estando más allá de la finitud, se transparenta en ella con entidad propia y como diferente a la finitud en cuanto tal.

En coherencia con esta opción, supuestamente ametafísica, lo racional y verdadero es sostener –como hizo E. Tierno Galván (1918-1986)– que solo contamos con la finitud y que esta es absoluta, además de aproblemática y satisfecha. De ahí la mayor racionalidad y consistencia veritativa del agnosticismo –en esta ocasión, no metodológico, sino ateo– frente a cualquier explicación deísta o teísta. Y de ahí la conveniencia de hacer de la necesidad –la limitación y el perecimiento inexorables– virtud: vivir la finitud de la mejor manera posible. Y de ahí también la urgencia de proclamar la muerte de lo que se dice cuando se dice «Dios»; de manera semejante a como hizo el loco de la parábola de F. Nietzsche (1844-1900) por calles, bares, plazas e iglesias.

Pero, más allá de la gran variedad de agnosticismos en curso –incluidos los deístas y teístas–, la interpretación facilitada por E. Tierno Galván ha llevado a que otros pensadores contemporáneos denuncien su cortedad de miras. Si bien es cierto que se puede escuchar en nuestros días que la finitud puede ser percibida, sobre todo en el primero de los mundos, como un absoluto –o como una cárcel de oro–, también lo es que no faltan quienes la viven como una insoportable fuente de problematicidad, insatisfacción y con conciencia de una agobiante relatividad e insoslayable limitación. Son los pensadores que forman el grupo tipificable como «nihilistas trágicos».

Para estos, es mucho más racional reconocer la existencia de una relación con lo que, estando más allá de lo finito y sin saber qué es y cómo es, sin embargo resulta percibido en cuanto tal, provocando en quien lo capta la maravilla de que tal relación existe en términos de agonía o lucha por intentar traer al concepto lo transparentado en lo finito, así como de ética o cuidado por no asfixiar tan asombrosa percepción o la soledad que acompaña a la ausencia experimentada y al vacío, a veces vivido como insuperable. M. Cacciari (1944), entre otros, muestra la existencia de tan singular relación con la brillantez y complejidad que le caracterizan.

Pero tampoco han faltado quienes, desde el campo teísta, y yendo más lejos que los nihilistas trágicos y, en concreto, que el exalcalde de Venecia, han mostrado que eso que se trasluce en la finitud no solo es percibido como maravilla, agonía y ética, sino también como lo que decimos cuando decimos «Dios». Es posible percibirlo como tal en la finitud, porque también la finitud, e incluso su anverso más oscuro y trágico, es nexo o mediación a través de la cual se transparenta. Tal es el caso, entre otros, de las explicaciones aportadas por E. Hillesum (1914-1943), D. Bonhoeffer (1906-1945), E. Wiesel (1928-2016), R. Panikkar (1918-2010) o J. Cortina (1934-2005). Y estas son explicaciones que, asumiendo y prolongando las de los llamados «nihilistas trágicos», son además racionalmente más sólidas que las explicitadas por E. Tierno Galván y el colectivo agnóstico-ateo que representa.

d) La muerte injusta y antes de tiempo

Tenemos un cuarto grupo de personas, inmenso en esta ocasión, para quienes saber qué decimos cuando decimos «Dios» pasa por clarificar cuál es la relación entre su posible omnipotencia y bondad con la existencia de la muerte injusta y antes de tiempo. Por tanto, nada –o muy poco– que ver con el ineludible –y puede que necesario– perecer como ley de vida. Es una vieja cuestión que fue formulada hace más de dos milenios por Epicuro (341-270 a. C.): «¿Quiere Dios evitar el mal, pero no puede? Entonces es impotente. ¿Puede, pero no quiere? Entonces es malévolo. ¿Sí puede y quiere? Entonces, ¿por qué existe el mal?».

Cuando hay que enfrentarse con semejante drama (y con la contradicción –existencial y teórica– que funda), es normal que se asista no solo al derrumbe del imaginario de un Dios todopoderoso e incluso bondadoso, sino también –y frecuentemente– a la defensa de la mayor consistencia racional del ateísmo o del agnosticismo-ateísmo frente a las explicaciones deístas o teístas. Uno de los ejemplos, probablemente el más llamativo de los últimos tiempos, es el argumentado testimonio del pastor estadounidense Bart D. Ehrman (1955) sobre su tránsito de la fe cristiana a dicho agnosticismo-ateísmo, precisamente por no haber podido soportar esta contradicción entre un imaginario de Dios como bondad y poder infinitos y la muerte prematura e injusta.

Pero tengo que recordar, como necesario e ineludible contrapunto, que tampoco faltan en nuestros días teólogos para quienes este es, ante todo y sobre todo, un problema estrictamente filosófico o racional. Y, por ello, del que también son partícipes los deístas y teístas, ateos o agnósticos-ateos e incluso antiteístas, sean del signo que sean. Ya no vale, apuntan, criticando a estos últimos, creer haber alcanzado una explicación racional más consistente que la teísta negando la existencia de lo que se dice cuando se dice «Dios» –al menos del Dios todopoderoso e infinitamente bueno– y quedarse, según los casos, plácida, tranquila o angustiosamente sumidos en el silencio o en el mutismo. Semejante respuesta o ensayo de alternativa –que no acaba de eludir la perplejidad que atenaza a todos, teístas o ateos– no es, cuando se dé, la racionalmente más sólida y adecuada. Si así fuera presentada, no dejaría de ser otra expresión, una más, del voluntarismo ciego y de la incertidumbre veritativa que también se apodera del ateísmo, del agnosticismo-ateísmo o del antiteísmo y que, semejantes a la que inevitablemente aparecen entre algunos teístas o deístas, es compatible con un admirable compromiso en su erradicación. Pero no es para nada una explicación más firme que la creyente.

Prueba de ello es que la cuestión de articular un imaginario de Dios concebido a la vez como omnipotencia y bondad infinita en el marco de un mundo en el que persiste la muerte injusta y antes de tiempo ha obligado a que los creyentes no bajaran nunca la guardia y a que no dieran por definitiva ninguna interpretación, incluida la que, también en el campo creyente, ha constatado la contradicción y la perplejidad o ha reconocido el silencio como la respuesta más racional y adecuada, compartiéndola con ateos y antiteístas. En los últimos años se ha asistido a la formulación de tres explicaciones que han sido acogidas, al menos en las filas deístas y teístas, como dotadas de una mayor racionalidad que la mera negación de Dios o que el establecimiento del silencio como la única respuesta o la alternativa formulada por Bart D. Ehrman. Tales son las explicaciones facilitadas por J. A. Estrada (1945) sobre la «imposible teodicea», J.-B. Metz (1928) sobre la teología como memoria passionis y A. Torres Queiruga (1940) sobre un Dios que, creando por amor, es presentado como el «Antimal».

Juan Antonio Estrada declara «imposible» el intento de armonizar racionalmente el mal con un Dios bueno y omnipotente o creador. No se puede exculpar a Dios. Cuando se intenta, se acaba favoreciendo el imaginario de un ser malvado a costa del sacrificio de la persona. Es más sensato reconocer que el cristianismo, no teniendo la respuesta racional a este problema, habilita, sin embargo, para afrontarlo de manera coherente y lúcida. La teodicea –el intento de articular bondad y poder en Dios– es imposible. Pero la imposible articulación racional no sume al cristiano en la indiferencia, en particular si se autocomprende como un seguidor del Crucificado. Cuando acontece tal autocomprensión, es posible afrontar el mal como lo hizo Jesús.

Sin dejar de reconocer el silencio en el que habitualmente nos adentra la petición de una respuesta congruente por parte de Epicuro, no hay que descuidar los gritos y las demandas de justicia que, a pesar de todo, siguen dirigiendo a Dios las víctimas en nuestros días y a lo largo de la historia. He aquí el punto de partida de la propuesta presentada por J.-B. Metz. La atención a tales demandas le lleva a reivindicar la importancia de la teodicea, pero comprendida no como un discurso ocupado en armonizar teóricamente la omnipotencia y la infinita bondad divinas, sino como «interrupción» o ruptura con un mundo en el que se siguen produciendo muertes injustas y antes de tiempo y con la racionalidad que lo fundamenta. No queda más remedio que erigir tales voces y lamentos en el principio cognoscitivo de la realidad y entender la teología como memoria passionis, es decir, como memoria de un Crucificado cuyo drama se actualiza en el clamor de los crucificados de todos los tiempos. También en el de quienes siguen siendo martirizados en nuestros días.

Andrés Torres Queiruga, prolongando la vía abierta en su día por G. Leibniz (1646-1716), sale críticamente al paso de las teologías y filosofías que subrayan la oscuridad, el silencio o el retraimiento –el zimzum– de Dios y sitúa la clave explicativa del mal en la finitud en cuanto tal; por tanto, no en Dios mismo. La suya es una propuesta formalmente «armónica» y, por ello, dispuesta a mostrar la articulación existente –y sin estridencias de ninguna clase– entre la insuperable idoneidad del amor divino –caracterizado como el Antimal– y el mal que se aloja en la constituyente limitación de lo finito y, sobre todo, en el perecimiento prematuro e injusto.

A estas tres explicaciones teístas hay que añadir las aportaciones de quienes han creído –y siguen creyendo– encontrar una respuesta menos insatisfactoria en el cosufrimiento de Dios, tal y como propuso E. Wiesel cuando tuvo que asistir en el patio del campo de exterminio de Auschwitz al ahorcamiento de un niño junto con dos adultos, o en la kénosis o abajamiento de Dios en el Calvario y en el descenso a los infiernos, tal y como sostuvo H. Urs von Balthasar (1905-1988), o la propuesta de hablar de Dios desde el sufrimiento del inocente que formula G. Gutiérrez (1928) a la luz del libro de Job. Y a estas, la gran variedad de ensayos intentando discernir qué incidencia puede tener el exterminio nazi o Shoá en la idea, imaginario o representación de Dios. Son particularmente reseñables los que han sostenido que Dios no quiere más cadáveres en los calvarios contemporáneos; una tesis que no solo ha movilizado al compromiso contra la injusticia, sino que también ha abierto la puerta por la que ha irrumpido el sionismo, es decir, la transformación en victimarios de quienes hasta no hacía mucho habían sido víctimas.

Todas estas son aportaciones, en gran parte teístas, que, con sus aciertos y limitaciones, pueden ser acogidas como ensayos racionalmente más consistentes que las alternativas agnóstico-ateas, ateas o antiteístas cuando –ante la muerte injusta y antes de tiempo– defienden el silencio o se limitan a negar la existencia de Dios. Y, en todo caso, son aportaciones que no obstan para que deístas, teístas y no creyentes compartamos el compromiso en la erradicación de tanta desolación e injusticia.

e) Un Dios «sin carne»

Hay, sin embargo, una quinta cuestión que –estrictamente teológica y presente desde los primeros años del cristianismo– persiste en nuestros días cuando se pretende clarificar lo que decimos cuando decimos «Dios». Son propuestas que, calificadas como «sin carne» o «neognósticas», favorecen ideas o representaciones de Dios en términos de Mismidad, Quietud, Silencio, Misterio Indecible, Conciencia transpersonal, Océano de la Unidad Infinita o Realidad no-dual. Normalmente suele ser presentada como superación de una idea de Dios que, al enfatizar su compromiso con los parias de nuestro mundo, ha descuidado su cercanía consoladora y reconfortante en lo más íntimo de uno mismo y ha acabado siendo tipificada como «neopelagiana», es decir, como partidaria de recordar exclusivamente que Dios se transparenta como salvación conquistada gracias al compromiso y a la entrega a fondo perdido, sobre todo en favor de los parias y crucificados de nuestros días.

De estas dos representaciones, la neognóstica ha resurgido con particular fuerza en nuestros días, constituyendo una ineludible llamada a mostrar de nuevo la mayor consistencia racional de la teología y de la representación cristiana, es decir, de un Dios que, encarnado, es bastante más que armónica unidad y quietud, silencio, mismidad o paz. Y sin descuidar, por ello, que se trata de carne fundada en el amor antecedente de Dios, articulación de gratuidad y justicia, y transparente de manera particular –y por propia decisión– en los parias, los pobres y los crucificados («lo que hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis», Mt 25,40) y –no se puede descuidar– en sus lamentos, gritos y reivindicaciones.

2. La mayor consistencia racional del teísmo cristiano y católico

Finalmente, en el punto de llegada hay que explicitar la mayor racionalidad del teísmo cristiano con respecto a otras interpretaciones ateas, antiteístas, agnóstico-ateas e incluso neognósticas o «sin carne», indicando, en primer lugar, que la singularidad de dicho teísmo cristiano no solo se hace cargo de lo que, en términos deístas, se trasluce en el cosmos, en la vida o en la naturaleza como inteligencia originaria, creativa y teleológica, como fundamento y objeto del deseo humano, como el infinito perceptible en la finitud o como la bondad que emerge en medio del poder del mal, sino también de lo que los discípulos de Jesús de Nazaret percibieron en lo que dijo, hizo y encomendó este personaje histórico. Podríamos decir, en coherencia con ellos y mirando a los ateos contemporáneos, que, si no era Dios, se lo merecía.

Hablamos, por tanto, de un Dios que no solo se transparenta como conjunción de regularidad (legiformidad) y novedad (asimetría) a partir de las evidencias científico-empíricas que se vienen alcanzando en la astrofísica y en la protobiología contemporáneas, sino también como articulación de bondad y poder: es lo suficientemente fuerte como para encarnarse –obviamente, por amor– y hacerse perceptible en lo débil y pequeño, en lo frágil y limitado.

La historia del cristianismo y de la teología es una larga y permanente reconsideración de este equilibrio entre omnipotencia y debilidad por amor, no faltando las acentuaciones desmedidas ni los olvidos inaceptables. Pero tampoco los momentos en los que se han alcanzado felices formulaciones, racionalmente consistentes, cuando se ha prestado más atención a la unidad sin confusión y a la distinción sin separación entre Jesús y Cristo o entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo (Concilios de Nicea [325] y Constantinopla [381]). O cuando se ha atendido, de manera preferente, la diferencia y comunión de cada una de las tres Personas a las que nos referimos cuando decimos «Dios»: siendo mucha la unidad existente entre ellas, es mucho mayor la singularidad de cada una (Concilio IV de Letrán [1215-1216]).

A nosotros nos corresponde mostrar argumentadamente que los cristianos, cuando decimos «Dios», nos referimos a este equilibrio, permanentemente inestable, de unidad y singularidad entre Jesús y Cristo o de comunión entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo que denominamos «misterio». Y que lo hacemos no solo en términos de articulación entre unidad o comunión y singularidad, sino también entre verdad e historicidad, belleza y ocultamiento y, sobre todo, entre bondad y justicia.

Percatarse de esta confluencia formal no solo muestra la unidad de la verdad y su convergencia en la Verdad (de la que nuestro mundo, cosmos y vida es toda una transparencia y, a la vez, una anticipación), sino también lo saludable –y necesario– de una explicación análoga para quienes han preferido asomarse al misterio de Dios desde la bondad que se transparenta y anticipa en Jesucristo, así como en la entrega de tantas personas a lo largo de la historia y de nuestros días. Y otro tanto se podría decir cuando la referencia central de lo que decimos cuando decimos «Dios» es, además de Verdad y Bondad, Unidad y Belleza.

Caminar en esta dirección permite afrontar –y espero que superar– la parte de razón que asiste a la crítica de Paolo Flores d’Arcais sobre un cristianismo solo dispensador y consumidor de sentido, sin consistencia veritativa alguna. La tarea puede ser complicada, pero no por eso deja de ser igualmente apasionante.

Estas páginas se suman al trabajo realizado por otras muchas personas en la misma dirección y sentido… indudablemente veritativo. Y se hace con la voluntad de despejar, en el caso de que exista, algún complejo, en particular a quienes, sin tiempo para tareas más especulativas, han apostado acertadamente por disfrutar y mostrar el rostro, amoroso, comprometido y consolador, de Dios con los parias y crucificados de nuestros días.

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DIOS Y LAS EVIDENCIAS CIENTÍFICO-EMPÍRICAS

La gran mayoría de los que se autopresentan como «nuevos ateos» en los últimos años dicen serlo por su adscripción a una racionalidad neopositivista o verificacionista: solo tienen sentido y deben ser acogidos como verdaderos los conceptos –y proposiciones– susceptibles de ser controlados empíricamente, es decir, los que pueden ser experimentados, medidos, pesados, cuantificados y predichos; nunca los que se argumenten o muestren como lógica y racionalmente consistentes. Y eso es así porque solo existe una civilización: la «científico-técnica» (F. Savater) 1, presidida por la «escepsis empírica» y la «razón científica moderna» o «empírico-racional» (P. Flores d’Arcais) 2.

Al hilo de este dogma mayor de la «ateología», sostiene R. Dawkins (1941), «si la desaparición de Dios origina un vacío, hay muchas personas que lo rellenarán de diversas maneras. Mi forma incluye una buena dosis de ciencia, el honesto y sistemático empeño de encontrar la verdad sobre el mundo real» 3. A diferencia del ateo –prosigue–, el filósofo se entretiene –acompañado por sus amigos teólogos– en pretender fundamentar la existencia o inexistencia de Dios mediante «prestidigitación dialéctica». Participando del mismo dogma cognoscitivo, F. Savater sostiene que ningún científico honrado se atreve a hablar con «desparpajo prepotente de lo inverificable […] ¡ni siquiera de lo verificable!». De ahí, concluye, su «indignación soterrada» y el asco que experimenta ante la mentira «con anticuada intensidad» 4.

Consecuentemente, todo lo que no se ajuste a este «dogma», es decir, todo lo que no pueda ser trasladado unívocamente al concepto y verificado empíricamente o reproducido de manera técnica, «no es» –por tanto, «no existe»– y debe ser respetuosamente –o no, depende– arrojado al mundo del que procede: el mitológico, el irracional o meramente subjetivo. Esforzarse en hablar de ello no pasa de ser una comunicación emocional, nunca científica, y, por tanto, irrelevante desde el punto de vista racional y veritativo. Al desconocer qué realidad científico-empírica corresponde y funda dicha noción 5, es normal que irrumpa el oscurantismo, se rechace «la tradición racionalista occidental» y eclosionen los discursos irracionales: «El silencio de Dios permite el palabrerío de sus ministros, que usan y abusan del epíteto» 6.

Pero, a diferencia de los nuevos ateos, el filósofo de la religión y el teólogo fundamental entienden que es posible describir lógico-matemáticamente lo empírico y concreto e incluso reproducirlo técnicamente y, a la vez, preguntar por qué las cosas son como son a partir de las pruebas o evidencias científico-empíricas y qué se transparenta en ellas. Además, saben que, cuando se formulan estas preguntas, son habituales diferentes explicaciones: la materialista bruta o el determinismo físico necesitante, la aleatoria, azarosa o casualista y las deístas y teístas.

En primer lugar, el determinismo físico necesitante, es decir, la interpretación que erige la existencia de la materia y de las pruebas científico-empíricas en la única y definitiva explicación, porque solo hay materia y nada más que materia, o, en el caso del ateísmo científico-empírico o cientifismo, solo existen evidencias científico-empíricas y nada más. El filósofo de la religión y el teólogo fundamental se encuentran con una tautología cuando, como así sucede en esta cosmovisión, se establecen la materia o las pruebas científico-empíricas como la explicación de por qué existen. Quedando prohibido ir más allá de ello, ya no procede preguntarse qué se transparenta detrás, por encima, en o debajo de tales pruebas científico-empíricas y por qué existen la materia y las mismas evidencias. He aquí el núcleo del cientifismo y del materialismo bruto. Y del autoritarismo cognoscitivo que apadrina.

En segundo lugar, la casualista: todo es fruto de la aleatoriedad. El filósofo de la religión y el teólogo fundamental también se topan con una explicación que entienden fallida, ya que, al recurrir al azar, no solo se está renunciando a proceder en conformidad con el principio de causalidad –el propio de toda investigación digna de tal nombre–, sino que se está dando por procedente una inaceptable ociosidad intelectual (las cosas existen por puro azar y casualidad, es decir, «porque sí») y, de paso, se está dando por buena la ignorancia, algo absolutamente inaceptable. Esta aportación tampoco parece racionalmente consistente.

A diferencia del materialismo bruto y del casualismo, los deístas y teístas argumentan que en las pruebas o evidencias científico-empíricas se transparenta como racionalmente más sólido aquello a lo que está referido lo que dicen cuando dicen «Dios», es decir, una primera Causa eficiente e incausada, a la vez Inteligencia originaria, creativa y teleológica. Y esta es una explicación mucho más consistente, desde el punto de vista racional, que el recurso a la sola materia o a la mera casualidad 7.

Por tanto, formulan la hipótesis de su investigación; no todas las explicaciones presentan la misma fuerza racional, incluidas, por supuesto, las que, como así sucede con el ateísmo científico-positivo reseñado, se autopresentan revestidas de una pretendida e imposible cientificidad que, supuestamente, se encontraría más allá de cualquier interpretación. Todas ellas –sostienen– son cosmovisiones que han de mostrar su firmeza racional en confrontación con sus respectivas alternativas, sean estas las ateas, las deístas o las teístas. Y se ha de hacer a partir de lo que se transparenta en las pruebas científico-empíricas en cuanto tales. He aquí el reto y el terreno común.

1. La muerte de Dios por las «mil cualificaciones»

Antony Flew es un filósofo que conocí en mis años de estudiante universitario. En aquel tiempo era considerado, junto a B. Russell (1872-1970) y el llamado Círculo de Viena (1921-1936), uno de los padres –por no decir el más importante– de la increencia fundada en la inconsistencia veritativa –en sentido empírico-científico– de lo que se entiende por Dios. Y, por tanto, de los «nuevos ateos».

Por aquellos años, este filósofo anglosajón sostenía, aplicando el principio de falsación al lenguaje teológico (una proposición es racionalmente consistente mientras no existan datos o argumentos que la falsen o desmientan) 8, que se desconocían los hechos científico-empíricos que avalaran la firmeza del discurso teológico (por ejemplo, «Dios nos ama como un padre» o «Dios tiene un plan») e, incluso, de la misma idea, imaginario o representación de lo que se dice cuando se dice «Dios». Y lo hacía recurriendo a parábolas.

En la primera de ellas intentaba mostrar la imposibilidad de falsar la proposición «Dios nos ama como un padre»:

Alguien nos cuenta que Dios nos ama como un padre ama a sus hijos. Nos sentimos reconfortados. Pero entonces vemos morir a un niño de un cáncer inoperable de garganta. Su padre terrenal se pone frenético en sus esfuerzos por ayudar, pero su Padre celestial no revela ningún signo obvio de preocupación. Se hace alguna cualificación (el amor de Dios «no es un amor meramente humano» o es «un amor inescrutable», quizá), y nos damos cuenta de que tales sufrimientos son enteramente compatibles con la verdad de la aserción de que «Dios nos ama como un padre (pero, por supuesto…)». Somos reconfortados de nuevo. Pero entonces quizá preguntamos: ¿de qué vale esta seguridad del amor (apropiadamente cualificado) de Dios? ¿Contra qué es realmente una garantía este aparente aval? ¿Qué demonios tendría que suceder […] para darnos derecho (lógica y correctamente) a decir «Dios no nos ama» o incluso «Dios no existe»? […] ¿Qué tendría que ocurrir o haber ocurrido que constituya una refutación del amor, o de la existencia, de Dios? 9

El objetivo de la segunda de las parábolas era mostrar la inconsistencia veritativa de la idea, imaginario o representación de Dios, habida cuenta de la imposibilidad de saber y concretar a qué realidad empírica correspondía tal concepto y los atributos que se predicaban de él.

Un día llegan dos exploradores a un rincón, roturado en medio de la jungla. En ese lugar crecen muchas flores y hierbas. Uno de los exploradores dice:

–Habrá un jardinero que cuide de este rincón.

Pero el otro no está de acuerdo:

–No hay ningún jardinero.

Y así plantan sus tiendas y montan la guardia. No aparece ningún jardinero.

–Quizá sea un jardinero invisible.

Entonces los dos ponen una barrera de alambre de espino y la electrifican. La búsqueda es encomendada a perros policía. (Recuerdan cómo el «hombre invisible», de H. G. Wells, podía ser olido y tocado, pero no visto.) Pero ningún grito hace pensar que un intruso haya recibido una descarga eléctrica. No se notan movimientos del alambre de espino que puedan denunciar un trepador invisible. Los perros permanecen en silencio. Todavía el creyente no se rinde:

–Es un jardinero invisible, intangible, insensible a las descargas eléctricas, un jardinero del que no emana ningún olor y perfectamente silencioso, un jardinero que cuida secretamente el jardín de sus amores.

Al final el escéptico se desespera:

–Pero ¿qué queda de tu afirmación originaria? Ese jardinero que tú consideras invisible, intangible, eternamente esquivo, ¿en qué se diferencia de un jardinero imaginario o incluso de ningún jardinero? 10

La conclusión de A. Flew fue tan clara como contundente: cuando la proposición «Dios nos ama» o la misma idea de Dios eran sometidas a los asaltos del principio de falsación, acababan reducidas a frases y conceptos vacíos y empíricamente imposibles de comprobar. No se sabía, apuntó, lo que contaba en contra o lo que era incompatible contra su supuesta verdad. El intento inmunizador acababa sumiendo a lo que se dijera cuando se decía «Dios» en lo que el filósofo anglosajón llamó la muerte por las «mil cualificaciones»: «Si se persigue implacablemente» al teólogo –concluyó–, tendrá que recurrir a la rechazable acción de la cualificación», algo que era «un fallo de fe tanto como de lógica» 11. De él solo se podía salir reconociendo la consistencia racional de la increencia por apoyarse en una mayor convergencia de datos científicos o evidencias racionales.

El desafío del filósofo anglosajón desencadenó una interesante polémica, fundamentalmente en los países de lengua inglesa, que fue sistematizada en dos tendencias mayores: la de quienes pretendían justificar la existencia de Dios y la consistencia del lenguaje teológico no admitiendo la perspectiva falsacionista ensayada por A. Flew (el ala izquierda de Oxford) y la de quienes, aceptando su reto, se esforzaban por mostrar argumentadamente que la representación de Dios y las proposiciones teológicas estaban referidas a algo empírico, siendo por ello falsables (el ala derecha de Oxford).

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