Kitabı oku: «Todo lo que hay que saber para saberlo todo»

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Director de la colección: Fernando Sapiña Coordinación: Soledad Rubio

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© Del texto: Jesús Purroy Vázquez, 2008

© De la presente edición:

Càtedra de Divulgació de la Ciència, 2008

www.valencia.edu/cdciencia

cdciencia@uv.es

Publicacions de la Universitat de València, 2008

www.uv.es/publicacions

publicacions@uv.es

Producción editorial: Maite Simón

Interior

Diseño: Inmaculada Mesa

Maquetación: Textual IM

Corrección: Communico, C.B.

Cubierta

Diseño original: Enric Solbes

Grafismo: Celso Hernández de la Figuera

Realización de ePub: produccioneditorial.com

ISBN: xxx-xx-xxx-xxxx-x

A mis hijos Xavier y Anna

con la esperanza de que, cuando lo sepan leer,

aún valga la pena.

Premios Literarios Ciutat d’Alzira 2007

Esta obra obtuvo el XIII Premio Europeo de Divulgación Científica Estudi General, instituido por la Universitat de València y el Ayuntamiento de Alzira y con el apoyo de Bancaixa. Formaban parte del jurado Fernando J. Ballesteros, Consuelo Berenguer, Manuel Costa, Emilia Matallana y Fernando Sapiña.

El método, aunque sea indigesto y espeso, es mucho más importante que los descubrimientos de la ciencia.

CARL SAGAN

Si la política es el arte de lo posible, la ciencia es el arte de lo soluble.

PETER MEDAWAR

Somos como marineros que tienen que reconstruir el barco en mar abierto, sin empezar de cero. Cuando quitamos una viga tenemos que poner otra en seguida, y mientras tanto usamos el resto del barco como soporte. Así, a base de vigas viejas y material de deriva, podemos reconstruir el barco de pies a cabeza, pero sólo gradualmente.

OTTO NEURATH

PALABRAS PRELIMINARES Y BUENOS PROPÓSITOS

Imagina esto: es el año 1922, Einstein acaba de ganar el Premio Nobel de Física. Un niño le dice a su madre que quiere ser investigador, pero le preocupa que, al paso que va la ciencia, cuando sea mayor ya no quede nada por descubrir. Unos años después el niño se ha licenciado en física. Interrumpe el doctorado cuando una bomba nazi destruye su laboratorio. Se incorpora al servicio secreto británico y diseña una mina especial para hundir los dragaminas alemanes. Decide cam-biar de tema: quiere descubrir el secreto de la vida. Con un hatajo de visionarios inaugura la era del genoma y gana el Premio Nobel de Medicina por este trabajo. A los 60 años decide que el último territorio que queda por explorar para comprender la vida es la consciencia. A la edad en que la mayoría de la gente está pensando en la jubilación empieza una nueva carrera como neurocientífico. Durante casi treinta años genera ideas y ejerce una influencia poderosa como pocos otros científicos de su tiempo. Pocas horas antes de morir, en el 2004, Francis Crick acaba de corregir un manuscrito donde sugiere líneas de trabajo a los investigadores que quieran entender mejor qué es la consciencia.

Si incluso los cerebros más privilegiados y las personas con una capacidad de trabajo extraordinaria se mueren sin saberlo todo, ¿qué esperanza nos queda a los que tenemos capacidades más ordinarias?

No te queda otro remedio que admitirlo: no puedes saberlo todo. Lo máximo a lo que puedes aspirar es a saber pocas cosas, pero saberlas bien.

Antes de continuar vale la pena definir unas cuantas palabras que encontraremos a menudo.

En el título has encontrado la palabra saber. Saber es creer cosas ciertas justificadamente.

Es un buen principio, pero, ¿qué cosas son ciertas? Y ¿qué quiere decir justificadamente? La respuesta no es corta, pero en el capítulo cuarto hay indicaciones que pueden ayudarte a distinguir las cosas ciertas. Desgraciadamente, no incluye ninguna lista detallada.

También hablaremos de conocer, que es lo mismo que saber. Aprender es adquirir un conocimiento. Si aprendes una cosa que nadie sabía antes, puedes decir que la has descubierto.

A lo largo de la vida aprendes de muchas maneras diferentes, y una de ellas es a base de razonar. Razonar es lo que haces cuando analizas todos los datos que tienen que ver con una situación y extraes una conclusión que los tenga en cuenta. No es necesario razonar siempre, pero en muchas situaciones es la manera más segura de aprender. Cuando aplicas la razón a la búsqueda del saber estás haciendo ciencia.

La ciencia no es sólo una acumulación de conocimiento, porque el conocimiento científico cambia cada día. Tampoco es un único método, porque el mundo se manifiesta de maneras tan diferentes que no hay una única manera de conocerlo. Un método que sirva muy bien para descubrir los aspectos físicos de la materia puede ser inadecuado para la investigación de las propiedades biológicas de esta misma materia, y viceversa. Si esto no fuera así, sólo haría falta estudiar el manual de instrucciones y el resto vendría automáticamente.

Hay unos conocimientos, hay un método, pero una caracte-rística de la ciencia es la actitud de las personas que la practican. Al-guien que hace ciencia quiere saber cómo es el mundo, no cómo querría que fuese.

La ciencia tiene mucho de irracional, imaginativo e intuitivo, y en los capítulos siguientes veremos ejemplos de sobra para ilustrar esta afirmación. Pero, en un momento u otro del descubrimiento científico, hay un análisis racional que separa el conocimiento científico de otros tipos de conocimiento. Estas otras maneras no son mejores ni peores, en general: simplemente, no son racionales.

Afortunadamente, no todos los aspectos de la vida se prestan al análisis racional y metódico. La mayoría de tu comportamiento diario es instintivo, irracional e irreflexivo, y es bueno que sea así. Si no, pasarías horas cada día decidiendo qué ropa ponerte, qué recorrido has de hacer para ir al trabajo, qué menú te conviene más o a quién quieres considerar un amigo.

Pero (y este es un gran pero, digno de unas mayúsculas de ad-vertencia) hay algunas situaciones cotidianas en que un poco de racionalidad no hace ningún daño, aunque sea de manera casual y poco estructurada. Leer el periódico, mirar la televisión o buscar respuestas en Internet son realidades perfectamente cotidianas que nos exponen, sin que nos demos cuenta, a afirmaciones de fiabilidad variable.

Razonar tiene un peligro, y es que de tan bien que funciona nos vemos tentados a ir razonando por todas partes. Podemos caer en un exceso de racionalidad. El resultado de este capricho de niño con un juguete nuevo son estas obras de arte que no se pueden entender si no se ha leído antes el manual explicativo. O la costumbre de rebautizar muchas disciplinas de humanidades con un pomposo ciencia que ni les queda bien ni necesitan (¿Ciencias de la Información? ¿Qué problema hay con el entrañable periodismo?). O las predicciones de algunos economistas, que tienen más que ver con las bolas de los videntes que con las predicciones de los físicos y los químicos.

En realidad, ni siquiera cuando nos parece que razonamos estamos solamente razonando. Por ejemplo, cuando analizamos un dilema moral, intentando decidir si una acción es buena o mala. En su trabajo de doctorado, Joshua Greene comprobó experimentalmente que nuestras decisiones morales nunca son totalmente racionales, sino que tienen un componente emocional muy importante. A diversas personas se les planteaba un dilema. Algunos dilemas eran no morales: por ejemplo, si vale la pena tomar el tren o el autobús en un caso concreto. Otros eran morales no personales, donde el mal es causado indirectamente, como cuando se dejan de pagar impuestos. También había dilemas morales personales donde, por ejemplo, se planteaba rematar a un compañero herido para evitar que lo torture el enemigo. Los investigadores observaron que, cuando se plantean dilemas en los que hay que decidir si es justificable hacer un daño inmediato a alguien para salvar a otras personas, se activan los centros del cerebro responsables del raciocinio, pero también los que procesan las emociones. Es decir: ante un dilema puedes analizar racionalmente si hay que actuar de una manera o de otra, pero es imposible valorar todas las consecuencias posibles. Por muchas vueltas que le des, tu decisión se verá influida por emociones irracionales.

La razón y la emoción son los dos motores que nos mueven. Funcionan de manera diferente y es bueno saber (o intuir) cuándo hay que dar prioridad a la una o la otra. Uno de los resultados inesperados de la modernidad es que la diferencia entre ellas se ha ido difuminando y desde hace un tiempo han intercambiado los papeles en muchos aspectos de nuestra vida. Nos tragamos con fe los yogures mágicos y los pintores que no pintan, mientras que desconfiamos de la soja modificada genéticamente y de los descubridores de las medicinas que nos curan cuando estamos enfermos. Esta dislocación, como la llama Ferran Sáez Mateu, tiene como consecuencia la pérdida de respeto hacia el pensamiento racional. El resultado final es un igualitarismo que equipara todas las explicaciones de la realidad como si fuesen igual de válidas.

En Cataluña, hace varios años causó cierto escándalo la irrupción del colectivo Contrastant (www.contrastant.net). De repente, entre las cifras fabulosas de manifestantes, visitantes y participantes que ofrecían los organizadores y la guardia urbana, a alguien se le ocurrió contar a la gente. Ni más ni menos. En un metro cuadrado de calle no se pueden meter cincuenta manifestantes, por mucho que se aprieten. Los recuentos independientes de Contrastant permitieron al público hacerse una idea exacta de la magnitud real de algunas manifestaciones de gran importancia política. Como repartían tanto hacia un lado como hacia otro, les faltó apoyo y tuvieron que finalizar su actividad el año 2007.

No siempre es posible contar, ni todos tenemos tiempo para plantarnos a la puerta de una feria con un lápiz y una libreta, pero es bueno recordar que, a veces, los medios de comunicación distorsionan o manipulan los hechos para ofrecer una visión interesada de un tema. La frase anterior es de una obviedad aplastante, pero todos nos hemos tragado alguna vez una de estas historias, y todos hemos manipulado o distorsionado alguna historia cuando nos ha convenido.

Por ejemplo, sólo con lo que se refiere a la publicidad relacionada con la alimentación hay un montón de afirmaciones que oímos a diario y que se sitúan en un punto incierto entre la exageración y la mentira. Los yogures con unas cepas bacterianas especiales son mejores que lo yogures de toda la vida. Los alimentos de agricultura ecológica son más saludables que los de agricultura tradicional. El agua envasada en fuentes del Pirineo es más limpia que el agua tratada en plantas potabilizadoras.

No tienes tiempo para analizar a fondo por ti mismo la veracidad de estas afirmaciones, pero es posible entrenarse para distinguir entre una historia aceptable y una falsa.

Primero: tienes que ver qué afirmaciones son discutibles. Puedes preguntar «¿Por qué?». Las frases que no tienen un porqué quedan fuera del análisis racional. Esto incluye los gustos y las creencias, como veremos en seguida. Si los yogures con la bacteria tal son mejores que los yogures con la bacteria cual, tiene que haber un porqué. Esta afirmación es discutible.

Segundo: tienes que ver qué razones son aceptables y cuáles no. «Porque lo digo yo», «porque sí» o «porque Dios lo ha querido así» son respuestas que tienen un lugar en las relaciones humanas, pero no si de lo que se trata es de encontrar una respuesta válida a una pregunta discutible.

Tercero: has de aceptar que las razones que, después de analizarlas, has dado por buenas son provisionales. Incluso las cosas que sabes con más certeza son provisionales. Atención: la provisionalidad no es una excusa para la pereza mental. No se puede saber todo, pero hay una diferencia entre no saberlo todo y no saber nada. El saber provisional es preferible al no saber definitivo.

Y con esta reflexión bien presente puedes pasar al cuerpo del libro. Un libro que no tiene mensaje ni conclusión. Los lectores im-pacientes que vayan directos al último capítulo no encontrarán ningún desenlace: sólo un sermón. En realidad, el orden de los capítulos es poco relevante, y no afecta para nada al hilo argumental. Algunos ejemplos se repiten para dar unidad al texto y para mostrar diferentes perspectivas de los mismos temas, pero nada más. Todos los temas que trato dejan cabos por atar y pueden dar lugar a interesantes discusiones de sobremesa o durante un largo viaje con desconocidos. La única justificación que puedo dar para haberlo escrito es que todo lo que digo es tan obvio que ya era hora de que alguien lo pusiera por escrito en un libro de bolsillo.

El saber científico es un producto humano y la manera como se obtiene es comprensible por todos los humanos: éste es el resumen del libro. No todo el mundo puede ser un genio, y no todo el conocimiento está inmediatamente al alcance de todo el mundo, pero todos estamos equipados de serie para razonar con eficacia y rigor.

Ya que hablamos de rigor, quiero reconocer y agradecer la ayuda de unos cuantos lectores intrépidos que han leído los esbozos de este texto y me han ayudado a eliminar prácticamente todos los errores de contenido y muchos defectos de expresión. Como no siempre les he hecho caso, es posible que aún quede alguno. Gracias a Francesc Colom, Àlex Hernández, Marta Masergas y David Pineda. Teresa Purroy y Lídia Feliubadaló leyeron hace años un malogrado embrión de este libro y, con sus comentarios, me hicieron ver que era necesario dejarlo madurar. El impulso inicial para escribir este libro fue un artículo de Salvador Cardús, que ha estimulado mi trabajo y me ha obligado a trabajar muy duro para navegar por nuestra amistosa discrepancia. Isabel Martí apadrinó la redacción de este texto, y fue mi lectora de referencia a la hora de decidir si una explicación era lo suficientemente clara o no. Agradezco a las entidades convocantes del premio Estudi General y a los miembros del jurado que hayan reconocido mi trabajo, y a Edicions Bromera y las publicaciones de la Universitat de València que lo pongan al alcance de los lectores. Mi esposa Asun Solans ha leído incontables esbozos, capítulos y versiones, y me ha ayudado a llegar a puerto.

CAPÍTULO 1. ORDENA TUS CREENCIAS

Hay gente que tiene una memoria tan buena que incluso recuerda cosas que nunca pasaron. Con el saber a menudo ocurre como con los falsos recuerdos: tenemos un montón de conocimientos en la cabeza y no sabemos cómo han llegado hasta allí. El saber acumulado nos ayuda a construir un entorno de referencia, una guía de exploración del mundo. Y nos adentramos en este terreno desconocido con curiosidad y despreocupación. Queremos pisar terreno sólido, pero no todos tenemos el mismo criterio a la hora de definir qué es sólido y qué no.

Es imposible verificar por nosotros mismos todo lo que quere-mos saber. Dependemos los unos de los otros mucho más de lo que querríamos admitir. Por eso necesitamos escoger fuentes fiables de información. Para mucha gente, la letra impresa es garantía. Otros encuentran certeza en la autoridad de ciertas personas. Cada vez más gente pone su fe en el saber global que se puede encontrar en Internet.

Todo lo que sabes forma una red de creencias que se dan soporte mutuo. Algunas de estas creencias son fuertes: se refieren a cosas que has visto en persona, o que has comprobado tú mismo. Otras son más débiles: por ejemplo, todo lo que has leído, te han explicado o no has podido comprobar.

No todas tus creencias son del mismo tipo. Aunque se refieren al mundo en que vives, algunas tienen una justificación racional y otras no.

A veces pasa que dos creencias entran en contradicción. Siempre habías creído, por ejemplo, que las espinacas llevan mucho hierro y de repente lees un artículo en un periódico donde dicen que esto no es cierto. ¿Qué haces?

Si dos creencias son contradictorias haces todo lo posible para prescindir de la que te parece menos importante, no de la que te parece menos cierta. Lo que estás dispuesto a conceder es accesorio. Antes de desprenderte de una de las creencias importantes reordenas tu sistema tanto como puedes, para intentar encontrarle un lugar.

En el caso de las espinacas, puedes pensar que los creadores de Popeye estaban equivocados o que el autor del artículo del periódico estaba equivocado. Según la importancia que des al tema, el desbarajuste que suponga en tu esquema general o tu experiencia previa con la veracidad de la información que dan los dibujos animados o los periódicos aceptarás como bueno un dato u otro.

Incluso puede ser que archives ambos datos y los creas a la vez. Todos mantenemos algunas creencias contradictorias que nos ayudan de una manera u otra a ser como somos.

Por ejemplo, aunque la razón te diga que el candidato por el que votaste ha hecho una política desastrosa, posiblemente te resistirás a admitirlo y votar por otro candidato en las próximas elecciones. Los milagros que te explicaron de pequeño son incompatibles con lo que sabes sobre cómo funciona el mundo, pero quizás tienes la capaci-dad de aceptar como ciertas una afirmación y su contraria. Mucha gente da la razón incondicionalmente a sus amigos o familiares: se niega a aceptar que puedan estar equivocados.

Los ejemplos anteriores son diferentes entre ellos, y se refieren a esferas diferentes de la vida. En general, las creencias de tipo político, religioso o emocional tienen una vida propia, separadas de las creencias racionales excepto en momentos de crisis.

Y aun así, si podemos discutir sobre la mayoría de cosas que sabemos es porque no hay nada de qué discutir. Son aquellas conversaciones interminables en las que es imposible convencer al contrincante de su error. Los gustos son un tema clásico de saber indiscutible, pero también están la política o la religión: no sucede a menudo que alguien salga de una discusión política o religiosa con ideas diferentes a las que tenía antes de entrar. La tradición es otra fuente de saber indis-cutible: el aprecio por un paisaje, unas costumbres o unas manifes-taciones culturales no tiene ninguna justificación que se pueda dis-cutir. Puedes intentar saber, como sociólogo, psicólogo o neurocientífico, qué mecanismos cerebrales o sociales explican la predilección por el Fútbol Club Barcelona o las sardinas a la brasa, pero es imposible convencer a alguien de que se equivoca cuando escoge un plato o un equipo.

Un tipo especial de creencias no discutibles son las creencias no demostrables. Las has desarrollado a partir de experiencias y conocimientos, y son tan sólidas que las das por ciertas, aunque no tienes manera de demostrar que lo son. Por ejemplo, estoy seguro de que yo dejaré de existir cuando muera: la materia que me forma se reciclará y la mente que me reconoce se esfumará. Si tengo razón no lo sabré nunca, y si no tengo razón no tendré ningún motivo para celebrarlo, con Lucifer pinchándome el culo mientras bebo café tibio y escucho música New Age durante toda la eternidad. Y tú, ¿qué sabes que no puedes demostrar?

El editor John Brockman publicó en el 2006 un librillo con una colección de respuestas a esta pregunta, dadas en el foro de discusión que coordina en www.edge.org. La mayoría de participantes en este foro son científicos básicos, pero el grupo también incluye a psicólogos, lingüistas, historiadores y algún que otro novelista. El resultado es una muestra muy variada de las creencias que se desarrollan en la frontera entre la razón y la intuición.

El libro que tienes en las manos trata del saber discutible y demostrable, y de la manera de llegar a él.

Ahora que nos hemos sacado de encima a todas aquellas creen-cias tan interesantes que no tienen nada que ver con lo que nos ocu-pa, pasamos a ver cómo son las creencias que nos llevan a conocer el mundo.

LO PRIMERO QUE HAY QUE ACEPTAR PARA SABERLO TODO

Puede parecer absurdo, pero lo primero que debes hacer para saber alguna cosa es decir «el mundo existe». A partir de aquí, el resto es posible; si no pasas esta primera prueba, no merece la pena continuar.

¿Por qué empezamos con esta afirmación tan obvia? Porque en aquellas discusiones que se alargan más de la cuenta siempre hay alguien que acaba por sacar el tema, y es bueno saber que existe. Con los ojos algo turbios y la actitud de quien hace tiempo que no se ríe a gusto, el filósofo dominguero dice algo así como: «sólo concemos el mundo a través de los sentidos y no podemos estar nunca seguros de que, cuando nuestros ojos ven un objeto, ese objeto exista en realidad. El mundo es una creación de nuestra imaginación». Esta postura se llama solipsismo y sólo se encuentra en estas discusiones que decía antes. Cualquier solipsista que vea cómo lo per sigue un tigre correrá tan rápido como pueda, y no se la jugará para comprobar si los colmillos son reales o si son sólo un producto de su imaginación.

Los humanos no vemos el mundo igual que los perros, las moscas o los murciélagos. Nuestros sentidos funcionan de manera diferente, y la manera como reconstruimos el mundo dentro de nuestra cabeza es específica. Podrías decir que el mundo, tal como lo experimen-tas, es resultado de reconstruir la realidad externa después de que haya pasado por tus sentidos. Sería difícil mantener una conversa-ción de sobremesa con un grupo de murciélagos, porque su expe-riencia del mundo seguramente es imposible de compartir con la nuestra. Cuando el murciélago grita y su sónar le dice que tiene una polilla al alcance, debe de hacerse una imagen mental muy diferente de lo que nosotros entendemos por polilla, pero podemos entender que, en cualquier caso, se la zampa y la encuentra buena. Si el murciélago comiese polillas de otra dimensión o se teletransportase, entonces sería el momento de inquietarse. En ese caso podríamos sospechar que nos estamos perdiendo algo, y no sólo una cuestión de frecuencias del espectro electromagnético.

LO SEGUNDO QUE HAY QUE ACEPTAR PARA SABERLO TODO

El paso siguiente es más difícil. Una vez has aceptado que el mundo existe, tienes que aceptar que lo puedes conocer. Tienes que aceptar que las cosas que pasan tienen explicaciones racionales y que los humanos las podemos entender.

No todo el mundo acepta este punto, y aquí es donde empiezan los problemas. Un poco de escepticismo es sano. Pero esta versión exagerada del escepticismo que consiste en dudar sistemáticamente de todo no lleva a ninguna parte. Los sentidos nos engañan y las palabras que usamos para hablar de la naturaleza son una fuente segura de malentendidos, pero las dificultades de comunicación entre las personas son superables. Cuando muchos observadores independientes llegan a las mismas conclusiones cabe pensar que el conocimiento es posible.

El escepticismo radical suele ser selectivo: las personas que dudan de que el conocimiento sea posible actúan en la vida cotidiana como si el conocimiento que tienen de las cosas fuese de toda confianza. Algunos incluso escriben libros y dan clases, sin duda con la esperanza de transmitir este conocimiento. El escepticismo radical sólo se suele aplicar al conocimiento científico.

Los fenómenos de la naturaleza tienen explicaciones racionales que es posible encontrar. Esto incluye la reproducción de las ballenas, las fases de la luna, la migración de las cigüeñas, la herencia de los rizos y todo lo demás. Algunas explicaciones nos parecen mejores que otras (más adelante veremos por qué) y las daremos por buenas, hasta que encontremos otras mejores.

UN PRIMER INTENTO DE DEFINIR LA CIENCIA

Antes decía que el conjunto de estas explicaciones, y la manera como se obtienen, es lo que llamamos ciencia. Este conocimiento se va depurando y refinando, se añaden novedades y se eliminan errores. La ciencia tiene mecanismos correctores para eliminar los errores e introducir cambios, con la pretensión de ajustarse a la realidad.

Como dijo Otto Neurath en una de las citas que abren este libro, el barco se va reconstruyendo mientras avanza. Las vigas más viejas las pusieron hace siglos personas que no sabían ni siquiera que estaban haciendo ciencia, tal como la conocemos ahora. El antiguo Egipto, la India o Persia contribuyeron a lo que, siglos después, los griegos ordenaron y es el cimiento de la ciencia moderna.

La ciencia es una actividad humana. Hasta donde sabemos, ningún otro ser vivo practica nada parecido. Otros animales se transmiten información, trabajan en grupos para construir estructuras complicadas y hacen un montón de cosas extraordinarias. Pero este truco de descubrir cómo están hechas las cosas, acumular el conocimiento y transmitirlo a otros congéneres es una característica de los humanos. No la única, quizás, pero una de las pocas.

Como es un tema central del libro puedo permitirme repetirlo: el mundo existe independientemente de nosotros, pero el conocimiento es producto de los humanos. Es fruto de la observación y del debate y, como a menudo hay que ponerse de acuerdo para cerrar los debates, también es fruto del consenso. Lo hacen personas, entre quienes hay relaciones de poder, como en cualquier otro lugar donde haya más de dos o tres personas. Hay una cierta organización, sin centro ni jerarquías evidentes. Los participantes funcionan de manera aproximadamente asamblearia. Aún así, hay un escalafón informal, con peces gordos prestigiosos y hormigas laboriosas.

Hasta aquí puedes decir que hay otras organizaciones que funcionan de manera parecida a la ciencia. Por ejemplo, los humanos que aseguran haber tenido contacto con extraterrestres. Tienen publicaciones, congresos, testimonios y comparten un mundo que, para el resto de nosotros, sólo existe en su imaginación. A ellos les parece bastante real. Los raelianos, que saltaron a la fama como defensores de la clonación humana, incluso tienen una religión. Su argumento (que la clonación fue el método que usaron los extraterrestres para traer la vida al planeta) es perfectamente creíble si aceptas sus razonamientos. ¿Podría ser que la ciencia sólo fuese una variante sofisticada de los raelianos, con máquinas más caras y pretensiones más amplias?

Esta pregunta es más importante de lo que parece, y cada día te esfuerzas para darle una respuesta. Un día cualquiera te llegan montones de información. Una parte de las cosas que escuchas y lees cada día tiene una base científica y el resto no. La habilidad para distinguir entre unas y otras hace que analices estos datos con la razón o con la emoción, y sabes muy bien que estos análisis son muy diferentes.

LA IMPORTANCIA DE MARCAR LÍMITES

¿Dónde empieza y dónde acaba la ciencia? Las explicaciones científicas limitan, por un lado, con las explicaciones míticas o religiosas. Es fácil notar cuándo aparece un dios en la discusión: en este momento has salido del terreno de la ciencia y has ido a parar al de la religión. Los otros límites de la ciencia son mucho más difusos. Muchas de las cosas que haces cada día podrían ser consideradas científicas: desde el mecánico que hace hipótesis sobre lo que le pasa a tu coche hasta la teoría de que tu compañero de piso se come los yogures que dejas en la nevera compartida. El sentido común es una especie de «ciencia popular» que funciona en la mayoría de las situaciones cotidianas.

Pero cuando quieres explicar fenómenos más complejos aparecen los problemas. Supongamos que quieres explicar la electricidad diciendo que es el flujo de una sustancia invisible llamada electrón. O afirmas que hay una fuerza que empuja a los objetos hacia el suelo. O que hay unos puntos en el cuerpo humano por donde fluye la energía cósmica, y que la interrupción de este flujo causa enfermedades.

¿Dónde pones el límite de la ciencia? Si me preguntas a mí, te diré que las dos primeras afirmaciones del párrafo anterior habitan en un terreno claramente científico, y las observaciones siguientes están al otro lado de la valla. En algún momento hemos cruzado una línea invisible que marca unos límites de lo que es aceptable como conocimiento científico. Por lo menos, este es el consenso actual: los electrones y la gravedad no son visibles, pero existen, mientras que los meridianos de energía cósmica, que tampoco son visibles, no existen.

El conocimiento científico está lleno de palabras que se refieren a cosas que no se ven o que son difíciles de definir. Entre otras: el electrón, el gen, el magnetismo, el enlace covalente o el ciclo de Krebs. ¿Por qué aceptamos que existen las feromonas, pero no aceptamos que existen las auras? Nadie ha visto nunca directamente ni las unas ni las otras. Tiene que haber alguna manera de certificar que algo que no se ve a simple vista existe.

El intento de marcar dónde están los límites de la ciencia ha dado trabajo a cerebros mucho más privilegiados que el mío, y no soy lo suficientemente insensato como para intentar aclarar este tema. La dificultad principal al dibujar una línea que separe la ciencia de otros sistemas de creencias vecinos es que todas las definiciones posibles de la palabra ciencia dejan fuera a prácticas que querríamos aceptar como científicas, o incluyen a prácticas que, en general, no consideramos científicas.

A lo largo del libro veremos unos cuantos ejemplos de cómo se trabaja a un lado y a otro de la frontera. Es la manera más clara que conozco de transmitir la diferencia entre la ciencia y lo que normalmente llamamos pseudociencia. Una guía de bolsillo para identificar qué afirmaciones son pseudocientíficas puede incluir uno o más de los puntos siguientes:

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9788437084893
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