Kitabı oku: «Nada importa»

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© Círculo de Tiza
Para Laura

Nota del autor

Escribir fue una de las pocas certezas que sobrevivió a la etapa que recorren estos artículos; afuera hace frío y las letras dan calor. Y cobijo. No podía dejar de buscarlo -el calor- porque no veía otra salida, os prometo que no la veía: por eso tras cada viaje, cada página y cada calambre latía esta prisa por vivir, yo solo quería salvarme. Quizá por eso tengo grabada a fuego aquella sentencia de Antonio Lucas en torno a Chet Baker: «Dame sorpresa. Regálame vértigo».

El tiempo pasó, abracé la consciencia y la certeza ­—es­­ta vez sí— de que el amor es la única excusa y de que, en realidad, solo hay un viaje. Nunca lo había visto así, pero estos días de relecturas y memorias entiendo que, de alguna manera, este es un diario de vértigos y una celebración de lo cotidiano, la belleza como consuelo, el lado fresco de las sábanas y la única religión que ya profeso: la de la piel erizada. Ha sucedido exactamente lo mismo a lo largo del confinamiento que coincidió con la edición de este libro: ante un mundo tan ajeno solo nos queda, de nuevo, vivir. Y escribir.

No te vendas

Sucedió hace apenas treinta horas en una mesa frente a Gràcia, en la indescriptible sala de Moments. Frente a no­­sotros, un padre con su hija (¿seis años?); él le explicaba los platos, ella atendía con los ojos muy abiertos, inmensos ojos. Aislados del resto del universo, nada existía más allá de la isla que era su mesa. Nada más. Nada menos.

No tengo hijas, pero sí un folio en blanco. Aquí va una carta para ella, para ti. Ojalá un día la leas:

Viaja, viaja sin descanso. Viaja sola y acompañada, en familia y enamorada (no existe nada mejor). Viaja con amigos y también —por qué no— con un amante. Viaja en primera, pero también en apestosos trenes regionales. Tienes que conocer La Mamounia y ver caer el atardecer en la terraza del Fortuny, con un Bellini en la mano (yo me encargaré de esto). Viajar es la única cura (bueno, y unos cuantos libros) que he conocido contra la estupidez.

No acumules trastos, no tengas dos armarios, no pierdas el tiempo soñando con un vestidor. Solo son cosas, no te definen. Y quizá esta sea la lección más difícil de aprender (a mí me costó toda una vida). Las cosas solo son cosas: no tengas miedo a deshacerte de ellas, a lo único que has de tener miedo es a no acumular calambres.

No te midas, no dejes cosas por decir, saca la basura —ya— de la alfombra. Aún no lo ves, pero la vida es muy corta y un día la medirás por las cosas que no hiciste. Ojalá te salgan las cuentas.

Paga tus deudas, aprende a decir no (es lo que diferencia a un tarugo de un rey); recuerda siempre que nadie te debe nada. Sé fiel. A tu pareja, a tus valores, a tu gente y (también) a ti misma. Esa fidelidad inquebrantable es la única vía que yo he conocido para dormir bien por las noches. Y qué pla­­cer, qué importante es dormir bien por las noches.

Lo de la sangre —por mucho que a tu padre le fascine El Padrino— es una soberana estupidez. Tu familia es tu gente, y tu gente son los que se partirían la cara por ti en cualquier situación. Nada vale tanto como un buen amigo. Nada.

Bebe vino, aprende a comer, cocina para otros. Tienes que probar el rodaballo de Elkano, la cocina de Ángel León y la elegancia de Quique Dacosta; las locuras de Dabiz Muñoz y la esencialidad de Josean Alija. Caerte en los baches de Cádiz y recorrer las tabernas de la calle Laurel, patear las calles de «lo viejo» en Donosti y fondear la ría de Vigo. Michel Bras en Laguiole, De Kas en Ámsterdam, las tabernas de Shibuya y las barras en el Soho. Come, siempre que puedas, frente al mar. Todo es más fácil frente al mar.

Dedica tu vida a los animales. Cada minuto perdido con ellos valdrá un millón de veces más que muchas de las personas que habitarán tus días.

Es inevitable: la música será tu vida. Escucha lo que sea que escuches —no hagas caso a los carcas—, pero haz hueco para Chet Baker, Coltrane, Morricone, Dylan, Miles Davis, Mozart y los Smiths. No hagas caso a los infelices que te digan (lo harán, créeme) que no hay que escuchar esto o lo otro. Si te emociona, me sirve.

El cine. El cine —ya lo sabes— fue el mejor diván que pudo tener tu padre: una sala oscura, el silencio, unos títulos de crédito. Las veremos juntos, pero aquí te dejo una letanía: Rojo, Amour, La última noche, Cuentos de la luna pálida de agosto, Chihiro, El gatopardo, Fresas salvajes, Nelly y el Sr. Arnaud, Los puentes de Madison, Dublineses, Hannah y sus hermanas, Dersu Uzala, El río, Tierras de penumbra, Big Fish, todo Wilder, todo Hitchcock, todo Pixar, todo Buñuel, todo Erice, todo Kubrick. Y claro, El Padrino, aquella pequeña obsesión de tu viejo.

Escribe, escribe sin descanso. No esperes un tema ni una excusa ni un trabajo: sencillamente escribe. Créeme, todo es más fácil cuando lo ves sobre el papel. Lee hasta que se te caigan los párpados, no lo dejes cuando la vida te reclame horarios (lo hacen tantos…). Que leer no sea un recuerdo de tu juventud, que sea una necesidad, una sed: no hay otro camino y nunca lo hubo.

No es lo que miras, es cómo lo miras. Aprende a mirar. Y a mirar se aprende mirando: exposiciones, calles, vidas, cafés, lienzos, amaneceres y portazos. Un pequeño truco: cuatro ojos ven más que dos.

Aprende a sobrevivir («Quien resiste, gana», en la tumba de Cela), pero que nunca sea suficiente: has de vivir.

Te van a hacer daño —es inevitable—, pero te levantarás. Yo estaré ahí, ayudándote un millón de veces. No pretendo que no caigas, tan solo que aprendas una lección, por pequeña que sea, tras cada caída. Esas lecciones serán tu tesoro.

Date entera.

Y, por lo que más quieras, nunca te vendas.

Prenderse

No seas así. El mundo es de los locos. Préndete. El exceso (recuerda) es nuestro único argumento. «Time to get drunk!». Solo es un rato. La noche es una escuela de vida. Una y a casa. ¿A qué tienes miedo? «Atacar naves en llamas más allá Orión» y toda la vaina de la vela es más vela cuando se consume y si no arde pa qué. Qué haces aquí si no es para arder, qué haces aquí si no te prendes. Pero es que yo no sé si quiero.

No salgo de fiesta —y no pasa nada—, pero esta certeza es más nueva que otra cosa; esta resolución llega con la letanía de la madurez, tanto tiempo perdido y este preguntarse sin piedad por cada cosa (y cada persona) que veo a mi alrededor. No pienso dejar pregunta por hacer ni puerta por abrir: es que no quiero una casa con habitaciones cerradas. Entonces (mi entonces, digo) parecía que la única consigna posible era resignarse, aplaudir en coro y correr sin mirar mucho atrás, no vaya a ser. Supongo que debíamos tanto a aquel verso de Charles Baudelaire: «Hay que ser sublime sin interrupción».

A ver, la verdad: nunca me gustó salir (en el sentido más estricto y popular del salir), pero al final siempre llegaba la rendición porque cómo quedarse en casa si tampoco tenía muy claro qué era eso del hogar. Por unas o por otras, siempre ganaba el contrato de lo esperado y la lucha infatigable contra el miedo a vivir, estábamos cagados, pero no lo veíamos; qué poquito veíamos y qué lejos de aquella certeza de Montherlant, «la felicidad escribe en blanco».

Hoy entiendo que arder tiene poco que ver con lo de ocurre fuera y casi todo con la luz de dentro. Arder: «experimentar una pasión o un sentimiento muy intensos»: no puede ser nunca un compromiso porque sin oxígeno no puede haber llama. Si no eliges tu vehemencia, qué escuela de vida ni qué narices. No salgo de fiesta (y no pasa nada), pero qué mal asunto si no eres absolutamente consciente de que los días pasan, de que no habrá segunda parte.

Préndete. Tira todo lo que sobra, no hagas planes y no vendas tan caros los «te quiero». Vuelve a los discos que te emocionaron, a los libros de saldo y a pasear sin el móvil en mano: no te preocupes tanto por lo urgente, que el deadline hace honor a su nombre. Pierde una tarde, desayuna dos (tres) veces y gasta hasta lo imprudente, porque la vida no entiende de cautelas. Ve al cine, corre sin más meta que co­­rrer y perdona hasta casi lo imperdonable: tendrás que em­­pezar por ti mismo. Olvida los desengaños (no los tapes, pero tampoco dejes que te ahoguen, porque es lo que hacen) y deja estar a los dementores —la gente tóxica lo es porque tiene espacio. Y el tuyo es infinito—. Sé breve, sé amable. Recuerda que uno se define por lo que hace, pero también por lo que siente: no tengas miedo.

Cosas que no he hecho

Son tantas las cosas que no he hecho y que he mantenido cobijadas, bajo la manta, sin saber muy bien por qué. Pero queman; quizá porque duelen ahí encerradas, porque atormenta el runrún de las cosas que no hiciste. Y que quizá nunca hagas. Pero qué narices, «alta la fe y el corazón en punto» y las cartas, sobre la mesa:

Pasar página. Acabar de una vez La broma infinita, ser padre, viajar a Tokio, un nigiri en la barra Jiro Ono, comer en la Osteria Francescana, cuidar (de verdad) a mis amigos. Decir que no —sin remilgos—, adoptar un perro, un verano en Sicilia, escribir un cómic y contarle despacito a mi madre que, por poco que la vea, si un día me falta, muero. Comprar un original de David Mazzucchelli, vivir en La Viña, meditar sin prisas, cruzar el Loire en barco (Comté y Chenin Blanc en la cubitera, muchos hielos, ningún apremio), vivir un puñado de meses en un hotel y, por qué no, correr cuarenta y tantos kilómetros. Ir al London Jazz Festival, a un concierto de Amos Lee; controlar las expectativas, follar en un ascensor, Treme de David Simon, Menorca en invierno y toda la filmografía de Ozu. Camarón hasta lo más hondo, aprender a pescar, vivir con panache (bravura modesta, vitalidad y sentido del humor frente a la adversidad, que decía Cyrano de Bergerac) y perdonar sin reservas. Tantas cosas.

¿Empezamos?

Por qué seguir

Cambios. A lo largo de las últimas semanas han fallecido en mi entorno cercano dos personas; gente que quiero se me va fuera y crecen aquí dentro (tras la coraza). Más preguntas sin respuesta, esas que medran despacito tras el silencio; esas que no llevan a ningún sitio. Esas que son precisamente las que mejor te definen, y precisamente hoy un buen amigo me ruega unas palabras, negro sobre blanco. La respuesta a una pregunta: «¿Por qué seguir?». Tan fácil, tan difícil. Por qué seguir.

Imposible no arrancar este desarme con el recuerdo de aquella secuencia de Manhattan (1979) que tantos tenemos tatuada en el recuerdo. Woody Allen recostado en el sofá frente a una grabadora, un casete y la pre­­gunta, tan sencilla que duele: ¿Por qué merece la pena vivir? «Groucho Marx y Willie Mays; y el segundo movimiento de la “Sinfonía Júpiter”; y la grabación de “Potato Head Blues” por Louis Armstrong; y las películas suecas; y La educación sentimental de Flaubert; y Marlon Brando, Frank Sinatra, las fabulosas manzanas y peras de Cézanne, los cangrejos de Sam Wo, y el rostro de Tracy…».

Cézanne, sin duda, es un motivo por el que seguir (¿recuerdas la exposición en el Thyssen?). Recuerdo también, todavía, el callejeo sin rumbo aquella tarde de abril, el sonido de los pasos por Huertas y Echegaray hasta plaza Santa Ana; el eco de las voces frente al Pombo. Y sobre nosotros, el cielo de Madrid.

Por qué seguir. Por los colores del otoño; meses de recogimiento y curiosidades. Meses colmados de melancolías, vinos viejos y reencuentros; el otoño es la estación de la memoria y por tanto de aquel inmenso Love Songs de Chet Baker.

La gastronomía, la vida en torno a una mesa; los platos de cuchara, las sopas y la caza. Es momento de volver al arroz con trufa y setas de Arzábal, el tuétano en Askua o las mollejas de Alabaster. ¿Imaginas una mejor razón que el olor de la trufa?

Por los libros que no has leído. Ahora, más que nunca, hay que recordar a Carmen Balcells, culpable de tantas lecturas; «Quiero que el mundo sea grandioso», decías. Culpa tuya fueron Cortázar, Vázquez Montalbán, Gil de Biedma, Marsé o Delibes. Cada vez me gusta más Delibes, cada vez me gusta más su lenguaje contenido, sus paisajes y su compromiso inquebrantable por ninguna palabra de más. «El único escritor sin pose de escritor», Miguel era una escopeta y un cigarrillo.

Por ver de nuevo Tierras de penumbra, Dublineses, La última noche y Amour; la ternura de la doctora Melfi en Los Soprano y el silencio atronador en A dos metros bajo tierra. «Ozymandias», quizá la cuarta temporada de Mad Men y el último episodio de Hannibal. Live at Red Rocks, Camarón en el Cirque d’Hiver de París con Tomatito y, por qué no, 1989 de Ryan Adams.

Por la emoción ante el siguiente viaje. Por cada una de las marcas y las deudas (las de la piel, las otras sencillamente se pagan) tras cada marcha, tras cada maleta abierta sobre tu cama; «Travel changes you. Life —and travel— leaves marks on you. Most of the time, those marks are beautiful. Often, though, they hurt».

¿Que por qué seguir? Por los besos largos y húmedos, los abrazos sinceros y el calambre, la angustia de las cosas que aún no han sido. Por la fe en las personas que merecen la pena. Porque estás aquí, porque aún nos quedan cosas que decir. Porque es «Time to get drunk! On wine, virtue, poetry, whatever!». Porque hay tiempo —de levantarse, de mirar, de perdonar—; de dejar atrás el miedo.

¿Por qué seguir? Porque es momento de equivocarte, escribir y bailar sin descanso. De pagar otra ronda y ahogar este gris con todos los colores del mundo.

Elogio del domingo tarde

Siempre pensé que libertad de no moverse, la libertad de no tomar partido ni alzar la copa cuando algún tarugo exige un brindis es la más sagrada de las libertades. La libertad de no elegir, de meter la cabeza bajo la almohada y plegarse a aquel «I would prefer not to» de Melville en Bartleby, el escribiente. La misma apatía que reina cualquier domingo tarde apático, porque el domingo nadie espera nada de nosotros ni el mundo exige de ti más que silencio.

Quizá por eso mismo el domingo tarde es terreno pantanoso para tanto ruido y para ese ejército de braceros anónimos que abarrotan cada rincón de cada calle virtual de cualquier red social a la que decidas asomarte: ¡Opina! ¡Mójate! ¡Escúchame! ¡Pelea!

Empieza a cansar tanta ambición y tanta tensión constante, tanta guerra no elegida; tanto lunes por la mañana. Pienso un poco como Antonio Muñoz Molina: «Nunca hemos vivido días así. Tenemos miedo a mirar las noticias en el teléfono móvil y abrimos con alarma el correo electrónico. Ponemos la radio con urgencia y con aprensión, con la certeza de que vamos a recibir un sobresalto. Leemos artículos y escuchamos voces buscando información, o algo de tranquilidad, o respiro, o esperanza, y rara vez encontramos algo que no sea desolador o alarmante».

No hay lugar para el «déjame pensarlo» ni mucho menos para ese «ya lo haré mañana» tan de cualquier domingo de cualquier otoño, tantos maravillosos domingos entre la resaca y el abandono. Estoy hablando de los domingos de café, prensa y revista; de este dulce aburrimiento, de pasar el día en la cama o, mejor (infinitamente mejor), entre el sofá, las sábanas y la deserción. Sin más tú que tú mismo ni más batallas que las elegidas, («¿Seguirá pensando en mí?»). Los domingos tarde de HBO, las botellas vacías y la casa por hacer; de Iván Ferreiro y Love of Lesbian, de Peaky Blinders, Tierra de campos de David Trueba y de tantos libros por leer; ¿en serio crees que la vida es lo que sucede fuera?

¿En qué momento dejamos que el fragor entrase en nuestra casa y nuestra intimidad se cobijara bajo el ruido? Si en realidad no existe más mundo que este domingo por la tarde, no existe:

No es que el mundo esté bien: es que no existe.

No hay nada alrededor:

solo tu sueño.

Nada tiene más ley que tu abandono,

tu suave abjuración,

la dulce apostasía que te ausenta.

No hemos fundado el mundo: nunca cambia.

«La pequeña durmiente», Carlos Marzal

Lo importante

El 10 de abril de este 2013 tan velado fallecía Paco Guz­­mán. Humanista. Vividor. Físico. Filósofo: traba­­jaba como investigador en el Instituto de Filosofía del CSIC. Gran escritor. Llegué a Guzmán a través de Rosa Montero (maravillosa articulista, no se la pierdan). Este fin de semana ha escrito sobre él en El País y he recordado algo. Para nosotros —hablo de mis amigos— la voz de Guzmán era una referencia en el complicado arte-de-vivir, como lo podían ser Hemingway, Churchill, Frank, Jack o Wilde. Un connoisseur de lo importante. Antes de morir, escribió un panegírico que, para mí, es una pequeña Biblia. Una lámpara incandescente en este hoy de penumbra y lloriqueos. No se lo pierdan:

He visto y he hecho cosas que jamás imaginaríais, lo supe por vuestro asombro cada vez que os las contaba.

He visto las nubes pasar como algodones bajo mis pies sobre el valle del río Deva, en Cantabria.

He amado mucho, hasta querer morirme, fijaos qué dis­­parate… Y no tengo noticia de haber sido correspondido, tan solo indicios, destellos confusos, y algún que otro chasco.

Me he asomado a los misterios del Cosmos. Aprendí que el Universo es muy grande y las posibilidades infinitas, así que no desesperéis. Pero decidir es hacer camino, y nunca se puede retroceder, aunque lo parezca, podemos volver a un mismo tiempo y lugar, pero siempre pagaremos un precio y nunca seremos los mismos. Eso se llama entropía.

He recorrido los otoñales bosques de la cultura de papel, la Historia, la Literatura y la Filosofía, y descubierto con regocijo que no todo está dicho. Me serví de muchos libros, aunque creo que pasé por más erudito de lo que en realidad era. La mayor parte de mi cultura provenía del cine y la televisión y de una impulsiva curiosidad por todo. Ningún libro o película me pudo dar más que algunos buenos indicios sobre quién era y por qué estaba aquí.

Practiqué la política desde el activismo y desde mi vida cotidiana, que es desde donde mejor se puede hacer sin necesidad de adherirse al poder y al dinero, para poner un granito de arena a eso de cambiar el mundo. Tuve la gran fortuna de vivir como lo hice precisamente porque me permitieron aceptarme y vivir tal cual era.

Lamento al fin dejaros, ahora que empezaba a dejar de tener miedo. Que me desembarazaba de cautelas y obligaciones. Que me permitía, a veces, presentarme ante quien fuera tal cual soy, sin ostentosas demostraciones de paciencia o resistencia, y sin preocuparme demasiado por el futuro.

El artículo de Rosa es sincero hasta el dolor. Dice «sus palabras están entre las más hermosas que jamás he leído. Entre las más sabias. Más tiernas. Más valientes. Inmensas palabras sanadoras que deberían ser oídas por todo el mundo, porque curan de la tristeza del vivir». Estoy de acuerdo. A mí, como a ella, «Panegírico» me estalló en la cabeza. Y me enfado con ese gris con el que, tantas veces, queremos ocultar todos los colores del mundo. Y sus palabras cascabelean en mi memoria y no encuentro la forma —ni quiero— de apagar su voz:

Emborracharse de vida. Descubrir —no es fácil— que no está todo dicho. Poner un granito de arena a eso de cambiar el mundo. Dejar de tener miedo.

Véndeme Madrid

—Buenas tardes, señor Terrés.

—Bien hallada.

—Soy Claudia, tengo dieciocho años y tengo un gran dilema.

—Así me gustan a mí las preguntas, al grano.

—A pesar de mi edad, siempre he creído que tenía las cosas claras en cuanto a mi futuro, aunque quizá tenga unos cuantos pájaros en la cabeza, pero es la bendita culpa del cine y de JKR.

—¿Quién es JKR? ¿Son las siglas de los componentes de One Direction? ¿Las iniciales de un tatuaje de Ma­­rio Casas? ¿La maleni esa inglesa que escribió Harry Potter?

—Así que después de mucho pensar, decidí que el año que viene quiero estudiar Relaciones Internacionales, algo que solo puedo hacer en Madrid. Ya me he cansado de hablar con padres, profesores y orientadores de tres al cuarto que no tienen ni idea de lo que quiero ni de por qué. Por eso acudo a un profesional.

—¡Paren las máquinas! Espera. ¿Ese profesional al que te refieres soy yo? ¿En serio? Jovencita, para que te hagas una idea: te respondo esto en batín y pantuflas desde la novena planta del hotel Majestic de Barcelona, hincándome un bloody mary con el firme propósito de echar a patadas de mi habitación a esta resaca fiel como un San Bernardo, que no se va de mi lado la condenada. Para que te sitúes en torno a lo que puedo saber yo de recursos humanos, digo. Pero qué na­­rices: vamos al lío.

—Mi dilema es que me veo el año que viene encerrada en una residencia, pagando quince pavos por copa en locales atestados de gente, pasando miedo en el metro, perdiéndome en cuatro calles y encima distanciándome de las personas que tengo aquí…. Y lo único que te pido para que me des ánimos y me hagas recuperar la ilusión de coger la maleta es que me vendas Madrid. ¿Qué tiene Madrid? ¿Cuál es su magia? Y, sobre todo, ¿qué le puede ofrecer a esta pobre chiquilla de provincias?

—Acabáramos. Que el problema no es tu formación, eso lo tienes claro; ni siquiera tu familia (tienes un par de pelotas, enhorabuena por eso). El problema es que tienes miedo. Tan fácil. Tan difícil.

No te hablaré hoy del miedo, de los cambios o los cientos (miles) de razones para hacer la maleta sobre la cama de esa habitación a la que ya nunca volverás. Hoy solo te hablaré de Madrid. Y esta respuesta va a tener su gracia, porque te escribo, insisto, desde Barcelona, esa ciudad gris a la que ya he perdonado (serías tan increíble si te dejaras de tantas tonterías, Barcelona). Así que sí, qué narices. Aquí. Ahora. Desde la mejor habitación de la mejor planta del mejor hotel de Barcelona voy a explicarte por qué Madrid es la mejor ciudad del mundo.

Y es que Madrid es Madrid todo el año, pero nunca Madrid es tan Madrid como en septiembre. Las calles se desperezan, caen las primeras gotas de este otoño que se cuela entre las sábanas y tintinean las copas en la barra caoba del Cock. Una más. La penúltima. El Madrid de los atardeceres imposibles, los hermanos Alcázar en la Gran Vía y las niñas con sudario en la mesita bebiéndose Juan Bravo.

Sé que vivirás en Malasaña, que te besarán en los portales de Corredera Alta volviendo del Tupperware y que beberás copas de mierda en noches vulgares que no olvidarás nunca. Dormirás poco, llorarás más de la cuenta y echarás de menos aquella cama —que aún te espera— y maldecirás a aquel payaso que un día como hoy te vendió esta ciudad inexplicable. Pero un día bajarás por Espíritu Santo con una desconocida que ya llamas amiga (qué importa de dónde vienes, si estás aquí) y la vida se pintará de acacias y tejas, el color del cielo que abrasa la Gran Vía cuando atardece, y cada paso será una nota de una partitura que aún no entiendes, pero que ya intuyes. Y cruzarás Recoletos y el sol se pondrá en la Cuesta de Moyano, a la vera del Jardín Botánico y el Museo del Prado. Donde cada tarde reposan botines, fracasos, tesoros, llaves y brújulas bajo las tapas de aquellos libros de lance que esperan, sin prisa, la mano de otro dueño.

Y vivirás mil vidas y aprenderás a amar el cine en los Doré, harás cola en la barra del Cisne Azul —esas setas—, y pedirás otro vermú (otro más) y un pincho de tortilla en La Ardosa. Aprenderás a reverenciar El Prado (hay que hacerlo) y quizá descubras el arte (esto es necesario, Claudia) en exposiciones como la de Cézanne en el Thyssen. Pasarán los meses; dormirás poco, llorarás menos y recordarás con cariño aquella cama, porque ya no será la tuya. Ya nunca lo será. Porque la tuya está en Madrid.

Y un día, sin más, no existirá otra ciudad.

Porque no la hay.

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