Kitabı oku: «Todo lo que hay que saber para saberlo todo», sayfa 2

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1. No tienen pruebas experimentales que las demuestren. Por ejemplo: en un pueblo de la India hay una familia que, desde hace más de ciento cincuenta años, prepara una vez al año unos pequeños peces rellenos de una mezcla secreta de hierbas. Se dice que las personas que se tragan los peces enteros y crudos tres años seguidos se curan del asma. Esta familia siempre ha rechazado participar en un ensayo clínico para demostrar si el tratamiento funciona, pero un médico que siguió la evolución de mil pacientes durante seis meses llegó a la conclusión de que no. La respuesta de la familia: «el hecho de que miles de pacientes vengan de lugares lejanos cada año para tomar esta medicina demuestra que funciona». A este tipo de argumento no se le puede llamar prueba ni con mucha flexibilidad del lenguaje.

2. Están blindadas para ser irrefutables. Por ejemplo, el psicoanálisis. Un psicoanalista siempre tiene una explicación para cualquier cosa que le expongas, y no hay manera de contradecir sus explicaciones. Los sueños, las represiones, todo cuadra en su sistema. Si le dices que no crees en las capacidades terapéuticas del psicoanálisis te dirá que es un problema de tu psique, y que se puede curar con terapia. Es imposible ganar.

3. Usan el lenguaje de manera poco clara. Palabras como energía y fuerza tienen unas definiciones muy precisas cuando los usan los científicos. Por ejemplo, la primera ley de la termodinámica dice que en un sistema cerrado la energía se conserva. Cualquier físico a quien se lo preguntes te dirá que un motor de coche es un sistema cerrado: si no pones gasolina, dejará de funcionar. Nuestro planeta no es un sistema cerrado, porque el sol va añadiendo energía en forma de calor. Las plantas captan la luz y el agua capta el calor, y los convierten en otras formas de energía que mantienen la vida en el planeta. La palabra energía tiene un uso claro y compartido entre todas las personas que hablan de motores, lluvias o fotosíntesis.

Por otro lado, los practicantes de pseudociencia usan estas palabras (y otras del mundo de la ciencia) de manera mucho más ambigua. En el capítulo sobre la comunicación pongo algún ejemplo de abuso del lenguaje con el fin de vender humo.

4. Tienden a acumular, en lugar de descartar. Hay un trabajo agrícola llamado aclarar, que consiste en hacer caer de los árboles una cantidad de flores o frutos. Eso permite a los que quedan hacerse más grandes, porque no tienen que compartir los nutrientes con otros frutos de la misma rama. Los científicos se pasan el día aclarando ideas, para quitar estorbos de en medio. La pseudociencia no descarta nunca nada.

Existe un género literario dedicado a desmontar las afirmaciones de la pseudociencia. Cada año salen unos cuantos libros sobre este tema en el mercado anglosajón, normalmente escritos por científicos que han agotado la paciencia. No es necesario decir que la eficacia de estos libros es nula, porque las personas que más se beneficia-rían de ellos no los suelen leer.

Si te parece que la ciencia es un aspecto importante de la sociedad moderna, la pseudociencia aún lo es más. Ocupa mucho más espacio en los medios de comunicación, mueve más dinero que la ciencia y, en algunas de sus manifestaciones, tiene mucha más aceptación popular. Y eso que, a menudo, es muy fácil distinguir entre una y otra. Un mago como el Maravilloso Randi (www.randi.org) puede desenmascarar los trucos de otros magos, como la percepción extrasensorial, las máquinas de movimiento perpetuo y otros clásicos de la pseudociencia. Pero no hace falta ser ningún mago para sospechar que te están pasando un duro sevillano. Sólo hace falta tener un poco de sentido crítico y un par de ideas claras.

LA RAZÓN Y LA RELIGIÓN, DOS MANERAS DE ENTENDER EL MUNDO

La ciencia es un esquema mental, una manera de ver el mundo. Las creencias que obtienes con la razón te permiten hacerte una idea del mundo, de cómo funciona y de qué consecuencias cabe esperar de ciertas causas. Otras creencias también forman marcos de refe-rencia, más o menos paralelos. Hay gente que ve el mundo principalmente como barcelonista, vegetariano o anarquista, por ejemplo, y ordena la información que le llega según estos criterios. Pero el marco de referencia más fuerte que conozco es la religión. Como el choque razón/religión es un tema habitual siempre que se trata de la importancia de la razón, es interesante hablar de esto con un poco de calma.

Las creencias irracionales no deberían dificultar el pensamien-to racional: hay científicos barcelonistas, vegetarianos y anarquistas, y si no fuese porque en algún momento han hecho comentarios reveladores, nadie sabría nada sobre esa faceta de sus personalidades. Cuando se trata de obtener conocimiento fiable todo el mundo intenta aparcar las creencias irracionales durante un rato.

La única excepción, la única creencia irracional que nadie deja de lado temporalmente en ningún caso es la religión. A veces esto puede interferir con el conocimiento, y por eso hablamos de ella aquí.

El sentimiento religioso ha tenido un papel fundamental para hacer el mundo que conocemos, y para mucha gente es la referencia básica que da sentido a todo lo demás. A parte del vínculo de pertenencia a una comunidad (el religare de los romanos), la religión da explicaciones a las cosas que pasan, ayuda a relativizar hechos como la muerte y, generalmente, promete a los creyentes alguna cosa mejor al final de sus vidas de sufrimiento. Suele ser un fenómeno cultural, que se transmite eficazmente de padres a hijos. Al paleontólogo Stephen Jay Gould, un judío ateo, le gustaba decir que la ciencia y la religión tienen magisterios que no se solapan: se ocupan de aspectos diferentes de la vida humana y, donde está una, no puede estar la otra. La religión no puede decir nada sobre los fenómenos naturales, como la formación de los planetas o la evolución de la vida en la tierra, y la ciencia no puede decir nada sobre la inmortalidad del alma o la reencarnación.

Visto así, parece que no tendría que haber problemas: con almas inmortales o sin ellas, las personas que miran por telescopios y microscopios ven las mismas cosas y han de llegar a las mismas conclusio-nes. Pero, en la práctica, las interferencias son muchas y variadas. No sólo en casos obvios, como el análisis de la sábana de Turín, sino también en la actitud de las personas ante el conocimiento, la manera como se obtiene y qué tipo de conocimiento vale la pena obtener.

No es ningún secreto que las jerarquías eclesiásticas tienen ideas sobre qué campos de investigación son practicables y cuáles están prohibidos. Cada religión tiene sus peculiaridades, y no hay unanimidad entre ellas sobre qué saberes deberían estar prohibidos, pero todas marcan límites. En el mundo cristiano se predica contra la investigación con células madre, mientras que este tema causa indiferencia en el judaísmo o el islam. El islam no prohíbe explícitamente la investigación en ningún campo de las ciencias naturales pero, por razones que veremos en el último capítulo (y que tienen más que ver con la política que con la religión), la práctica de las ciencias a menudo es difícil. Como suele pasar, los extremos se tocan: una exposición sobre la evolución en el museo de historia natural de Teherán acababa con unos versos en alabanza de Alá y un póster sobre la creación del mundo impreso en Texas, editado por una organización cristiana.

En el día a día, la gente aprende a hacer compartimentos con sus creencias. Durante mi paso por laboratorios de tres países, en Europa y Estados Unidos, he trabajado con practicantes de todas las religiones mayoritarias, algunas de las minoritarias y un número indeterminado de agnósticos y ateos. Entre los cristianos y los judíos he conocido muchos como yo, que soy «ateo culturalmente católico»: me han educado en la doctrina cristiana y aprecio las tradiciones cul-turales que se derivan de ella, pero no creo en los textos sagrados ni sigo sus preceptos. Entre los científicos musulmanes y los hindúes no he encontrado este distanciamiento, quizás porque estas religiones ejercen una influencia más poderosa que el cristianismo o el judaísmo en las vidas cotidianas de sus fieles. Mi desinformada opinión es que esto es así porque no han pasado por un período histórico como nuestra Ilustración y sus sacerdotes no han tenido que ceder terreno ante las explicaciones racionales de cómo funciona el mundo.

No deja de sorprenderme que alguien pueda pasar de la credulidad absoluta en las cartas astrales a la racionalidad más aguda discutiendo resultados de laboratorio, pero la mente humana tiene esta capacidad. He conocido a estudiantes de medicina brillantes que dudaban de la veracidad de la teoría de la evolución. También he conocido a ateos que se hacían tirar las cartas. Rituales, amuletos y plegarias conviven en los laboratorios con las prácticas científicas más rigurosas. El hecho de que personas de religiones diferentes, o de ninguna religión, trabajen juntas es una demostración de cómo la religión no tiene ningún efecto sobre el conocimiento que se produce en los laboratorios. La influencia de la religión sobre las leyes que se hacen en los parlamentos es indudable y, mientras la religión sea la fuente principal de valores éticos, será inevitable. Su influencia sobre las leyes científicas es nula, o dejarían de ser leyes científicas.

Hoy en día las relaciones entre ciencia y religión presentan formas diferentes, desde la coexistencia pacífica de Gould hasta la confrontación frontal de Richard Dawkins o Daniel Dennett (que definen la religión como una enfermedad mental), pasando por la racionalización menos agresiva de Dean Hamer y Edward Wilson (que dicen que la religión es un producto secundario de la evolución humana).

Como anécdota sin ningún valor, vale la pena destacar que algunos de los científicos más influyentes de la historia fueron religiosos. Copérnico, además de astrónomo y médico, fue canónigo y quizás sacerdote. Mendel fue monje agustino, y describió las leyes elementales de la genética cultivando guisantes en el jardín del monasterio. Darwin estudió teología, pero un viaje alrededor del mundo truncó su objetivo de convertirse en pastor anglicano.

Recientemente, unos cuantos científicos prestigiosos han escrito libros en que intentan explicar cómo han reconciliado la fe religiosa con el espíritu científico, y queda a criterio de los lectores aceptar o rechazar sus argumentos. En cualquier caso, a ellos les han servido.

Algunos han intentado unir la ciencia y la religión demasiado estrechamente, con un éxito discutible. Es el caso de Pierre Teilhard de Chardin, un monje jesuita que a principios del siglo xx racionalizó la intervención divina en la evolución. Dios puso en marcha el mundo e impulsó la evolución de manera que algún día desembocará en él. En su libro El fenómeno humano, Dios es llamado «punto Omega», para dar aires de universalidad a una idea que, esencialmente, es católica. Teilhard de Chardin ha servido a muchos científicos católi-cos de muleta para aceptar la evolución, al menos hasta que Juan Pablo II envió una carta a la Academia Pontificia de la Ciencia, en la que admitía explícitamente que la evolución es un hecho.

El cristianismo y la ciencia tienen una larga historia de conflictos y peleas. Los científicos cristianos han combinado como han podido estos dos sistemas de creencias, pero no se prevé un momento en que las posiciones se acerquen lo suficiente como para declarar una paz definitiva.

El judaísmo ha interferido menos visiblemente en el progreso científico. Como indicador tenemos la gran proporción de premios Nobel que han ganado científicos judíos, teniendo en cuenta su número reducido en el total de la población mundial.

El islam truncó una fecunda producción científica en la Edad Media y sólo ahora empieza a recuperar el terreno perdido, con la reciente creación de academias científicas independientes que agrupan a países del Golfo Pérsico.

Por otro lado, las religiones orientales tienen mucha menos carga autoritaria, especialmente para los occidentales que no se ven obligados a seguir las tradiciones culturales que éstas llevan asociadas. Estas versiones aguadas del budismo, el hinduismo y otras religiones orientales ya forman parte de las costumbres de nuestra sociedad: se ofrecen cursos de tai-chi y meditación trascendental en cualquier parte, incluidas algunas universidades.

La invasión definitiva del misticismo oriental en la cultura occidental se inició con los hippies y la contracultura de los sesenta e, inevitablemente, afectó a la ciencia. En 1975 el físico Fritjof Capra escribió un libro que tuvo mucho éxito: El tao de la física. En este libro presentaba su teoría, según la cual la física moderna es un sistema de conocimiento paralelo al misticismo oriental del zen, el budismo, el taoísmo y el hinduismo. El conocimiento del mundo físico no se puede abarcar racionalmente sino que hay que entenderlo «con todo tu ser», en una especie de visión mística no muy lejana de las que experimentaban Santa Teresa de Ávila o San Juan de la Cruz.

No sé bastante sobre física ni sobre religiones orientales para valorar las conclusiones de su libro, pero sí que sé que lo que llama-mos intuición es un proceso mental como cualquier otro: el conocimiento místico, la comprensión del mundo y otros estados mentales alterados son fenómenos que la neurociencia puede explicar a partir del funcionamiento del cerebro. Algunos ya están explicados, y otros lo pueden estar en un futuro próximo.

Una muestra reciente del estudio científico de los estados mentales sobrenaturales se publicó a finales del 2006. Shahar Arzy y sus colaboradores estimularon diversos puntos del cerebro de una mujer que no tenía ningún historial de enfermedad psiquiátrica. Cuando estimulaban un punto preciso esta mujer notaba una presencia detrás de ella, como si tuviese una persona muy cerca. Es una sensación que puedes haber experimentado, quizás estando a solas en un lugar oscuro desconocido. Cuando la mujer cambiaba de postura, la presencia adoptaba la misma postura: si la mujer se abrazaba las rodillas, la presencia intentaba abrazarla. Si la mujer cogía un papel con la mano, la presencia intentaba quitárselo. La interpretación de estos resultados es que en aquel punto del cerebro se encuentra el mapa de situación del cuerpo y si este mapa se estimula erróneamente da una imagen desplazada del lugar donde crees que estás.

Por lo tanto, es posible que las personas que tienen sensaciones que no se corresponden con lo que nosotros notamos tengan simplemente un mal contacto en este circuito cerebral, o en algún otro que haga una función parecida. Esta explicación es menos ruidosa que la posesión diabólica, pero en mi opinión, es mucho más impresionante.

¿CÓMO SABES QUE HAS PUESTO BASTANTE ORDEN?

Si quieres poner orden en tus creencias, tómalas una a una y hazte una serie de preguntas. ¿Te ha venido dada por la familia o el entorno? ¿Es específica de tu tribu o la compartes con extraños? ¿Qué pasaría si fuese falsa? Según las respuestas que des podrás clasificar a cada pieza en un cajón o en otro.

Todo aquello que sea específico, heredado o esencial para tu estabilidad mental, archívalo como creencia irracional y no le des más vueltas. Aquí irán tus gustos, tu identidad (¡empezando por tu nombre!), tu religión (o su ausencia), una gran parte de tus convicciones éticas y un montón de cosas importantes que, o no puedes discutir, o preferirías no hacerlo.

En el otro cajón estará el conocimiento basado en la razón: lo que has aprendido de fuentes fiables, lo que has comprobado en persona. Algunas de estas creencias serán erróneas, porque tus fuentes fiables te pueden haber engañado de buena o mala fe, o porque tú mismo te puedes equivocar a veces. No importa. El objetivo de aprender es ir identificando estas creencias erróneas y sustituirlas por otras mejores. Ya has empezado a ver cómo.

CAPÍTULO 2. SABE QUÉ NO SABES

Tengo una libreta donde apunto las cosas que no sé. Soy consciente de que no necesitaba hacer este esfuerzo: las cosas que no sé llenan estan-terías enteras en las bibliotecas, se amontonan en columnas peligrosas en las hemerotecas y deambular como almas en pena por el ciberespacio. No tengo ninguna esperanza de poder dedicar ni una milésima de segundo a tantas y tantas cosas que me convendría saber.

Hay una manera de superar la frustración de no poder abarcar tanto como querríamos. Es un truco simple que encontré por azar, una tarde que me había escabullido hacia la biblioteca de la universidad en lugar de estar en el laboratorio. Hojeando unos anuarios de sociología –que, francamente, quedaban muy lejos del trabajo que tenía entre manos en aquella época– tropecé con un artículo de Robert Merton en el que recomendaba especificar la ignorancia con el máximo de precisión. Plantear preguntas concretas, que puedan tener respuestas inmediatas. Alguien ha de hacerse las Grandes Preguntas, pero las pequeñas preguntas son las que permiten avanzar poco a poco, día a día. Es prudente dejar que otros hagan la revolución.

¿Qué no sabes? La respuesta a esta pregunta es importante, porque enfoca tus intereses en una dirección u otra. El simple hecho de concretar lo que no sabes aclara el pensamiento. Si quien pregunta ya está respondiendo, quien pregunta claramente puede responder exactamente. Suele pasar que muchos de los errores que cometemos son consecuencia de definiciones incorrectas y preguntas mal formuladas.

Ni siquiera puedes intentar responder una pregunta si antes no te has asegurado de que hay alguna cosa que necesite respuesta. Merton también recomienda definir el fenómeno que se quiere estudiar, asegurarse de que realmente lo que ves existe. Hay muchas maneras de existir: una migración de pájaros existe, y una alucinación también. Ambos fenómenos merecen una explicación, por mucho que la migración pase a la vista de todo el mundo y la alucinación pase dentro del cerebro de una persona.

Para ilustrar lo que significa «definir el fenómeno» podemos re-currir a la leyenda apócrifa de los eclipses.

LA APÓCRIFA LEYENDA DE LOS ECLIPSES

Hace unos cuantos miles de años, en el lugar donde ahora vives, moraba un puñado de personas que subsistían como podían, a base de ordeñar cabras medio domesticadas, cazar jabalíes y recolectar cualquier cosa de los bosques y los prados mientras acababan de aprender aquel nuevo invento de la agricultura. La vida era dura y ellos también. Un día llegaron unos viajeros. Con ayuda de signos y dibujos en el suelo, los viajeros explicaron que en su país una vez el sol había desaparecido en pleno día, se había hecho la oscuridad total durante un rato, y después el sol había vuelto. También gracias a signos y dibujos en el suelo tus antepasados les dieron a entender que no creían ni una palabra de aquella historia del sol intermiten-te, y que les invitaban a participar en un sacrificio humano. Consu-mada la ofrenda, no se volvió a hablar de eclipses ni de otros inventos extranjeros: el fenómeno no había quedado establecido, al menos a gusto de tus antepasados. Los eclipses se dan de vez en cuando y, al cabo de un tiempo, tus ancestros contemplaron un eclipse total de sol. Tomaron nota de que, efectivamente, los eclipses existían. Incorporaron los eclipses a la tradición oral y no le dieron más vueltas al tema.

Al cabo de los años, la malnutrición, los partos, los jabalíes y las infecciones habían eliminado a casi todos los testigos oculares del eclipse. Sólo el viejo Ug, que era un niño cuando vio desaparecer al sol, recordaba este hecho. Sus hijos pensaban que chocheaba, pero se limitaban a sonreír cuando se lo volvía a explicar. Para ellos, el fenómeno tampoco estaba establecido: era sólo una más de las historias que se explican y no había que tomarla al pie de la letra.

Con el paso de unas cuantas generaciones llegaron más viajeros, esta vez mejor preparados para tratar con los nativos. Al poner en común sus tradiciones respectivas vieron que todos ellos hablaban del sol intermitente. Como admitieron esta comprobación independiente del fenómeno, la existencia del eclipse se dio por establecida. Los protocientíficos de la tribu declararon que no sabían cómo se borra el sol en pleno día, y se pusieron a trabajar para encontrar una explicación. Establecer un fenómeno no es lo mismo que darle explicación, sólo es admitir que existe, y que es razonable inten-tar explicarlo. Probablemente tus antepasados propusieron una explicación mítica, pero esto ahora no tiene importancia.

La leyenda de los eclipses ilustra la dificultad de establecer un fenómeno. No todo lo que pasa es evidente. Si comparamos dos casos reales de fenómenos bien establecidos o mal establecidos veremos las consecuencias de escoger correctamente o no.

La primera comparación es entre los misteriosos rayos X y los aún más misteriosos rayos N.

LOS MISTERIOSOS RAYOS X Y LOS AÚN MÁS MISTERIOSOS RAYOS N

Al final del siglo xix, cuando parecía que la física ya había explicado todo lo que había que explicar para entender la realidad, el alemán Wilhelm Roentgen sorprendió a todo el mundo con el descubrimiento, casi por casualidad, de unos misteriosos rayos que podían mos trar el interior de las cosas y las personas. Estos rayos recibieron provisionalmente el nombre de «X», mientras se acababa de aclarar qué eran exactamente. Como suele pasar, las soluciones provisionales re sultaron definitivas y hoy todos hemos oído hablar de los rayos X. Como también suele pasar, la innovación genera imitaciones, y muchos investigadores se pusieron a buscar más rayos misteriosos que les diesen fama y fortuna. Si a esto le añadimos la rivalidad entre franceses y alemanes, que tanto iba a amenizar la historia de Europa durante el siglo pasado, no es extraño que la siguiente aportación al espectro electromagnético viniese de Francia.

René Blondlot era un físico prestigioso que estudiaba las propiedades de los rayos X. Cuando hacía pasar rayos X por un generador de chispas, vio que la chispa se hacía más intensa. Después puso un prisma de cuarzo ante el generador y el cambio en la intensidad de la chispa desapareció. Como estaba muy bien establecido que los rayos X atraviesan el cuarzo sin desviarse, llegó a la conclusión de que otro tipo de radiación estaba afectando al generador de chispas. La llamó «rayos N» en honor a su ciudad natal, Nancy.

Inmediatamente, todo mundo se puso a intentar detectar estos rayos, sin éxito. Los rayos N sólo eran detectables en Nancy y alguna otra ciudad francesa, y ni siquiera siempre. Blondlot descubrió que el agua paraba los rayos N y, como la detección se hacía mediante placas fotográficas, un trozo de cartón húmedo podía proyectar su forma sobre la fotografía cuando pasaban los rayos N. Exactamente igual que si fuese una radiografía.

La bola se fue haciendo cada vez más grande: la gente que detectaba rayos N en Nancy y alrededores los describía con gran detalle, mientras que el resto de laboratorios del mundo no conseguía ver aquellos misteriosos rayos.

Cuando un fenómeno sólo se puede detectar en un sitio concreto, la mosca se instala firmemente detrás de las orejas más críticas. La duda fue tomando fuerza, incluso en los círculos académicos franceses que inicialmente habían celebrado el descubrimiento. Finalmente, en 1904 un dramático incidente envió a los rayos N al cenicero de la historia.

Un físico americano llamado Robert Wood visitó el laboratorio de Blondlot para ver una demostración de los rayos N. Ninguno de los experimentos que le mostraron lo convenció, porque se basaban en apreciaciones subjetivas de cambios de intensidad de la luz. Wood veía claramente que todo era un simple caso de autoengaño. Finalmente, le mostraron un experimento en que los rayos pasaban por un prisma y cambiaban de trayectoria.

Cuando cerraron las luces del laboratorio Wood sacó el prisma de la máquina sin que nadie se diese cuenta. Como si hubiese sacado el motor de un coche o hubiese desenchufado un ordenador, lo lógico es que Blondlot hubiese dicho: «¿Qué pasa con esta máquina, que no funciona?». Pero las señales aparecieron igualmente, y el escándalo fue grande cuando Wood mostró el prisma que llevaba la mano. Esto demostraba que las señales de las fotografías eran una ilusión, compartida por el doctor Blondlot y sus colaboradores. De manera más o menos consciente, exponían las películas fotográficas durante tiempos diferentes para obtener luminosidades distintas. Wood explicó los detalles de su visita a Nancy en un artículo en Nature. Los rayos N murieron de muerte natural al cabo de poco: el fenómeno no estaba establecido. Todo el mundo tenía mucho trabajo con la relatividad y otras cosas que estaban pasando y, simplemente, se olvidaron del tema. Los rayos X existían, los rayos N, no. Final de la historia.

LA CAFEÍNA Y LAS FLORES DEL DOCTOR BACH

Cualquiera que haya tomado café debe de haber notado el efecto estimulante de esta semilla. Este fenómeno está establecido desde que se empezó a consumir café en tiempos remotos, y se puede comprobar fácilmente. No hay duda: el café estimula. Ahora bien, ¿qué componente del café es el que estimula? La respuesta a esta pregunta tardó en llegar. La sustancia que causa el efecto estimulante del café recibió el nombre de cafeína para mostrar la relación de causa y efecto entre la infusión y las noches en blanco. Una vez establecido que lo que causa el insomnio es la cafeína, los investigadores pudieron preguntarse: ¿cómo sacaremos la cafeína del café? El descubrimiento de la cafeína creó la demanda de café descafei-nado, y desde hace un siglo hay métodos industriales para eliminar la cafeína del café. Cuando la técnica lo ha hecho posible, han aparecido las primeras plantas de café modificadas genéticamente para producir menos cafeína: hasta un 70% menos que sus parientes. Aún queda por eliminar un 30% hasta llegar a un descafeinado puro, pero estos resultados indican que es posible, en principio, conseguirlo. Así se podrá evitar el proceso de descafeinado, que es muy caro y elimina otras sustancias aromáticas del café.

Compara la historia de la cafeína con la de los remedios florales del doctor Bach. Edward Bach era un médico americano de formación académica perfectamente estándar, que se interesó por el campo –en aquel tiempo novedoso– de la homeopatía. Según explica él mismo, tuvo la intuición de que las flores podrían afectar al estado de ánimo. Como las enfermedades del cuerpo son, en realidad, enfermedades del estado de ánimo, los extractos de flores adecuadamente seleccionadas pueden curar enfermedades de todo tipo, tanto físicas como mentales. Pensó que el agua de rocío debía contener la esencia de las flores, y que el sol debía hacer que esta esencia fuese más potente. En combinación con el método homeopático, la esencia haría más efecto cuanto más diluida estuviese. Bach en persona seleccionó las flores y describió sus efectos sobre el estado de ánimo, hasta un total de treinta y seis flores que, combinadas de diversas maneras, pueden curar depresiones, asma, esclerosis múltiple y cualquier enfermedad humana o animal. El libro de donde he sacado esta información asegura que las flores de Bach también curan las enfermedades de las plantas y de las piedras, y supongo que deben saber lo que dicen, porque es un libro aprobado por el centro donde se preparan las soluciones madre de estos remedios.

No puedo entretenerme aquí en analizar la consistencia lógica del sistema del doctor Bach. Sólo he puesto este ejemplo porque, al lado de la historia de la cafeína, aclara lo que quiere decir «establecer el fenómeno», y muestra lo que pasa cuando se trabaja sobre fenómenos que no están establecidos. El párrafo que he escrito sobre las flores contiene una serie de fenómenos: las enfermedades físicas son resultado del estado de ánimo; los extractos de flores modifican el estado de ánimo; el rocío contiene todas las propiedades curativas de las flores; esta propiedad curativa aumenta cuando el rocío se diluye; cada una de las treinta y seis flores escogidas tienen la propiedad que le atribuye el doctor Bach; los enfermos que han tomado estos remedios han mejorado o se han curado totalmente.

Algunos de estos fenómenos están establecidos, aunque en una forma menos categórica que la que he escrito hace un momento. Por ejemplo, sabemos que el estado de ánimo influye en el sistema inmune y, de rebote, en la disposición de la gente a sufrir enfermedades. También, cualquiera que haya regalado o haya recibido alguna vez un ramo sabe que las flores influyen en el estado de ánimo. Del resto no hay ninguna confirmación aceptable. Todo lo que pueda de-cir alguien sobre el rocío, las diluciones y las curaciones no ha sido documentado de manera adecuada. Tampoco hay que extrañarse de esto, porque el doctor Bach en persona aconsejaba no mezclar la ciencia con su método. Esta invitación a la ignorancia ha pasado de chamán a sacerdote a través de los siglos, y no perdió terreno en Occidente hasta hace cuatro días, históricamente hablando. En algunos círculos de nuestra sociedad aún perdura. A partir de un fenómeno que no existe se puede hacer mucha literatura y erigir un imperio comercial, pero para eso hay que aislar el fenómeno e impedir que nadie intente, como con los rayos N, sacar el prisma antes del experimento y desenmascarar a los impostores. Estos fenómenos entran en el mundo de la fe y sus milagros, y en este libro no tienen ningún lugar pasado el primer capítulo.

Si pones de lado la cafeína y las flores de Bach tienes una ima-gen perfecta de cómo la ciencia acumula conocimiento sobre conocimiento y cómo las creencias místicas no. Con los rayos X y los rayos N ves que los científicos creen en ideas casi milagrosas, como unos rayos que permiten ver dentro de las personas, pero antes de aceptar algo se aseguran de que haya algo por aceptar. Si un fenómeno es inexplicable, ya se ocuparán, pero antes han de estar seguros de que es aceptable.

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